Читать книгу Illska - Eiríkur Örn Norddahl - Страница 19
ОглавлениеCAPÍTULO 13
En trenes, autobuses, barcos, miraba la página de Agnes en Facebook. Llevaba muchas semanas sin escribir nada en su estado. Pero a veces daba likes a fotos. Con comentario. Guau, qué foto más guay. O: ¿No iba este al colegio con nosotros? No tenía amigos nuevos. Ni había compartido enlaces. Ni había comunicado nada sin que se lo pidieran. Pero algo tenía que estar haciendo. Yo esperaba solo que escribiera en su perfil: single. Yo nunca me había portado mal con ella. Nunca le había hecho nada. Todas mis agresiones —o prácticamente todas— habían sido pasivas. Incluso cuando me afeité y me dejé bigotito a lo Hitler. Cuando intenté que se enfadara conmigo, que se peleara conmigo. Siempre esperaba a que ella diera el primer paso. Que me cubriera de groserías. Porque, a pesar de todo, yo no quería descargar mi furia en ella. Pasara lo que pasase. Y en las rarísimas ocasiones en que me alejé de esta pauta, enseguida comenzaban interminables retahílas de excusas. En Graz visité una iglesia de fusión neogótico-barroca, la Stadtpfarrkirche zum Heiligen Blut. Durante unos instantes estuve debajo de las vidrieras del altar, donde se veía a Adolf Hitler y Benito Mussolini en un balcón contemplando cómo los esbirros maltrataban a Cristo. Estuve pensando por qué no participaban en la violencia, sino que se limitaban a mirar con cara de tontos. Por algún motivo, era como si al artista no le bastara con que fueran unos desalmados, sino que además tenían que ser perezosos y estúpidos. Luego pensé en Cristo y sus torturadores y recordé, nada menos, que durante mucho tiempo los cristianos pensaban que eran los judíos quienes mataron a Cristo. Y pensé también si los representantes del fascismo estarían mirando cómo los judíos mataban a Cristo. Y adónde coño pretendía llegar el artista con esa interpretación, si es que fue esa la que eligió. Los nazis habrían calificado su obra de degenerada. Pero claro, la vida conmigo era insoportable. Ahora me daba cuenta. Naturalmente, Agnes debió de haberse vuelto loca cuando conoció a un tipejo insignificante como yo, llamó a mi puerta, abrió y miró el fondo del abismo. Pero si ella me quería, tenía que reprochárselo ella a sí misma. Tenía que avergonzarse. Como uno se avergüenza por disfrutar leyendo un libro malo o viendo un programa horrible de televisión. Yo no era una persona. Yo era el remedo de una persona. Un imitador. Un sinvergüenza. A lo mejor no era tan horrible como para que nadie pudiera amarme. Pero nadie lo reconocería con sinceridad, ni siquiera ante sí mismo, sin echarse a llorar. Pero si hasta ese momento no era una persona, ahora sí que lo era. Ahora no había nadie a quien gustarle. Nadie a quien bailar el agua. Nadie a quien pedir perdón. Nada, excepto los recuerdos. Los judíos. ¿Tenía que pedir perdón a los judíos? ¿Y qué pasaba con todos los demás? Europa era un cementerio gigantesco. Habían echado un poco de tierra seca sobre los cráteres de bombas, las trincheras, las fosas comunes. Yo no debía nada a nadie. Pero si la paz que ahora reinaba desapareciera de pronto, sería precisamente porque personas como yo creían que era imposible romperla. Yo lo sabía perfectamente, pero no sabía si eso bastaría. Después, sudé camino del sur de Europa, hasta Albufeira —contemplé los restos del Estado Novo, las discotecas y las playas—, me harté de sudar y volví hacia el norte. Hacía un calor asqueroso. Ya había visto los restos, monumentos y ruinas más importantes del fascismo europeo, había comido de todo lo que existe en el mundo y apenas sabía qué hacer conmigo, aparte de sudar y atiborrarme de café. Lo cierto es que estaba arruinado desde hacía tiempo. Pero aún no me había llegado la factura de la tarjeta, permitían que cualquier Pedro y cualquier Pablo cobraran con ella por todas partes. Sentía curiosidad, cada vez que me servían un café, me daban un billete de tren o me ponían comida en la mesa. En algún sitio había leído que el dinero era una religión, en cuyo caso quizá lo mejor sea tomar a Kierkegaard al pie de la letra y lanzarse al mundo con ciega superstición y dejar que este se ocupe de las sobras. Si tú crees en la tarjeta, la tarjeta creerá en ti. Compré peras, plátanos y yogures en Hamburgo, un sándwich de pollo y un café de 7-Eleven en Aarhus, salchichas francesas en Copenhague, wok de noodles en Malmoe, knäckebröd con jamón y pepino en Gotemburgo, en un Subway de Oslo y un McDonalds de Trondheim. Si tú crees en la tarjeta, la tarjeta creerá en ti. Me harté del frío del norte y volví hacia el sur. Por todas partes, los nazis habían erigido tartas de nata en memoria de sus hazañas. Tartas de nata y arcos del triunfo que resplandecían al sol. Me puse las gafas de sol, entorné los ojos y me rasqué la nuca. Me había detenido allí para decir: Este ridículo pegote de hormigón señala una huella de la historia de la humanidad. Solo para poner de relieve el rollazo que es la historia de la humanidad y lo inútiles que son sus huellas. ¿Qué es lo que se esperaba esa gente? ¿Un Reich de mil años? ¿No preferís fusilarnos ya? Tal vez, mis recién adquiridas fuerzas se debían a que podía levantarme cuando fuera, donde fuera, y marcharme sin sentir que estaba traicionando a nadie ni abandonando a nadie. Poder dejar el panecillo en el café a medio comer, pasear hasta la estación de ferrocarril o de autobuses con toda tranquilidad y subirme al primer tren. No tener por qué permanecer en el tren o el autobús más tiempo del que me apeteciera. Podía apearme donde me pareciera. A lo mejor, es simplemente que no puedo sentirme bien sin esta libertad, igual que las flores no pueden vivir si no están al aire libre, igual que los animales, que mueren si están enjaulados. En ese caso, el adulterio de Agnes habría sido el mayor favor que me había hecho nadie en toda la vida. Fue por eso por lo que pude ponerme en pie en Reikiavik, seguro de que no me echarían de menos. De que podría marcharme sin que nadie lo lamentara. Habría podido hacerme con toda Europa sin que nadie pudiera reprocharme haber viajado; ahora, el mundo tenía que reconocer que ella no se preocupaba ni lo más mínimo por mí y no me necesitaba para nada, así que yo era libre.