Читать книгу Para comprender la Reforma Protestante - Eduardo Tatángelo - Страница 14
ОглавлениеCapítulo 4
Haga patria: lidere una reforma
Por tanto, para que sean borrados sus pecados, arrepiéntanse y vuélvanse a Dios, a fin de que vengan tiempos de descanso de parte del Señor.
—Hechos 3.19–20
Aquellos hermanos a quienes ha dado el Señor la gracia del trabajo, trabajen fiel y devotamente de forma tal, que, evitando el ocio, que es enemigo del alma, no apaguen el espíritu (1Ts 5.19) de la santa oración y devoción, a cuyo servicio deben estar las demás cosas temporales. Y como remuneración del trabajo acepten, para sí y para sus hermanos, las cosas necesarias para la vida corporal, pero no dinero o pecunia; y esto háganlo humildemente, como corresponde a quienes son siervos de Dios y seguidores de la santísima pobreza.
—Regla de San Francisco, año de 1223
No debemos pensar que la Reforma fue un acontecimiento aislado que surgió de pronto en la historia de la iglesia. Todo lo contrario: casi desde el mismísimo siglo ii de nuestra era, aparecieron grupos preocupados por su renovación. Es que, desde un comienzo, la masificación del cristianismo (su éxito, podríamos decir) y el crecimiento de las estructuras eclesiales mostraron la necesidad de un retorno permanente a las fuentes originales. La adopción del cristianismo como religión oficial durante los siglos iv y v, acentuó esta búsqueda. Si bien ese proceso tuvo el beneficio de detener las persecuciones, al mismo tiempo generó peligrosas consecuencias para la vida de la iglesia: acumulación de riqueza y poder, “conversiones” masivas, vulgarización del evangelio (que dejó de ser comprendido con claridad), pérdida de los ideales éticos. Estas preocupaciones se acentuaron a partir del medioevo, periodo en que la iglesia ya se había convertido en el único poder universal y, además, era la poseedora de importantes bienes terrenales, factores todos estos que resintieron el cultivo de los valores más sencillos y profundos del evangelio.
Los que resultaron muy diversos fueron los modos en que se expresaron estas ansias de renovación. Por un lado, surgieron muchos movimientos al interior de la iglesia, que en su momento se denominaron (desde el centro teológico ortodoxo) herejes. Hoy podemos mirar esos numerosos grupos que conmovieron a la iglesia desde el siglo ii como una búsqueda de vivencias más genuinas, y no sólo como amenazas a la sana doctrina. Si bien muchas veces la discusión se centró en algún punto polémico del dogma cristiano, no es difícil discernir detrás de esas cuestiones una crítica a la vida de la institución eclesial que podríamos llamar “oficial”. Late en todos los grupos de la heterodoxia cristiana un anhelo por una comunidad de fe renovada, una crítica al excesivo institucionalismo o a la decadencia moral en el seno de la iglesia oficial. Durante la Edad Media, surgieron muchos de estos grupos heterodoxos, tales como los albigenses, los valdenses, los hermanos lolardos o los husitas, quienes fueron duramente perseguidos por el centro del poder religioso. Si bien el estudio de todos estos grupos nos muestra su notable diversidad, también su historia refleja elementos comunes: la búsqueda de una vida más piadosa, el regreso a la Biblia para que pueda ser leída por el pueblo común, la búsqueda de una vida religiosa más sencilla y la crítica al poder temporal y corrupto de la jerarquía eclesial. La persecución contra algunos de estos grupos fue particularmente cruel, logrando sofocar su misma existencia, como es el caso de la cruzada contra los albigenses del sur de Francia (1209/1244). Otros movimientos —como la iglesia valdense—, si bien fueron duramente perseguidos, lograron sobrevivir para sumarse luego al movimiento de la Reforma protestante.
La idea reformadora inspiró también a hombres y mujeres comprometidos que, sin intentar cambiar la iglesia existente u oponerse a ella, bregaron por su transformación. Estos esfuerzos de reforma, en general, se manifestaron a partir de las órdenes monásticas ya existentes o mediante la creación de otras nuevas. Hacia el año 900, aproximadamente, surge en Francia un poderoso movimiento reformador en el seno del monasterio de Cluny. La regla cluniacense ejerció una tremenda influencia sobre la Europa Central, al promover una renovación de la piedad en los monasterios por medio de apertura de escuelas, bibliotecas y la promoción de una ética estricta entre los monjes. Otro tanto puede decirse del movimiento cisterciense, el cartujo, el franciscano y muchos otros. Todas estas reformas monásticas, con los énfasis particulares de cada una, promovieron el regreso a la vida contemplativa y ascética, el cultivo de la oración y el estudio de las Escrituras y de los Padres de la Iglesia, el trabajo manual, la vida de pobreza y servicio, así como otros valores claramente conectados con la fe de la iglesia primitiva.
Por último, cabe mencionar las iniciativas de reforma emprendidas desde la propia jerarquía institucional de la iglesia. Los obispos en sus diócesis y, en particular, algunos papas para la iglesia universal, intentaron en numerosas ocasiones corregir los desvíos en la vida y práctica de la iglesia por medio de reformas del culto, del clero y de las órdenes religiosas, tratando de impactar también sobre la vida piadosa del ser humano común. De todas ellas, la de mayores consecuencias, fue sin duda la emprendida por el papa Gregorio vii hacia el año 1070. La reforma gregoriana fue muy ambiciosa; se proponía nada menos que el regreso de la sociedad cristiana europea a los tiempos de la iglesia primitiva. Para ello, se emprendió una reforma general: en el culto se eliminaron los instrumentos musicales (considerados de mala influencia para la moral), lo que dio nacimiento al canto llamado gregoriano. Se cambió la formación del clero y su organización, de modo de garantizar la pureza de la vida personal. Se fortaleció el poder de la iglesia ante los poderes civiles y se crearon universidades y bibliotecas que revitalizaron los estudios de la Biblia, la teología y la filosofía.
El primer decreto de inquisición de la historia
Para abolir la depravación de las diversas herejías que en los tiempos presentes han comenzado a pulular en diversas partes del mundo, debe encenderse el vigor eclesiástico, a fin de que —ayudado por la potencia de la fuerza imperial— no sólo la insolencia de los herejes sea aplastada en sus mismos conatos de falsedad, sino también para que la verdad de la católica simplicidad que resplandece en la Santa Iglesia, aparezca limpia de toda contaminación de los falsos dogmas. Por ello nos, sostenidos por la presencia y el vigor de nuestro queridísimo hijo Federico, ilustre emperador de los Romanos, siempre augusto, con el común acuerdo de nuestros hermanos, y de otros patriarcas, arzobispos y de muchos príncipes que acudieron de diversas partes del mundo, por la sanción del presente decreto general, nos levantamos contra dichos herejes, cuyos diversos nombres indican la profesión de diversas falsedades, y condenamos por la presente constitución todo tipo de herejía cualquiera sea el nombre con que se la conozca. En primer lugar determinamos condenar con anatema perpetuo a los cátaros y albigenses, y a aquellos que se llaman a sí mismos con el falso nombre de Humillados o Pobres de Lyon, a los Pasaginos, Josefinos. Y puesto que, algunos bajo apariencia de piedad, y como dice el apóstol, pervirtiendo su significado se arrogan la autoridad de predicar, aun cuando el mismo apóstol dice ‘¿cómo predicarán si no son enviados?’, condenamos a todos aquellos que, bien impedidos, bien no enviados, presumieran predicar ya sea en público o en privado, sin haber recibido la autorización de la Santa Sede o del obispo del lugar. También ligamos con el mismo vínculo de anatema perpetuo a todos aquellos que respecto al sacramento del Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, o sobre el bautismo, o la remisión de los pecados, el matrimonio, o sobre los demás sacramentos de la Iglesia, se atreven a sentir o enseñar algo distinto de lo que la sacrosanta Iglesia Romana predica y observa; y en general [ligamos con el mismo vínculo] a quien quiera que sea juzgado como hereje por la misma Iglesia Romana, o por cada obispo en su diócesis, o bien , en caso de sede vacante, por los mismos clérigos, con el consejo —si fuera necesario— de los obispos vecinos. Determinamos que queden sujetos a la misma sentencia todos sus encubridores y defensores y todos aquellos que prestasen alguna ayuda o favor a los predichos herejes con el fin de fomentar en ellos la depravación de la herejía, bien a aquellos [que llaman] consolados, o creyentes, o perfectos, o con cualquiera de los nombres supersticiosos con que se los llame. (Decreto Ad abolendam del papa Lucio iii [1184])
Si unimos las tres categorías que hemos utilizado para pensar en las reformas anteriores a la Reforma, podremos captar mejor sus contradicciones y límites. Entre otras iniciativas, la reforma gregoriana fue la causante de la violenta cruzada contra los albigenses —de la que hemos hablado—, y ese poder papal que salió fortalecido y triunfante de este proceso, también fue el responsable de la cooptación de muchos movimientos radicales de reforma como el emprendido por San Francisco y Santa Clara de Asís. Es decir, había reforma, pero no siempre en la misma dirección y por los mismos intereses. En no pocas ocasiones, el noble objetivo reformador sirvió en realidad para acrecentar un poder con la capacidad de aplastar a los disidentes. Lo que queda claro es que el ideal reformador atraviesa toda la Edad Antigua y la Media. La Reforma protestante no es sino uno de los puntos de eclosión de esas fuerzas que, una y otra vez, pugnaban por un cambio. Lo que la destaca es haber sido un movimiento particularmente exitoso, y haber triunfado donde tantos otros habían fracasado.
¿Por qué decimos que la Reforma protestante no fue un fenómeno aislado?
Casi desde los inicios de la iglesia hubo movimientos que lucharon por una renovación de la vida eclesial. El movimiento monacal —por ejemplo— puede ser visto entre otros como un esfuerzo por renovar una piedad radical y profunda.
Los grupos llamados en su momento “herejes” fueron también la expresión de ese anhelo de cambio y de retorno a las fuentes del cristianismo, así como las reformas emprendidas por algunos papas que, “desde arriba”, buscaron cambiar la vida de los religiosos y del pueblo común.
Estas reformas fueron muchas veces contradictorias, y aunque dejaron profundas huellas en la vida de la iglesia, la cultura y la sociedad en general, no lograron quebrar la lógica jerárquica imperante. Incluso en el caso de las reformas hechas desde el poder, éstas reforzaron muchas veces las estructuras de dominación, lo que a largo plazo tuvo consecuencias más negativas aún.