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Capítulo 15
ОглавлениеLa primer noche de los Pazos fue para Gabriel Pardo noche de fiebre. Fiebre de impaciencia, fiebre de cólera, fiebre de recuerdos, de esperanzas, de curiosidad, de indefinible y hondo temor, y además… ¿por qué negarlo?, ¿por qué dudarlo?, ¡fiebre amorosa!
¡Amorosa! ¡Una niña a quien había visto un cuarto de hora, que le había dicho buenas tardes por junto y enseguida a recoger gavillas de centeno sin mirarle más a la cara! ¡Una niña cuyos rasgos fisiognómicos le sería imposible recordar con exactitud!
—No soy yo quien se enamora, es mi imaginación condenada —pensaba el comandante—. Parezco un cadete. Pero es que en esa chiquilla he cifrado yo muchas cosas. La familia pasada y la futura, mi mamita y mi hogar, mis ya casi desvanecidas memorias de cariño y mis justas aspiraciones a los afectos santos que todo hombre tiene derecho a poseer. Por eso me ha entrado así, tan fuerte.
Cabalmente le habían dado el cuarto de su mamita, ¡el cuarto en que había muerto! Él no lo sabía. Por una especie de convenio tácito consigo mismo, y a fuer de persona recta, le repugnaba hacer ninguna pregunta hostil o desagradable en una casa adonde venía en son de paz; así es que no había querido ni enterarse de cuál era el cuarto. Se lo dieron porque, arreglado poco antes de la boda, se encontraba más presentable que el resto de la desmantelada huronera, tan invadida por las aficiones agrícolas del dueño, que en algún salón la cosecha de maíz sobrante se amontonaba a ambos lados en rimero de oro. Allí la cama barroca, con su dorado copete figurando el sol; allí el biombo con inverosímiles pinturas de casas y árboles; allí todavía el canapé de estilo Imperio en que se reclinaba la enferma, la honda ventana junto a la cual se sentaba a leer en un sillón de gutapercha ya descascarado; sobre la cabecera estampas de su devoción, un rosario de azabache con engarce de plata… todo había sido conservado allí, no por respeto ni por ternura, sino por la indiferencia de la vida campesina, por el tamaño del gran caserón, donde se pasaba un año sin que fuesen visitados algunos aposentos.
Gabriel velaba revolviéndose en la cama, escuchando el silencio, ese silencio campesino en que vibran siempre ladridos de canes vigilantes, murmullos de agua y brisa, coros de ranas, y antes de la aurora, gemir de carros, y a la aurora, dianas de gallos de sangre ligera. Calculaba qué línea de conducta le convendría adoptar al día siguiente, al fin optó por la más leal. Hablaría con el hidalgo francamente, se lo diría todo, obraría de —acuerdo con él y previo su consentimiento. Y si le negaba autorización para hacerse querer de la niña… bien, entonces le asistiría el derecho de tomársela.
Llegó al cabo el amanecer y sucediole a Gabriel lo que a todos los que se pasan la noche en blanco suspirando por el día: que se quedó profunda e invenciblemente dormido. El marqués de Ulloa, inveterado madrugador gracias a sus hábitos de caza y siesta, vino con impertinente celo a despertar a su cuñado, aguijoneándole ya la curiosidad de saber el objeto de la venida del comandante. Gabriel fue llamado al mundo real cuando más a su sabor se encontraba en el de las quimeras. Propuso el marqués, a guisa de armisticio, que la conversación fuese de cama a butaca, pero Gabriel rechazó las sábanas, y empezó a vestirse y lavarse en un aguamanil tan chico como incómodo, con dos toallas no mayores que pañuelos de narices. Convinieron en que la entrevista se celebraría dentro de media hora en el despacho y archivo del marqués de Ulloa —archivo que ya volvía a encontrarse punto más punto menos, en su prístino estado, antes de arreglarlo cierto capellán.
El artillero acudió puntualmente, y sin saber cómo, el diálogo que Gabriel se había propuesto que fuese sumamente correcto y formal, tomó en seguida giro humorístico, descarado y hostil por ambas partes. —Me dejas pasmado. —No sé por qué. —Pero, vamos claros: ¿tú tienes gana de broma? —Nada de eso: con nadie, y menos contigo. —¿En qué quedamos; me pides o no a Manolita? —No te la pido; lo que hago es advertirte que voy a intentar tomarla, porque me parece desleal proceder de otra manera: al fin eres su padre. —¿Tomarla? ¿Cómo se entiende eso de tomarla? —¿Cómo se entiende? No como lo entiendes tú, sino de otro modo: y para explicártelo mejor, voy a ver si logro que la chica me quiera, y entonces… entonces sí que te la pido. —Sólo faltaba que tampoco me la pidieras entonces. —Pues bien mirado, si ella quiere darse, es cuando menos falta me hace que me la des tú; pero… yo soy así. —Tú eres por lo visto una buena pieza. —Nada de eso; al contrario, por sencillez y por honradez te cuento a ti todo esto. —Pero… ¿estará decente que andes tú por ahí acompañando a la chica, después de saber que tienes tales proyectos? —Mis proyectos son muy honestos, y no parece sino que tu hija anda muy recogida y pierniquebrada. —¡Hombre… hombre! —La has criado como un marimacho, sin recato ninguno, ¿sabes? Y muy mal, por no decir infernalmente. —Y a ti, ¿quién te da vela?… —Poca cosa: como que intento ser su marido, y como que soy el hermano de su madre. —Manolita es una chiquilla y, además… no anda sola. —No, ya sé que la acompaña… el hijo del mayordomo—. (Aquí los ojos de ambos cuñados cruzaron una mirada singular, y don Pedro acabó por bajarlos). —Siempre anduvieron juntos ella y ese rapaz desde pequeñitos. —¡Bonita razón! En fin, al grano; ¿me permites, sí o no, que pruebe a agradar a Manolita? —¿Y si no te lo permito? —Lo haré sin tu permiso; sólo que lo haré desde fuera de tu casa, porque no me parecerá regular venir a meterme en ella para obrar contra tu gusto. —Y si te doy permiso y le agradas, ¿te casarás con ella? —¡Hombre!, ese es mi propósito: ¿pero y si tratada, no me gusta? No puedo empeñarte mi palabra. —Me estás proponiendo cosas raras. —Aún voy a proponerte otra más rara que todas las demás. Si se arregla la boda, no le des un céntimo a tu hija de presente, y dispón tu testamento como te dé la gana y a favor de quien se te antoje. —Eh… Ni un cént… Quieto, quieto; mi hija no está en la calle; por de pronto tiene… la legítima materna. —(Por ahí te duele, pensó Gabriel cuando oyó esto). —La legítima materna de Manolita te la cederé: yo le señalaré de mi patrimonio, en carta dotal, otro tanto como le corresponda por herencia de su madre. —Yo… en realidad de verdad… así Dios me salve… —He dicho que ni un céntimo de presente, ¿cómo se dicen las cosas?… Y el día de mañana… lo que te dicte tu conciencia… y nada más. (La cara del marqués se dilataba, su barba gris temblaba de placer.) —¡Vaya, vaya con don Gabriel Pardo! ¿Y cómo ha sido ese repentón de gustarte la chica? —Tres meses hace que me gusta. —¿Sin verla? —¡Se entiende! Casi no la he visto aún a estas horas. A ti, ¿qué te importa eso? Es cuenta de ella y mía. No se te pide sino la aquiescencia y nada más. —Pues… por mí… trato hecho. —Trato hecho… ¡Acabáramos!
—Ya tengo —pensó Gabriel al volver a su cuarto— campo libre y carta blanca—. Pasábase el cepillo por la cabeza a fin de alisar y distribuir mejor sus cabellos finos y escasos, cuando el corazón le dio un brinco absurdo, inverosímil: unos dedos menudos herían aprisa la puerta, una voz que le era imposible confundir ya con otra alguna, preguntaba:
—¿Hay permiso?
Manolita entró. Venía vestida con algún más esmero que el día anterior, y su traje de —percal color garbanzo salpicado de cabecitas de perros, látigos y gorras de jockey, revelaba pretensiones de seguir la moda y procedencia orensana o pontevedresa. El peinado también indicaba más larga elaboración que la víspera, y había un lazo azul de raso al extremo de las trenzas. La muchacha se adelantó sin cortedad alguna por el cuarto de su tío, y con cierta sequedad le dijo, de carretilla y en tono uniforme, a manera de chico que recita la lección:
—Buenos días. ¿Cómo ha descansado usted? Yo… bien. Dice papá que le lleve a ver el huerto y la casa toda.
—Gracias, niña… ¿Y para venir conmigo te has compuesto así?
—Mandó papá que me pusiese el vestido nuevo para acompañarle a usted.
—¿Te sería igual tutearme… o te parezco demasiado viejo? Di —añadió con unos visos de melancolía.
—Algo viejo es… y me da vergüenza.
Gabriel se quedó encantado de la contestación. «Ella me tuteará» —pensó para sí; y añadió en voz alta:
—Pues cuando tengamos más confianza. Ahora, vámonos por ahí, al huerto… Tengo más ganas de aire libre que de ver la casa. ¿Quieres mi brazo?
—¡Brazo! ¡Ay, qué chiste! Tengo los dos que Dios me dio. Puede que…
—¿Qué?
—Que si fuésemos por ahí… por montes… le tuviese yo que dar la mano.
—Pues mira… Justamente quería pedirte ese favor. Que me enseñases paseos largos, sitios bonitos… Tú que conoces todo este país como tu propio cuarto.
—Sí; pero a esta horita —notó la muchacha castañeteando los dedos— ¿quién se atreve a pasar más allá del bosque? No se aguantará la calor, y usted que no tiene costumbre…
—Pues al bosque ahora, y a la tarde… me llevarás a donde gustes, chiquilla.
Volviose la muchacha con un movimiento de malhumor y aspereza, que ya dos veces había observado en ella Gabriel; y este síntoma infalible de detestable educación, en vez de desalentar al artillero, le atrajo más. —Es un terreno inculto, virgen, lleno de espinos, ortigas, zarzales… ¡Pobre huérfana, y pobre hermana mía! Si viviese… A falta suya, yo desbrozaré esa maleza, a fuerza de paciencia y de cariño.
La montañesa echó delante, ágil y airosa como una cabrita montés, y su tío la seguía, rumiando aquello del terreno virgen, y observando con gran placer que era aplicable así a lo moral como a lo físico de la muchacha. La cintura de Manolita, en vez de ser de forma cilíndrica, tenía las dos planicies delante y detrás, que suelen delatar la inocencia del cuerpo; su nuca (descubierta por la raya que dividía las trenzas colgantes), su nuca, esa parte del cuerpo femenino que el arte moderno ha rehabilitado devolviéndole todo su valor expresivo, era de las más tranquilizadoras, por su delgadez y pureza, y lo raro y lacio del pelo corto que la sombreaba; su andar era andar de cervatilla, sin languidez alguna, y sus sienes rameadas de venas azules y su frente convexa la hacían semejante a las santas mártires o extáticas que se ven en los museos.
—¡Cuánto tengo aquí que enmendar, que enseñar, que formar! —reflexionaba Gabriel, muy encariñado ya con su oficio de preceptor—. Pero hay terreno, hay sujeto… ¡La han descuidado tanto! Lo que exista aquí de bueno ha de ser bueno de ley, por deberse exclusivamente a la fuerza e influjo del natural, a la rectitud del instinto. Más fácil es habérselas con esta niña, entregada a sí misma desde que nació, que con esas chicas criadas en una atmósfera artificial, y a quienes la solicitud y los sabios… o hipócritas consejos de las mamás, tías, y amiguitas, han cubierto de un barniz tan espeso y compacto, que el demonio que sepa lo que hay debajo de él. —¿Conque adónde me llevas?, ¿al bosque? ¡Pero qué modo de correr! —exclamó en voz alta, viendo que Manolita atravesaba velozmente las habitaciones de la casa, bajaba las escaleras de cuatro saltos, y sin aflojar el paso se metía por el huerto.
—Corra también —respondió la niña casi sin volver la cara—: ¡Todo esto de la casa y la huerta es más cargante! Ya iremos despacio por el soto… Allí da gusto.
Realmente el huerto parecía un horno. El día amenazaba ser del todo canicular, y en la superficie del estanque, los mismos escribanos de agua tenían pereza de echar complicadas firmas con sus largos zancos, y adormecidos sobre las verdosas plantas palúdicas se entregaban al goce de beber sol. Los átomos del aire vibraban, prontos a inflamarse cuando el astro ascendiese a su zénit; innumerables insectos zumbaban entre la hierba; gorjeaban con viveza y regocijo los pájaros, seguros de que con aquel día tropical la espiga se abriría sola y los surcos se llenarían de derramada simiente; de cuando en cuando, una bandada de mariposas ejecutaba en el ambiente de fuego una figura de rigodón, y luego se desvanecía. Gabriel, sofocado, se había quitado el hongo, y abanicábase con él. Sin pararse, de soslayo la chica lo vio.
—Va a pillar un soleado… ¡Ave María Purísima! Coja una hoja de berza y métala en el sombrero, que si no… mañana a estas horas está en la cama con un mal.
Obedeció el sabio consejo el artillero, y colocó dentro de su hongo una hoja de col bien aplicada.
—¿Y tú? —exclamó en seguida—. ¿Por qué no coges un soleado tú? No llevas nada en la cabeza.
—¡Uy! ¡Yo! Yo ya tengo confianza con el sol.
A lo lejos, más allá de los frutales del huerto, que apenas daban sombra, destacábase el soto, como una promesa de frescura y bienestar; el soto de castaños floridos, donde los rayos del sol no tenían acceso. Pero Gabriel, fuese por detenerse un minuto, o porque realmente el paseo convidaba a refrescar la boca, se detuvo al pie de un ciruelo cargado de fruta, y llamó a su sobrina.
—¿Manuela?
Ella se volvió, asaz impaciente.
—¿Sabes que de buena gana comería un par de ciruelas?
—Pues cómalas, y buen provecho —respondió la chica encogiéndose de hombros.
—Escógemelas; ten compasión de un pobre cortesano ignorante.
—¿Seque no diferencia las verdes de las maduras?
—No… Sé un poco amable. Ayúdame.
Con el ceño fruncido, el ademán entre hosco y burlón, la chica alargó los dedos, bajó una rama, fue tentando ciruelas… y en un abrir y cerrar de ojos, dejó caer una docena, como la pura miel, amarillas por la cara que miraba al sol y reventadas ya de tan dulces, en el pañuelo limpio, marcado con elegante cifra, que Gabriel tenía cogido por las puntas.
—Mil gracias… Ahora…
—¿Ahora qué?
—Cómete tú una primero, para que me sepan mejor las demás.
—No me da la gana… Estoy harta de ciruelas.
—Pues dispensa… Una más o menos, no te produciría indigestión, y al comerla, cumplirías un deber.
—¿De qué? —preguntó ella fijando con dureza en Gabriel sus ojos ariscos.
—El deber de las señoritas, que es hacerse agradables y simpáticas a todo el mundo, y con mayor razón a los huéspedes que tienen en casa, y todavía más si son sus tíos y vienen a verlas.
Una ojeada más fiera que las anteriores fue la respuesta de Manolita, que echó a andar apretando el paso, tanto que a Gabriel le costaba trabajo seguirla.
—Chica, chica… —gritó—. Mira que he trepado por los vericuetos de las Provincias, pero tú eres un gamo… Aguarda un poco.
Parose la muchacha, y agarrándose al tronco de un peral, y estribando en la pierna izquierda, con la punta del pie derecho describía semicírculos sobre la hierba. Al alcanzarla su tío, no dijo palabra; suspiró con resignación, y siguió andando con menos ímpetu, pero sin hacer caso del forastero.
Dejado atrás el huerto, pisaron la linde del bosque, alfombrada por las panojas amarillentas de la flor del castaño, que empezaba a desprenderse aquellos días y había impregnado el aire de un olorcillo que sin ser embriagador perfume, tiene algo de silvestre, de fresco, de forestal, de húmedo y refrigerante, por decirlo así, encantador para los que han nacido o vivido largo tiempo en la región gallega. No pecaba el soto de intrincado; como más próximo a la casa, había sido plantado con cierto orden y simetría, y los troncos de sus magníficos árboles formaban calles en todas direcciones, aunque los obstruyese la maleza, dejando sólo relativamente limpia la del centro, atajo que solían tomar los peatones que descendían de la montaña, para llegar a los Pazos más pronto. El ramaje era tan tupido y formaba tan espesa bóveda, que sólo casualmente le atravesaba la claridad solar, engalanándolo con una estrella de oro de visos irisados, trémula sobre la cortina verde. Manolita andaba y andaba, pero más despacio ya, con el involuntario recogimiento que produce la frescura y la oscuridad de un bosque. Gabriel emparejó con ella, y señalándole el repuesto y solitario lugar y la mullida hierba, le dijo:
—¿Vamos a sentarnos un poco? Esto está envidiable.
—Bien —contestó lacónicamente la muchacha, siempre con la misma agrazón en el acento y el gesto; y se tumbó como de mala gana en el blando tapiz.