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3. Condenado Fofó

Fofó era un preso sin adjetivos. Ni gran estafador, ni mucho menos asesino. Apenas un ladrón de poca monta, extraviado en un pabellón de detenidos políticos. La policía ya lo había arrestado dos veces, pero en ambos casos fue liberado a los pocos días, a cambio de una retribución razonable. En la tercera ocasión, sin embargo, cayó mientras estaba en pleno trabajo, acompañado de un punguista vagamente cercano a un grupo de extrema izquierda. Los detuvieron; del amigo no se supo más nada y él fue a parar a nuestro pabellón.

Era un joven alto y de buena figura; sociable, se mostró enseguida muy bien dispuesto hacia nosotros, los “políticos”. Lograba hacernos reír hasta las lágrimas contando sus aventuras delictivas, no siempre inventadas, pero sí enriquecidas con anécdotas y detalles truculentos.

Yo busqué su amistad. Era afecto a la lectura; le presté libros y revistas. Conversábamos mucho, en particular sobre psicología, tema que le interesaba. Cuidadosamente me abstuve de hablarle de política.

Durante un mes y medio ocupamos la misma celda. Allí, de manera aplicada, hicimos una lectura compartida de Psicopatología de la vida cotidiana, libro que alguien logró introducir en el pabellón. Sus comentarios solían ser a la vez jocosos e inteligentes.

Pero, luego del masivo traslado a La Plata, no volví a verlo ni a tener noticia de él. Lamenté el hecho con algo de egoísmo: al fin y al cabo, no era imposible que lo hubieran puesto en libertad. No era, como la mayoría de nosotros, un preso PEN, esto es, un detenido a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. Tenía una causa judicial que bien podía haber sido resuelta a su favor o con una pena reducida… Con la esperanza de que ese fuera su caso, fui olvidando a Fofó.

Habrían pasado unos tres meses cuando, en un recreo, oí decir que Fofó seguía preso. Y, además, que colaboraba con los jefes de la cárcel y “marcaba” a compañeros. Más exactamente, daba información útil a la tarea de distribuir a los presos en pabellones diferentes, según su militancia política. Por eso, se decía, había sido condenado a muerte por el PRT y los Montoneros. Una tarde medio nublada se apareció en nuestro patio de recreo. Muchos lo conocían de Devoto pero nadie se acercaba a él. Estaba serio, esquivo y silencioso. Despojado del bigote que lucía en Devoto, parecía más joven y menos seguro de sí mismo.

Yo lo encaré sin vacilar y le reproché indignado su conducta. Fofó, sin alterarse, interrumpió mi diatriba y dijo:

–Te voy a contar todo, sin dobleces ni mentiras, porque creo que sos capaz de entender mi punto de vista. Y eso aunque no lo compartas.

”Por cosas que no vale la pena explicarte, fui a parar al pabellón de políticos en Devoto; ahí te conocí. No soy especialista en política, pero tampoco analfabeto. Hoy en día, hay que saber algo de eso para trabajar sobre seguro. Los compañeros politizados de Devoto me respetaron y también yo los respeté.

”Presencié cosas más bien simpáticas (camaradería ‘profesional’, generosidad), pero también algunas actitudes que me dejaron pensativo. ¿Te acordás cuando, hacia abril del año pasado, una vez que estábamos en el patio de recreo, entró ese pibe, Esteban creo, y gritó entusiasmado que un comando acababa de liquidar a un empresario, Silvetti, o algo así? Todos aplaudieron y festejaron con entusiasmo la hazaña. Yo los miré estupefacto y no dije nada. Pero de ahí en adelante tomé distancias con esos compañeros tan amistosos y tan asesinos. Lo hice callado, sin bochinche, pero lo hice.

”Cuando llegó el traslado, me ubicaron sorpresivamente en el pabellón 2, justo el del ERP. Cuando me enteré, la cosa no me gustó nada. Pero pensé que era algo provisorio, un error, qué sé yo.

”Una semana más tarde me llevaron a una oficina donde estaban reunidos unos cuantos yugas y también algunos oficiales. Como al principio ninguno de ellos hablaba, aunque todos sonreían, me animé a preguntar por qué me habían ubicado en ese pabellón. Uno de ellos, con voluntaria voz de canchero, pero sin gritar, me contestó: ‘Mejor pregunte qué va a hacer por orden nuestra y qué le pasará si se le ocurre negarse’. Dije que no entendía. Entonces me explicó: ‘Si yo quería’, podía ayudarlos a distribuir a los internos en los pabellones. Yo alegué que conocía a pocos. ‘Los que conozcas’, me respondió otro. ‘Sabemos que vos no sos una perla, pero tampoco un subversivo. Si querés, por ahí sacás alguna ventaja. Claro que si no querés, tendremos que alojarte una temporadita en los chiqueros, ponele unos tres meses. Para cuidarte, ojo. Y encima, también para protegerte, te obsequiaremos con unas cuantas piñas. Vos sabés cómo son estas cosas: si no salís un poco roto de los chanchos, los jefes sospechan que hay fulería. Y a veces, para qué mentirte, a los muchachos se les va la mano’.

”Tendrás claro que esas promesas son las únicas que cumplen. Me esforcé por no embarrar a nadie. Pero, te juro, no estaba orgulloso de lo que hacía, sobre todo porque la ‘ayuda’ implicaría probablemente para mí una ventaja sospechosa que yo no había pedido ni negociado; quizás una reducción de mi pena. Y yo sentía que esos favores en cierto modo me acusaban.

”De todos modos –te hablo con toda sinceridad– tampoco estoy arrepentido de lo que hice. Y después de oírte, menos. Yo fui siempre un chorro común, nunca maté, ni siquiera maltraté a nadie. Y cuando salga voy a seguir en esa, quizás porque es lo único que sé hacer, o quizás porque sé también que si se me ocurriera cambiar de oficio nadie me creería.

”Y tengo claro otra cosa, la más importante en este caso: sé que algún día la yuta me va a cagar a tiros y reventaré sin remedio. No le des vueltas: es mi destino.

”Entonces, compadre, ¿qué puede importarme si los que me hagan boleta sean los asesinos de la policía o los del PRT?”.

Ser preso político en los años setenta

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