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PREFACIO

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15 enero 1831.

A través de la profunda concentración que cautiva todos los intereses en un orden de ideas graves y elevadas, el autor de estos relatos espera deslizarse inadvertido entre el mundo literario. Después, habiéndose asignado fecha y lugar, como tantas honradas gentes a las que se encuentra, pasadas nuestras largas tormentas sociales, colocadas muy alto en la opinión de un gran número, aspira a colocarse, como ellas, en una decente reputación negativa, nublada al silencio de la crítica y a la oportunidad de los grandes acontecimientos, tan favorable a los espíritus mezquinos.

Porque la carrera de esos veteranos de que hablamos ha sido plena, entera, honrada, gracias a su ancianidad que en la literatura prueba el mérito, casi lo mismo que un costurón prueba el valor.

El tranquilo porvenir, la dulce y perezosa quietud de esos gruesos canónigos de la literatura, han engolosinado de tal modo al autor de este libro, que se apresura a inscribirse como profeso, en su orden, estimando que las mismas circunstancias llevarán sin duda un día a los mismos resultados.

Un certificado de vida literaria es, pues, toda la ambición del autor.

Dicho esto, continuemos.

Antes de Cooper, hubiera tenido, quizá, la audacia de intentar interesar al público francés en las costumbres, en los caracteres que no despiertan en él ninguna simpatía. Ignorante, además, de las costumbres marítimas, le sería verdaderamente imposible apreciar la exactitud de los cuadros que se desarrollaran ante sus ojos.

Por la topografía de su país y gracias a su política, los americanos estaban llamados, mejor que nadie, a comprender todo el alcance del genio de Cooper. ¿Es que no hay en sus creaciones más que una obra de artista? ¿No existe un profundo pensamiento patriótico en el género que ha encontrado? Este género es una expresión de los deseos, de las necesidades, de la potencia de los Estados Unidos; es la historia de los Estados Unidos dramatizada.

Por ello, ved si de Nueva Orleáns a Boston hay un corazón que no lata, una frente que no se coloree, cuando se leen esas bellas páginas en las que se pintan las luchas de esa salvaje y vigorosa América, cuya religión fue la de permanecer libre bajo su hermoso cielo, en medio de sus ricas selvas, sobre su suelo virgen, y de rechazar hasta su brumosa isla a la aristocrática Inglaterra, llena de prejuicios, abrumada por sus viejos sistemas de colonización.

A causa de nuestra indiferencia por el mar, nuestras glorias navales son casi ignoradas en París. Bonaparte había visto que le era imposible luchar directamente con Inglaterra. Le era necesario reunir a cada momento todas sus fuerzas para aplastar al enemigo en el continente. Si la marina tuvo una plaza secundaria en sus combinaciones, fue porque por dos veces sus almirantes perdieron los navíos de Francia, y porque, para servirnos de una de las expresiones de Napoleón, una flota no se improvisa como un ejército. Por esta causa, a pesar de algunos admirables combates parciales sostenidos por nuestros marinos, la fama no ha tenido voz más que para celebrar la gloria de nuestro ejército de tierra.

Y esto fue una grave injusticia como arte y como política.

Como política, porque la mayoría de los hombres creen lo que leen, porque los relatos de nuestras victorias marítimas, adornadas por la literatura, poetizadas, exageradas quizás, hubiesen acabado por darnos a nosotros mismos una idea de nuestra importancia marítima. Este sentimiento se hubiera infiltrado entre las masas en Francia y en el extranjero; esta fe nacional hubiese producido grandes resultados, sin duda; porque se equivocaría, creo, el que pensase que las historias, las novelas, las memorias sobre las conquistas de Bonaparte no han aumentado nuestras fuerzas morales en el interior, nuestra potencia en el exterior.

Y además, ¡si se supiese de qué modo las costumbres marítimas son nuevas y picantes! ¡qué pocas cosas hay tan singulares, curiosas y dignas de estudio como el interior de un barco! ¿No es éste un resumen de todos los conocimientos, de todas las artes, de todas las industrias humanas? ¿No es una obra que prueba a cuánta altura puede elevarse nuestra inteligencia?

Sobre todo, constituyen un campo digno de estudio esas costumbres, esos afectos, esos odios floreciendo sobre frágiles tablas, y esos caracteres puestos ásperamente de relieve por el aislamiento, por la concentración; y esa fisonomía moral de un pueblo acusada allí más vigorosamente que en parte alguna, porque, en aquella vida incesantemente peligrosa, el hombre, menos gastado por las costumbres de una civilización decrépita, reproduce más vivamente el tipo impreso a cada raza por la Naturaleza.

¡Y los marineros!.. ¡Qué estudio para el que los comprende, para el que sabe bucear en la profundidad de sus almas! Es un pueblo poderoso y débil a la vez: tan pronto furioso como un soldado el día de pillaje, tan pronto tímido e ingenuo como un niño, cuando la embarcación se mece perezosamente en la calma; en el mar, resistente a todas las pruebas, el marinero soporta las privaciones con un desdén, con una firmeza estoicas; en tierra, sumergiéndose en todos los excesos, se entrega al placer con un ardor que se puede comparar más que con el vigor de organización desplegado en delirantes orgías: a bordo, durmiendo sobre el puente, corriendo en lo alto de un palo; en tierra, llevando los refinamientos y el lujo de la mesa hasta un grado inaudito, disipando en ocho días el fruto de dos años de ahorros forzosos.

Y en efecto, el marinero, ese pobre hombre, ¿no debe olvidar en un alegre festín, que acaba con su oro, sus largos cuartos de noche1 durante los cuales temblaba bajo la escarcha? ¿y esas horas de tempestad, cuando, balanceándose sobre una verga, contemplaba sonriendo el remolino que amenazaba tragarle? ¿y esos días miserables en que, prisionero en un lugar estrecho y malsano, ha carecido de aire, de agua, de pan, de esperanza y de luz?..

¡Pobre hombre, mañana ya no tendrá más oro! ¡mañana no más vino humeante y generoso, no más muelle cama, no verá ya a la muchacha riente y loca! ¡mañana, no más alegres espectáculos que ensanchaban su franco y jovial rostro, siempre granujiento, enrojecido, radiante!..

¡Se acabó todo!

Mañana, pobre marinero, besarás a tu vieja madre entregándola escrupulosamente una parte sagrada de tus ahorros; porque una hermosa hostelera de ojos brillantes, de cabellos negros, se esforzará en elogiarte aún la calidad superior de su grog, el perfume de su tabaco y sus platos apetitosos…

– Que me trague diez brazas de cable, si toco esta suma; ¡es la parte de mi madre!… – dirás cerrando con rapidez el largo bolsillo de cuero.

¡Ahora vas a embarcarte de nuevo! ¡ahora te esperan una valiente fragata y una disciplina severa!.. – ¡Larga velas! ¡arría velas! ¡Arriba, abajo! ¡Galleta dura, agua corrompida y algún vergazo si no andas listo!..

Y bien, ¡qué importa! él se encamina a su flotante casa cantando, sin una lamentación, sin un suspiro. Durante esos ocho días tan brillantemente coloreados por placeres sin número, ha hecho una provisión de recuerdos para los dos años que pasará en el mar. Durante las largas noches insomnes, se acordará de sus goces uno a uno; se aislará del presente hundiéndose en sus pensamientos; encontrará en el fondo de su alma no sé qué perfume de vino, qué sonrisa de mujer, qué vagos reflejos del tiempo pasado que le harán olvidar la aflictiva realidad.

Tal es ese pueblo, esencialmente bueno, pero uniendo a la altivez de un escocés la ingenua bondad de un bretón; doblando pacientemente la espalda ante un puñetazo, pero dando una puñalada por una mirada, pasando de la extrema alegría al extremo disgusto, pero sin perder nada de la vivacidad de estos dos sentimientos. A bordo, con una alegría dulce y melancólica, con una imaginación ardiente alimentada sin cesar por una vida sedentaria y por relatos cuya grosera poesía no carece de originalidad ni de grandiosidad, ¡ser complejo, múltiple, en fin! viviendo de anomalías y de oposiciones, pero, por encima de todo, impregnando su vida entera de una despreocupada e irónica intrepidez, que no le abandona nunca a pesar de todos los peligros corridos, después de tantos años de una existencia que no es otra cosa que un largo peligro.

Ya lo hemos dicho, Cooper, en sus admirables novelas, ha pintado a ese hombre de una manera tan amplia como pintoresca. Ha excitado vivamente la curiosidad, el interés por costumbres cuyos detalles contrastan rudamente con los de nuestra vida ciudadana. Pero, desgraciadamente, la energía, la finura del original, se debilitan casi siempre en la traducción. En francés, ese estilo queda despojado de su nerviosa concisión. Así, y todo, podemos admirar los grandes rasgos que caracterizan a ese talento verdaderamente nuevo; pero los matices, el color local, la preciosa ingenuidad de los idiomas, escapan a los que no pueden leer en inglés esas páginas maravillosas.

Sin embargo, nosotros creemos que si uno de nuestros talentos de primer orden, que si Víctor Hugo, de Vigny, Janin, Merimée, Nodier, Balzac, P. L. Jacob, Delatouche, etc., quisieran cambiar un año de su vida estudiosa por un año de existencia marítima, e intentasen entonces aplicar su potencia, su riqueza de ejecución a la pintura del mar, tendríamos ciertamente una gloria literaria más. Y, ¿por qué Lamartine no ha de ensayar conducir su musa por el mismo camino donde Byron ha conducido la suya en el segundo canto de Don Juan y en su Corsario? El temor de la imitación no sería racional; Cooper ha pintado americanos; vosotros podríais pintar las costumbres de los franceses, otros sitios, otros lugares, otras costumbres, otros combates…

Todo talento que se basa en la observación exacta de la Naturaleza, ¿no será siempre más sui generis, más personal, original, influyente?.. ¿No son así Corneille y Shakespeare, Goethe y Chateaubriand?

Pero yo me equivoco. Tenemos ya nuestro Cooper: un poeta que conmueve y atrae por la energía de su composición, por la verdad de sus descripciones. En presencia de sus obras el corazón se oprime… ¿Veis esas olas enormes que estallan y se rompen contra ese navío desmantelado… ese cielo sombrío y brumoso, esos rostros de mujeres llorosas, palpitantes, y que contrastan de una manera tan sublime con la actitud tranquila, fría, de un marino que manda siempre a la tempestad, aun en el momento de perecer?

Otras veces, al contrario, vuestra alma se dilata, se ensancha… La atmósfera es pura; ni una nube vela ese ardiente sol que desaparece en el horizonte entre un vapor rojizo. ¡Y después, qué calma! ¡qué dulce alegría anima a esos pescadores al dejar sus redes y sus barcas sobre esa playa resplandeciente a los últimos rayos del sol!

¿Oís los gritos de los niños… los cantos de los marineros? ¿Veis la noble cabeza del abuelo, del viejo marino que se hace llevar a la puerta de su choza para gozar aún del imponente espectáculo que siempre le emociona, aun después de tantos años?

Ese poeta, vosotros le conocéis, estoy seguro. ¿No habéis admirado el Kent, el Colombus, la Puesta del sol en el mar?.. ¿Ese poeta, pues, vuestro Cooper, no es Gudin? ¿Acaso en sus cuadros no hay el mismo colorido, la misma ingenuidad, la misma alteza de concepción que en las páginas del Piloto y del Corsario rojo?

¡Ah! si alguno de los escritores que hemos nombrado oyese nuestra débil voz, tendríamos una doble gloria en este género; poseyendo ya la poesía pintada, gozaríamos además de algunas deliciosas poesías escritas.

En cuanto al autor de este libro, su papel es poco más o menos el de un enano de la edad media, cuya historia quiero contaros.

«Un día, algunas bandas de salteadores y de arqueros galos, habían sitiado la abadía de San Cutberto, en Bretaña. Su jefe, Manostuertas, cabalgaba insolentemente a la vista de las murallas, pero, no obstante, fuera del alcance de los tiros de los hombres de armas de la abadía.

»Viendo esto los monjes desde lo alto de las murallas, invocaban piadosamente la intercesión de San Cutberto, cuando advirtieron, no sin extrañeza, al enano del prior que conducía o más bien arrastraba una ballesta prodigiosamente pesada y maciza.

» – ¡Dios me valga! – exclamó el prior – ; ¡el muy necio se ha atrevido a poner mano sobre la ballesta dedicada a nuestro señor San Cutberto, en la nave de nuestra iglesia!.. sobre la ballesta, ¡gran Dios!, que ese santo hizo caer de las manos de un gigante que la usaba para esperar a los mercaderes lombardos y a los peregrinos que pasaban por tierras de la abadía.

» – Pero – dijo el enano – , ¿olvidáis, señor, que esta ballesta traspasaría la más sólida muralla de Granada a mil pasos de distancia?

»Y diciendo esto había apoyado entre las almenas el poderoso arco que armara el gigante, pero el pobre enano ni siquiera pudo hacer mover el rudo mecanismo que impulsaba el proyectil.

»Y el jefe de los salteadores, el condenado Manostuertas, injuriaba siempre con sus gestos, al prior, a la abadía y a los monjes.

»Mientras que el prior se burlaba del enano porque había osado poner sus débiles manos sobre un arma tan pesada… un caballero, vasallo del primado, y de brazo maravillosamente fuerte, asió la ballesta que el enano había dispuesto sobre la muralla, la cuerda de hierro se tendió, la flecha silbó y alcanzó a Manostuertas a pesar de su armadura.

»Por la noche, los arqueros galos, espantados de la muerte de su jefe, habían dejado libres todas las salidas de la abadía de San Cutberto.

»Y viendo las últimas lanzas de los salteadores brillar al sol poniente y después bien pronto desaparecer en el horizonte, el pobre enano se alababa de su loca e impotente tentativa, porque uno más fuerte que él había valerosa y felizmente realizado su idea.»

El lector ha comprendido el sentido de este apólogo. Nosotros nos consideraríamos muy dichosos, si algún escritor de nombre quisiera marchar por la vía que indicamos en estos ensayos.

Eugenio Sue.

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Guardias.

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