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Capítulo 17

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Después de comer, transcurrida la hora sagrada de la siesta, Gabriel sintió otra vez llamar a su puerta, no con los nudillos y desdeñosamente como por la mañana, sino con el batir imperioso de una manecita que manifiesta cierta cordialidad y deseo de ver pronto a la persona que busca. Saltó el comandante del canapé en que se había recostado, más a leer que a dormir. Como todo hombre de hábitos intelectuales, Gabriel, al llegar a los Pazos, había buscado algún alimento del alma, alguna lectura: el obsequioso Gallo le había ofrecido sus periódicos (el señor los leía también al día siguiente); pero Gabriel, recordando haber visto por la mañana en el archivo un armario—estantería donde encima de las oscuras encuadernaciones de antiguos libros relucía algún filete de oro, se fue allá terminada la comida. Al abrir las hojas forradas, en vez de vidrios, de rejilla de alambre, salió una tufarada de moho, de polvo, de humedad; cenicientas polillas huyeron despavoridas de su refugio predilecto. No se arredró: fue sacando volúmenes. Cada libro que abría era un depósito de larvas, una red de túneles abiertos por el diente del insecto bibliófilo: y el cadáver del siglo XVIII se alzaba de su sepulcro, todo comido de gusanos: allí estaban, calados y alicatados por la polilla con mil pintorescos dibujos, La Enriqueida, El Contrato Social, la Moral universal, las Confesiones, la Nueva Heloísa: y también las novelas del género sentimental interminable; Clara Harlowe, Pamela Andrews, a las cuales las ratas, por no ser menos que los bichos, habían roído los cantos y puesto como una sierra el borde de las hojas. Lo único que encontró Gabriel en mediano estado fueron las obras de Feijóo y Sarmiento, unos tomos del Viajero universal y un ejemplar de los Nombres de Cristo, así como la traducción del Cantar de los cantares, también del Maestro León. Llevose para su cuarto lo más aceptable, y recordando sus aficiones filosóficas, se hundió en las luminosas simas platónicas de los Nombres. Pero entre su vista y la hoja de grueso papel en que el tiempo había derramado un baño de ámbar, se interponían dos ojos serenos y ariscos, ojos de novilla virgen, que miraban con despego primero y con pensativa curiosidad después. ¡Qué aprisa soltó el libro al oír llamar!

—¿Está cansado? Si no, es hora de ir saliendo.

—¿Adónde?

—Por ahí. ¿No dijo que quería… ?

—Sí, chiquilla; contigo, al fin del mundo.

Ella se encogió de hombros, respuesta que tenía preparada para cuanto le sonaba a galante broma: pero ya sin el enfado rabiosillo de por la mañana.

Al salir a campo abierto, sobrecogió a Gabriel el ardor sofocante del día. El aire era fuego, fuego fluido que envolvía el cuerpo, penetraba en el cerebro, derretía los sesos y causaba la sensación de hallarse metido en una zanja, rodeado de hogueras. La naturaleza, abrumada por aquella temperatura canicular, yacía inmóvil: no corría brisa alguna. Manuela sin embargo andaba ligera, en términos que a su tío siempre le costaba trabajo seguirla. Tomaron un sendero oculto días antes por el movible mar de oro del trigo: pero ya la vega había ido despojándose del manto de seda amarilla, y la vista no se recreaba al contemplar, desde los oteros, las anchas alfombras, tan alegres, que parecían un pedazo de luz solar: ahora se veía la desnudez de la tierra, la negrura de los surcos, invadidos por el estéril helecho, y sobre los cuales yacían los haces en desorden como muertos después de la batalla; entre las cortadas espigas doblaban la cabeza moribundas las amapolas de tafetán con corazón de terciopelo negro, las nevadas mejoranas, los cardos, las alfalfas y tréboles, toda la flora que se cobija a la sombra de la mies y vive por ella sola. Aún queda otra cosecha, en verano, otra planta tierna y verde que esparce su polen fecundante por el aire encendido: es el maíz, el maíz susurrón y melancólico, nunca saciado de agua; la cosecha del otoño gallego. Manuela fijó los ojos en la cortiña segada.

—Después de que siegan ya parece que se escapa el verano— pronunció con cierta pesadumbre, pensando en alto, pues el verano era para ella la época suspirada, la época en que su compañero, su amigo de toda la vida, regresaba de Orense, y corrían y se solazaban juntos. Gabriel no comprendió el pesar de la montañesa: creyó que pensaba en el trigo no más, y miró a su vez los surcos. Empezaba a considerar con simpatía, aunque por reflejo, aquella cosa vasta y vaga, el campo, mas no se le ocultaba que la veía al través de Manuela, con ese interés que inspiran las cosas que son el ambiente y el marco de la persona querida.

—¿Se puede saber a dónde me lleva su alteza la infanta? —preguntó cuando cruzaron el barbecho y fueron bajando a una pequeña hondonada en que crecían hasta una docena de olmos muy bajos.

—Vamos a la represa del molino… le enseñaré cómo muele… porque si subiese por la montaña, se moriría con el calor que hace…

—No, mujer… ¿por quién me tomas?, tú crees que yo soy una damita… Verás cómo no me canso, por muy largo que paseemos y por mucho que sea el calor.

Lo cierto es que el artillero pensaba ahogarse. Desde los tiempos en que andaba a la greña con los carlistas, no había pasado sofocón por el estilo, y el andar rápido de la muchacha le ponía a prueba. Pero antes mártir que confesor. No quería darse por vencido ante un poco de sol, y, como todos los enamorados, quería alardear de vigor y salud.

—Vaya, vaya —dijo con graciosa roncería su sobrina— que si yo lo llevase allí (y señaló una cumbre no muy distante, que herida por el sol brillaba con resplandores micáceos), ya veríamos si podía volver por su pie.

—Niña… ¿pero tú te imaginas que nunca he escalado montes? ¡Caramba, hija! Y con la batería, que es un poco más peliagudo. ¿Cómo se llama esa altura?

—Pico—Medelo. Otro día iremos allá, ya que se hace de tan valiente, a ver quién saca la lengua primero; pero hay que salir por la fresquita de la mañana y entonces se ve desde allí una vista tan preciosa, que no sé: dicen que hasta se ve algo de Portugal. Es preciso que sea un día que sople vendaval, porque con él se ve más lejos que con el nordés. Y allí hay unas piedras viejísimas que dice que fueron de un castillo del tiempo…

La montañesa reflexionó, llamando en su ayuda todo su caudal de erudición.

—Del tiempo de los moros— exclamó al fin muy formal.

Viendo en el rostro de Gabriel una media sonrisa cariñosísima, añadió:

—¡Bah! Me hace burla. Pues no le vuelvo a contar nada. ¡Cuidado ahí! Que se puede resbalar en las hierbas, y ¡pataplum!

Seguían orillando el diminuto barranco, en cuyo fondo iba cautivo un riachuelo que después se tendía encharcándose, antes de llegar al molino, invisible aún. La proximidad del agua y la sombra de los olmos, en tal momento, hacían del barranco un oasis. Entapizaban la superficie de la charca esas plantas acuáticas, esas menudísimas ovas que parecen lentejuelas verdegay, y engañan la vista representando una continuación del prado: Manuela avisó al artillero, cogiéndole del brazo, para que no metiese la bota entera y verdadera en el río. Al borde de la charca se arrastraban rojizas babosas y limazas negras de una cuarta de largo: daba grima pisarlas por la resistencia elástica que oponía su cuerpo. Espadañas, gladiolos y juncos elevaban sus lanzas airosas al borde del agua. El terreno estaba empapado, y la suela de la bota de Gabriel, al posarse en la hierba, dejaba un ligero charco, borrado al punto. Oíase, misterioso y grave, el ruido del agua en la presa. Manuela se volvió de pronto.

—¿Sabe pescar? —dijo a su tío.

—¡En qué aprieto me pones! Jamás he cogido una caña, ni una red, ni…

—¡Qué lástima! Si Perucho viniese, esta noche de seguro que cenábamos una anguila tan gorda como mi brazo (y ceñía la manga de su traje para que se viese bien el grosor de la anguila.) Las hay hermosas en la presa. Entre el mismo barro las pescan con un pincho… Hay que remangarse…

—Vea usted —pensaba para sí el artillero—. ¿De qué me sirven aquí filosofías ni matemáticas? Me convendría mucho, para conquistar a esta criatura, pescar anguilas. Yo aquí soy un ser inútil.

Rota la cortina de olmos, apareció el estanque de la presa, del cual emergían los escobones de las poas y las flores rosas de la salvia: el agua se precipitaba espumante, pero Manuela vio con sorpresa paradas las paletas del molino.

—Hoy no muele —dijo meneando la cabeza—. Ya me figuro por qué será; pero venga, que preguntamos.

Desandó lo andado, y volviendo a meterse por entre los olmos, torció a la derecha por un maizal, y pararon ante una era mucho más chica que la de los Pazos, cerrada por humilde tapia. Un perro de amarillento pelaje, atado a una cuerda al pie del hórreo, saltó ladrando como una fiera y arrojándose a morder; pero a la puerta de una casuca asomó una mujer anciana, y amansó al fiel vigilante con un —¡Quieto, can!— que en sus labios sonaba como regaño de persona cortés al criado que recibe mal una visita.

—Entren, entren, mi ama y la compañía —suplicaba obsequiosamente la vieja, riéndose con desdentada boca. Gabriel miró a la mujer y la encontró típica. Representaba unos sesenta años: el sol había curtido su piel, que en los sitios donde sobresalen los huesos tenía el bruñido y la fisura de la piel de los arneses cuando el uso la avellana. Sus ojos grises, incoloros, hacían un guiño entre malicioso y humilde; su pescuezo colgaba en pellejos negruzcos, confundiéndose su color y la sombra del arranque del pelo, única parte que descubría el pañuelo atado a la usanza campesina, con una punta colgando sobre la espalda y dos cruzadas encima de la frente, a modo de orejas de liebre. Llevaba pendientes de prehistórica forma, parecidos a los que tal vez se encuentran en alguna sepultura; y el cruce de otro pañuelo sobre su pecho dejaba adivinar senos flojos de hembra cansada de criar numerosa prole. Remangadas las mangas de la camisa, se ostentaba su brazo —un poema de laboriosidad, un brazo en que las finas venas azules, que al escotarse las damas atraen la vista como el jaspeado de un rico mármol, eran gruesos troncos negruzcos, cuyas raíces se destacaban en relieve sobre la carne terrosa, parecida a barro groseramente cocido—. El semblante de la vieja respiraba satisfacción y amabilidad, y guiaba a los visitadores hacia su casa como si les fuese a hacer los honores de un palacio.

A la puerta estaba un rapazuelo como de dos años, de esos que se ven jugar ante todas las casucas de labrador gallego: cabeza grande, pelo casi blanco de puro rubio, muy lacio y que cae hasta la nariz, barriguilla hidrópica, fruto de la alimentación vegetal, sayo que respinga por delante, pies zambos, magníficos ojos negros que se clavan fascinados de terror en el que llega, el índice metido en la boca, y suspensa la respiración. El rapaz lucía un sombrero de paja con cinta negra, en el estado más lastimoso. La abuela, al entrar precediendo a Manolita y Gabriel, le dio un pequeño lapo para que se apartase, y en dialecto explicó, repitiendo cada cosa cien veces y con las mismas palabras, que los chiquillos eran unos demonios, que a este y a su hermana los había tenido que encerrar en el sobrado para poder cocer con sosiego, que hacía más de dos horas que pedían bola, aun antes de estar amasada la harina y caliente el horno, y que si no le bastaba haber cuidado tantos hijos, ahora le caían encima los nietos.

—Son los chiquillos del molinero —dijo Manolita alzando al muñeco panzudo y besándolo en la faz, sin asco del amasijo de tierra y algo peor que le cubría nariz y boca—. ¿Y, por qué no está hoy su hijo en el molino, señora Andrea? —preguntó a la vieja.

—¡Ay mi ama… palomiña querida! —exclamó lastimosamente esta, levantando al cielo las manos, como para tomarlo por testigo de alguna gran iniquidad—. ¿Y no sabe que estos días, con el cuento de la siega… de la maja… no sabe cómo andan, paloma?

Al entrar en la casa, lo primero que vio Gabriel fueron las cabezas de dos hermosos bueyes de labor, que asomaban casi a flor de suelo, saliendo de un establo excavado más hondo. A un lado y otro, haces de hierba. A izquierda, la subida al sobrado, donde estaban las mejores habitaciones de la casa: una escalera endiablada y pina, por donde treparon todos, y tras ellos, a gatas, el chicuelo. Arriba encontraron a su hermanilla, morena de cuatro años, hosca, ojinegra, redondita de facciones; cuando le alabaron su hermosura tío y sobrina, respondioles la vieja con afable sonrisa:

—De hoy en un año andará por ahí con la cuerda de la vaca…

Gabriel sintió un estremecimiento humanitario. ¡Con la vaca, aquella criaturita poco más alta que un abanico cerrado, aquel ser lindo y frágil, aquellas mejillas que pedían besos; una cuerda gruesa, áspera, enrollada a aquella muñequita débil! En dos minutos la incorregible fantasía le sugirió mil disparates, entre ellos adoptar a la niña; todo paró en echar mano al bolsillo para darle una moneda de plata; pero se había dejado en los —Pazos el portamonedas, y sólo encontró el pañuelo. Este era de los más elegantes para viaje y campo, de finísimo fular blanco, y las iniciales bordadas con seda negra. Se lo ató al cuello a la chiquilla, que bajaba los ojos asombrada y dudosa entre reír o llorar.

—¿Cómo se dice? Se dice gracias, Dios se lo pague —gritó la abuela con mucha severidad; por lo cual la niña, volviendo la cabeza, optó por hacer un puchero de llanto. Vieron el sobrado en dos minutos: había el leito o cajón matrimonial, y la cama de la vieja, un brazado de paja fresca sobre una tarima; desde que se le había muerto su difuntiño, no podía dormir sino allí, porque tenía miedo en el antiguo leito. Los chiquillos dormirían… sabe Dios dónde: abajo, al calor del establo de los bueyes, o tal vez en el horno. Dos o tres gatos cachorros correteaban por allí, magros, mohínos, atacados de esa neurosis que en el país les curan radicalmente cercenándoles de un hachazo la punta del rabo. Otro gatazo lucio y hermosísimo salió a recibir a la gente que bajaba del sobrado: era de los que llaman malteses, fondo blanco, manchas anaranjadas y negras distribuidas con la graciosa disimetría que embellece la piel del tigre. Manuela se inquietó al ver al pequeñuelo rubio descender solito por la escalera sin balaústre; la abuela se encogió de hombros: ¡bah!, a los chiquillos los guarda el diablo; ¿pues no se había quedado un día colgado del primer escalón, sosteniéndose con las uñas y berreando hasta que lo fueron a coger? Esa clase de hierba nunca muere… Que pasasen, que verían su bolla… Entraron en la cocina, que cogía a la derecha tanto trecho como los establos y el sobrado: recibía luz por la puerta de la división de tablas, que comunicaba con el corredor, y una poca más se colaba libremente por el techado a tejavana; es verdad que también la iluminaban los hilos de brasa de unos tallos o troncos menudos que ardían en el hogar. Encendió la vieja un fósforo, y enseñó orgullosamente un magnífico pan, una soberbia torta de brona, color de castaña madura, bien redonda, bien cocida, bien combada hacia el medio, bien cruzada de rayas formando un enrejado romboidal. Alumbró después con su fósforo las profundidades del horno, cuya boca guarnecían ascuas inflamadas, y allá en el fondo se vieron tres o cuatro torterones enormes, que acababan de cocerse. En el hogar resonaba un coro de grillos, muy bien afinado; un concierto misterioso, que sin lastimar el oído, vencía la tristeza del silencio. La vieja partió la torta, y alargó un pedazo a Gabriel y otro a Manolita, rogándoles que no la despreciasen, que probasen su pobreza. Hincaron el diente en el pan, de bonísima gana: al partirse el cortezón, descubría una masa amarilla, caliente y sabrosa, que Manuela alabó mucho.

—Pero, señora Andrea, ¿qué le echa a la brona? Por fuerza esta mujer es meiga, y tiene algún secreto… Si parece bizcocho de Vilamorta.

—¡Ay mi ama, paloma! Ni siquiera mistura llevó, que se nos acabó el centeno y está el nuevo por majar aún… Cuando lo haya, entonces me ha de venir a probar mi bola…

—Pues está mucho mejor hecha que la de casa; vaya si está… ¿Le gusta, tío Gabriel?

—Riquísima… La mejor prueba es que he despachado la mía ya… ¿Me das de la tuya?

—Tome, tome, señor —murmuró la paisana ofreciendo otro trozo: pero al ver, a la luz del fósforo, el rostro de Gabriel vuelto hacia su sobrina implorando el pedazo que la niña mordía aún, con la rápida intuición y la astuta sagacidad de las gentes del campo, bajó lentamente el brazo y no insistió en el ofrecimiento. Cuando salieron, llamó la atención de Gabriel, enseñándole las puertas de su casa, todas carcomidas.

—Señor —dijo en tono quejumbroso— ¿y no le ha de decir al señor marqués o al señor Ángel que nos ponga unas puertas nuevas? Estamos sin defensa, señor, sin defensa para el invierno… ¿Si entra gente mala y nos roban nuestra pobreza toda, señor?… Mi ama ¿no lo ha de decir en casa, por el alma de quien la parió, paloma?

—Calle, calle —respondía Manuela—; que si les hiciesen caso, estaría siempre el carpintero amañándoles algo.

—Pero mire, santa, mire… —Y la vieja arrancaba con los dedos astillas del podrido maderamen para demostrar la justicia de su pretensión. Los chiquillos, domesticados ya, venían a enredarse entre las piernas: Gabriel hubiera dado dos duros por tener allí uno, en pesetas, y repartirlas a aquella tropa.

—Os he de traer una cosa… —les dijo besándolos con tanta resolución como su sobrina. El rapaz continuaba con su pucho encasquetado; la abuela se lo derribó, advirtiéndole con la misma severidad de antes:

—¿No se dice besustélamano? ¿O cómo se dice? —Y arrancando la cobertera de la cabeza de su nieto, la mostró a Gabriel metiendo los cinco dedos por otros tantos agujeros fenomenales: podían creerle que era un sombrero nuevecito, comprado en la última feria de Cebre; pero al enemigo del rapaz, ¿qué se le había ocurrido hacer? Pues con la hoz de segar la hierba, lo había segado, perdonando ustedes… y así estaba ahora, que parecía un Antruejo (Antroido). Con esto, la buena de la vieja acompañó a las visitas hasta el límite de su era, a fin de librarlos del colmilludo mastín, y los despidió con un ¡vayan muy dichosos! que ahogaron los ladridos del vigilante.

—Vaya, ¿se divirtió? —preguntó Manuela muy risueña al salir.

—No sabes cuánto, hija. No doy lo que acabo de ver por las más pintadas distracciones que puede ofrecer un pueblo. Chiquilla, no sólo me divierte, sino que me interesa… pero no sabes cómo. ¿No te parece a ti que daría gusto ir entrando así en todas las casas de estas pobres gentes, una por una, y enterarse de lo que necesitan, de lo que quieren, de lo que piensan… ?

—¡Ay!, son tantas cosas las que necesitan… A mí y a Perucho nos rompen siempre los oídos pidiendo… Que una chaminé porque los mata el humo; que rebaja del arriendo porque la cosecha fue mala; que perdón de la renta de castañas porque no se cogieron… El diablo y su madre. Si uno pudiera… Pero mi padre y Ángel no hacen caso maldito… Son muy pedigüeños; lo que es eso es la pura verdad. Yo… dar… les doy lo que tengo: toda mi ropa vieja… pero es poquita.

Gabriel Pardo, olvidando ideas humanitarias y fantasías sociológicas, sintió al oír estas frases, que dijo Manolita con acento alegre e indiferente, tiernísima compasión por su sobrina; y la miró de tal manera, que la montañesa volvió el rostro y cogió una rama del espliego que formaba el seto del huerto de la señora Andrea. Gabriel se alegró de la turbación de la niña. Le parecía imposible haberla amansado tanto en tan corto tiempo: indiferente del todo hacía pocas horas en la era, áspera por la mañana, se había ablandado, conversaba familiar e íntimamente con él, se pasaba el día acompañándolo, sin dar muestras de cansancio ni de fastidio; más aún: sentía involuntariamente el poder de aquel afecto nuevo, no se enojaba por miradas claras y expresivas ni por palabras o movimientos afectuosos; era en suma una cera virgen, y Gabriel presentía enajenado los deliciosos relieves que un hombre como él sabría imprimirle. Resolvió no espantar a la cierva, no insinuarse más por no perder las conseguidas ventajas; seguir aprovechándolas, haciéndose simpático, adquiriendo cierto ascendiente sobre Manuela y aguardar un momento favorable.

Bajaron hacia el fondo del valle, donde debía estar terminándose la faena de la siega. De repente, recordó algo el artillero:

—Tengo que ver al señor cura… ¿Me llevas allá?

—Bien… justamente estamos cerquita de la iglesia y de la casa.

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