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Capítulo 4
ОглавлениеSegún suele suceder cuando el calor desazona el cuerpo y acontecimientos importantes ocurridos durante el día perturban el espíritu, Gabriel Pardo había pasado la noche en vigilia casi completa. Lo bueno fue que se acostara creyendo tener mucho sueño; pesábanle la cabeza y los párpados, y experimentó gran alivio al desnudarse, estirarse en las frescas sábanas de lino y sentir en las mejillas el contacto de la tersa almohada. Resuelto a consagrar diez minutos a pensamientos agradables antes de rendirse a la soñolencia que notaba, se colocó bien del lado derecho, no sin apagar la luz y dejar sobre una silla, al alcance de la mano (pues en los Pazos sólo conocía el lujo de las mesas de noche el Gallo, que se había traído de Orense uno de los más feos ejemplares de la especie, con su tableta de mármol y demás requilorios) la fosforera, la petaca y el pañuelo.
Gozó de quietud y reposo los primeros instantes, dedicados a recordar incidentes de la jornada, dichos de Manuela, observaciones referentes a ella que conservaba apuntadas en la memoria, movimientos, actitudes y otras menudencias por el estilo. En la oscuridad, paseando la palma de la mano sobre el embozo de la sábana, pensaba el comandante:
—La chiquilla posee un fondo sorprendente de rectitud; además tiene, como su madre, tierno el corazón y las entrañas humanas; es fácil, es casi elemental el método para hacerse querer de ella: no hay más que aparecer muy cariñoso, interesarse por la pobrecita… lo cual la coge de nuevas, porque se ha criado en completo abandono, gracias a mi bendito cuñado y a sus líos e historias… Tenemos aquí lo que se llama un naife, o sea un diamante en bruto… y ¿quién sabe si vale más así? Se me figura que me hace doble gracia de esta manera; que sí señor… ¡Ah! Sencillez, carácter primitivo y campestre, comercio exclusivo con la madre naturaleza, su única maestra y su única protectora… Cargue el diablo con todo eso que está uno harto de ver por ahí: muñecas emperejiladas y vestidas según las cursilerías de La Moda Elegante, juguetes automáticos que tocan la Rapsodia Húngara entreverada de pifias… Luego dicen que tiene mucha ejecución… ¡Ejecución! ¡Qué más ejecución que la que hacen ellas del arte!… Muñecas que todas ríen como por resorte… que andan igual que si les tirasen de un hilito… que para fingirse cándidas ponen cara de tontas en las zarzuelas donde hay frases de doble sentido… que van a misa por rutina y por ver al novio, y a paseo para que rabie la amiguita si tienen gala que estrenar… Muñecas a quienes les han enseñado que es punto de honra no enterrarse con palma, y cargan con el primer marido que les sale… y después…
Aquí se agolparon a la memoria de Gabriel los recuerdos, y varias gallardas siluetas de pecadoras cruzaron por entre las tinieblas del dormitorio.
—¡Qué antipática me es —prosiguió Gabriel haciendo calendarios— la mentira, la convención social! Convengamos en que hace falta, bueno… ¿Cómo se sostendría sin ella este edificio caduco, apuntalado por unas partes, carcomido por otras, remendado aquí y recompuesto acullá? ¿Esta sociedad que parece un monumento mal restaurado, donde se amontonan hibridaciones de todos los estilos y mescolanzas de todos los órdenes… aquí una portada románica, luego un frontón dórico, después una techumbre de hierro a la moderna… ? Aquí se tropieza usted con una preocupación procedente de Chindasvinto… más allá una idea general que difundió algún apólogo traído del Oriente por un cortesano de… ¡sabe Dios!, de un califa cualquiera o del rey que rabió por gachas… y otra que ya se remontará a los iberos primitivos… y otra que la esparció ayer el estúpido artículo de fondo de un periódico político… Y ajústese usted a esta… y a aquella… y a la otra… y a la de más allá… Verdad es que todo hace falta para reprimir la bestialidad humana… A no ser por eso… ¡crac!
Encontrando caliente ya el lado a que se había tendido, volviose Gabriel del opuesto; y sin duda este cambio le sugirió ideas revolucionarias, porque pensó:
—¡Valiente estafermo está la sociedad actual! Aunque la volasen con dinamita…
Pero el rincón frío y agradable que halló hubo de inspirarle doctrinas conservadoras, y murmuró metiendo el brazo bajo la almohada, postura que era en él habitual:
—Paciencia, Gabriel… Ningún hombre es tiempo; al tiempo corresponde esa obra histórica, si es que algún día ha de realizarse y no estamos sentenciados a rodar siempre el mismo peñasco, nosotros y los que vengan detrás… Calculemos que todo se lo lleva Pateta; ¿y qué ponemos allí, en el sitio de lo que desbaratamos? Verdad que si reparásemos en pelillos, no habría adelanto ni progreso desde que el mundo es mundo… No habría evolución… ¿O sí la habría; qué diablo? La evolución es fatal, y no está en nuestra mano precipitarla ni estorbarla… ¿Puedo yo impedir que ahora se cumplan perfectamente en mi cuerpo leyes fisiológicas y biológicas? ¡Cáspita, estoy hecho un pedante; si me oyesen en el Círculo! Me llamarían chiflado otra vez. Bueno; en resumen; la niña es una perla sin engarce… y yo debo tratar de dormirme.
Dejose oír en este momento la estridente trompetilla de un cínife, que guiado por el instinto venía, sonando su guerrera tocata, a caer sobre la víctima, suponiéndola aletargada e inerme.
—La evolución sin lucha… Sin lucha, es una utopía. Quizás la lucha misma, el combate de todos contra todos, es la única clave del misterio… Lo que dice muy bien Darwin en…
El cínife, elevando su clarín bélico a las más altas notas, descendía raudamente sobre el pensador, a quien creía dormido… Gabriel sintió un roce suave en la mejilla; luego le clavaron como una punta de aguja, candente y finísima. Aunque empapado en ideas raras, semibudistas, acerca del deber que tiene el hombre de no hacer sufrir al más pequeño avechucho el más insignificante dolor, Gabriel, después de diez segundos de astuta inmovilidad, alzó quedamente la mano, se descargó un lapo bien calculado, con alevosía y ensañamiento, en el carrillo, y despachurró al músico chupón.
Como si la leve sajadura del bisturí del insecto le hubiese inoculado a Gabriel algún amoroso filtro, dio al punto vuelta hacia el mismo lado que acababa de dejar, y empezaron a fatigarle mil tiernos pensamientos relativos a su sobrina.
—¿Me querrá algún día, de verdad, con toda su alma? Si la saco de este purgatorio, si le hago conocer la vida de las gentes racionales, si le enseño a gustar de la música y de las artes, si la restituyo a su verdadera clase social… , al gobierno soberano de su casa, que hoy rige una fregona… y además le ofrezco muchísimo cariño, mucha amabilidad, para que no se haga cargo ella de la diferencia de edades… que la hay, que la hay, no vale decir que no… y menuda… Si juego con ella como con una chiquilla… si le otorgo mi confianza, como a una compañera… Me… me querrá del modo que… La sentiré palpitar… así… azorada… turbada… embriagada… con esa mezcla de vergüenza y transporte… que… ¡Cosa más dulce!
Aquí los recuerdos acudieron en tropel a la imaginación del artillero, escudándose traidoramente con la oscuridad y el absoluto silencio que había seguido a la muerte del cínife. Gabriel se volvió dos o tres veces de babor a estribor en la cama, al mismo tiempo que se le incrustaba en la mente esta idea desconsoladora:
—Adiós… Me he despabilado. Ya no pego ojo en toda la noche.
Trató de poner coto a la desenfrenada fantasía. —A dormir, a dormir —dijo casi en alto, con la resolución más firme. Eligió postura nueva; apretó los párpados; se sepultó más en la almohada, y aunque sintiendo dentro el mosconeo confuso de sus cavilaciones, procuró fijarse en un solo pensamiento, porque sabía que así como la contemplación invariable de un punto brillante produce el hipnotismo, la fijeza de una idea calma y adormece.
Pronto se le apaciguó la efervescencia mental; pero en cambio, cuanto más se sosegaba la tempestad de las ideas, más se le iban afinando y complicando las percepciones de tres sentidos corporales: el oído, el olfato y el tacto. ¡El oído sobre todo! Era cosa asombrosa la de ruidos microscópicos que empezaron a destacarse del aparente silencio: carcomas que roían el entarimado de la cama; sutiles trotadas de ratones allá muy alto, sobre las vigas del techo; chasquidos de la madera de los muebles; orfeones enteros de mosquitos; solos de bajo de moscones; y por último, hondo rumor, como de resaca, de las propias arterias de Gabriel; del torrente circulatorio en las válvulas del corazón; de las sienes, de los pulsos. Al olfato llegaba el olor de resina seca del antiguo barniz del lecho; el vaho animal del plumoncillo de la almohada; el vago aroma de lejía y el sano tufo de plancha de las sábanas; el rastro que en la atmósfera había quedado al extinguirse la última centella del pábilo de la vela; y un perfume general de campo, de mentas, de mies segada, de brona caliente, un olor a montañesa joven, que lejos de ser sedante para Gabriel, le atirantaba más los nervios. El tacto… ¿Quién no conoce esa desazón de la epidermis, primero imperceptible cosquilleo superficial, luego sensación insoportable de que nos corren por encima mil insectos, y advertimos el roce de sus dentadas patitas y de su cuerpo menudísimo, al cual el nuestro sirve de hipódromo… ? Para producir esta molestia feroz sobra en verano la inflamación de la sangre que el calor ocasiona; si a ella se añaden las travesuras de algún parásito real y efectivo, de las cuales no preserva a veces ni la mayor pulcritud y aseo, es cosa de volverse loco.
Parece que en la oscuridad y quietud de la cama se centuplican las incomodidades, y todo se abulta y transforma. A Gabriel le sucedía así. El roer de la polilla ya le parecía el de una rata gigantesca; y las corridas de las ratas, cargas de caballería a galope tendido. Los concertantes de mosquitos eran coros humanos, de esos en que toma parte una gran masa coral; los chasquidos del maderamen, crujir formidable de techo que se desploma; su propia respiración, el movimiento de enorme fuelle de fragua; y el curso de su sangre, impetuosa carrera de torrente aprisionado entre dos montañas, o ímpetu atronador de huracán encajonado en algún ventisquero de los Alpes… Los olores también por su persistencia en seguir flotando en la atmósfera, llegaban a pasar de la nariz a las últimas celdillas cerebrales, ocasionando mareo indecible y ganas de estornudar, y verdadera inquietud nerviosa. Las carreras de la piel y la fermentación de la sangre crecían, y no pensaba Gabriel sino que un ejército de pulgas caninas y chinches sanguinarias le andaba recorriendo, con la mayor desvergüenza, el cuerpo todo. Notaba además una sensación rara, muy propia del insomnio; y era que unas veces se le figuraba ser muy chiquirritito, y otras inmenso, hasta el punto de no caber en el espacio; y correlativamente con estas singulares imaginaciones, notaba que los objetos, ya se le venían encima, ya se retiraban a distancias tan inverosímiles que era imposible alcanzarlos… Le parecía haberse vuelto de goma elástica, y que una mano negra, sin consistencia ni forma, como el espacio hacia el cual miraba con los ojos muy abiertos, le encogía o le estiraba a su sabor… Y en aquel mismo espacio tenebroso empezaba la vista a distinguir claridades y luces espectrales, unas azules y como fosfóricas, otras amarillas o más bien color de azufre, que partiendo de un núcleo central brillante, se extendían, trémulas y vibradoras, y formaban poco a poco un nimbo violáceo, que irradiaba y se extinguía y volvía a irradiar y a extinguirse, a semejanza de esas ruedas llamadas cromátropas con que remata el espectáculo de los cuadros disolventes…
—Esto ya no se puede aguantar —exclamó Gabriel en alta y colérica voz; y saltando furioso de la cama o más bien del potro del martirio, echó mano a la caja de los fósforos y encendió la vela. El aposento quedó débilmente iluminado, con claridad triste, y el insomne experimentó, al arder la luz, la impresión desapacible de un hombre a quien despiertan al coger el primer sueño: parecíale antes estar completamente desvelado, excitadísimo, y ahora, la lumbre de la bujía, el movimiento de saltar de la cama, le revelaban que, al contrario, se encontraba medio adormecido, y a dos dedos de quedarse traspuesto. No obstante, apenas se echó otra vez y apoyó el rostro en la almohada sin apagar la luz y con un cigarrillo recién encendido en el canto de la boca, de nuevo se halló perfectamente despabilado y en disposición de lavarse, ponerse el frac e irse a un baile, o salir para una cazata. Y claro está que los ruidos habían cesado, los olores también, y la picazón de la epidermis desaparecido por completo, no sintiendo Gabriel en ella sino bienestar, sin que ronchas ni otros indicios delatasen el paso de la cohorte enemiga.
Lo que sintió a poco rato fue amargura y constricción en el paladar; sed ardiente.
—¿Qué demonios voy a beber ahora? —pensó—. Aquí no se acostumbra dejar chisme, botellita, ni cosa que lo valga.
Levantose y se dirigió al lavabo, resuelto a refrigerarse, en la última extremidad, con agua de la jarra; pero la había gastado toda en sus abluciones matinales, y como en las aldeas no se sospecha ni remotamente que un hombre, después del refinamiento de lavarse bien por la mañana, pueda incurrir en el inaudito sibaritismo de volver a chapotear otra vez por la tarde o la noche, no es costumbre renovar la provisión. De mal humor con este incidente regresó Gabriel al lecho; la saliva le sabía a acíbar, el cuerpo le parecía que se lo habían puesto a secar en un horno, tal era la calentura que empezaba a abrasarle.
—¡Noche toledana! —exclamó al tenderse, no debajo, sino encima ya de las sábanas—. Daría cinco duros por un vaso de agua. ¡Mal tratan al rey don Pedro, en la torre de Argelez! —añadió riéndose a pesar suyo de las contrariedades mínimas que le traían a mal traer desde hacía algunas horas—. Dudo que pueda ya dormir en todo lo que falta de noche.
Recordó que sobre una mesa tenía algunos libros de aquellos rancios y mohosos encontrados en la biblioteca del caserón. Levantose y tomó uno de ellos, el que estaba encima, Los Nombres de Cristo. Al abrirlo y descifrar la portada, lo soltó murmurando:
—¡Filosofías a estas horas! ¿A ver el otro?
El otro era una edición de Salamanca de 1798; Traducción literal y declaración del libro de los Cantares de Salomón. Al lado de la portada se veía, en un grabado en madera, la faz pensativa y melancólica, la espaciosa y abovedada frente del Maestro León; debajo un emblema, un árbol con el hacha al pie y la leyenda siguiente: ab ipso ferro. La polilla se había ensañado en el volumen, recortando caprichosos calados al través de las hojas.
—Aquí tiene usted un libro curioso, el que le costó la cárcel a su autor —pensó el comandante—. Veremos si a mí me trae el sueño.
Echado ya y vuelto hacia la luz, abrió con interés el delgado volumen. Lo primero que le llamó la atención, en la primera hoja, fueron algunos garrapatos informes, que delataban la mano de un niño, y el nombre de Pedro escrito con enormes y dificultosas letrazas. Gabriel comenzó la lectura. A los pocos minutos, el interés de lo que iba leyendo le hizo insensiblemente olvidar la sed y el desasosiego nervioso; funcionó con gran actividad su imaginación y se tranquilizó su cuerpo. De dos cosas estaba pasmado el comandante, y al paso que iba leyendo, se las comunicaba a sí mismo en interior monólogo.
—¡Demonio… qué retebién escribía el fraile! Tienen razón en decir que estos moldes se han perdido… ¡Zape, zape! Y no se mordía la lengua… Vaya unos comentarios, vaya unos escolios y aclaraciones, ¡como si la cosa de por sí no estuviese bastante clara ya! ¡Mire usted que estas metafísicas acerca del beso! No, y es que ningún poeta ni ningún escritor de ahora discurriría explicación más bonita: está oliendo a Platón desde cien leguas… ¡Qué lindo! Este deseo de cobrar cada uno que ama su alma, que siente serle robada por el otro, e irla a buscar en la boca y en el aliento ajeno, para restituirse de ella o acabar de entregarla toda… ¡Mire usted que es bonito, y endiablado, y poético, y todo lo demás que usted quiera! Ah… pues no digo nada los detalles de… ¡Santo Dios, santo fuerte! No, lo que es este libro… Luego se andan escandalizando de cualquier cosa que hoy se escriba, que ninguna tiene ni este fuego, ni esta fuerza, ni esta hermosura, ni esta… ¡acción comunicativa! ¡Pero qué hermosura tan grande, qué lenguaje y… qué diabluras para libro piadoso… !
Se hundió completamente en la lectura, embelesado, con el alma y los sentidos pendientes del admirable cuanto breve poema. Una aspiración profana a la dicha amorosa llenaba todo su ser, y creía oír de los puros labios de la montañesita aquellas embriagadoras palabras: «No me mires, que soy algo morena, que mirome el sol: los hijos de mi madre porfiaron contra mí, pusiéronme por guarda de viñas: la mi viña no guardé… ». Acabose el libro antes que las ganas de leer, y el artillero apagó de un rápido soplo la luz, quedándose embelesado en dulces representaciones y en proyectos sabrosos. La sed se le había calmado del todo; la fantasía, aunque excitada por la lectura, cayó en esas vaguedades precursoras del descanso; las ideas perdieron su enlace y continuidad, se deslizaron, se hicieron flotantes e inconsistentes como el humo; Gabriel vio viñas y prados, campos de mies opulenta, un mar de mies que no concluía nunca; su sobrina le guiaba al través de él, diciéndole mil ternezas en bíblico estilo y en primorosa lengua castellana; el cura de Ulloa estaba allí, no austero y triste, sino paternal y venerable, con un jarro de agua fresca en la mano… Gabriel pegaba la boca al jarro, bebía, bebía… ¡Qué agua tan delgada, tan refrigerante y deliciosa!
Oyose la clara y atrevida voz del gallo; un reflejo blanquecino penetró por las rendijas de las ventanas. El comandante Pardo dormía a pierna suelta.