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CAPÍTULO 2

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Hacía mucho tiempo que no comía un pastel tan delicioso como este. Sentado frente a un estanque poblado de patos que chapotean de una orilla a otra, mirando cómo un anciano les da de comer despreocupado, lo engullo sin contemplaciones. Cuando termino cruzo las piernas, me recuesto en el respaldo y enfundo las manos en los bolsillos de mi nueva gabardina. Llevo puestos unos zapatos de color negro, sin brillo, casi sin suela, y unos pantalones vaqueros de color azul oscuro que apenas disimulan la suciedad. Bajo la gabardina, una camisa granate y un pañuelo gris anudado al cuello. Me quito la goma que llevo en la muñeca y, tras atusarme el pelo, me hago una pequeña coleta. Luzco barba de varios días, pero hoy no tengo ojeras; eso sí, aunque suelo sonreír poco, cuando abro la boca se puede apreciar que comienzan a amarillear mis dientes. Qué puedo esperar si llevo meses recogiendo las colillas que encuentro en los ceniceros de los edificios de oficinas y centros comerciales. Hace meses que fumo esos residuos alquitranados como si me fuera la vida en ello y hace tiempo que perdí mi cepillo de dientes. Saco una colilla de la riñonera y la enciendo sin remordimientos.

Tras reposar un rato la grasienta masa del pastel —mi estómago debe de creer que ha sido trasplantado al de otra persona—, me levanto sacudiéndome las migajas, recojo mi bolsa y salgo del parque dispuesto a adentrarme en la ciudad. Solo pretendo ver pasar el tiempo. Hoy tengo una sensación rara de desesperanza. Primero me han pateado el orgullo, después me he sentido tremendamente valorado por unos desconocidos. Ahora, la soledad vuelve con su abrumadora carga de desaliento golpeándome en la nuca. En momentos así, solo el vino o la cerveza me provocan el aturdimiento necesario que me impide pensar con claridad. Sin embargo, me ha sentado bien el almuerzo y no quiero estropearlo con una borrachera inoportuna. Confío en que seré capaz de soportar las ideas pesimistas que me asolan por dentro, siempre y cuando no se reproduzcan los recuerdos con las borrosas e idílicas imágenes de una vida anterior. Hace mucho tiempo que no merece la pena tal desgaste, pero sigue siendo algo incontrolado, una proporción fatal; tres días de olvido y uno de sibilina tortura. Hoy no... hoy no voy a permitir que la memoria guillotine mi suerte.

Los escaparates de las lujosas tiendas del centro de la ciudad muestran sus caprichosas mercancías obscenamente convencidas de que, tarde o temprano, conquistarán a alguien que las libere de semejante confinamiento. Maniquíes vestidos con un mimo impecable que lucen camisas de franela, chalecos de cachemira y bufandas a juego me miran desafiantes con sus inexpresivos ojos de plástico. Para no tener vida aparente, van mejor vestidos que yo y duermen más caliente. Mi propio reflejo en el cristal me hace ahuyentar el desasosiego que me produce compararme con el maniquí. Qué bien me sienta esta gabardina azul.

Un anciano pasea su perro, que se para a olisquear en cada farola que encuentra en su camino, reconociendo una vez más su barrio de siempre, pero entusiasmado como si fuera la primera vez. Lo que daría yo por tener una memoria tan corta.

La gente camina a mi alrededor con ligereza, con la prisa metida en el cuerpo por llegar a tiempo a algún lugar, a algún encuentro. Yo ando despacio, deslizando un paso tras otro, sin saber muy bien adónde me dirijo. Noto cómo la humedad se cuela por la suela de mi zapato hambriento. Aunque aparentemente ha dejado de llover, una fina cortina de minúsculas gotas me salpica la cara ayudada por el viento. Cruzo el paso de cebra como uno más de la muchedumbre; mientras lo hago, decido hacia qué lado me dirigiré cuando llegue al otro extremo. Sigo hacia el norte, el sur ya lo tengo suficientemente explorado.

La cafetería Straw Berry está situada en una de las zonas más concurridas de la ciudad, a un par de manzanas de la estación de autobuses y muy cerca de uno de los museos más visitados de la comarca. Una amplia cristalera encubriendo una hilera de cortinas a media altura y un neón de una conocida marca de cerveza llaman poderosamente mi atención. Me apetece tomar algo caliente. Mis huesos y yo llevamos muy mal eso de mojarnos, y con diez euros en el bolsillo qué otra cosa puedo hacer. Empujo la ostentosa puerta de cristal. El local es alargado. A mi derecha, sillones negros de piel rodean las mesas de vidrio tintado. En la barra, dos hombres charlan animadamente con unas cervezas, y a su lado, una pareja se hace arrumacos, sentados en sendos taburetes con las rodillas entrelazadas. En otra esquina otro hombre echa monedas a una máquina tragaperras. El camarero, un hombre de unos cuarenta años, se acerca educadamente colocando un posavasos frente a mí.

—Dígame, caballero.

—Un café con leche.

Me lo sirve rápido y rápido le doy el primer sorbo. Está delicioso. Noto cómo el calor reconforta mi garganta cansada de tanto paseo a la intemperie. Me gusta abrazar la taza con las manos, hacer mío el líquido antes de beberlo; estoy así un buen rato. El camarero entra y sale por la puerta abatible atendiendo a algunas personas más que van llegando. Los hombres de las cervezas pagan su ronda y se marchan. Yo también pido mi cuenta, tengo ganas de fumar. Un chaval vestido con camisa blanca sale de la cocina y se acerca con media sonrisa dibujada en su cara hacia donde yo estoy.

—Disculpe, ¿puedo hacerle una pregunta? —El muchacho se dirige a mí.

—Sí, claro —respondo ansioso por saber de qué se trata.

—¿Es usted Roberto Gallián?

—¿Cómo dice?

—Es usted Roberto Gallián, el famoso escritor. ¿No es así?

Me entra una risa floja, eso confunde aún más a mi interlocutor.

—Creo que se ha equivocado de persona —contesto sin quitarme la estúpida sonrisa de la cara.

—Vamos, hombre, he apostado cinco euros a que sí lo es.

Comienzo a sentir algo de lástima por el extrovertido jovencito. De mi respuesta depende que se embolse algún dinero o, por el contrario, quede como un idiota delante de su compañero.

—¿Por qué lo dices? —pregunto haciéndome el interesado.

—Le conozco, he leído alguno de sus libros. Además, precisamente mire lo que tengo aquí. —A la vez que pronuncia esto coloca una revista sobre la barra y, tras pasar algunas páginas, aparece un reportaje con fotos de alguna entrega de premios o algo similar.

El joven gira la publicación para que pueda verla mejor. En una de las fotos se puede apreciar el perfil de un hombre que recoge algo de manos de un señor bien trajeado. Mi sorpresa es mayúscula, acabo de reconocerme en la imagen. El parecido es asombroso; lleva el pelo recogido de la misma forma que yo, las arrugas de la boca dibujan una mueca que no llega a ser una sonrisa, como mi propio semblante, las cejas arqueadas descienden sobre los párpados formando un ángulo prominente; todo concuerda con la imagen que yo mismo tengo de mí. Para mayor sorpresa, va vestido con una gabardina del mismo color que la que llevo puesta. Terrible casualidad.

—¿Ve como le tengo controlado? —me informa el chico con aire triunfal.

—No se lo digas a nadie —susurro perplejo mientras le devuelvo su revista—. ¿Me traes la cuenta?

—A este servicio le invito yo, acabo de ganar cinco euros gracias a usted.

—No tienes por qué hacerlo...

—Para mí es un honor, en serio se lo digo —intenta ponerse solemne sin conseguirlo.

—No, por favor —insisto.

Saco el billete de diez euros y lo pongo sobre la barra. El chico lo desliza hacia mí.

—No le voy a cobrar —dice sin perder la compostura.

—Está bien. —Cojo el billete y vuelvo a guardarlo.

—¿Acaso vive usted por aquí? —pregunta demostrando un excesivo interés hacia mi persona.

—No, solo estoy de paso.

—Me llamo Rodrigo, pero todos me llaman Rodri. Encantado de conocerle, señor Gallián.

—El placer es mío. Disculpa, tengo un poco de prisa —me excuso atragantado por haberle mentido tan deliberadamente—. Gracias por todo.

A pesar de sentir náuseas repentinas y encoger mi honestidad hasta dejarla del tamaño de la punta de un alfiler, salgo del bar con la extraña sensación de ser alguien, de estar de nuevo admitido en este mundo del que me sentía totalmente excluido.

Me adentro de nuevo en la bulliciosa ciudad, pero esta vez tengo un lugar donde dirigirme.

La ancha acera de geométricas losetas romboidales me lleva directamente a la puerta de unos famosos grandes almacenes.

Pronto, muy pronto, me familiarizo con el olor a flores secas y el calor efervescente de las grandes turbinas de aire acondicionado. Voy derecho a la sección de libros. En una columna forrada de espejo puedo verme reflejado. Físicamente, la vida no me ha tratado tan mal, de hecho, aún mantengo el porte erguido de mis años mozos, el mentón prominente y la frente ancha que me da ese aire tan intelectual. Una señorita vestida con un traje oscuro, con su nombre colgando de la solapa, me aborda enseguida con un musical «¿Le puedo ayudar en algo?». Mónica se llama.

—Gracias, solo estaba mirando. —La chica me obsequia con una bonita sonrisa—. Bueno, ahora que lo dice, ¿tienen algo de Roberto Gallián?

—Sígame.

Me lleva junto a una balda repleta de libros.

Comienza a pasar el índice sobre los lomos que asoman hasta que se detiene en uno de los más gruesos.

—Este es el último. Ensayo contra la inmadurez. ¿Quería algún título en especial? —La joven deposita el libro sobre mis manos.

—Gracias, no se preocupe, solo quería echar un vistazo. —Intento devolverle la sonrisa.

—Muy bien, si necesita algo…

—Gracias —repito disimulando mientras busco el reverso para leer la sinopsis y el precio: veinticuatro euros del ala.

La chica se pierde sinuosamente entre las estanterías.

Ensayo contra la inmadurez. En la parte interior de la contraportada hay una foto del autor. La imagen es en blanco y negro. El hombre está sentado en un banco. La instantánea está tomada desde una posición ligeramente elevada, por lo que sus ojos apenas si se dejan ver acunados por las cejas. La expresión de su rostro, el giro sutil de la cabeza, todo lo que veo me recuerda la imagen que he visto hace un momento en el espejo. A pie de foto, unas letras: Roberto Gallián. Nació en Montpellier, Francia. De muy joven se trasladó con su familia a España donde cursó estudios de Filología y Derecho. Tras graduarse por la Universidad de Salamanca, ejerció durante años como abogado especializado en temas de derecho civil y penal. En 1989 se inició en el mundo literario con Tiempo de soñar. Con su segunda novela, La corredera, alcanzó la popularidad. Entre sus títulos cabe destacar Causa perdida, El intermediario, La obsesión de Ivonne y El secreto póstumo (todos ellos publicados por ediciones KM).

No ha perdido el tiempo.

Pasa la tarde como un cohete que asciende mientras me empapo de gruesos párrafos de metafísica conceptual y otros aforismos. Mónica, la simpática dependienta, deja su puesto a otra apuesta señorita que no ha reparado en mí hasta que ya he leído gran cantidad de páginas sueltas de los libros de Gallián. A decir verdad, la lectura no consigue engancharme en ningún momento. «Será la falta de práctica». El autor se pierde en innumerables tribulaciones en las que divaga a su antojo; eso sin contar con las interminables descripciones del paisaje ampurdanés. No le cojo el hilo; claro que para eso debería leer el libro desde el principio y no dispongo del tiempo suficiente; además, la dependienta se ha hecho eco de mi presencia y cada poco tiempo me lanza alguna mirada risueña. Casi sin darme cuenta, se reactiva en mí la obsesión por engullir una palabra tras otra, incurrir en las historias de otros, compartir sus vivencias, sus vidas. De no ser por mi renovado optimismo hubiera muerto hace tiempo. Leo, leo toda la tarde.

Salgo reconfortado y con la agradable sensación de estar alimentando de nuevo mi mente, esa que llevaba meses sin probar bocado y ahora discierne plenamente y a toda velocidad. Con mil fantasías rondándome la cabeza encuentro una tienda que no cierra nunca y compro una cuchilla de afeitar. Una cuchilla suelta; algunos comercios te venden cualquier cosa. Podría haber salido de allí con espuma de afeitar en la mano por unos pocos céntimos, pero me ha parecido demasiado engorroso.

Con el jersey y la cazadora en la bolsa, la gabardina nueva arropándome, una cuchilla de afeitar en el bolsillo, un bloc, un lápiz gastado y nueve euros y medio, me dirijo a la residencia El Redentor. Allí me afeito, me ducho y, acomodándome en el camastro asignado, me duermo profundamente.

Despierto sobresaltado. No sé por qué tengo las pulsaciones aceleradas. Acaba de amanecer, debería haber dormido un poco más. Dejo algunas de mis cosas en la taquilla de Pascualín, un viejo compañero de largas tardes de verano en la residencia. Salgo bien temprano con ropa limpia que me han donado en la lavandería. El aseo personal es algo que me hace sentir bien. Odio oler a tierra y sudor, a tubo de escape y a orines de perro, que es como huele la calle. Ahora aspiro el aroma del gel de la residencia que dulcifica momentáneamente mi situación.

Hoy es día de mercado. Los pies me llevan raudos por la ancha avenida, ansiosos por llegar a los coloridos tenderetes y estrenar calzado. Es lo único que no me gusta heredar de un desconocido aparte de la ropa interior, los zapatos.

Las señoras con sus carritos de compra revolotean por los puestos en busca de la mejor oferta. Algunos tenderos ofrecen sus gangas a grito pelado, otros esperan sentados vociferando repetitivos piropos a las damas que pasan por delante. Varias tablas sostenidas por caballetes soportan infinidad de zapatos donde reina un ligero desorden. Diez euros puede leerse en uno de los carteles sobre la improvisada mesa. De un rápido vistazo mis ojos se posan sobre el cuero brillante de unas botas de media caña. Son perfectas. Tienen en un lado una cremallera que cierra los tobillos bajo una piel acolchada. Ideales para los charcos del inestable otoño.

El vendedor, que está enfrascado con dos señoritas que no acaban de decidirse, me lanza una rápida mirada y enseguida se acerca esquivando las cajas apiladas que tiene por el suelo. Nunca me habían atendido tan rápido.

—¿Qué desea, señor?

—¿Qué cuestan estas botas?

—Diez euros, todo a diez euros, zapatos de piel con forro de cuero. Estamos regalándolos. —Sin previo aviso, sube el volumen de su voz dirigiéndose a los mirones que curiosean por los puestos—. Mire usted qué zapatos, no se puede vender más barato. ¿Qué talla gasta? —pregunta refiriéndose otra vez a mí.

—La cuarenta y dos —respondo abrumado por la velocidad con la que el hombre enlaza una frase con otra.

El tendedero comienza a rebuscar bajo las mesas y vuelve con una caja abierta mostrando una de las flamantes botas. Me gusta el brillo de la puntera lustrosamente pulida.

—¿Me la dejaría en cinco euros?

—¡Qué dice! —Automáticamente me quita la bota de entre los dedos y comienza a darle vueltas delante de mis narices—. ¿No ve que esto es calidad? Si la estoy vendiendo por debajo de su precio, no me gano un céntimo...

Me mira juntando las cejas formando una arruga amenazadora, con la rabia contenida.

—Le puedo dar ocho euros —le ofrezco finalmente sacando las pocas monedas que llevo en la riñonera oculta bajo la gabardina.

El hombre me repasa de arriba abajo sorprendido al verme trajinar con la bolsa que me cuelga de la cintura. Detiene su mirada en mis viejos zapatos, con más polvo que de costumbre. Algo le hace cambiar la dura expresión de su cara.

Al fin vuelvo a la residencia con paso firme y el tobillo caliente. Me llevó tiempo doblegar el afán recaudatorio del comerciante. Cualquier cosa por conservar un par de euros.

Hoy toca comida decente, con cubiertos de plástico y servilletas de papel. Cómodamente sentado, comparto mesa y mantel con un par de compañeros que no dan demasiada conversación. Dos platos principales, agua, gaseosa y postre. Tengo derecho a seis comidas completas a la semana. Algunos domingos o festivos entregan bolsas con avituallamiento, lo suficiente para saciar el hambre. Yo no me quejo, hay mucha gente ocupando su tiempo para que, a los que deambulamos por aquí, no nos falte un plato de comida, y eso es de agradecer.

El estofado caliente me lleva derecho y por imposición a uno de los grandes butacones que hay repartidos por la sala principal. Una televisión colgada de la pared muestra el mapa de la Península con grandes nubes diseminadas por todo el territorio. Seguirá lloviendo a pequeños intervalos durante tres o cuatro días más. Los residentes se distraen sobre un tablero de ajedrez o están sentados mirando a ninguna parte. A mi izquierda está Cosme, apoltronado en una butaca, leyendo un libro amarillento que debe de ser de vaqueros. El calor que emana de los antiguos radiadores que hay en las paredes de la estancia y el ronroneo de las conversaciones a mi alrededor acarician mis sentidos hasta que cierro los ojos y me dejo llevar por una placidez reconfortante.

Una gabardina azul

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