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Capítulo 5
ОглавлениеSe despertó muy tarde, rendido de su lucha con el insomnio. Cuando la cocinera, mocita frescachona, rubia, de buenas carnes —que desde la mudanza de estado de Sabel desempeñaba el negociado de los pucheros— le subió el chocolate a petición suya, eran cerca de las nueve y media: hora extraordinaria para los Pazos, donde todo el mundo madrugaba siguiendo el ejemplo del amo, a quien antes despertaban con la aurora sus aficiones de cazador y ahora su consagración a las faenas agrícolas.
Los pensamientos de Gabriel al dejar las ociosas plumas, desayunarse y asearse, fueron sobremanera halagüeños. Su sobrina le esperaría ya, y en tan amable compañía prometíase otra jornada como la de la víspera, otro viaje de exploración por los alrededores de los Pazos y, al mismo tiempo, por los repliegues de un corazón candoroso, tierno y franco, donde el artillero quería penetrar a toda costa. Y no sólo por inclinación, sino por deber, fundiéndose en su deseo los más egoístas y los más nobles sentimientos del alma, que eso suele ser, bien mirado, el amor. Gabriel se atusó y acicaló lo mejor posible, y se peinó de manera que el pelo le adornase con mediana gracia la cabeza (aunque sin recurrir a artificios de tocador, indignos de tan varonil y discreta persona), y aguardó, con ansiedad natural y disculpable, los golpecitos en la puerta. Corrió tiempo. Nada. Impaciente ya, midió repetidas veces el aposento, lo recorrió y examinó todo, abrió la ventana, asomose a ella, miró el paisaje, notó que el día era canicular y la temperatura senegaliana, espantó con el pañuelo las impertinentes moscas que venían a posársele críticamente en el hueco de las orejas o en la comisura de los labios —donde más podían fastidiarle—, sonrió ante las ingenuas pinturas del biombo, intentó coger un libro, miró el reloj… Nada. La incertidumbre le freía la sangre. Se determinó a salir, buscando el camino de la habitación de su cuñado. Recorrió salones, más o menos destartalados, y durante la caminata observó algún hermoso vargueño con incrustaciones, de esos que hoy se pagan y estiman tanto, abandonado y estropeándose en un rincón, algún cuadro al óleo, cuyo asunto era imposible adivinar, de tal modo se habían ennegrecido los betunes y las tierras, y tan resquebrajado se hallaba por falta de barniz; vio, en suma, indicios de lo que pudo ser en otro tiempo aquella señorial morada, que inspiraba a Gabriel dilatadas tesis de filosofía histórica. Sólo que entonces no estaba el horno para pasteles. ¿Dónde se habría metido todo el mundo? Porque tampoco el hidalgo de Ulloa parecía por ninguna parte. En su habitación sólo encontró Gabriel a la vieja perra de caza, tendida bajo el rayo de sol que de una ventana caía. Al ruido de los pasos del artillero, la perra entreabrió un ojo sin alzar el hocico que recostaba en las patas de delante, y azotó el suelo con el muñón del rabo, como dando los buenos días.
En vista de que la casa parecía un palacio encantado o abandonado por sus moradores, Gabriel bajó a la cocina, donde halló a la nueva hermosa fregatriz ocupada en la labor de un picadillo. Con tanta energía meneaba la media luna sobre la tabla de picar, que la había excavado por el centro, y es seguro que en albondiguillas o chulas se tragarían los señores, a vuelta de pocos años, un castaño o roble enterito. Cuando Gabriel preguntó por el hidalgo, la moza dio paz a la media luna y le miró, abriendo la boca de un palmo.
—Le está en la era… ¡con los que majan! —exclamó al fin asombrada de la pregunta.
No comprendía Gabriel el asombro de la chica, ni toda la importancia de la gran faena de la maja, esa faena en que se asocian el cielo y la estación estival al trabajo del hombre, esa faena que no puede realizarse sino en el corazón del año, en mitad de la canícula, en los brevísimos días, que en Galicia apenas llegarán a ocho, cuando el agricultor, pasándose el revés de la mano por la empapada frente y respirando fuerte, exclama:
—¡Qué día de maja nos manda hoy Dios!
A la entrada de la era de los Pazos, el comandante se paró sorprendido por el cuadro, para él novísimo, que se le ofrecía. No era posible imaginarlo más animado, más bucólico, más digno de un pintor colorista, alumno de la naturaleza y fiel a la realidad, enemigo de afeminaciones de dibujo y falsas luces cernidas por cortinas de taller. No siendo de piedra la era, habíanla barnizado con una costra espesa de boñiga de vaca, a fin de que el fruto no se confundiese entre la arena y el polvo, y rodeándola de sábanas sostenidas por cuerdas, con objeto de que el mismo grano no rebasase del circuito donde se majaba. Las camadas de pan, ópimas, gruesas, mullidas, se tendían sobre el espacio cuadrilongo, en correcta formación: y los membrudos gañanes, remangados, en dos hileras situadas frente a frente, aporreaban con sus pértigas, a compás, la extendida mies, haciendo saltar las perlas de oro del trigo, impacientes ya por salirse, con el menor pretexto, del estuche bruñido que las contiene. El sol, implacable, metálico, se bebía el sudor de los trabajadores apenas brotaba de los dilatados poros; y sin embargo, la faena seguía y seguía, que para sostener el esfuerzo allí estaban, entre camada y camada, los jarros de vino corriendo de mano en mano. Las jornaleras, vestidas con sayas angostas de zaraza desteñida, que les señalan los recios muslos, sacuden la paja, la colocan en rimeros grandes, preparan la camada nueva, y entretanto el hombre, de pie, apoyado en el mallo, ebrio de sol, despechugado, con la camisa de estopa pegada al cuerpo, despacha aprisa el espeque o cigarro, y ya se escupe en la palma de las manos para volver a blandir el instrumento cuando suene la hora del combate. ¡Hora terrible, en que se gastan energía y vigor suficientes para vivir un mes! La luz deslumbra y ciega; el ambiente es de boca de horno, no corre ni el soplo de aire suficiente a inclinar el tallo de la más endeble gramínea: las hojas de las higueras que rodean la era de los Pazos permanecen inmóviles, como recortadas en hoja de lata, y los verdes higos, tiesos, a modo de pencas de metal: a veces un pajarillo cae al suelo agonizando de sofoco, con el pico desesperadamente abierto y la pluma erizada: en el lindero más cercano, la víbora saca su cabeza chata, enciende su ojillo de azabache, resbala sobre la hierba escandecida, y los abejorros, aturdidos, no aciertan a salir del cáliz de flor en que hundieron la trompa… ¡Y en el desmayo general de la naturaleza, que desfallece y expira de calor, sólo el hombre reconoce su condición servil y cumple el precepto del Génesis, azotando la mies que le ha de dar sustento!
Gabriel, en cuya presencia nadie reparaba, porque el interés de la faena absorbía a todos, permanecía a la entrada de la era, protegido por la sombra del hórreo, y deteniéndose en ir a saludar a su cuñado: verdad que este tenía el rostro más ceñudo y avinagrado que de costumbre, leyéndose en él cierta sombría preocupación, debida a circunstancias que merecen referirse.
Todos los años, al abrirse la maja, acostumbraba el señor de Ulloa sacudir la primera camada, demostrando así a sus gañanes que si no ganaba el mismo jornal que ellos, no era por falta de aptitud. Cuando el descendiente de aquellos Moscosos que habían lidiado calzando espuela de oro en los días, azarosos para el país gallego, del reinado de Urraca y Alfonso de Aragón; de aquellos Moscosos que se distinguieron entre los paladines portugueses en la ardiente África; de aquellos Moscosos que hasta mediados del siglo XIX conservaron en el límite de sus dominios erectos los maderos de la horca, como protesta muda contra la supresión de los derechos señoriales; de aquellos Moscosos… en fin, de aquellos Moscosos de Ulloa, que si no en caudal en sangre azul podían competir con lo más añejo y calificado de la infanzonía española… cuando el descendiente, digo, de tan claro linaje empuñaba el mallo y a la voz de a la una… a las dos… a las tres… se santiguaba, lo vibraba en el aire y lo derrumbaba sobre la espiga, corría entre los malladores halagüeño murmullo, que crecía a medida que el señor, con compás admirable y pulso de atleta, reiteraba los golpes, sin cejar un punto, poniendo la ceniza en la frente al más alentado de sus mozos. Su abierta camisa descubría el esternón bien desarrollado, blanco, saliente, que con el trajín de la labor iba sonroseándose como el cutis de una doncella a quien agita la danza: sus mangas vueltas por más arriba del codo permitían ver las montañuelas de carne que el ejercicio alzaba y deprimía en los robustos brazos. Y así que terminaba el vapuleo por no quedar ni sombra de grano en la espiga tendida, y don Pedro, sudoroso, humeante, pero con la respiración igual y desahogada, se quedaba apoyado en su mallo y gritaba con firme voz —¡Ea!, ¡day un jarro de vino, retaco! ¡Los majadores tenemos que mojar la palabra!— ya no era murmullo, sino tempestad atronadora de plácemes, de alabanzas, de requiebros si así puede decirse, dirigidos a lo que más admira el labriego en las personas nacidas en esfera superior: la fuerza física. Don Pedro sonreía, guiñaba el ojo, dejaba escurrir suavemente el mallo sobre la paja, se atizaba el jarro de una sentada no sin decir antes «hasta verte, Jesús mío», y consumada esta segunda hazaña, que no se celebraba menos que la primera, echábase la chaqueta por los hombros, se encasquetaba el sombrero, y sentado en las gavillas de mies, fumaba como los otros trabajadores, pero con placer sereno e íntimo orgullo.
Este año observaban atónitos los gañanes que el marqués no seguía la ya inveterada costumbre. Sentado estaba allí lo mismo que siempre; ¿cómo sería no coger el mallo? Hasta parece que no se le alegraba la cara viendo aquella gloria de Dios de los haces, nunca más lucidos ni de más limpia espiga, y aquel sol hecho de encargo para desprender el fruto, y aquel mar de oro donde los mallos, al precipitarse, producían un ruido apagado, mate y sedoso que regocijaba el corazón. Lejos de manifestar el contento de otras veces, hasta se podía jurar que el hidalgo de Ulloa había exhalado media docena de suspiros. De tiempo en tiempo cruzaba las manos y se tentaba los brazos, y fruncía el entrecejo, como el que no sabe a qué santo encomendarse. De repente Gabriel, desde su atalaya, vio que el marqués se levantaba resuelto, se despojaba de la americana a toda prisa, se remangaba…
—¿Qué barbaridad irá a hacer este? —pensó Pardo.
Se admiró más al verle asir la pértiga, colocarse en fila y zurrar valerosamente la mies. El señor de Ulloa, en los primeros momentos, demostró todo el esfuerzo y brío acostumbrados; pero a los pocos golpes, empezó a sentir lo que tanto temía, lo que desde por la mañana le nublaba la frente: la respiración se le acortaba, el brazo se resistía a levantar el instrumento, las carnes se le volvían algodón y se le doblaban las rodillas. Exclamó con angustia: —¡Alto, rapaces!— y los diez y nueve mallos de la cuadrilla permanecieron suspensos en el aire como si fuesen uno solo, mientras los gañanes miraban al señor con muda lástima y en un silencio tal, que pudiera oírse el vuelo de una mosca. Al fin dejó don Pedro caer la pértiga, se llevó ambas manos a la frente húmeda, y a vueltas de congojoso sobrealiento, murmuró:
—Rapaces… Ya pasé de mozo. No sirvo… No darme el jarro.
Cuchichearon los gañanes; algunos sacudieron la cabeza entre burlones y compasivos, no sabiendo si era prudente tomar el caso a risa o dolerse mucho de él. Don Pedro, desplomado en los haces, se enjugaba el sudor con un pañuelo amarillo; sus labios temblaban, su rostro estaba demudado, y un dolor real, acerbo y hosco, se pintaba en él. Parecía como si el fracaso de su intento le echase de golpe diez años encima. Sus arrugas, su pelo gris, todas las señales de vejez se hacían más visibles. Y con los ojos cerrados, cubiertos por el pañuelo, la otra mano caída, la espalda encorvada y la cabeza temblorosa, el marqués se veía ya inútil para todo, baldado, preso en una silla, tendido después en la caja, entre cuatro cirios, en la pobre iglesia de Ulloa, o pudriéndose en el cementerio, donde hacía tiempo le aguardaba su mujer.
Así se estuvo unos cuantos minutos, sin que los gañanes se atreviesen a continuar la tarea, ni casi a chistar. Un rumor profundo, contenido, salió de la multitud cuando don Pedro, levantándose impetuosamente, listo como un muchacho y con un semblante bien distinto, alegre y satisfecho, llamó con imperio al Gallo, que, ojo avizor, muy currutaco de traje, muy digno de apostura, asistía a la faena.
—¡Ángel! ¡Ángel!
—Señor…
—Busca al señorito Perucho… Tráelo volando aquí… De mi parte, ¡que venga a majar la camada!
Jamás impensado reconocimiento de príncipe heredero produjo en corte alguna tan extraordinaria impresión como aquellas explícitas y graves palabras del marqués de Ulloa. Inequívoca era la actitud; claro el sentido de la orden; elocuente hasta no más el hecho; y si alguna duda les pudiese quedar a los maliciosos y a los murmuradores de aldea acerca del hijo de Sabel, ¿qué pedían para convencerse? Llamarle a que majase la camada en lugar del hidalgo, era lo mismo que decirle ya sin rodeos ni tapujos: —Ulloa eres, y Ulloa quien te engendró.
Todos miraron al Gallo, a ver qué gesto ponía. Nunca el semblante patilludo del rústico buen mozo y su engallada apostura expresaron mayor majestad y convencimiento de la alta importancia de su misión en la señorial morada de los Pazos. Se enderezó más, brilló su redonda pupila, y respondió con tono victorioso:
—Se hará conforme al gusto de Usía.
Salir el Gallo por un lado y entrar Gabriel por otro, fue simultáneo. Acercose a su cuñado, y hechos los saludos de ordenanza, sentose en los haces, y pidió noticias de su sobrina.
—¿Quién sabe de ella? —respondió el padre—. Andará por ahí… ¿Has visto la maja? —añadió revelando sumo interés en la pregunta.
—Sí, te he visto hecho un valiente…
—¿A mí? ¡A mí me viste acabado, derreado! Ya no sirve uno sino para echar al montón del abono… A cada cerdo le llega su San Martín… Ya verás a Perucho majar la camada, que será la gloria del mundo… Ey, Ángel… ¿Viene o no viene? ¿Qué… no está?
—Dice que no… que salió tempranito con Manola… Que no voltaron aún.
—¡Por vida de… ! ¡Mal rayo!
Volvió a encapotarse el rostro y a anudarse de veras el ceño del hidalgo de Ulloa.