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1. El examen

Tarareando una indescifrable melopea, volvía con buen paso a mi departamento. Eran las dos de la mañana; la cena con mis excondiscípulos del secundario había sido animada y no demasiado etílica. Al día siguiente, es decir, unas horas más tarde, debía asistir a una de esas reuniones farragosas e inútiles que tanto apreciaba el decano de la facultad. Me felicité por no haberme excedido con el trago. El ágape había tenido lugar en una fastuosa casa cercana a mi domicilio. Pronto divisé las luces desganadas del callejón donde vivía. Conjeturé que mi departamento se me antojaría diminuto luego de haber conocido la desmedida mansión del festejo.

Subí nueve pisos y me dirigí a la puerta. Raro: estaba cerrada con doble llave. Al abrirla, una potente luz de linterna capturó mis ojos y una voz áspera me informó: “Perdiste, flaco”. Segundos después pude ver a varios hombres que revisaban papeles y desfondaban almohadones. No protesté ni me quejé. Me mantuve en silencio. La escena parecía difuminada tras un halo de protectora irrealidad que me libró del pánico y hasta del asombro. Era la madrugada del 6 de abril de 1976.

Los hombres vestían ropa deportiva. Eran todos jóvenes, salvo uno, cuarentón, al que llamaban “coronel Montero”. Luego de algunas preguntas a las que respondí con un dejo de altanería (creía que ignoraban mi condición de funcionario internacional), me condujeron al ascensor. Ya en la calle, me acostaron en el piso de un automóvil y se pusieron en marcha. En el trayecto me colocaron una capucha. El coche se detuvo, me extrajeron del auto y me ubicaron en un lugar que supuse al aire libre, porque sentí la caricia de una brisa ligera, inoportunamente grata. Al rato me trasladaron a un recinto que olía a cigarrillo y sudor de oficina. Uno de los raptores dejó caer la amenaza: “Ahora vas a hablar, por las buenas o…”. La frase quedó trunca pero sonó alentadora: prometía un interrogatorio y no un urgente asesinato.

Me colocaron esposas y la voz gruesa del “coronel Montero” dijo secamente:

–Bueno, pibe, hablá. Sabemos muchas cosas de vos, pero queremos que confirmes y sobre todo completes.

Comencé diciendo que era doctor en Sociología y me ascendí al rango de profesor e investigador de un organismo internacional ligado a Naciones Unidas. De inmediato, para mi desazón, fui interrumpido:

–Eso ya lo sabemos; mejor hablá de tu militancia en política, en la guerrilla.

Respondí que no tenía la menor idea de esas cosas.

–Vos estuviste en Chile, del 70 al 73, ¿no?

–Sí –respondí, y agregué–: volví a Santiago varias veces después del… pronunciamiento.

–¿Y no colaborabas con la ultraizquierda chilena?

–En absoluto; tenía conocidos socialistas, radicales, cristianos, pero no participaba en política.

–¿Y acá?

–¿Acá? Menos que menos. Me fui en el 62 y volví doce años después.

–Entonces ¿no sabés nada?

–Nada de lo que me está preguntando.

Una voz juvenil y agresiva intervino:

–¡Puta, qué mala suerte! Nunca nadie sabe nada. Pero vamos a ver si es verdad: sacate toda la ropa, dejate solo la capucha.

Enseguida me alzaron entre dos y conocí mi primera inmersión no consentida en el agua. Era lo que se denomina técnicamente “ahogamiento simulado” y, en el habla popular, “submarino”. Cuando mi cabeza entró en contacto con el agua sentí un falso frescor amigo, tan agradable como efímero. Al comenzar la sensación de asfixia, grité fuerte, con empeñosa vocación de sinceridad. Segundos después, me sacaron.

Voces iracundas comenzaron entonces a acribillarme polifónicamente con una profusa tanda de preguntas. Respondí, locuaz, a las menos comprometedoras: título, cargo oficial, cursos que dictaba en la Universidad de Naciones Unidas. Dije que explicaba a dos o tres autores europeos; también –admití– un poco a Marx… Los raptores no se ensañaron con esta última referencia, sino, unánimes, con toda la lista. “¡Ningún argentino, ningún nacionalista enseñabas! ¡Todos alemanes o zainos!” Quise responder, pero cambiaron de tema.

–¿No hablabas del Che, de Fidel, o de algún otro, más cercano?

Contesté que mi asignatura era teórica, con pocos nombres propios, abstracta…

Como respuesta me introdujeron otra vez en el agua. Pude advertir que “Montero” no hablaba. Mediante monosílabos controlaba con sobriedad la operación y daba la orden de comenzarla o suspenderla. Los otros me insultaban con fluidez e inventiva. Parecían divertirse conmigo: se burlaban de mis respuestas, fingían planear un exquisito asesinato, me amenazan con torturas escalofriantes, inspiradas en imágenes de tormentos medievales. Manejaban con vanidosa soltura las siglas de numerosos grupos de izquierda, instándome a que confesara en cuál de ellos militaba. Yo recurría a triquiñuelas improvisadas, nada originales, para sobrellevar las inmersiones: respirar hondo antes, soltar el aire suavemente y por último aullar como un desesperado (esto último, no siempre como una simple treta). Tenía absoluta certeza de que no podrían sonsacarme nada útil, siquiera fuera porque ignoraba todo de aquello que les interesaba: nombres de militantes y guerrilleros que actuaran en el país, acciones que se preparaban, etc. Al principio, esa ignorancia me tranquilizaba, pero, ante la implacable progresión de la tortura, noté avergonzado que comenzaba también a alarmarme.

Me sacaron del agua, pero enseguida apelaron al artero truco consistente en cerrar la capucha a la altura de mi cuello. Era el llamado “submarino seco”: cuando creía poder respirar y me distendía, continuaba sin aire durante unos agónicos segundos más.

Hubo una pausa. Me llevaron a otra oficina y me instalaron en una escueta silla de madera, firmemente esposado y con la infaltable capucha. Una radio difundía un hit de Modugno y, en los intervalos, dejaba oír la voz cálida de la locutora, una profesional fogueada y narcisista, que dialogaba durante horas consigo misma.

Volvieron al rato, estudiadamente coléricos. Ante mi primera respuesta en falso retornaron al submarino. Fue esta vez una inmersión prolongada, con mi cabeza chocando contra el fondo, sin preguntas ni insultos, como si no se tratara ya de un simple ahogo simulado. Mi torso se retorcía, obstinado e impotente, pero mis pies, sin proponérmelo, se deshicieron del lazo que los sujetaba y liberaron mis piernas que entonces lanzaron enloquecidas patadas en derredor: míseras respuestas descontroladas de un cuerpo que ya no era mío y que se empeñaba con terquedad en resistir.

Sin embargo, ocurrió que las patadas de ese cuerpo rociaron de abundante agua el entorno. Molestos al sentirse mojados, y quizás inquietos, los hombres suspendieron la tortura y me ofrecieron un café y un cigarrillo.

A partir de entonces, de manera inesperada, el trato fue mejorando. Mantuvieron las esposas, ahora por delante del cuerpo para permitirme usar las manos; me condujeron a un local con sillas cómodas y me alcanzaron un sándwich y un refresco.

Yo conservaba una esperanza que no resultó del todo desencaminada: mi descuido, mi falta de precauciones resultaban ser buenos argumentos contra las acusaciones de las que era objeto. Un militante serio no puede permitirse el error infantil de conservar en sus bolsillos sus documentos auténticos y menos aún datos peligrosos. Y uno demasiado hábil, capaz de llevar dos vidas paralelas, no encajaba para nada, y con razón, en la imagen que tenían de mí.

Ya avanzado el día, sentí que alguien me masajeaba los hombros. Era, por supuesto, “Montero”. Me ayudó a incorporarme y me condujo a otra habitación. “Recomienzan las zambullidas”, conjeturé lúgubre.

Pero esta vez me equivocaba. El hombre habló largamente, sin la menor animosidad:

–Usted, doctor, es lo que llamamos un perejil. Un perejil hecho y derecho, aunque se haya graduado en la Sorbona. Sus amigos revolucionarios están afuera. Ellos se rajan y a usted lo dejan aquí, expuesto como un boludo. Pero en fin, a pesar de todo, le permitiremos salir del país. No enseguida, comprenderá: hay mucho papeleo, mucho trámite que completar. Tendrá que bancarse unos tres meses de cana.

Repliqué que la cláusula constitucional que permite abandonar el país estaba suspendida. Reconoció que así era, pero que, de todos modos, yo podría pedir la opción. “Ellos” no pondrían objeciones. Una única advertencia: “No haga quilombo afuera. Un diario argentino ya lo mencionó ayer mismo”. Se despidió con una frase que buscó ser amistosa: “Este país no está preparado para la guerrilla”. Me dio una palmada a modo de saludo y se marchó.

“Montero”, en lo esencial, no había mentido. Por cierto, como era previsible, los meses de prisión no fueron tres, sino unos cuantos más. Pasé de la Superintendencia a Devoto; seis meses más tarde a la Unidad 9 de La Plata y un año después a Caseros. Meses antes, había solicitado la opción. A fines del 77, supe fehacientemente –por los periódicos– que me había sido concedida.

Los trámites fueron rápidos. Elegí Francia como destino y en pocos días obtuve el pasaporte y el pasaje. El 5 de enero de 1978, cumplidos veinte meses de cárcel, un coche policial me condujo al aeropuerto. Me concedieron unos diez minutos para despedirme de mi madre y de mi hermano, quienes me estaban buscando desde la mañana. Enseguida me condujeron al avión. Barbudo, pobremente vestido y desaseado, ocupé mi asiento en un lujoso jet de Air France, bajo la inhóspita mirada de los pasajeros. Sin embargo, todo pronto se encarriló, por obra y gracia de mi fluido dominio del francés: pude afeitarme, mejorar mi aspecto y hasta logré cambiar algunas palabras casi amables con mi vecina de asiento.

Luego sirvieron la cena. Compré ansioso dos pequeñas botellas de vino, pero solo alcancé a beber medio vaso: un brusco mareo me impidió seguir. Concluida la cena, el cansancio acumulado me sumió en un largo sueño sin sueños del que solo desperté dos horas antes de aterrizar en Roissy. Mi pasaporte estaba en manos del capitán del avión, a quien se lo reclamé airadamente varias veces, sin éxito. En cambio, al llegar, la policía francesa me lo entregó después de una rápida ojeada, sin hacerme preguntas incómodas.

Para mi total desconcierto, nadie me esperaba. Estaba convencido de que sería recibido, si no por una multitud, al menos por algunos amigos parisinos. Confuso, casi enojado, adquirí unos francos, me subí a un taxi y, sin pensarlo mucho, me trasladé al Quartier Latin. Me alojé en un hotel de la Rue Toulon y, dado mi cansancio, agravado por la decepción, postergué las búsquedas telefónicas. Comí algo de lo que ofrecía la pequeña heladera de la habitación, me acosté y al instante me quedé dormido.

A la mañana siguiente, me encontré caminando libremente por la entrañable ciudad donde, quince años atrás, había cursado mis estudios. No sé si esperaba, ni siquiera si merecía, la felicidad que me invadió entonces, pero no dudé un segundo en abrirle ampliamente mis brazos.

Aquí habría debido concluir mi historia, pero el destino decidió otra cosa. Como mi rol de funcionario lo permitía, fijé residencia en París. Retomé mis tareas habituales, paseé por toda Europa, hice amistades y así, apaciblemente, fue pasando el tiempo. Cinco años después, recuperada la democracia, volví a la Argentina.

En Ezeiza, no como en el De Gaulle pensé rencoroso, me abrazaron, ansiosos y felices, muchos viejos amigos. Obtuve pronto un puesto en la universidad y comencé con alentadoras perspectivas lo que algunos llamaron, sin malicia, “mi segunda vida”.

A comienzos del 87, dada mi probada experiencia, fui convocado para tomar examen a algunos internos que cursaban la carrera de Sociología en el Centro Universitario Devoto, creado años antes. Acepté de inmediato, movido por una curiosidad que sabía malsana, pero a la que sucumbí sin escrúpulos. Al llegar, fui respetuosamente acogido por las autoridades. “Ya conozco el lugar”, dije. La ironía fue celebrada con grandes carcajadas y algún aplauso.

El trato, claro está, había cambiado. Los estudiantes me recibieron con mucha cordialidad y, luego de un brindis con mate, pasamos a los exámenes. Resolví no ser facilista: los alumnos disponían de una excelente biblioteca y, obviamente, de sobrado tiempo para estudiar.

Debía examinar a seis candidatos. Los cinco primeros aprobaron sin dificultad. El último, un hombre mayor, dio más trabajo. Respondía a las preguntas con una voz inaudible y a menudo monosilábica. Pero sus respuestas eran, en general, acertadas. Se notaba que había estudiado mucho, pero también que carecía de experiencia en eso de rendir exámenes. Por fin, luego de mutuos esfuerzos, logró aprobar.

Me disponía a retirarme, cuando el hombre me retuvo:

–Profesor, quisiera pedirle perdón.

–¡No, por favor! Usted mereció el aprobado.

–No es por eso; es por algo que pasó hace años. Usted no pudo haberlo olvidado. Me refiero al submarino, al tacho con agua, ¿recuerda? Mis jefes me encajaron el trabajito de monitorear, digamos, esa operación. No pensará que me hacía feliz aplicar ese tratamiento. Pero ¿qué alternativa había? El laburo teníamos que hacerlo: eran órdenes estrictas. Yo simplemente obedecí, no cometí abusos ni me ensañé con nadie. Pero al final me quedó una sensación amarga, una especie como de culpa.

Ahora, sin monosílabos, reconocí esa voz.

–Coronel Montero –murmuré perplejo.

–Ya no soy coronel. Aunque, como habrá comprobado, me sigo llamando Montero.

Se esforzaba por dar a sus palabras un tono despreocupado, como quien está acostumbrado a aceptar, fatalista, los vaivenes de la realidad. Pero su rostro lucía turbio y deteriorado; lo surcaban arrugas que parecían cicatrices.

–Creo que me puse a estudiar esto por influencia suya. Se lo debo.

Apenas presté atención a sus palabras. Descubrí, irritado, que no lograba sentir resentimiento alguno contra ese hombre. Buscando exorcizar esa irritación, decidí despedirme de inmediato.

–No me debe nada –dije con frialdad–. Usted tiene que pagar una deuda, pero no conmigo.

El hombre evitó responder y comenzó a caminar sin apuro hacia su celda. Yo permanecí inmóvil, extrañamente insatisfecho. Al instante comprendí lo que me retenía: era la secreta esperanza de que Montero volviera sobre sus pasos y siguiéramos hablando. Quizás para que juntos encontráramos palabras más adecuadas para el largo adiós, el adiós tal vez definitivo que el destino nos había reservado; o, quizás, solo para que intentáramos disipar juntos el penoso desasosiego que nos había causado ese imprevisto encuentro. Pero ya los guardias llegaban presurosos a acompañarme hasta la salida.

Ser preso político en los años setenta

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