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CAPÍTULO 3

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Cuando salgo de la residencia son las siete de la tarde más o menos. El aire fresco se cuela entre las costuras intentando robarme el calor que aún conservo de la siesta. Subo el cuello de la gabardina asegurándome de que el viento no entre más allá de mi helada y sonrosada nariz. Una tarde más, comienzo a andar rumbo al centro de la ciudad.

Freddy me ha visto cruzar el parque. Como un loco desatado viene hacia mí, como si hiciera años que no nos viéramos. A escasos metros se para en seco mostrando claras dudas sobre si se trata de mi persona o de alguien muy similar. El olor a champú, las botas brillantes, el afeitado reciente y mi estupenda gabardina son detalles que parecen desconcertarle. Tiene que olisquearme varias veces para acabar mirándome con los ojos desorbitados; acto seguido, comienza a agitar el rabo frenéticamente y a dar saltitos a mi alrededor.

—Hola, amiguito, ¿qué haces tú por aquí? —Poso mi mano sobre su áspero lomo y le hago un par de caricias.

Sigo caminando mientras el can me persigue.

—Vete, hoy no puedo llevarte de paseo junto al río. —Freddy, como si me entendiera, deja de mover el rabo y comienza a olfatear la farola más cercana.

Antes de proporcionarme unos cuantos tragos de cerveza junto a mis amiguetes del malecón, decido ir a tomar ese café que tan bien me calentó el alma. En realidad, es solo una excusa, lo que quiero es salir de dudas.

Los maniquíes de los escaparates de la ancha avenida me miran ahora como si me conocieran de toda la vida; quizá intentan seducirme para que adquiera una de sus cálidas bufandas. Yo me limito a pasar por delante a sabiendas de que no la necesito. Para estar caliente solo me basta con alzar el cuello de mi flamante gabardina y meter las manos en sus amplios y cálidos bolsillos.

La cafetería está donde la dejé, en la esquina de la plaza lindando con la gran avenida atestada de coches que avanzan muy despacio. Cruzo la calle y empujo la puerta traslúcida. Varios clientes toman su consumición en la barra y dos de las mesas están ocupadas. En una de ellas la misma pareja de ayer lee una revista. En la otra situada más adentro, una mujer relativamente joven deja que parte de su pelo oscuro cubra su rostro mientras anota algo en una pequeña libreta. El camarero de mayor edad me reconoce nada más verme. Puedo imaginar cómo se interesó por mí después de perder cinco euros.

—Buenas tardes, señor Gallián, un placer tenerle de nuevo por aquí. ¿Qué desea?

—Buenas tardes, un cortado si es tan amable.

El hombre reacciona a mi petición y vuelve enseguida con el humeante café. Mientras tanto, yo busco la forma de completar mi rostro en los trozos de espejo que hay colocados en la columna que tengo a mi lado.

—Quisiera pedirle un favor si no es molestia... —se dirige a mí mientras coloca cuidadosamente el platillo con la taza sobre la barra—. ¿Le importaría hacerse una foto conmigo? Me gusta tener un recuerdo de las personas famosas que pasan por aquí.

No sé qué decirle. Esta pantomima tan absurda que se ha creado en torno a mi persona me puede inducir a la locura. Está comprobado, cuando una mentira comienza a repetirse muchas veces, puede llegar a convertirse en una realidad ficticia muy cercana a la verdad. Incluso para uno mismo. Decido espontáneamente que ha llegado el momento de aclarar tal confusión. Cuando me dispongo a deshacer el malentendido aparece tras la puerta de la cocina el muchacho joven tendiéndome una mano.

—Buenas tardes, señor Gallián.

—Hola, Rodrigo —le devuelvo el saludo sorprendido por una amabilidad a la que no estoy acostumbrado.

—Yo también quisiera tener una foto con usted —exclama arqueando las cejas.

El encargado le taladra con la mirada.

—A ver, creo que estáis confundidos. No soy tan famoso ni nada por el estilo, creedme —replico intentando quitarme este peso de encima de una vez por todas.

—Si es solo una foto... —suplica Rodrigo poniendo ojitos de cordero. Sin duda no ha entendido nada de lo que acabo de decirle.

Una foto, una maldita foto que prueba la evidencia de mi desfachatez. Rodrigo sonríe y hace palmas en señal de victoria. Yo muevo la cabeza en señal de negación.

En un momento dado están los dos fuera de la barra rodeándome mientras uno retrata al otro. Media sonrisa en mi cara, que más bien es una mueca de desagrado, delata las pocas ganas que tengo de permanecer inmortalizado, quizá colgado de alguna de estas paredes.

—Mándame una copia —exclama Rodrigo visiblemente entusiasmado a su compañero.

—Está bien, gracias. —Sigo sin saber muy bien qué decir.

Veo en el espejo tintado que tengo enfrente cómo la mujer del pelo castaño ha dejado de escribir en su libreta, se levanta del sillón y se acerca a la barra, justo en el lado donde estoy yo.

El corazón comienza a latirme con más fuerza. Es absurdo.

—¿Qué te debo? —le pregunta al camarero mientras rebusca en un pequeño bolso que lleva colgado del hombro.

Saca un monedero forrado en hilo de diversos colores y se dispone a pagar. Gira su cabeza hacia mí y me regala una sonrisa con cierta dosis de atrevimiento. Creo que no me he inmutado lo más mínimo, pero cuando vuelvo la vista a mi taza de café, soy incapaz de pensar en otra cosa que no sea la mujer que tengo aquí a mi lado.

—Uno con veinte —responde el barman.

Inevitablemente vuelvo a mirarla. Ella levanta de nuevo sus párpados hacia mí. Ahora el que esboza una sonrisa partida soy yo.

—Hoy debe de ser mi día de suerte —susurro lo suficientemente fuerte para que me oiga.

Ahora su sonrisa se vuelve más espléndida si cabe.

—¿Por casualidad es usted Roberto Gallián? —pregunta refrendando mi frase anterior.

El pelo castaño le cae lacio sobre los hombros cubriendo en parte dos delicadas orejas adornadas por un par de perlas nacaradas. Me mira con unos ojos color miel que dejan entrever su determinación. La luz de la lámpara se refleja en su iris como si de un túnel a ninguna parte se tratara. Casi puedo asomarme para mirar dentro y solo he dicho unas pocas palabras. Tiene unos labios finos pero bien enmarcados. Dos pequeñas líneas que se forman justo en la comisura le proporcionan una expresión de felicidad perturbadora.

—Eso dicen —contesto a sabiendas de que no le estoy mintiendo.

El camarero sigue frente a nosotros contemplando la escena.

La mujer respira hondo. Yo casi me quedo sin aliento cuando pronuncia su nombre y furtivamente nos damos un par de besos en la mejilla. Cuánto tiempo hacía que no besaba..., que no sentía esas interferencias eléctricas que por un momento desconectan mis neuronas dejándome completamente alelado. Tanto tiempo que ya ni me acordaba.

El camarero ha ido a atender a otro cliente que acaba de entrar.

Margarita es su nombre.

—¿Le importaría firmarme un autógrafo?

Lo que me faltaba hoy.

—En fin, no me importaría si en realidad fuera...

—Es para mi sobrina, que ha leído alguno de sus libros. Yo he de confesarle que no he tenido la oportunidad —me interrumpe sin darme tiempo a terminar la frase.

—Bueno, siendo así... —respondo automáticamente. Me dejo llevar, sin justificación alguna, por la enorme mentira que se va forjando a mi alrededor.

La mujer mete la mano en el bolso y saca una pequeña libreta mostrándome la última página. Página en blanco esperando ser manchada por mi tembloroso garabato.

—¿Cómo se llama su sobrina? —pregunto con una ligera desgana.

—Andrea.

Con afecto para Andrea. R. G. Un par de iniciales tan retorcidas como mi dudosa honestidad.

—Gracias, seguro que le hará mucha ilusión —dice guardando el bloc.

Su perfume impregna mi mente de sensaciones nuevas que no reconozco. La miro y percibo cierto nerviosismo, no inferior al que recorre mi cuerpo. Intuyo que tiene prisa, la prisa de quien tiene alguien que le espera.

—¿Qué le trae por aquí? —pregunta cordialmente.

—Un asunto familiar. —Se produce un silencio incómodo—. Nada relevante, hacía mucho tiempo que no venía por aquí y decidí hacerlo por pura nostalgia. Puede incluso que me quede una temporada, ya veremos.

—¿Tiene familia en esta ciudad?

—La tuve en su día —respondo sin calibrar muy bien lo que digo.

—Bueno, espero que todo le vaya bien.

Una despedida intrascendental como no podía ser de otra forma y me quedo frío, frío como la noche y solo, solo como siempre.

La cafetería se ha quedado insulsa, apagada y aburrida. No aguanto ni un minuto sobre el taburete.

Todo el buen estado de ánimo que tenía hace un momento ha ido decayendo conforme avanzo por el bulevar. Roberto Gallián va dejando sus trozos esturreados por la acera desde el mismo instante que he abandonado la cafetería, hasta dejarme completamente en pelotas frente al maldito espejo.

La cena de la residencia me sabe de distinta manera. La comida no me agrada el paladar como otras veces. Lo mejor: el vaso de vino que me calienta el alma. Me siento profundamente deprimido. La realidad comienza a golpearme con sus latigazos de pobreza inmunda. Pobreza inmunda y real que me conduce con una fuerza invisible arrastrando los pies hacia el parque. Esta noche no dormiré caliente, no tengo derecho a despertar bajo un techo protector. Me debo una penitencia y mi cuerpo no merece muchas más atenciones. Tras sobornar con piropos a la secretaria de la asociación, adquiero media botella de vino con los vales del economato y me voy derecho a buscar un lugar donde dar rienda suelta a mis extremidades. La noche y sus estrellas harán el resto. Llevo en la riñonera mi vieja libreta y lo que queda de un lápiz. Así me encuentra la media luna que asoma fugazmente entre las nubes, beodo, en horas bajas, sin fuerzas para mantener mi autoestima erguida, profundamente aturdido por una melancolía inusual. Hace tanto tiempo que no lloro que tengo grietas en los párpados y el lagrimal seco como el páramo.

Lagrimal seco de flujo escaso,

garganta roma que no acepta un trago,

piernas cansadas, esqueleto vago,

raído, quebrado, no me hace caso.

Los hombros, ¡ay, los hombros!..., caídos

buscando el suelo por donde piso.

Colgando unos brazos que

no he pedido.

¿Para qué los quiero?

Si no dan abrazos

o los dan sin sentido...

Una gabardina azul

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