Читать книгу Illska - Eiríkur Örn Norddahl - Страница 15
ОглавлениеCAPÍTULO 9
Los pasajeros estaban empezando a embarcar. Yo estaba en la cola. Con la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, manoseando el anillo de pene. Goma estriada. Los demás de la cola iban al extranjero, a museos y restaurantes. Pero yo estaba allí confuso y con la cabeza en otro sitio, sobando el anillo de pene de mi rival, dentro del bolsillo, como si no hubiera nada más normal. Me llevé la mano a la cara —fingí que quería rascarme— para olisquear el aroma que me había dejado en la mano. Me pasé el índice entre los ojos mientras olfateaba: goma vieja, coño viejo y semen viejo. Cinco minutos después estaba hurgando en el cubo de basura en busca de mi móvil. Lo encontré medio metido en un bote de plástico, todo mugriento de yogur. No podía tirarlo. ¿Cómo iba a entrar en internet si no me llevaba el teléfono? ¿Y si pasaba algo? ¿Y si Agnes quería que volviera con ella? ¿Volvería? Me pasé unos minutos al lado del cubo, quitando el yogur con una servilleta. El avión estaba a punto de despegar y tenía que darme prisa. Me habían llamado, personalmente, por mi nombre. No podía seguir allí como si tal cosa. Media hora más tarde volábamos entre turbulencias. ¿Y si los hubiera encontrado juntos? El piloto debía de pensar que estaba en una montaña rusa. ¿Y si me hubiera encontrado a Arnór encima de Agnes? ¿O a Agnes encima de Arnór? Con las manos metidas en su cabello largo, el sudor perlándoles la espalda, frotándose la vulva contra su polla, gimiendo y acariciándose. ¿Y entonces? El piloto debía de creer que estaba agitando una coctelera. Con un martillo neumático. ¿Habría sido capaz de matarlos a los dos y decir que había sido un crimen pasional? No ante la justicia, sino ante mí mismo. ¿Habría podido apaciguar mi espíritu apelando a una locura momentánea? Aterricé en Roma y me pateé Europa. Bebí café solo en Roma, comí un croissant con jamón en la estación de ferrocarril de Milán, tomé el ferri de Palermo a Cerdeña, a Córcega y a Marsella. Comí bocadillos en Barcelona, pollo en Oporto y salchicha con ajo en Bremen. Fui de Estrasburgo a Kehl, cogí un tren de Luxemburgo a Lille y a Bruselas. Había sido, sin duda, una majadería, una estupidez. «Esto». La huida de Islandia, quemar la casa. Pero nunca había sido tan consciente de mi fuerza. Ahora estaba en el asiento del conductor. Era el que llevaba los pantalones en mi propia casa (muy lejos de casa). Seguía habiendo muchas cosas sin respuesta. Pero no estaba haciendo nada, aunque lo pareciera. Estaba poniendo un poco de orden en mis asuntos. Comí arroz pilaf en Tirana y salchichas asadas en Berlín. Miré el mundo desde la puerta principal del Sony Center de Potsdamer Platz y me imaginé que al otro lado de la calle estaba el búnker de Hitler y que yo era Iósif Stalin, el verdugo de nazis, a cuatro patas, con un cuchillo entre los dientes, atravesando la mierda de la jungla, determinado a acabar con todos los genocidios de una vez por todas… ¿O no era así? ¿Cómo era? Pese a todo, al anochecer lloraba mucho. Lloraba por las noches y en las madrugadas. No me esforzaba nada por parecer varonil. Me esforzaba por ser una persona. Por ser un varón. No estaba en retirada, sino atacando. No huía, sino que iba en vanguardia. Y tampoco me importaba nada llegar a mi destino, fuera cual fuese. No me importaba nada llegar a descubrir quién era yo. Todo se aclararía en su momento. Lo único que buscaba era tiempo para pensar, calma para pensar, libre de mí mismo, libre del mundo, de los sufrimientos, libre del viento del norte y de las montañas y el mar. Miré las tierras del Rin por las ventanas del tren y los Pirineos por la ventana del autobús, el Mediterráneo por un ojo de buey. Vi el Kaiserkeller en Hamburgo y pensé en los Beatles. Vi el Festpielhaus de Bayreuth y pensé en Richard Wagner. En Viena comí gofres que me recordaron a Sigmund Freud. París tenía la forma de la señora Gertrude Stein y Oslo era la Cristiania del señor Hamsun. En Wunsiedel me detuve un momento a contemplar el lugar donde estuvo hasta hace muy poco la tumba de Rudolf Hess —el verano pasado exhumaron al tipo y lo arrojaron al mar—. Demasiados turistas, dijeron las autoridades. Demasiados neonazis llorando a moco tendido. Yo estaba intentando ser una persona y la prueba de resistencia más dura a la que puede enfrentarse cualquier persona es ser consciente de su propia responsabilidad en sus propios asuntos, ser consciente de ella con toda claridad y sin excusas, sin rebajarla, sin deformarla, sin convertirse uno mismo en el punto principal de las historias ajenas. La vergüenza llega a hacerse repugnante, literalmente, e impropia de un auténtico ser humano. Quien pide perdón para conseguir tranquilidad no ha aprendido nada. Fumé cigarrillos en las paradas, bebí litros de café y me miré el ombligo todo el camino hasta Sofía, y pasando por Skopie hasta Atenas. Dormí sentado de Gdansk a Varsovia a Cracovia, dormí tumbado de Bratislava a Budapest, estuve en Zagreb sin hacer nada y caminé como un loco arriba y abajo por el andén de Liubliana. Al otro lado de la ventana del tren pasaban veloces campos de cultivo, un mundo europeo, campesinos que trasegaban vino tinto y toreros en mallas. Iba de un lugar de memoria de los nazis al siguiente. Extendí el brazo derecho y me miré los dedos con la palma abierta. La piel estaba seca y cubierta de estrías blancas, como callos viejos. Esperaba que el ácido láctico se dispersara por los músculos y que me entraran temblores, pero no sucedió nada. El brazo se extendía horizontal desde el hombro, al extremo de aquella mano, de esos callos y esos dedos. Como una gruesa rama de un árbol viejo.