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Introducción a la teología

1.

Hace siete años, yo iba atravesando la placita helada de Llallagua, a pasos lentos, con las manos hundidas en una campera negra de cuello alto.

—¡Padre! ¡Padrecito!

Un hombre emergió, corriendo, de la oscuridad. Se me prendió del brazo. A la luz enferma del único farol, cualquiera podía leer la desesperación en aquel rostro huesudo. Llevaba puestos su casco guardatojos y su saco de minero; la voz sonaba como tosida:

—Me tenés que acompañar, padre, yo le ruego.

Expliqué que yo no era sacerdote. Varias veces se lo expliqué. Era inútil.

—Ha de venir, padrecito, conmigo ha de venir.

Intensamente quise convertirme en cura, aunque sólo fuera por algunos minutos. Al minero se le estaba muriendo un hijo.

—El menorcito es, padre. Tenés que venir y darle los santos óleos. Ahorita, padre, que se nos va.

Me clavaba los dedos en el brazo.

2.

Hay pocos niños en las minas bolivianas. Y no hay viejos.

Estos son hombres condenados a morir antes de los treinta y cinco años, con los pulmones reducidos a cartón por el polvo de sílice.

Dios solito no alcanza.

Antes, Lucifer en persona abría el carnaval minero. Entraba, montado en un caballo blanco, por la calle principal de Oruro. Hoy día, las diabladas atraen un mosquerío de turistas de todas partes del mundo.

Pero, en las minas, el Diablo no reina solamente en febrero. Los mineros lo llaman Tío y han alzado para él un trono en cada socavón. El Tío es el verdadero dueño del mineral: otorga o niega los filones de estaño, extravía en los laberintos a quienes quiere perder o señala vetas escondidas a sus hijos predilectos. Libera de los derrumbamientos o los provoca. Dentro del socavón resulta mortal pronunciar el nombre de Jesús, aunque la Virgen puede ser invocada sin riesgos. A veces, el Tío pacta con los contratistas o los arrenderos: les vende la riqueza a cambio del alma. Es él quien ha guiñado el ojo a los campesinos para que abandonaran sus sembradíos y se hundieran para siempre en estas grutas.

En torno a su gran imagen de barro, los mineros se reúnen para beber y conversar. Es la ch’alla. Le ponen velas, encendidas al revés, y lo convidan con cigarros, cerveza y chicha. El Tío agota los cigarros y deja vacíos los vasos. A sus pies, los mineros dejan caer algunas gotas de aguardiente, y ésta es la manera de ofrendar el trago a la diosa de la tierra.

Los mineros piden al Diablo que florezca el mineral.

—Tío, ayúdanos. No nos dejes morir.

La ch’alla funciona como una universidad política. Los dictadores la tienen prohibida. Estos hombres se reúnen en torno al Tío, en recovecos secretos del socavón, y hablan de sus problemas y de la manera de cambiar las cosas. Se sienten protegidos, se dan ánimo y coraje. No se hincan ante el Diablo. Al irse, le echan al cuello serpentinas de colores.

3.

Las mujeres no pueden entrar a la mina. Un viejo mito dice que traen mala suerte.

El viejo mito las ha salvado de la muerte temprana que la mina reserva a sus obreros.

Días y noches de amor y de guerra

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