Читать книгу Illska - Eiríkur Örn Norddahl - Страница 11

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CAPÍTULO 5

—Cuando se prendieron las cortinas —dijo Ómar, respirando hondo—, me senté en el sillón azul oscuro del tresillo y contemplé la casa quemándose a mi alrededor. ¿No te lo imaginas? Arañaba con las uñas de la mano izquierda la basta tapicería mientras miraba las llamas que devoraban con glotonería la tela de las cortinas, tragaban los parteluces de las ventanas y se extendían por el techo pintado de blanco. Mis pertenencias desaparecían una tras otra en el fuego, y con ellas los recuerdos, buenos o malos. Era la víspera del Primero de Mayo. La noche anterior al día de lucha del proletariado.

Juha asintió con la cabeza.

—No me precipito fácilmente a la hora de sacar conclusiones —prosiguió Ómar. De pronto, se sentía tranquilo—. Siempre he dividido el mundo en dos mitades opuestas: lo externo, que me provoca dudas, y lo mío propio, que me parece natural. Agnes era mía. La casa era mía. Yo era de Agnes y de la casa. Todo desapareció en la pira. Me tapé la nariz con la mano derecha. El humo que producían los tejidos sintéticos me producía escozor en los ojos. La tapicería barata se derretía, y ardían las prendas de ropa que nadie se había preocupado de recoger y colgar. Nailon, plástico, acrílico, poliéster. La pintura se chamuscaba y caía de las paredes. El fuego arrojaba cenizas y brasas que revoloteaban por el salón. El crepitar del fuego me resultaba tranquilizante. Sentía deseos de dormirme en el sillón. Nuestra casa no era un chalé unifamiliar de grandes pretensiones. No valía muchas de esas monedas islandesas decoradas con imágenes de peces. Aquella casa era una puta madriguera de ratones de mierda, un montón de mierda en la que se colaba el agua por todas partes, situada en una zona apartada, hacia la orilla del mar, de la avenida Sæbraut de Reikiavik. Nosotros no éramos ricos, solo unos pobretones oportunistas que nos lanzamos a comprar una casucha barata para tener jardín. Para tener sótano y desván, cuerda de tender y sitio donde plantar unas cuantas flores, cerca del centro, pero a suficiente distancia para que no nos molestara el jaleo: la aclamada vida nocturna de Reikiavik. Ese trasto de los cojones (perdona que no te lo haya dicho antes) era un anillo de pene. «Lo que se denomina anillo de pene». Un anillo salvavidas de goma para la polla. Fabricado para permitir a los varones prolongar la erección hasta el infinito y aumentar el placer de los dos. Hay que pasarlo primero sobre los testículos y meter luego el pene medio fláccido. Luego hay que esperar a que se ponga duro antes de ya sabes. Nunca había visto ninguno. Había oído hablar de ellos, había oído que alguna gente lo usa para pasárselo bomba. Por eso reconocí enseguida el trasto ese, aparte de que apestaba a sexo. Seguro que no lo habían lavado nunca. Los dos pequeños vibradores, que se podían quitar, tenían la función de estimular el clítoris de la mujer y los testículos del hombre. Ese modelo se podía comprar con un agujero especial para los testículos. Lo vi en internet. Y se puede conseguir en acero templado, pero a ese tipo de anillo no se le pueden acoplar vibradores. No se debía tener puesto más de media hora seguida. Y los que padecen enfermedades cardiacas no deben usarlo excepto con el visto bueno de su médico. Si no te lo quitas, se corre el riesgo de necrosis del falo. Y entonces tendrías que ir al médico a que te ampute el pene. Pero ¡ay! Mi vida no mejoró mucho después de prenderle fuego a la casa, aunque sí que sentí cierto alivio. Sería más exacto decir que el incendio me dejó descolocado, porque durante bastante tiempo después de que la casa se convirtiera en cenizas, toda mi puta existencia se quedó como aturdida. Como si no hubiera quemado la casa, sino que la casa se me hubiera caído encima. Era algo así como… una aberración. Aquello era algo tan… impropio de Agnes. No el adulterio en sí, sé que todo el mundo puede cometer adulterio, y siempre le pilla a todo el mundo por sorpresa, sino el anillo de pene ese. Agnes y yo teníamos una vida sexual, bueno, ya sabes, como de lo más normal. Por lo menos, de lo más normal. Estaba bien cuando lo hacíamos. Pero no usábamos huevos ni vibradores ni cajas de juguetes. Ni siquiera teníamos ropa interior elegante para esas cosas. A mí nunca se me ocurría meterle el meñique por el culo; ella no me lo pidió nunca y a mí no me molestó que no lo hiciera. Y eso. Bueno. Ay. Aquello fue demasiado. Debemos pensar que la acción liberadora que fue quemar la casa en realidad era exactamente igual de insoportable que mi vida en esa misma casa cuando estaba entera. Cuando una tragedia se calma un poco, empieza otra sin solución de continuidad. El anillo de pene, en sí, no era un juguete demasiado complicado, pero estaba destinado a hombres ya más adelantados en esas lides. Era brutal. Como si llevara marcado, sin dejar espacio alguno para la duda, que el pene de Arnór —porque ese anillo de pene tenía que ser suyo— era gigantesco. Que penetraba a Agnes con violencia, que la partía en dos una vez tras otra. Aullando de dolor y, al mismo tiempo, con un placer que Agnes y yo jamás habíamos alcanzado. Todo aquello era enormemente difícil. Esa. Idea. De mierda. Pero, naturalmente, no me daba ningún miedo el pene de Arnór. El pene nazi de Arnór. Igual que tampoco me daba ningún miedo que Arnór tuviera diez años más que yo. Los dos éramos adultos. No de veinticinco y de quince, sino de treinta y cuarenta. Nada de eso importaba. Pero Arnór se la había follado. Se había follado a mi mujer. No lo puedo expresar de ninguna forma que no dé la impresión de que Agnes es, en cierto sentido, mía. O que lo era. Eso es así. En cierto sentido, el caso es que sí que era mía. Y yo, suyo. Y ese gilipollas de nazi de mierda no tenía ningún derecho a ella. Ningún derecho. Y sobre Arnór —fuera como fuese que hablaran de él, o cómo evitaran referirse a él— circulaba la idea de que era un hombre violento. Que era peligroso, vamos. Capaz de cosas como asesinatos en masa, fosas comunes, holocaustos. Más o menos. Y aunque yo sabía que la realidad no apoyaba tales ideas —Arnór era un canalla baboso, incapaz de cometer delitos de los grandes—, la simple idea hacía que mi pene se volviera aún más insignificante al pensarlo. Normalmente soy una persona de lo más corriente y poco dada a tomar decisiones trascendentales por iniciativa propia, y tampoco a sentir más lástima de mí mismo de lo que puede considerarse normal. Lo que contribuye a hacer aún más extraño el comienzo de esta historia. Porque, naturalmente, prendí fuego a la casa por pura lástima de mí mismo. Claro que lo hice conscientemente, por pura lástima de mí mismo. A lo mejor, el anillo de pene no era de Arnór. A lo mejor, Agnes estaba follando con algún otro. A lo mejor, Agnes le había prestado nuestra casa a alguna amiga suya para follar. A lo mejor ni siquiera estaba follando con otro. A lo mejor se había encontrado en el jardín el anillo ese que apestaba a sexo. O había comprado uno usado en el mercadillo. Por pura broma. Para añadirle un poco de picante a nuestra vida sexual. Pero no me parecía demasiado probable. Cockring. De pronto, en medio de todo el trastorno mental, en mitad del incendio, me resultó imposible llamar a eso anillo de pene. Había leído la palabra en algún sitio y me había encantado. «Anillo de pene» era una bonita expresión, imposible de usar para un cartón de leche. Lloriqueaba mientras la casa ardía. No podía tomarme mis penas en serio si ni siquiera podía concentrarme en ellas sin pensar en nada más. Esta historia empieza en el mismo instante en que nos abandoné a mí mismo, a Agnes y a Islandia. Los últimos meses habían sido insoportables, horrorosos, y no podía aguantar ni un día más. Esa noche, la noche en que prendí fuego a las cortinas y quemé por completo nuestra casa, Agnes estaba en el centro, en algún sitio, metida en la cama, en pelotas, con un neonazi de Ísafjörður. Por eso me pareció estupendo prenderle fuego. Debemos pensar que pienso en la segunda guerra mundial, en el Holocausto, que me avergüenzo por sentir lástima de mí mismo. Luego tenemos que imaginar que la vergüenza me hace sentir peor, que no soy capaz de comprender por qué soy un imbécil tan desgraciado. Y hay que seguir pensando en cómo la lástima va haciéndose más profunda cuanto más profundizo en la comparación. Intenté ponerme en el lugar de Agnes. Claro que tenía que parecerle emocionante follar con un nazi. Con un nazi de verdad. Me lo dijo ella misma. Si hubiera tirado el anillo ese de mierda. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué no se lo había llevado Arnór? ¿Por qué no lo encontró Agnes? ¿Por qué no lo buscó al final de… cómo llamarlo? De esa relación sexual. Al final de esa relación sexual, ¿no? Como si fuera una puta historia de amor. ¡¿Una novelucha de suspense sobre mujeres románticas folladas en plan sadomaso, con nazis y víctimas?! El salón se llenó de humo. Me levanté y fui a la cocina. Abrí de par en par la ventana de la cocina y aspiré el claro aire primaveral hasta el fondo de los pulmones. La temperatura en Reikiavik era bastante agradable. Nuestra casa era de una sola planta, con sótano, 80 metros cuadrados de madera podrida y oxidada chapa ondulada, sobre base de cemento. Azul, con el tejado rojo y un jardín todo alrededor. Fijé la mirada en el bloque del otro lado de la calle y me pareció imposible que el fuego consiguiera atravesar toda la avenida.

Illska

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