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VENADO TUERTO, SANTA FE, ARGENTINA
Sobre la avenida Yrigoyen, en un edificio viejo, con más de veinte años de antigüedad, en el doceavo piso, el más alto, se encontraba, en el departamento A, Jeremías Ravecca. Era un departamento de cuatro ambientes, muy espacioso y bastante amueblado, dado el largo tiempo que él había pasado allí.
El lunes primero de agosto, Jeremías, como todos los días, se levantó a la mañana temprano, se cepilló los dientes mientras se bañaba, se cambió y fue a trabajar. A menos de veinte cuadras de su casa había una dietética que había conformado con su amiga Sandra. Ellos se habían conocido en la escuela cuando eran pequeños y siempre se habían llevado bien. Compartían los mismos gustos en libros, series, películas, y, eventualmente, uno por el otro. A los dieciocho años perdieron la virginidad juntos. A los veintiocho, luego de diez años de estar saliendo con otras personas, producto de un noviazgo que no supieron llevar, se dieron una segunda oportunidad como pareja.
Entre los dos habían fundado una de las dietéticas más completas. Incluso el centro médico de la ciudad enviaba directamente a los pacientes que requerían un cambio en su alimentación, Jeremías y Sandra les hacían descuento a dichas personas.
Sandra estaba terminando la carrera de ingeniería química, mientras que Jeremías había terminado el secundario a duras penas a los diecinueve años. Su constante falta de compromiso con el estudio le hizo perder la posibilidad de egresar al mismo tiempo que Sandra. Una de las causas por las que ella había cuestionado una posible relación con él.
Para este mismo día, Jeremías llevaba casi un año en pareja y se veía venir un potencial problema en su relación.
Tan acertada fue su suposición que, el veintiséis de diciembre, Sandra le envió un mensaje de texto a Jeremías mientras tomaba un tren hacia Buenos Aires. Los trámites del título universitario los podía realizar a distancia y este le sería enviado por correo. No tenía necesidad de cortar con Jeremías cara a cara, a ella no le interesaba, ni siquiera quedarse con su parte de la dietética, no la necesitaba, tenía un brillante porvenir a su alcance. Mientras tanto, Jeremías seguía siendo Jeremías. De vez en cuando, por lo general al pensar en Sandra, se imaginaba voces que le decían que no llegaría nada.
Uno de esos días, al cerrar el negocio, Jeremías se encontró paseando por la calle Paz. En una esquina encontró un lugar que no había notado antes. Se preguntó a sí mismo cómo era que no se había percatado de una escuela de teatro con un trabajo de pintura tan provocador. Los colores más vivos del espectro decoraban la entrada del lugar. Para él fue lógico razonar que era un lugar nuevo, recientemente creado. Quizás lo hubiera visto antes y creído que era un restaurante o un bar con cerveza artesanal.
Atraído por su seductora imagen, Jeremías se acercó y tocó el timbre. Al poco tiempo, detrás de la puerta, apareció una chica de cabello rastafari, vestía una remera más grande que su torso, unos pantalones cortos y llevaba un piercing en la nariz y tres en la misma oreja.
—¿Sí? —preguntó ella.
—Ehm... Hola... Vi... el cartel...
—¿Cartel? —En efecto, no había cartel, pero sí una especie de grafiti que decía teatro para principiantes.
—Digo... el aviso de teatro.
—Ah, sí. Lo que pintamos en la pared. Sí. ¿Estás interesado en hacer teatro?
—Nunca había hecho teatro antes. Vine más por lo llamativo del lugar. No creo haberlo visto nunca.
—Lo pintamos hace poco, pero el interior lo fuimos reformando desde hace meses. Seguramente fue por eso.
—Ah, creo que sí —reparó—. Creo haberlo visto y pensado que era para otra cosa.
—Seguramente... —Hizo un breve silencio—. ¿Querés pasar y te muestro un poco cómo es la cosa?
—Dale. Pero te reitero, no sé nada de actuación.
—Tranquilo —le sugirió ella—. Esa es la idea. Por cierto, soy Eliza, ¿vos?
—Me llamo Jeremías.
—Un gusto, Jeremías. Seguime por acá. —Ella le señaló el camino y él la acompañó sin más.
Inmerso en ese nuevo ambiente, se dejó llevar por la calma que le transmitía. Y, aunque sea por un breve instante, se había olvidado hasta del rostro de Sandra.
Y, de esta forma, la clase introductoria había pasado a convertirse en una actividad que realizaría durante un mes. Al terminar ese mes, decidió extenderlo un mes más. Y así sucesivamente.
A veces, Jeremías volvía a recordar ese momento como el primer aniversario desde que Sandra lo había dejado, pero ya no le dolía. Lo recordaba con humor, era una de sus anécdotas preferidas al momento de hablar de desastres amorosos. Sus nuevos amigos reían junto a él y compartían desgracias similares. Era su forma de encontrarles el lado gracioso a las cosas, de ignorar el dolor por causas banales, de darles importancia a los problemas de verdad, y dejar las nimiedades de lado. Jeremías estaba feliz, estaba cómodo con su grupo. Sus compañeros de teatro y él disfrutaban su desayuno antes de un asado en la casa de uno del grupo.
Jeremías se encontraba con Eliza y un grupo que se los conocía por sus apodos; el mono, la ambidiestra, el filo, la ley, la doc, la genia y sombra. Sus escenas teatrales más frecuentes consistían en comedias que apuntaban al humor escatológico y negro. Al realizar sus muestras, la mayoría del público no superaba los treinta años, con algunas excepciones como los parientes de los actores.
Al cabo de pasar tanto tiempo en la escuela de teatro, Jeremías se vio a sí mismo inmerso en una perspectiva totalmente nueva de las cosas. Había incorporado un poco del pensamiento y opiniones de cada uno de sus amigos, los cuales eran muy similares entre sí. Esta circunstancia sería el causante de una serie de eventos desafortunados.