Читать книгу Psicoanálisis y justicia social - Elizabeth Ann Danto - Страница 9
1918 «EL TRATAMIENTO SERÁ GRATUITO»
ОглавлениеEl psicoanalista alemán Max Eitingon escribía en 1925 que no era posible que sus colegas siguieran discutiendo sinceramente que «el factor de que los pacientes paguen o no paguen no tiene ninguna relevancia en el curso del análisis».1 Pero Eitingon solo estaba anunciando lo que sería la conclusión del discurso sobre la conciencia social que Freud dio en Budapest en 1918. En ese discurso Sigmund Freud había abjurado de su posición de antes de la guerra, según la cual «el valor del tratamiento se reduce a los ojos del paciente si se le pide un pago muy bajo»,2 y había repudiado su anterior imagen de 1913, la del médico psicoanalista como empresario médico.3 Hasta el final de sus días, Freud apoyó las clínicas psicoanalíticas gratuitas, defendió el pago flexible y la práctica del análisis profano, todas ellas desviaciones sustanciales de una tradición de privilegios de los médicos y de dependencia de sus pacientes. Su manifiesta repugnancia hacia Estados Unidos como «el país de los bárbaros del dólar» también se reflejaba en su desprecio por una actitud médica que él consideraba más americana que europea, más conservadora que socialdemócrata.4 Esta profunda revisión de su consideración de los honorarios médicos, que realizó entre 1913 y 1918, era en parte el resultado de las penosas privaciones materiales y psicológicas que la familia Freud padeció durante la guerra y en parte de los cambios trascendentales en el escenario político de principios del siglo XX.
El sentido de responsabilidad cívica de Freud no era nuevo. Siendo niño fue testigo del establecimiento en 1868 del profundamente liberal Bürgerministerium (ministerio burgués) que fomentaba la tolerancia religiosa y la legislación social progresista en asuntos como la educación laica, los matrimonios mixtos, la prohibición de la discriminación de los judíos y un sistema penal compasivo.5 Admiraba a Aníbal y a Masséna, un general judío del ejército de Napoleón, y le fascinaba el empleo de estrategias militares a gran escala. Parece que se le pasó por la cabeza la idea de dedicarse a la política cuando, siendo adolescente, «nació en mí el deseo de estudiar derecho [...] y dedicarme a la actividad pública».6 La Facultad de Derecho le enseñaría las artes del liderazgo político y así podría llegar a promover la agenda liberal de reforma social para Austria. Pero la quiebra económica de 1873, que destrozó el sector privado de los bancos e industrias de Viena y la prosperidad económica de la ciudad en general, se abatió en el mismo año en que Freud ingresaba en la universidad. El joven Freud se vio profundamente afectado por «el destino de encontrarme en la oposición y ser proscrito por la “inmensa mayoría”» y reaccionó desarrollando lo que llamó, con ironía, «cierta independencia de juicio».7
La experiencia directa del antisemitismo en la universidad fue en la vida de Freud una poderosa motivación para poner al descubierto las raíces de la agresividad individual y social. Era natural que Freud se centrara en el contexto social del comportamiento individual. Su modelo de la familia judía liberal con una fuerte conciencia cívica, laica en gran parte, y exigente en el trabajo estaba arraigado en la Viena cosmopolita: «Nuestro padre era un hombre verdaderamente liberal», escribía la hermana de Freud, Anna Freud Bernays, sobre el paterfamilias Jacob:
... tanto que incluso las ideas democráticas absorbidas por sus hijos estaban ausentes de las opiniones más convencionales de nuestros parientes [...]. Alrededor de la mitad del pasado siglo, el padre era todopoderoso en la familia europea y todos le obedecían incuestionablemente. Con nosotros, sin embargo, prevaleció un espíritu mucho más moderno. Mi padre, un escolar autodidacta, era realmente brillante. Discutiría con nosotros, sus hijos, especialmente con Sigmund, todo tipo de temas y problemas.8
Así que no era sorprendente que Emma Goldman, una de las primeras feministas americanas y líder anarquista, encontrara mucho en común con el joven neurólogo y se sintiera muy impresionada al escuchar la conferencia de Freud de 1896 en Viena. «Su simplicidad y honestidad y su pensamiento brillante se combinaban de tal modo que una sentía que la guiaban al exterior de un sótano oscuro, hacia la clara luz del día. Por primera vez capté el significado pleno de la represión sexual y sus efectos sobre el pensamiento y la acción humana. Me ayudó a entenderme a mí misma, mis propias necesidades, y también me di cuenta de que solo la gente de mente depravada puede impugnar los motivos o encontrar impura una personalidad grande y ejemplar como la de Freud».9
Otros activistas liberales como Sándor Ferenczi, el gran psicoanalista húngaro compañero de Freud, estaban de acuerdo: «Nuestros análisis —le escribía desde Budapest a Freud en 1910— descubren los estados en que se hallan realmente los diferentes estratos de la sociedad, depurados de hipocresías y convencionalismos, tal cual se reflejan en el individuo».10 Sándor Ferenczi era un médico e intelectual socialista de afable cara redonda que ya en 1906 defendía apasionadamente los derechos de las mujeres y los homosexuales. Hombre encantador, hijo de un editor socialista húngaro, Ferenczi extendió los límites de la teoría psicoanalítica más lejos y más rápido que nadie. En 1912 estableció la Sociedad Psicoanalítica de Hungría, cuna de grandes psicoanalistas como Melanie Klein, Sándor Radó, Franz Alexander, Therese Benedek y Alice y Michael Bálint. En 1929 hizo revivir la clínica gratuita que había concebido en Budapest en la universidad diez años antes, durante una breve docencia en psicoanálisis promovida por el régimen revolucionario.11 La notable relación de Freud con Ferenczi se desenvuelve en el curso de más de doscientas cartas intercambiadas entre 1908 y 1933, año en el que Ferenczi murió de una anemia perniciosa. El diálogo epistolar entre los dos hombres estaba sumamente cargado de sentimientos personales, consignaba sus diversos intercambios sobre teoría psicoanalítica, y a menudo aludía, con un amargo sarcasmo, a los graves efectos de la injusticia social en sus pacientes. Ferenczi describe cómo debe escuchar el analista a sus pacientes porque solo ellos entienden en verdad cómo el psicoanálisis fomenta el bienestar social. Cuando la vida de las mujeres, los hombres y los niños esté más de acuerdo con su naturaleza individual, la sociedad podrá flexibilizar sus ataduras y permitir un sistema menos rígido de estratificación social. Su trabajo analítico con un linotipista, el propietario de una imprenta y una condesa le había demostrado a Ferenczi cómo cada individuo experimenta el efecto represivo de la sociedad dentro de su respectivo estrato social. Ningún estrato es más represivo que los otros, pero cada uno merece igualmente beneficiarse de la terapia. El estresado linotipista estaba aterrorizado por las órdenes del capataz del periódico; el dueño de la imprenta se sentía aplastado por la culpa que le producía haber conseguido sustraerse a las corruptas reglas de la Asociación de Propietarios de Imprentas; las fantasías sexuales de una joven condesa sobre su cochero revelaron su sentido de vacío interior. Y una sirvienta reveló el placer masoquista que obtenía al decidir aceptar un sueldo inferior de los aristócratas en lugar de un sueldo más alto de una familia burguesa. «Junto a la “Ley de hierro de los sueldos”, las determinaciones psicológicas —resumía Ferenczi— son lamentablemente descuidadas en la sociología actual».
Lo que podría parecer el despertar de posguerra de Freud a la dureza de la realidad de la vida y la desigualdad social se había estado incubando realmente durante años en los frecuentes intercambios entre los dos amigos. «He encontrado en mí solo una cualidad de primer orden, una suerte de valor inquebrantable ante los convencionalismos», le escribía Freud a Ferenczi en 1915, postulando que sus descubrimientos psicoanalíticos eran resultado de una «crítica realista e implacable».12 En verdad, la realidad política llamaba a examen a muchos niveles. En 1915 Freud aún era fiel a Francisco José y a la Viena donde los judíos asimilados prosperaban en la alta cultura, la investigación intelectual y la política de reforma social. Pero por entonces había comenzado la guerra: el alcalde reaccionario Karl Lueger, un populista antisemita de derecha, y el Partido Social Cristiano que cofundó en 1885, habían sustituido a los liberales vieneses y dominaron la política municipal hasta la Primera Guerra Mundial. En 1917 la vida familiar y la práctica profesional de Freud se vieron profundamente perturbadas. Le escribía a Ferenczi sobre el «severo invierno, las preocupaciones por las provisiones, expectativas frustradas [...] Incluso el ritmo de vida es difícil de sobrellevar».13 A los sesenta y dos años, y claramente exasperado por las batallas y la vieja idea del Estado absolutista, Freud subrayaba: «La tensión asfixiante, en la que todo el mundo está esperando la inminente desintegración del Estado de Austria, tal vez no es favorable». Pero, continuaba: «no puedo reprimir mi satisfacción por este resultado».14
Incluso antes del final de la guerra, Freud se dirigió en septiembre de 1918 al Quinto Congreso Psicoanalítico Internacional concentrándose específicamente en el futuro y no en la guerra o el conflicto individual. El discurso era un llamamiento a la renovación social a gran escala de la posguerra, una demanda en tres direcciones: la sociedad civil, la responsabilidad de gobierno, la equidad social. Para muchos de sus colegas psicoanalistas, diplomáticos y estadistas, amigos y miembros de la familia que escucharon a Freud leer su ensayo sobre el futuro del psicoanálisis, el bonito día otoñal en Budapest auguraba una audaz dirección nueva en el movimiento psicoanalítico. Anna Freud y su hermano Ernst habían acompañado a su padre al congreso y el psicoanalista británico Ernest Jones (que no pudo asistir) afirmó más tarde que Freud leyó su ponencia en lugar de emitir un discurso improvisado15 como era usual, lo cual molestó a su familia.16 Pero en la atmósfera discretamente festiva que predominaba el 28 y el 29 de septiembre, el discurso de Freud ante su excelsa audiencia era mucho más sedicioso por su significado que por su forma. Freud anunció que los conduciría a una situación «que a muchos de ustedes les parecerá fantástica. Sin embargo, en mi opinión, merece que uno se prepare mentalmente para ella».17 Invocó una serie de convicciones sobre el alcance del progreso, la sociedad laica y la responsabilidad social del psicoanálisis y defendió el papel central del gobierno, la necesidad de reducir la desigualdad mediante el acceso universal a los servicios, la influencia del entorno en el comportamiento individual y la insatisfacción del statu quo.
«Cabe prever que alguna vez la conciencia moral de la sociedad despertará», proclamó Freud, e insistió en que «el hombre pobre debería tener derecho a la asistencia mental igual que tiene derecho a la cirugía que salva vidas. La neurosis amenaza la salud pública no menos que la tuberculosis y no puede dejarse en las manos impotentes de los miembros individuales de la comunidad la atención a la neurosis del mismo modo que no se deja la de la tuberculosis. Así que deberían establecerse las instituciones y las clínicas de atención externa, para las cuales se nombrarían médicos de formación analítica. Gracias a ellas los hombres que de otra manera se alcoholizarían, las mujeres que sucumbirían bajo la carga de sus privaciones, los niños condenados a convertirse en salvajes o en neuróticos, serían capaces, mediante el análisis, de resistir y de trabajar con eficacia. Esos tratamientos serían gratuitos». Más adelante, Freud proseguía diciendo: «Puede pasar mucho tiempo antes de que el Estado sienta como obligatorios estos deberes [...] es probable que sea la beneficencia privada la que inicie tales instituciones. De todos modos, algún día serán una realidad».18
Implícitamente incluía en el lote la emergencia del gobierno socialdemócrata.
Incluso en 1918, el psicoanálisis estuvo bajo el riesgo inminente de convertirse en una disciplina irrelevante y asilada prematuramente debido al elitismo. La misma ferviente independencia que impulsaba al movimiento psicoanalítico, practicado por un grupo de librepensadores eclécticos, y relativamente marginal respecto a las comunidades médicas y académicas de Viena, amenazaba ahora su pervivencia. La supervivencia económica de sus miembros dependía de una nueva configuración gubernamental, según la cual el Estado aceptara responsabilizarse de la salud mental de sus ciudadanos. En una serie de posiciones ideológicas contra la estigmatización de la neurosis, Freud proponía que solo el Estado podía dar a la salud mental el mismo lugar que otorgaba a la salud física. Inevitablemente, los individuos tienden a tener prejuicios con respecto a la enfermedad mental y ello limita la capacidad para proporcionar una atención digna de confianza. Cuando Freud redefine la neurosis deja de considerarla un problema personal para señalarla como un problema social más amplio, y con ello la responsabilidad de la atención a la enfermedad mental pasa a ser una cuestión de toda la comunidad civil.19
Freud respaldaba la idea de que el poder de la monarquía tradicional para establecer las leyes de un país debía ahora redistribuirse democráticamente entre su ciudadanía. Coincidía con el político socialista austríaco Otto Bauer y el socialdemócrata Victor Adler, amigos y contemporáneos suyos. Como ellos, Freud creía que podía alcanzarse el progreso social mediante una alianza entre el Estado y sus ciudadanos. Los ciudadanos tenían derecho a la salud y el bienestar, y la sociedad debía comprometerse a asistir a las personas necesitadas dentro de un entorno urbano deliberadamente receptivo a las necesidades de desarrollo de los niños y las familias de los trabajadores. En la práctica, abogaba por un gobierno intervencionista cuya actividad influyera en la vida de los ciudadanos y se anticipara a la desesperación, cada vez más evidente, de mujeres sobrecargadas de trabajo, hombres desempleados y niños abandonados. Los logros políticos y sociales derivados de las nuevas alianzas de los psicoanalistas otorgarían, como mínimo, legitimidad a una forma de tratamiento en el ámbito de la salud mental que a menudo practicaban individuos que no eran médicos o médicos que no querían incorporarse al sistema.
Freud concluía su discurso de Budapest demandando que el tratamiento mental fuera universal y defendiendo la fundación de clínicas ambulatorias gratuitas de forma razonada y sosegada, como si fuera un veterano estadista. Era posible modificar el psicoanálisis para que en vez de ser una terapia meramente individual adoptara un enfoque más amplio, que tuviera en cuenta los factores ambientales, los problemas sociales que giran sobre cuatro puntos críticos: el acceso, el alcance, el privilegio y la desigualdad social. Primero: el «alcance terapéutico no es muy grande»20 y, como si se anticipara a sus críticos, Freud apuntaba que esa escasez de recursos le conferían al tratamiento el carácter de un privilegio, el cual limitaba los beneficios que el psicoanálisis podría suponer si se ampliaba su alcance. Segundo: «solo constituimos un puñado de personas» que están cualificadas para practicar el psicoanálisis. La escasez tanto de terapeutas como de pacientes sugería que el psicoanálisis podría caer en las garras de un peligroso elitismo. Este escollo debía superarse con analistas preparados para sensibilizar mejor y a más gente respecto a su potencial curativo. Tercero: «por tenaz que sea la labor del analista, no puede consagrarse en un año más que a un reducido número de pacientes».21 Este dilema es intrínseco a la forma intensiva del uso del tiempo en el trabajo analítico, pero para Freud también significaba que los analistas no podían asumir una posición de responsabilidad social acorde con su obligación. Los pacientes analíticos individuales (llamados analysands [analizantes] en Inglaterra, entonces y ahora) acudían a la misma cita de una hora diaria cinco días a la semana hasta que se completara el tratamiento. Su tratamiento duraba normalmente entre seis meses y un año, quizá menos de los que imaginamos en la actualidad pero, como ya en 1913 comentaba Freud irónicamente, «más tiempo de lo que el paciente espera».22
El cuarto punto de Freud, que la real y «enorme miseria neurótica» que el analista puede eliminar es «ínfima desde el punto de vista cuantitativo», en el mejor de los casos, comparada con su realidad en el mundo, se lee como una simple renuncia. Pero es en este párrafo donde emerge la conciencia social de la adolescencia y la época universitaria de Freud. No hay necesidad de que el sufrimiento humano esté tan extendido en la sociedad ni sea tan profundamente doloroso para el individuo. Más aún, el sufrimiento no solo proviene de la naturaleza humana: al menos en buena medida lo impone, injustamente, la situación económica y la posición en la sociedad, una desigualdad social que describía vivamente Ferenczi en la carta de 1910. La desigualdad, resumía Freud, es el problema fundamental, y lamentaba que los factores socioeconómicos confinaran al tratamiento psicoanalítico a las «capas superiores y pudientes de nuestra sociedad». Las personas acomodadas «que suelen escoger sus propios médicos» ya pueden intervenir en su tratamiento. Pero las personas pobres, que tienen menos elección sobre su atención médica, son precisamente aquellas que tienen menos acceso al tratamiento psicoanalítico y sus beneficios.23 El psicoanálisis se había estratificado social y económicamente al comienzo de su desarrollo. En esta coyuntura crucial en su breve historia, la falta de sensibilidad social lo volvía virtualmente impotente: «Por el momento, nada podemos hacer en favor de la numerosa capa popular cuyo sufrimiento neurótico es enormemente más grave».24
¿Quién podía revertir mejor esta corriente que la audiencia de Budapest? El discurso de Freud del 28 de septiembre, nacido más de la indignación política que del desánimo en tiempos de guerra, tuvo un efecto sorprendente en sus oyentes. Tal vez el concepto de la clínica gratuita de salud mental era previo, pero el número de proyectos que surgieron de los participantes allí reunidos, especialmente de Anton von Freund, Max Eitingon, Ernst Simmel, Eduard Hitschmann y Sándor Ferenczi, fue extraordinario. Eitingon y Simmel abrirían el Poliklinik de Berlín en 1920, Hitschmann pondría en marcha una clínica gratuita en Viena en 1922, y Simmel establecería la clínica gratuita de hospitalización Schloss Tegel. Ferenczi abrió la clínica gratuita en Budapest algo más tarde, en 1929. Aunque Ernest Jones no pudo viajar a Budapest para asistir al congreso debido a la restricciones de guerra en 1918, puso en marcha igualmente la Clínica Psicoanalítica de Londres en 1926. Melanie Klein, Hanns Sachs, Sándor Radó y Karl Abraham se encontraban también en dicha audiencia y todos se convirtieron en figuras clave del Poliklinik de Berlin.
Por el momento, la severidad de los últimos meses de guerra de 1918 daba paso al idealismo político, la buena compañía y una confianza renovada en Freud y el psicoanálisis. «Bajo un nogal en el jardín de uno de esos maravillosos restaurantes en Budapest [...] charlábamos confidencial y privadamente alrededor de una gran mesa»,25 recordaba Sándor Radó de aquel ambiente festivo. Como secretario de congresos y codirector de la asociación de Budapest junto a Ferenczi, el joven Radó y su colega Geza Roheim, el futuro antropólogo, se vieron gratamente sorprendidos por cenar de manera tan informal con Freud y Anna Freud. Sus conversaciones continuaron a bordo del vapor del Danubio facilitado por la ciudad para el transporte de los analistas entre su hotel y las reuniones en la Academia de Ciencias de Hungría. Los visitantes se hospedaron en el espléndido y nuevo Hotel Gellértfürdö, famoso todavía por sus alicatados baños termales. El alcalde de Budapest, Bárczy, y otras autoridades de la ciudad dieron la bienvenida al psicoanálisis y agasajaron gentilmente a los congresistas con recepciones y banquetes privados. Salvo por el pacifista declarado Siegfried Bernfeld y Freud, la mayoría de los analistas presentes en Budapest se habían alistado como psiquiatras militares y asistieron uniformados al acto. Oficiales médicos de alto rango militar de Hungría, Austria y Alemania representaban oficialmente a las delegaciones de sus gobiernos en la convención y se mezclaban con las familias y los invitados de los cuarenta y dos analistas participantes.
El discurso de Freud tal vez fue sedicioso, pero sin duda también fue increíblemente estimulante, a juzgar por los numerosos analistas de la audiencia que se volvieron poderosos defensores de las clínicas gratuitas. Entre ellos la joven Melanie Klein quien, al ver a Freud por primera vez en aquel congreso, sintió que le invadía «el deseo de dedicarse al psicoanálisis».26 Klein terminaría convirtiéndose en la introductora de la terapia del juego en el análisis infantil, en la autora de la extendida teoría de la pulsión dual y en una verdadera heredera de los principios de Freud. Pero en el congreso de 1918 aún era «Frau Dr. Arthur Klein» y madre de tres niños, una analizante de Ferenczi y miembro de la asociación de Budapest desde 1914. Anna Freud y Ernst, el hijo más joven de Freud que había estado luchando en primera línea durante los últimos tres años, se vería más tarde inmerso en las clínicas gratuitas. Anna, la hija de Freud más devota y la única psicoanalista de sus seis hijos, era una profesora titulada que desarrollaba escuelas experimentales con las nuevas metodologías educativas para la primera infancia en familias marginales de Viena. No sabemos si Anna o Ernst se sintieron particularmente molestos por el discurso de su padre o solo sorprendidos, pero lo cierto es que ambos se integraron en breve en su plataforma socialdemócrata. La política progresista los atrapó tanto como el psicoanálisis, convirtiéndose en un elemento básico de la vida.
El líder que habían elegido para lanzar el psicoanálisis y la reforma social era un húngaro, rico propietario de fábricas de cerveza y analista en formación, al que se acababa de nombrar secretario general de la Asociación Internacional de Psicoanálisis (IPA en inglés). Antol von Freund (Antal Freund von Tószeghi) era amigo y paciente de Freud y Ferenczi. Era un joven idealista con un doctorado en Filosofía que creía que el éxito de su reciente combate contra el cáncer y la depresión se debían al psicoanálisis. Toni, como apodaban cariñosamente a Von Freund, donó dos millones de coronas para la promoción del psicoanálisis y la realización de dos proyectos importantes: una editorial y un instituto de gran versatilidad en Budapest que albergaría una clínica ambulatoria gratuita. «Esto nos da seguridad material, y podremos mantener nuestras revistas y ampliarlas, ejercer influencia», agregaba Freud.27 La empresa editorial, Internationaler Psychoanalytischer Verlag (originalmente Bibliothek), se puso en marcha al año siguiente. Su primer proyecto fue un libro que reunía las intervenciones principales del coloquio de 1918 en un volumen llamado «Psicoanálisis y neurosis de guerra», con una introducción de Freud.28
El instituto que Toni Freund había previsto ayudaría a «las masas mediante el psicoanálisis [...] que hasta entonces solo había podido beneficiar a unos pocos ricos, para aliviar la miseria neurótica de los pobres».29 Freund murió antes de que esta visión pudiera realizarse, pero Freud la describía más tarde como un proyecto que combinaría la enseñanza y la práctica del psicoanálisis bajo el mismo techo, junto a un centro de investigación y una clínica ambulatoria. Un gran grupo de analistas se formaría en el instituto y luego se los remuneraría específicamente «para el tratamiento de los pobres» en la clínica. Von Freund y sus amigos anticipaban que Ferenczi sería el director y que Toni ejercería la responsabilidad administrativa y financiera. Aunque hasta 1929 realmente no aparecería una clínica en Budapest, un esquema como ese estaba en consonancia con el diseño del gobierno municipal para los pacientes ingresados de la ciudad y los tratamientos psicoanalíticos ambulatorios. El alcalde de Budapest, Stefan Bárczy, prometió facilitar la asignación del considerable legado financiero de Freund, como Freud recordaba: «los preparativos para crear esos dispensarios estaban en marcha justamente cuando sobrevino la revolución que puso fin a la guerra y al influjo de los funcionarios, hasta ese momento, omnipotentes».30 Ciertamente, los enormes cambios políticos que sufrió Hungría al pasar de la monarquía liberal a la izquierda radical y luego dictatorial torpedearon la mayoría de esas promesas. Debido a múltiples y complejas transacciones durante varios años posteriores, los fondos de Von Freund pasaron de un banco a otro y lo que había sido una suma considerable prácticamente se evaporó. Aparentemente, la prensa pública en Budapest aceptaba menos el psicoanálisis que el gobierno municipal y, una vez alertada por el legado de von Freund, buscó expertos para testificar contra la clínica. «El psa no es una ciencia reconocida. Sin duda [este testimonio] es esencialmente político (antisemita y antibolchevique)», le escribía Ernest Jones a su colega holandés Jan van Emden.31 No obstante, en otros países las clínicas ambulatorias gratuitas, tanto en el aspecto más crucial como en el más polémico del proyecto de Von Freund, se construyeron según la línea formulada en la conferencia de septiembre de 1918.
En medio de las negociaciones sobre las clínicas gratuitas y, para algunos, sobre el futuro mismo del psicoanálisis, Ferenczi, Ernst Simmel y Karl Abraham hicieron públicas sus experiencias recientes con la «neurosis de guerra», el controvertido diagnóstico psiquiátrico de trauma entre los soldados. Los tres médicos ya tenían una experiencia militar y psicoanalítica importante (y estaban todos destinados a fundar una clínica gratuita) antes de ir a la conferencia de Budapest. Abraham, en la treintena, seguro de sí mismo, rubio de buen aspecto y espíritu aventurero, evocó su primer tratamiento de neurosis de guerra: «Cuando fundé una unidad para neurosis y enfermedad mental en 1916 —recordaba Abraham—, descarté por completo las terapias violentas32 así como la hipnosis y otros métodos de sugestión [...]. Por medio de un tipo de psicoanálisis simplificado conseguí [...] alcanzar una completa relajación hasta el restablecimiento».33 Como psiquiatra jefe del Vigésimo Cuerpo de Ejército en Allenstein, en Prusia occidental, Abraham montó una unidad de observación de noventa pacientes junto con su colega berlinés Hans Liebermann. Los resultados impresionaron a los oficiales del ejército húngaro, que decidieron utilizar el psicoanálisis para tratar los síntomas psiquiátricos detectados en los soldados traumatizados durante el ejercicio del deber.
Ernst Simmel, entonces médico superior del Real ejército prusiano a cargo de un hospital militar especializado en neuróticos de guerra, en Pznan (Posen), estaba entre los primeros psicoanalistas que apreciaron el trabajo de Abraham. Se podía dirigir un psicoanálisis con éxito bajo condiciones de guerra, dijo, «pero rara vez es posible un análisis individual más extenso. Me esfuerzo en acortar la duración del tratamiento [...] a dos o tres sesiones».34
Simmel se inspiró en sus dos años de intenso trabajo de campo como superintendente de psiquiatría militar para desarrollar los diagnósticos y tratamientos sumamente interpretativos que describió en la conferencia. En 1918, Freud se las arregló para hacer publicar las observaciones de Simmel en un corto pero impactante libro, el primer volumen editado por la nueva Verlag.35 «Gracias a esta publicación —escribía Freud más tarde— asistieron al siguiente congreso psicoanalítico, realizado en Budapest en septiembre de 1918, delegados oficiales de la administración militar alemana, austríaca y húngara, que allí se comprometieron a establecer dispensarios para el tratamiento puramente psíquico de los neuróticos de guerra».36 Por entonces ya solo unos pocos psiquiatras conservadores seguían pensando en los soldados neuróticos como desviados o desleales, y las quejas de angustia severa, fobias y depresiones acompañadas de temblores, sacudidas y calambres eran considerados como auténticos signos de enfermedad.
El interés de Sándor Ferenczi en la neurosis de guerra también tenía un origen militar. El gobierno húngaro había elogiado el trabajo de Ferenczi con los soldados trastornados psicológicamente al principio de la guerra. Ferenczi fue inicialmente médico de regimiento y sirvió en la pequeña ciudad húngara del Papa, y más adelante, en 1915, fue transferido a Budapest como director de los servicios de salud de la ciudad para soldados con trastornos psiquiátricos. El médico oficial en jefe del comando militar de Budapest le encomendó a Ferenczi diseñar una sala psicoanalítica de hospitalización completa en Budapest. Los cuarteles residenciales serían adaptados para tratar a hombres «con el cerebro deteriorado (por la guerra) o con daños orgánicos y neurosis traumática», y al menos en parte tenía como modelo el instituto terapéutico vienés de Emil Fröschels, un colega del psicoanalista Alfred Adler.37 Encantado con la respetabilidad científica que le había proporcionado el psicoanálisis, Ferenczi compartía con Freud su sueño de un «estudio preliminar (para) la institución psicoanalítica civil planificada», que comenzaría aproximadamente con treinta pacientes en 1918.38 Freud sugería que Istvan Hollós, un miembro de la asociación húngara que entonces dirigía el hospital psiquiátrico de Lipometzo, o Max Eitingon, que en ese momento aplicaba la hipnosis con gran éxito en una base del ejército, o los dos juntos, serían excelentes directores adjuntos. Desde 1915 Eitingon había supervisado las divisiones de observación psiquiátrica en varios hospitales militares, uno en Kassa (Kachau) al norte de Hungría, y el otro en Miskolcz, una pequeña ciudad industrial al este de Hungría. Juntos en la conferencia de Budapest por primera vez desde el comienzo de la guerra, Eitingon junto con Ferenczi, Simmel y Abraham comenzaron a establecer políticas para su práctica civil, derivada de la experiencia en psiquiatría militar. La mayor preocupación era la triple idea de un acceso al tratamiento psicoanalítico, libre de barreras, no gravoso, y de acceso participativo. Sándor Ferenczi presentó el concepto técnico de «terapia activa» durante esos debates sobre la neurosis de guerra, e inició una controversia clínica que se ha prolongado hasta nuestros días. A través de la historia del psicoanálisis, y en gran medida en el tratamiento moderno de la salud mental, el debate entre los que proponen la intervención verbal directa del terapeuta como ayuda al paciente, de un lado, y quienes consideran que el papel del terapeuta debe limitarse a orientar la interpretación del paciente en su propia búsqueda de conocimiento interior, del otro lado, ha ido cambiando de década en década. Con todas las posibilidades alentadas por el discurso intervencionista de Freud sobre el papel del Estado, la propia alocución de Ferenczi proponía una técnica psicoanalítica donde se detallaba el límite de tiempo, los objetivos y las prohibiciones.
Para Freud, la neurosis de guerra era una entidad clínica en gran parte análoga a «la neurosis traumática, que, según se sabe, también se produce en períodos de paz tras experiencias terribles o accidentes graves», y la única diferencia entre ambas es el «conflicto entre el antiguo yo de la paz y el nuevo yo del soldado tras la guerra».39 Estaba describiendo lo que ahora llamamos trastorno por estrés postraumático o PSTD (siglas en inglés), un conjunto de síntomas psiquiátricos (depresión, hipocondría, ansiedad y escenas retrospectivas alucinatorias) que experimentan hombres y mujeres que han padecido un trauma. El diagnóstico requería trazar una distinción necesaria entre una condición psicológica involuntaria y las acciones de alguna manera deliberadas, como hacerse el enfermo, mentir, desertar o la falta de patriotismo. Para Simmel, el primero en articular el concepto de neurosis de guerra, se debía tener mucho cuidado en asignar este diagnóstico. «Con mucho gusto nos abstenemos de diagnosticar por desesperación», escribió, pero advirtió que la sociedad no puede permitirse el lujo de ignorar «lo que en la experiencia de una persona es demasiado intenso u horrible para que su mente consciente lo asimile, y a través de filtros se sumerge y opera en el nivel inconsciente de su psique».40 La denominación de «neurosis de guerra», que resumía todas las ambigüedades del diagnóstico psiquiátrico, resurgiría en 1920 cuando el Ministerio de Defensa en Viena llamó a Freud para testificar contra el neurólogo Julius Wagner-Jauregg.
«La política absorbe hasta tal punto el interés —escribía Karl Abraham a Freud un mes después del congreso de Budapest—, que uno se ve involuntariamente apartado de la ciencia. Pese a ello, comienzan a madurar nuevos planes».41 El mes de noviembre de 1918 no solo fue memorable para Austria y para el psicoanálisis, sino también para el resto del mundo occidental. El 10 de noviembre Freud le anunció animadamente a Jones que «nuestra ciencia ha sobrevivido bien a los tiempos difíciles, y han surgido renovadas esperanzas para ella en Budapest».42 Al día siguiente, día del armisticio, Freud amplió su interés en el psicoanálisis con un mayor interés por el mundo: los Habsburgo, le escribía a Ferenczi el 17 de noviembre, «no han dejado más que una pila de mierda».43 El mapa del mundo político de Freud estaba cambiando rápidamente. Desde el palacio Schönbrun hasta El Escorial de Madrid, y desde el siglo XIV hasta el siglo XX, el imperio de los Habsburgo había dominado Europa durante setecientos años y se había extendido por once países y catorce lenguas. Ahora terminaba, dejando una estela de revoluciones, nacientes naciones y unos pocos gobiernos ambiciosos intentando aliviar el sufrimiento humano. En Alemania, una vez que el káiser abdicó, el socialdemócrata Philipp Scheidemann proclamó la República. Austria se hundió, tanto desde el punto de vista territorial como político, pues pasaba de la inmensidad del imperio de los Habsburgo a una república más pequeña, independiente, con la economía arrasada. En pleno esplendor, Viena había sido la capital de Austria, Hungría, Checoslovaquia, Yugoslavia, el norte de Italia y parte de Polonia. Y mientras la nueva Austria ya no se enfrentaba con la presión de manejar una enorme administración de múltiples provincias, el gobierno tenía la necesidad urgente de un liderazgo efectivo. Entre los líderes, el médico y socialdemócrata Victor Adler tenía un perfil político particularmente inventivo que se acomodaba al campo atípico del psicoanálisis. Desdeñado por Karl Lueger y los socialcristianos, Adler promovía una única identidad para el Partido Socialdemócrata de los Trabajadores de Viena (también conocido como el socialista austríaco, SDAP en inglés, o como el partido austro-marxista) basado en los valores combinados de intelectuales liberales y de movimientos de trabajadores.
Victor Adler era un hombre de aspecto muy afable y cabello castaño, gafas de montura metálica y un grueso bigote. Primero fue Armenarzt (médico de los pobres), y después, inspector del gobierno recorriendo fábricas de Alemania, Suiza e Inglaterra así como su Austria nativa, y las primeras observaciones críticas de Victor Adler sobre la vida de las amas de casa corrientes lo llevaron a seguir las políticas de reforma social. En 1886 fundó el primer semanario socialdemócrata, Gleichheit (igualdad), y en 1889 el Arbeiterzeitung (el Times de los trabajadores), un periódico que aún existe en la actualidad. Su personalidad convencía incluso a aquellos que se resistían a aceptar que Austria se convirtiera en una república autogobernada y constitucional. Adler pertenecía al Círculo Pernerstorfer, un grupo vienés que rechazaba el liberalismo austríaco del siglo XIX en favor del sufragio ampliado, las estructuras económicas socialistas y la renovación cultural basada en el arte, la política y las ideas. De modo que era al mismo tiempo un nacionalista y un doctor en medicina comprometido socialmente, cuyos intentos personales de satisfacer el interés por la salud de los pobres nutría la visión política de la reforma social.44 Adler murió repentinamente el día en que terminó la guerra, el 11 de noviembre. Su amigo Sigmund Freud, que no añoraba ni la monarquía ni la estructura tradicional, escribió a Ferenczi ese día: «Hemos perdido al mejor hombre, quizás el único que podría haber sido capaz de realizar la tarea», le dijo. Y añadía: «Probablemente no pueda hacerse nada con los socialcristianos ni con los nacionalistas alemanes».45 Los judíos vieneses habían apoyado a Francisco José necesariamente porque les ofrecía protección contra el antisemitismo.46 En ese momento, los socialcristianos que estaban a favor de los Habsburgo se oponían a los judíos de Viena de forma abierta y peligrosa. Freud y Adler seguramente habían comentado sus intereses junto con sus puntos de vista sobre la política y la cultura vienesas y recordaban las aventuras del colegio junto con su compañero activista, Heinrich Braun.
Braun fue una de las intensas primeras relaciones en la vida de Freud con hombres influentes, y parece haber inspirado el deseo de su amigo por una carrera reformista cuando, en la adolescencia, se encontraron en el Gymnasium, al principio de la década de 1870. Braun era «mi amigo íntimo en los días escolares», recordaba Freud años más tarde,47 , y admitía que «bajo el poderoso influjo de mi amistad con un compañero de escuela algo mayor, que ha llegado a ser un conocido político, nació en mí el deseo de estudiar derecho, como él».48 Finalmente Freud eligió estudiar ciencias naturales y luego medicina, pero sus convicciones adolescentes sobre justicia social y la necesidad de liderazgo político persistieron durante toda su vida. Como Victor Adler, Heinrich Braun se convirtió en un prestigioso político socialista y un experto en la teoría de la economía social. Cuando Braun murió en 1926, Freud envió una nota de condolencias a la viuda de su compañero de clase, dejando claro cómo la política estaba en los pensamientos compartidos por los tres amigos. «En el Gymnasium éramos amigos inseparables [...] Despertó en mí una multitud de inclinaciones revolucionarias [...]. Ni las metas ni los medios para nuestras ambiciones eran claros para nosotros [...]. Pero una cosa era cierta: que yo trabajaría con él y que nunca podría abandonar a su partido».49 Y nunca lo hizo, pues compartió con Braun, Adler e inclusive otro compañero de infancia, Eduard Silberstein, el bagaje de la tradición del siglo XIX de los liberales y eruditos médicos ateos. Ya en 1875, Freud le preguntó a Silberstein si los socialdemócratas austríacos «también son revolucionarios en temas filosóficos y religiosos; opino que a uno le descubre más cosas esta relación que cualquier otra, tanto si el rasgo básico de carácter es realmente radical como si no lo es».50 El adolescente Freud se preguntaba si el radicalismo, filosófico o religioso, en alguien como él era más importante para una posición revolucionaria que incluso el progresismo de la socialdemocracia. La carrera de Freud tendría que ser esta: forjar una posición revolucionaria, combinar el creciente liberalismo innovador con la ciencia, poner la profundidad y sofisticación tradicionales de las humanidades al servicio de las necesidades de la población. Al final, la lucha adolescente se resolvió por medio del descubrimiento del psicoanálisis. Mucho más tarde, el adulto Freud alquiló una vivienda que había pertenecido anteriormente a la familia de Victor Adler en Berggasse 19, una calle vienesa de sólidos edificios en la pendiente de una colina cerca de la Universidad de Viena. Victor Adler murió el día antes de que se decretara la República austríaca, pero sus ideas fueron la semilla de la época conocida como Rotes Wien, la Viena Roja. Así como la República de Weimar, la progresista Primera República duraría menos de veinte años.
En la Viena Roja el nacimiento de un Estado socialdemócrata fue posible, incluso antes de Braun o Adler, gracias a la influencia del doctor Julius Tandler, el anatomista de la Universidad de Viena cuyo papel como administrador del sistema pionero de bienestar de la nueva República era apenas superado por su brillante reputación académica. En ese momento, al principio de la cincuentena, Tandler había sido profesor en la Universidad de Viena desde 1910 y decano de la Facultad de Medicina durante la guerra. Se hizo cargo de la Subsecretaría de Estado para la Salud Pública el 19 de mayo de 1919. Durante los diez años siguientes Tandler luchó por una gran ampliación de la salud pública y los servicios del bienestar, y dio una solución política integral para las altas tasas de mortalidad infantil, las enfermedades infantiles y, en fin, la pobreza de las familias de la ciudad. Los socialdemócratas «esperaban eliminar la vergüenza de haber nacido hijo ilegítimo», recordaba la psicoanalista Else Pappenheim. «Cualquier niño nacido fuera del matrimonio —decía— era adoptado por la ciudad. Se quedaba con la madre, y si esta era pobre se la enviaba durante seis meses a un hogar con el niño, que era adoptado oficialmente».51 Impactó incluso a un grupo de médicos americanos que visitaron Viena: «En ninguna parte la teoría y la práctica de la custodia legal para niños ilegítimos y dependientes ha sido llevada tan lejos», observaron.52 En realidad, la atención médica pediátrica se originó en Austria, y los principios de la tutela, el Estado en sí mismo, había estado sustituyendo el apoyo paterno para niños ilegítimos desde hacía tiempo. Durante los breves años de la guerra, el éxito extraordinario de los servicios infantiles mitigó la mayor parte de las críticas. Para Julius Tandler la salud de los niños era simplemente la fundación necesaria de un Estado saludable. Tanto en el consistorio de la ciudad de Viena como en la universidad, donde sus estudiantes de medicina incluían a futuros psicoanalistas prominentes como Erik Erikson, Wilhelm Reich, Otto Fenichel y Grete y Edward Bibring, las creencias de Tandler eran tan legendarias como su temperamento irascible, su largo bigote blanco, el sombrero de ala ancha y la pajarita.
Entretanto, Otto Bauer, el matemático que asumió la presidencia de los socialdemócratas a la muerte de Victor Adler, aplicaba la prudente fórmula de progreso del partido a la recuperación económica de Viena. El nuevo gobierno de Bauer, que incluía al abogado y experto en fiscalidad Robert Danneberg y a Hugo Breitner, antiguo director del Ländesbank austríaco, buscaba socializar la vivienda sin atacar la propiedad privada, construir un sistema de gobierno viable basado en la democracia parlamentaria, y consolidar el país económica y políticamente. Para articular la compleja asociación entre arquitectura urbana y planificación social, Bauer contrató como secretario privado a Benedikt Kautsky, hijo del teórico del socialismo internacional Kark Kautsky y editor de la correspondencia de su padre con Engels y Victor Adler. Robert Danneberg abordó temas legales y confeccionó un conjunto de nuevas ordenanzas municipales. Finalmente, Hubo Breitner se convirtió en consejero de finanzas y responsable de la política fiscal y presupuestaria. Juntos abolieron el sistema fiscal anterior a la guerra y elaboraron una estrategia «a prueba de inflación» para proteger los ingresos de la ciudad en un entorno económico excepcionalmente volátil. Lanzaron una serie de medidas inteligentes de redistribución de impuestos que consiguieron equilibrar las cuentas municipales mientras permitían al gobierno continuar funcionando dentro de la economía capitalista preexistente. Diez años más tarde, en 1929, algunos extranjeros, como los representantes americanos del Fondo de la Commonwealth que estaban completando su misión filantrópica en salud pública, consideraron que la estrategia había sido un logro impresionante en todos los frentes económicos. «La ciudad socialdemócrata ha puesto en marcha una gama de experimentos en fiscalidad y ha sido pionera en empresas municipales (vivienda, por ejemplo) de una manera que concita la atención de toda Europa», informaban William French y Geddes Smith.53
Entre 1918, al final de la Primera Guerra Mundial, y la mitad de la década de 1930, cuando comenzaron las incursiones fascistas en las calles de Viena, el principio de siglo fue una ruptura gradual y a veces dolorosa del reinado distante de la monarquía. La disolución en octubre de la monarquía austrohúngara había provocado el declive abrupto de un imperio supranacional de cincuenta y dos millones de súbditos en un Estado federal de solo seis millones de ciudadanos, un tercio de los cuales vivía dentro de los límites de Viena. Simultáneamente, el ascenso del Deutschösterreich, la así autodenominada Austria rural, generó conflictos con la Viena urbana (tanto en el área metropolitana como en la antigua ciudad imperial) que solo terminarían en 1933. Los terratenientes y los agricultores, conservadores y católicos en general, eran reacios a la idea de compartir alimentos, carbón y materias primas con la ciudad, que representaba para ellos decadencia, impuestos y judíos. La rama de la Viena Roja del marxismo austríaco, y la convicción socialdemócrata de que el cambio político y social debía ser cada vez mayor, hicieron sonar las alarmas de los círculos tradicionalistas, pero el apoyo que recibió de la vanguardia progresista iba a asegurar su supervivencia. Una vez que el término austro-marxismo se volvió sinónimo de una alianza única entre las artes liberales y las profesiones de la salud, se deshizo de muchas de las imágenes negativas asociadas tradicionalmente con los movimientos de izquierda. Los socialdemócratas creían que era posible sostener futuras políticas socioeconómicas humanitarias sin violencia y a través de elecciones genuinamente democráticas. Por el momento, sin embargo, la construcción de viviendas, los conciertos sinfónicos para los trabajadores, la reforma escolar, las excursiones de esquí, las colonias de verano para niños de ciudad y los subsidios dejaban claro el compromiso del partido con la mejora de la realidad cotidiana de la vida humana. Un sistema genuino de bienestar coexistía con conferencias, bibliotecas, teatros, galerías y museos públicos, estadios deportivos y festivales populares. El éxito de estos experimentos condujo a la confluencia de diversas corrientes ideológicas que integraban un punto de vista económico materialista y centrado en el presente con la cultura tradicional, liberal.
Entre los años 1918 y 1934 Viena alcanzó un nivel extraordinariamente alto de producción intelectual. El compositor modernista Arnold Schoenberg y sus dos célebres discípulos Anton von Webern y Alban Berg, ligados a Austria por su reciente reclutamiento para luchar en la guerra, pero alejados de su nación por la cultura y la religión, formularon su denominada Escuela Vienesa de Música del Segundo Milenio, o del Siglo XX. Los polémicos músicos rompían con las formas tradicionales de la música y articulaban un nuevo sistema dodecafónico de la composición en serie. En febrero de 1919, Schoenberg fundó un foro de música moderna, la Verein für musikalische Privataufführungen (Sociedad para la interpretación privada de música), donde los compositores presentaban música de cámara, canciones, e incluso óperas, que desmantelaban la herencia musical de Viena, y exaltaban el modelo atonal contemporáneo. La Verein funcionó hasta 1921, tanto con las clases de composición de Schoenberg como ofreciendo algunas localidades para los conciertos con un pago a voluntad del espectador. La música moderna atraía a una escasa audiencia, pero el joven Wilhelm Reich, que aún iba a la escuela de medicina y se había hecho amigo de Otto Fenichel, Grete Lehner Bibring y otros futuros psicoanalistas, muchos de los cuales tocaban el piano, se apuntó en la Verein de Shoenberg. En filosofía, el Círculo de Viena (incluido Rudolf Carnap, defensor del positivismo lógico) se reunía semanalmente en la Universidad de Viena entre 1925 y 1936 para examinar la relación entre las matemáticas y el mundo de la psicología. Y, en medicina, Guido Holzknecht, que ya era miembro de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, fue pionero en el uso de la radiología mientras Clemens Pirquet formulaba la teoría de la alergia. Conscientes aún de su pasado, algunas instituciones como la Bildungszentrale (el centro socialdemócrata para la educación de adultos) y los museos municipales patrocinaban exposiciones donde mostrar estadísticas ilustradas de Otto Neurath que comparaban la vida cotidiana después de la guerra con la Viena de tiempo atrás. Se construyó un puente entre el arte y la sociología a partir de observaciones sobre las familias. De todas las producciones culturales que enlazaban el psicoanálisis con la Viena Roja, la nueva arquitectura para edificios públicos iba a demostrar que las construcciones que se edificaban específicamente para atender a las necesidades de los niños y las familias de la ciudad, atendían también las necesidades psicológicas esenciales.
Richard Sterba, recordaba que: «Las condiciones de vida en la Viena de posguerra eran miserables. Las raciones oficiales de comida eran tan pequeñas que uno tenía que complementarlas en el mercado negro para sobrevivir. No había combustible para la calefacción ni en casa ni en la universidad y hacía un frío insoportable en los pisos y las clases».54 Con el número de matrimonios y nuevas familias que se crearon al final de la guerra, la escasez de vivienda en Viena se convirtió en un problema grave para los jóvenes como Sterba. Con el retorno de los funcionarios del antiguo imperio y del personal militar, los recién casados que aún no tenían familia numerosa se veían obligados a subarrendar habitaciones o a alquilar «espacios para dormir» en los pisos existentes. La demanda de vivienda aumentó conforme los trabajadores eran desalojados de sus subarrendamientos y abandonados sin soluciones alternativas para su vivienda. Las casas de vecinos en las que permanecían las familias indigentes no tenían ni gas ni electricidad, y muchos residentes compartían el agua y los lavabos del vestíbulo o el pasillo. Inflación, desempleo, insuficiencia de capital privado invertido en bienes inmuebles y caída de los salarios reales se sumaban a una grave crisis de vivienda. Ya se habían reducido las rentas debido al Mieterschutz (la protección del inquilino, conocida también como control del alquiler), un decreto del gobierno del 26 de enero de 1917 destinado a proteger a los soldados y a sus dependientes familias de los aumentos del alquiler y los desalojos.
El núcleo la Viena Roja, donde Freud vivía y trabajaba, era «no tanto una teoría como una forma de vida [...] impregnada de un sentido de esperanza que no tiene paralelo en el siglo XX», recuerda Marie Jahoda, una de las psicólogas sociales modernas más influyentes.55 En el Instituto de Psicología de la Universidad de Viena, Karl Bühler, Charlotte Bühler, Paul Lazarsfeld y Alfred Adler combinaban el nuevo «método experimental» con la psicología académica basada en el laboratorio de observación directa de niños. En la escuela de medicina universitaria, Wilhelm Reich, Helene Deutsch y Rudolf Ekstein habían puesto en marcha una segunda generación de psicoanalistas con una específica orientación activista de izquierda. Al reflexionar en lo que la Viena Roja significó para la increíble gama de psicólogos sociales, psicólogos evolutivos, educadores y psicoanalistas, arquitectos y músicos cuya vocación surgía de una excepcional unión de ideología y práctica, Jahoda explica que quedó cautivada por aquella visión activista del mundo. El Revolucionarismo era, sin embargo, otra denominación del espíritu de la Viena Roja. Helene Deutsch acuñó este término en sus memorias de juventud, cuando era una ambiciosa estudiante de medicina nacida en Polonia, tan interesada en el activismo político como en la psiquiatría y, luego, en el psicoanálisis. La joven Helene Deutsch, cuyos impactantes rasgos clásicos resaltaban con el cabello oscuro recogido, era la amante secreta del líder socialista Herman Lieberman y junto a él conoció a la influyente defensora del marxismo Rosa Luxemburgo.56 Deutsch fue una de las primeras y pocas mujeres admitidas en la escuela de medicina de la Universidad de Viena, donde estudió anatomía con Julius Tandler justo antes de la guerra. También fue la única psiquiatra femenina en la guerra con permiso para trabajar en la clínica de Wagner-Jauregg. Como médico admiraba especialmente al equipo de Kollwitz, a la artista socialista Käthe y a su marido, pediatra (activistas de Berlín que luego formaron la Asociación de Médicos Socialistas junto con Albert Einstein y el psicoanalista Ernst Simmel).
El joven Wilhelm Reich también estaba en Viena, y era entonces un apasionado médico interno que destacaba incluso entre los otros dos mil estudiantes. Como la mayoría de los psicoanalistas que carecían de posición política al principio de la guerra, Reich se radicalizó en 1918. Reich, que se incorporaría al Ambulatorium como director adjunto cuatro años más tarde, en 1922, acababa de licenciarse del servicio militar y de inscribirse como estudiante de medicina. En sus propias memorias de la Viena Roja, Reich explicaba que «todo estaba mezclado: el socialismo, la burguesía intelectual vienesa, el psicoanálisis» al describir esa época en la que se cuestionaron todos los supuestos sobre los intereses del gobierno, los individuos y la sociedad.57Poco después de su primer encuentro con Otto Fenichel en la escuela de medicina, Reich leyó Esoterik, de Fenichel, que lo impresionó enormemente porque las imágenes de este ensayo capturaban realmente la agitación de la Viena Roja.58 Como él recordaba, aquel texto sacaba a la luz por primera vez el testimonio escrito de una mujer que explicaba su lucha moral y política para que se le reconociera el derecho de usar su cuerpo para la reproducción, para venderlo o para el erotismo, en solitario o en compañía. Aquellas cuestiones desafiaban a Reich, quien en su posterior red de clínicas gratuitas ofreció, efectivamente, planificación familiar gratuita y confidencial para las mujeres. Mientras tanto, sus amigos Fenichel, Siegfried Bernfeld y Bruno Bettelheim se involucraron en los complejos grupos Wandervogel de Viena y, como otros jóvenes que volvían del frente, aplaudían la transformación crucial del movimiento, que había pasado del nacionalismo pangermánico prebélico a una posición «antibélica, pacifista y de izquierda».59 Realmente, los jóvenes reformadores representaban solo un aspecto del movimiento juvenil ya que este se había dividido hacía poco en diversas líneas ideológicas. Los miembros de izquierda se afiliaron al socialismo, al comunismo y al sionismo mientras que otros se integraron a los nacionalistas cristianos y a otros grupos de derecha aún más radicales, precursores de las organizaciones nazis, como las juventudes hitlerianas. Los amigos izquierdistas de Bettelheim estaban específicamente interesados en la reforma radical de la educación. Inspirados en el ideal de una comunidad espontánea, que había propuesto el anarquista Gustav Landauer, entonces en boga,60 se reunían los domingos en los bosques de Viena. Era este un vasto y exuberante parque suburbano de jardines y senderos con agradables bares al aire libre, lugar de recreo donde los grupos de jóvenes paseantes se reunían para jugar, cantar y discutir de política. Años más tarde, Bettelheim aún disfrutaba relatando la anécdota del día en que Fenichel irrumpió en su grupo, con su uniforme militar. Fenichel a menudo era desconsiderado, pero esa vez interrumpió la conversación exponiendo los puntos de vista de Sigmund Freud. Freud acababa de pronunciar algunas de sus famosas conferencias en la universidad y el deslumbrado Fenichel apenas podía contener la fascinación exuberante que le producían los sueños, la interpretación de los sueños y la sexualidad. Bettelheim, por su parte, tenía algo de prisa pero también curiosidad: «A pesar de que habíamos oído hablar vagamente acerca de estas teorías en nuestro círculo, que acometía con entusiasmo todas las ideas radicales nuevas —recordaba Bettelheim de su primer contacto con el psicoanálisis—, no sabíamos de él nada sustancial».61 No obstante, dado que la fascinación parecía infectar también a la novia de Bettelheim, él corrió a encontrarse con el Sigmund Freud real. No pasó mucho tiempo antes de que Bettelheim hubiera encontrado su vocación (y recuperado, asimismo, su relación sentimental).
«Es bueno que lo viejo muera, pero lo nuevo aún no ha llegado», escribía Freud a su gran amigo y colega Max Eitingon de Berlín, solo unas semanas antes del final de la Primera Guerra Mundial. El primer atisbo de libertad de Freud desde la guerra fue «terriblemente emocionante».62 Ya en octubre de 1918, Freud tenía un sentido real de los notables cambios, en todos los niveles de la sociedad, que estaban a punto de transformar el mundo que había conocido. Un mes antes, junto con Eitingon y otros miembros de la nueva IPA que se habían reunido en Budapest para su quinto congreso internacional, Freud había trazado lo que llamaría significativamente «nuevos caminos» en la batalla por el psicoanálisis. Habían aprobado planes de largo alcance que requerirían sociedades psicoanalíticas locales para promover la investigación clínica, programas estandarizados de formación y clínicas ambulatorias gratuitas, en un clima de confianza y entusiasmo. El psicoanalista Rudolf Ekstein recordaba cómo «Anna Freud [y] August Aichhorn estaban interesados no solo en temas teóricos, sino también en temas prácticos de educación. En la Viena Roja, por supuesto —decía—, allí estaba Sigmund Freud».63