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PLICK Y PLOCK 2
KERNOK EL PIRATA
VII
CARLOS Y ANITA
Оглавление…Ese tumulto espantoso, esa fiebre devoradora… es el amor…
O. P.
Aver la morte innanzi gli occhi per me.
Petrarca.
La dulce influencia de los climas meridionales aun se hacía sentir, porque el buque San Pablo se encontraba a la altura del estrecho de Gibraltar. Empujado por una débil brisa, con todas sus velas extendidas, desde el contrajuanete hasta los foques de estay, venía del Perú y se dirigía a Lisboa con pabellón inglés, ignorando la ruptura de Francia y de Inglaterra.
El departamento del capitán lo ocupaban don Carlos Toscano y su esposa, ricos negociantes de Lima, que habían fletado el San Pablo en el Callao.
La modesta cámara de antes estaba desconocida, tanto eran el lujo y la elegancia desplegados por Carlos. Sobre las paredes grises y desnudas se extendían ricos tapices que, separándose por encima de las ventanas, caían en pliegos ondulantes. El piso estaba cubierto de esteras de Lima, trenzadas de lina y blanca paja, y encuadradas en amplios dibujos de colores llamativos. Largas cajas de caoba roja y pulimentada contenían camelias, jazmines de Méjico y cactos de espesas hojas. En una linda jaula de limonero y de enrejado de plata revoloteaban unos hermosos pájaros de cabeza verde, de alas purpuradas con reflejos de oro, y bonitas cotorras de Puerto Rico, con todo el cuerpo azul, un penacho de color de naranja y el pico negro como el ébano.
El aire era tibio y embalsamado, el cielo puro, el mar magnífico; y, sin el ligero balanceo que el oleaje imprimía al barco, se hubiera podido creer que se estaba en tierra.
Sentado sobre un rico diván, Carlos sonreía a su esposa, que aun tenía una guitarra en la mano.
– ¡Bravo, bravo, Anita mía! – exclamó él – , jamás se ha cantado mejor el amor.
– Es que jamás se ha experimentado mejor, ángel mío.
– Sí, y para siempre… – dijo Carlos.
– Para la vida… – contestó Anita.
Sus bocas se encontraron y él la estrechó contra él en un abrazo convulsivo.
Cayendo a sus pies, la guitarra despidió un sonido dulce y armonioso, como el último acorde de un órgano.
Carlos miraba a su mujer con esa mirada que va al corazón, que hace estremecer de amor, que hace daño.
Y ella, fascinada por aquella mirada ardiente, murmuraba cerrando los ojos:
– ¡Gracias!.. ¡gracias!.. ¡Carlos mío!
Después, uniendo sus manos, se deslizó dulcemente a los pies de Carlos, y apoyó la cabeza sobre sus rodillas; su pálido semblante estaba como velado por sus largos cabellos negros; solamente a través de ellos brillaban sus ojos, lo mismo que una estrella en medio de un cielo sombrío.
– Y todo esto es mío – pensaba Carlos – , mío sólo en el mundo, y para siempre; porque envejeceremos juntos; las arrugas surcarán esa cara fresca y aterciopelada; esos anillos de ébano se convertirán en bucles argentinos – decía él pasando su mano por la sedosa cabellera de Anita – , y vieja, abuela ya, se extinguirá en una serena tarde de otoño, en medio de sus nietos, y sus últimas palabras serán: «Voy a unirme contigo, Carlos mío». ¡Oh! sí, sí, porque yo habré muerto antes que ella… Pero, de aquí allá, ¡qué porvenir! ¡qué hermosos días! Jóvenes y fuertes, ricos, dichosos, con una conciencia pura y el recuerdo de algunas buenas acciones, habremos vuelto a ver nuestra bella Andalucía, Granada y su Alhambra, su mosaico de oro, de arquitectura aérea, sus pórticos, nuestra hermosa quinta con sus bosques de naranjos frescos y perfumados, y sus pilones de mármol blanco en los que duerme una agua límpida.
– Y mi padre… y la casa donde he nacido… y la celosía verde que yo levantaba tan a menudo cuando tú pasabas, y la vieja iglesia de San Juan, donde por primera vez, mientras yo oraba, murmuraste a mi oído: «¡Anita mía, te amo!»… ¡Y ya ves si la Virgen me protege! en el momento en que tú me decías: «¡Te amo!», yo acababa de pedirte tu amor, prometiendo una novena a Nuestra Señora – repuso Anita, porque su esposo había acabado por pensar en voz alta – . Escucha, Carlos mío – suspiró – , júrame, ángel mío, que dentro de veinte años diremos otra novena a la Virgen para darle gracias por haber bendecido nuestra unión.
– Te lo juro, ¡alma de mi vida!, porque dentro de veinte años aún seremos jóvenes de amor y de dicha.
– ¡Oh! sí, nuestro porvenir es tan risueño, tan puro, que…
No pudo acabar, porque una bala enramada, que entró silbando por la popa, le destrozó la cabeza, partió a Carlos en dos, e hizo añicos los cajones de flores y la jaula.
¡Qué dicha para los periquitos y las cotorras, que huyeron por las ventanas batiendo alegremente las alas!