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PRÓLOGO

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«La vida» no la perdí peleando cuerpo a cuerpo en defensa propia, o luchando contra cientos de adversarios alentado por mis magníficos ideales, ni siquiera fui envenenado o intoxicado por alguno de mis malos hábitos, y tampoco caí electrocutado por algún acto temerario propio de mi inmadurez, de ninguna manera. «La vida», figuradamente dicho, se escabulló entre mis dedos en uno de esos avatares del destino, tan caprichoso... Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos y, por supuesto, sin previo aviso.

Creía que la monotonía que envolvía mi existencia podía llevar adherido algún suceso que la hiciera saltar por los aires, algo bueno que rompiera la tediosa rutina, porque era optimista, siempre lo he sido. Ese exceso de confianza se fue diluyendo poco a poco, y con ello también se esfumó la sensación que tenía de que todo iba a salir bien.

El pesimismo, esa losa que se coloca sobre tus hombros y te aplasta con sutileza hasta dejarte completamente hundido, se apoderaba del día a día como una nube oscura que asoma amenazante por el horizonte. Un cambio en el orden establecido que ni siquiera aún soy capaz de concretar, un insignificante escalón en el camino, un pequeño bache de nada resultó ser más mortífero que el más profundo de los precipicios. De repente, la suerte dejó de acompañarme y se olvidó de mí; ya no me tendía la mano diciéndome: «Vamos, te acompaño». La suerte me dio de lado, algo tuvo que incomodarla para que me ignorara de esa manera tan cruel y descarada. Al final me rendí ante ella convencido de que nada podía ir peor, y sucumbí, sucumbí a su maquiavélico juego de azar, que me hizo sentir como si estuviera en un río embravecido de aguas oscuras, agarrado a un tronco endeble, alejándome cada vez más de la orilla mientras era zarandeado por las turbulencias de la corriente.

Se hace muy difícil mirar atrás con tan poco entusiasmo.

Una vez «muerto», recorro los días recomponiendo mis recuerdos, que cada vez son más confusos, para llegar siempre a la misma conclusión: probablemente los acontecimientos habrían tomado un cariz distinto si hubiera actuado de diferente manera. De nada servía lamentarme cuando en realidad no hice nada por evitarlo, y si lo hice, está claro que lo hice mal.

Qué rápido pasan diez años de condolencia, tan rápido como que ayer ya es hoy y todo sigue igual. Ahora, voy sumando días como un viejo reloj de cuco que permanece colgado de una pared sin ninguna otra función asignada.

Sin embargo, hubo un tiempo en que, a pesar de todo, ahí estabas tú. No sé si lo soñé, pero te recuerdo clavada en mi alma con la claridad que provoca el dolor. Sin todo lo demás, aun sin echarme alimento alguno a la boca, sin vehículo con el que desplazarme, sin casa donde habitar, sin nada en mis manos, hubiera sobrevivido al derrumbe, pero sin ti, sin ti me resultaba imposible.

El peor final para un cuento: te perdí.

Un descuido imperdonable. Te perdí, y lo lamento cada día porque aún soy lo poco que queda de ti, el trozo que acabó tirado en el arcén de aquella carretera.

La otra tarde estuve deambulando por tu guarida al amparo de los cipreses. Pasé la noche entera recordándote, recordándome.

Una gabardina azul

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