Читать книгу Ser preso político en los años setenta - Emilio de Ípola - Страница 8

Оглавление

2. Para una estética trascendental de la celda

Del espacio

Por medio del sentido externo (una propiedad de nuestra mente) nos representamos objetos como fuera de nosotros, y a estos todos nos los representamos en el espacio. En este es determinada, o determinable, la forma de ellos, su tamaño, y la relación [que guardan] entre sí.

Immanuel Kant, Crítica de la razón pura. Estética trascendental

En septiembre de 1976 me trasladaron a la Unidad 9 de La Plata, luego de un rápido viaje desde Devoto amenizado con insultos y puñetazos al voleo, dada la prisa con que suelen llevarse a cabo esas operaciones. Pasé una requisa también rápida y, con la ropa en la mano, fui invitado a trotar desnudo como un atleta griego por un extenso pasillo, hasta que un guardia que hacía footing a mi lado se detuvo ante una puerta, la abrió, me ordenó que entrara y la cerró con un golpe seco.

Me encontré en un local tan estrecho que pensé que había un error. Parecía un baño pequeño con su lavabo y su inodoro. Tardé casi un minuto en comprender que se trataba de mi celda.

El día había sido largo y pródigo en esfuerzos físicos y psicológicos; agotado de repente, fui incapaz de hacer otra cosa que desplomarme sobre una plancha rectangular y fría que, supuse, era la base de la cama. Una hora más tarde un joven amable, flanqueado por un guardia, me entregó un colchón, una manta y sábanas. Coloqué el colchón sobre la plancha, me extendí sobre él y dormí profundamente, sin sacarme la ropa.

A la mañana siguiente, el fuerte ruido del agua corriente restablecida para el aseo matinal ofició de despertador, como lo haría siempre. Poco después, a través de un ventanuco en la puerta (el “pasaplatos”) el mismo joven –seguramente un preso no político afincado en el penal– me entregó un vaso de cascarilla y un pan: el desayuno.

Aún faltaban unas cuatro horas para el eventual almuerzo. Me dediqué entonces a reflexionar sobre lo que podría hacer para pasar el tiempo, en caso de que este aislamiento se prolongara. “El tedio es una decisión”, pensé virtuosamente, “debo inventar algo para no sucumbir a él”.

Debí esforzar con ahínco mi imaginación para encontrar algún quehacer interesante. Me topé enseguida con uno de mis hábitos más arraigados, consistente en canturrear durante todo el día y parte de la noche una larga lista de canciones de todo tipo –desde un aria de ópera hasta un cántico futbolístico–, lista que cumplía, fantaseaba yo, el papel de música de fondo de mi vida. Podría quizás ordenar y, en ciertos casos, completar con aportes propios las canciones cuya letra conocía solo en parte, separarlas por géneros, confeccionar “discos” imaginarios, etc.

Deseché enseguida esa opción: la tarea de explorar mi música de fondo espontánea con seguridad requeriría una segunda música de fondo (o tal vez la misma), lo que tornaría la operación muy engorrosa y nada entretenida.

Mis ojos recorrieron cada detalle del espacio de la celda sin omitir el techo ni el sector del piso oculto por la cama, pero no descubrieron nada digno de interés. Retomé mi sitial en el suelo. Mi vista se detuvo frontalmente en la pared principal (la que me separaba de la celda contigua). Era un cuadrado monocolor de un blanco rebajado por el paso del tiempo a una especie de gris claro y sucio, marcado con rayones, manchas y garabatos.

“Menos que nada”, pensé desalentado. De todos modos, concluí, algo debería intentar con la indigente colaboración de esa pared. Cerré los ojos y traté de incursionar en mis memorias más antiguas: intuía que si lograba descubrir una actividad factible con los magros medios de que disponía, esa actividad tendría mucho en común con los juegos que solía inventar en mi infancia para distraer una prolongada espera.

Al rato recordé que, cuando rondaba los 10 u 11 años, mi padre me encomendaba tareas cuyo rasgo común consistía en sobrellevar largas esperas en oficinas públicas. Mientras aguardaba ser atendido, escrutaba el cielorraso abovedado que solía exhibir figuras solemnes y heroicas, enfrentadas en un silencioso combate.

Por cierto, mi capacidad para detectar objetos fue siempre mediocre y no esperaba descubrir en la yerma pared que tenía delante algo comparable a las lanzas, los colosos y aún menos a las homéricas batallas que aquellos cielorrasos solían brindarme, pero el resultado de mi búsqueda me importaba mucho menos que la necesidad de hacer algo.

Una desolada certidumbre me orientaba: mi tarea requería sobre todo prestar atención a pormenores casi siempre ignorados en la vida corriente. Los trazos caprichosos, los claroscuros, las manchas apenas insinuadas, los pequeños promontorios, las escoriaciones de la pared, eran todo mi capital.

De todas maneras, al igual que en aquellos cielorrasos, se trataba de buscar formas definidas siguiendo patrones de orientación improvisados y cambiantes. Habría podido efectuar igual averiguación recurriendo al tacto; la pared no era lisa: sus frecuentes montículos, sus hoyos, algunas leves irregularidades que alteraban su superficie, parecían reclamar el recurso a alguna variante improvisada del método Braille. Pero yo prefería limitarme a la vista, porque con ella podía desafiar mejor a la pared en su cualidad de “no texto”, en su enfática insignificancia.

Descubrí figuras incompletas de objetos de uso común, como un vaso o un cuchillo, y también formas extrañas, renuentes a toda identificación y, por ello, un poco amenazantes. Noté además que, en concordancia con las variaciones de la luz exterior –la mañana, la tarde, el inicio del crepúsculo–, el aspecto de la pared se modificaba sensiblemente. Ese regular cambio de pantalla, que tardé en advertir, me permitió enriquecer mis búsquedas. Traté de establecer relaciones entre los objetos y las formas que descubría pero pronto abandoné esa tarea, menos infructuosa que aburrida. Como recompensa, al atardecer, un incisivo rayo de sol hizo visible, en el lado inferior de la pared, una inscripción oculta por la suciedad en la que pude descifrar, separadas, las letras “I”, “P”, “A”, “T”.

El rayo de sol se esfumó segundos después, por lo que mi curiosidad debió esperar hasta la mañana siguiente. Cuando la luz del nuevo día iluminó de lleno la pared y pude limpiar con agua su lado inferior leí decepcionado la noticia siguiente: UNIDAD 9 - LA PLATA. Debía haber previsto que los muros de una cárcel difícilmente podrían guardar secretos interesantes.

Con el objeto de multiplicar en lo posible mis puestos de observación probé de abandonar mi inmovilidad y desplazarme por la celda. Pero pronto comprobé que la palabra “desplazarse” era excesiva. Al incorporarme, noté que apenas podía dar uno o dos cortos pasos sin chocar con algún obstáculo, cualquiera fuese la dirección que tomara.

El reducido tamaño del calabozo y también la estudiada disposición de los objetos (la mesa, el banquito, la cama, todos empotrados) restringían severamente los movimientos. Comprendí que la celda que habitaba y, es probable, todas las celdas del pabellón, eran harto más sofisticadas que las habituales. Parecían concebidas por una mente tortuosa y detallista. En realidad, no cabía calificarlas de habitaciones. Las celdas no eran “cuartos” –aun exiguos– destinados a alojar seres humanos, sino dispositivos para encerrar, controlar y casi inmovilizar a quien residiera en ellos.

Habituado a vivir en ámbitos amplios y plurales, no había prestado atención al hecho de que las funciones más simples de la vida cotidiana –dormir, comer, leer, conversar, lavarse– poseían, cada una de ellas, un lugar específico donde efectuarlas. Tal cosa no ocurría en los espacios que la celda acordaba a esas actividades. En mi reducto, por ejemplo, los lugares donde comer y donde leer o escribir se superponían en el espacio (el banquito y la mesa); el lavabo y el inodoro estaban apenas separados. La cama, también empotrada, ocupaba un espacio normal, pero solo estaba permitido utilizarla entre las nueve de la noche y las cinco de la mañana.

Naturalmente, esas limitaciones materiales (salvo las referidas a la utilización de la cama) no constituían “normas” pero, por evidentes razones de fuerza mayor, era imposible transgredirlas. El hecho es que ellas alteraban el uso espontáneo de cada lugar y las rutinas del cuerpo. A causa de su disposición, los objetos funcionaban más como obstáculos que como elementos útiles. Dificultaban los movimientos más sencillos, obstruían el paso y hasta lograban “alejar” lo que a primera vista estaba al alcance de la mano. No solo obligaban a vigilar cada movimiento, sino que, calladamente, parecían querer demostrar que la inmovilidad era la mejor actitud a adoptar.

Volví a mi sitio ya habitual, sentado, frente a la pared. Cerré los ojos, buscando dar por concluido ese día el análisis del magro espectáculo que las paredes de la celda me habían otorgado. Al día siguiente y también en los posteriores retomaría el examen.

Del tiempo

El tiempo es la condición formal a priori de todos los fenómenos en general. El espacio, en cuanto forma pura de la intuición exterior, está limitado, como condición a priori, solo a los fenómenos externos. En cambio, dado que todas las representaciones pertenecen en sí mismas […] al estado interno y como este estado interno está siempre sometido a la condición formal de la intuición interior y que por ello pertenece al tiempo, el tiempo es una condición a priori de todos los fenómenos en general.

Immanuel Kant, Crítica de la razón pura. Estética trascendental

Entendí que sin tiempo no hay movimiento (ocupación de lugares distintos en momentos distintos); no entendí que tampoco puede haber inmovilidad (ocupación de un mismo lugar en tiempos distintos).

Jorge Luis Borges, “Historia de la eternidad”

El análisis precedente me entretuvo varios días y por tanto muchas horas. Pero no era la medida del tiempo lo que entonces me interesaba. Quería reflexionar sobre lo que llamaría la “calidad” de ese tiempo.

Advertí pronto que uno de sus atributos más paradójicos remitía a su modo de discurrir en mi encerrado mundo: no parecía fluir del pasado hacia el porvenir, sino del futuro al presente. A causa de ello, ese discurrir se vivía subjetivamente a la vez como espera y demora. Pero la demora no designaba un punto fijo en el tiempo, sino un conjunto variable de momentos virtuales. La experiencia, también ella variable, del paso del tiempo desechaba o confirmaba algunos de esos momentos.

El discurrir del tiempo no es exterior a, sino constitutivo de nuestra individualidad: en cierto modo estamos hechos de tiempo. Como escribe Borges:

El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges.

Sin embargo, en condiciones de encierro forzado, pude comprobar que las cosas cambiaban de manera sutil. El paso del tiempo se resignificaba como espera. Y la tensión de la espera se vivía como demora.

La demora y la espera circunscriben los límites, a menudo ciegos, de lo pensable. Incontables eran, por cierto, los temas de reflexión. ¿Seré el mismo cuando salga? ¿Podré amar? ¿Podré escribir? ¿Seré capaz de recuperar los gozos y las sombras del vivir cotidiano? Pero todos esos interrogantes terminaban por confluir en una única pregunta que remitía, siempre, a la penosa angustia de la demora y a la paciencia forzadamente resignada de la espera. Y como esa pregunta solo cobraba su pleno sentido con la libertad… o con la muerte, era vano y, en el fondo, imposible, darle una respuesta en el impreciso presente.

Ser preso político en los años setenta

Подняться наверх