Читать книгу Una gabardina azul - Emilio Parra Rubio - Страница 6
CAPÍTULO 1
ОглавлениеEl suelo de mármol blanco que recorre el parque de un extremo a otro está frío y duro como el hielo ártico, y el escaso césped que a duras penas sobrevive en esta ciudad, brilla con la humedad característica de la noche otoñal. Lo mejor, dadas las circunstancias, sigue siendo la repintada madera del banco solitario que hay bajo el enorme ficus que se mantiene firme como un gigantesco paraguas que me protegerá de la escarcha. Coloco meticulosamente los cartones que he recogido junto a un contenedor. Con una bolsa de plástico y el viejo jersey que siempre me acompaña improviso una pequeña almohada deforme.
Esta zona del parque está a escasos metros de una ancha avenida por donde, inevitablemente, cada corto tiempo, pasa algún vehículo con su bramido perturbador. Intento acostumbrarme a los sonidos de la noche sin conseguirlo. Debería haber tomado un vaso de leche caliente con miel y un trozo de bizcocho, eso o medio litro de vino. También debería estar acostumbrado, pero en noches como esta, la no ingesta del alcohol suficiente suele pasar factura. Lo peor es pensar en ello; si lo hago, me resulta más difícil aún controlar el impulso de dar un salto y largarme al malecón a mendigar un trago. Por desgracia no tengo muchas más cosas en las que pensar, pero estoy cansado de andar todo el día de un lado para otro.
Los cartones apenas disimulan la dureza de las tablas. Me acomodo ajustando mi cuerpo a la superficie; bocarriba, tapado con una vieja cazadora que me viene grande.
Casi sin querer me quedo en el limbo, ausente, tieso como un palo. Al cabo de un rato recupero el pensamiento lúcido y noto que me espabilo repentinamente. Ha venido a hacerme compañía una racha de aire inoportuna. Giro la cabeza y puedo vislumbrar en la lejanía los centelleantes números verdes tras las hojas del ficus gigante. Son las dos y cuarto de la madrugada. Un soplo de aire fresco, una brisa de esas que parecen amables, pero que sabes que no traerán nada bueno, comienza a colarse sin pedir permiso por las perneras del pantalón. A los cinco minutos algunas hojas secas revolotean a mi lado brindándome una danza desquiciante. El remolino de aire cobra fuerza y el bufido se perpetúa en mis oídos; por si fuera poco, una esquina del cartón comienza a golpearme la cara jaleada por el viento. Sin duda, debo buscar otro emplazamiento donde el aire no me dé la noche. Recojo el finísimo colchón luchando contra el viento impetuoso que se lo quiere llevar, y con los cuatro bártulos que siempre me acompañan, dirijo mis pasos hacia la catedral.
Los soportales que rodean el majestuoso edificio de piedra están mojados, mojados y fríos. Puedo ver en una calle cercana el mismo robot municipal de todas las noches escupiendo chorros de agua espumosa por sus brazos entubados. Me molesta su rutina mecánica y ruidosa, siempre a la misma hora; cuando se supone que todos duermen, él se hace el amo de la inerte ciudad y se mueve por ella sin restricciones. Por el contrario, la catedral transmite esa sensación de cobijo y abrigo tranquilizadora, no entiendo muy bien por qué, pero a mí me pasa. Voy dando bandazos junto a los muros cicatrizados por su historia; a veces he creído escuchar los ecos de la muchedumbre rezando o pidiendo pan bajo el pórtico. Ahora, al pasar junto a la puerta, golpeo con los nudillos la rugosa madera de roble. Por más que llame nadie me abrirá, hay un museo eclesiástico que se ha apoderado de todo lo que podría ofrecerme un edificio como este. Alzo la cabeza, maravillado una vez más por la majestuosidad de semejante construcción, puedo admirar su belleza, que no ha sufrido el deterioro por el paso del tiempo, y me pregunto cuánto tiempo permanecerá así de firme. Sus bloques de piedra han aguantado siglos de tormentas y agravios, guerras y expolios. En la carne, sin embargo, todo hace mella.
Decido atajar por una de las callejuelas, que culmina en otro de los parques de la ciudad. En el jardín que hay junto al malecón, el viento sigue soplando con fuertes rachas. Aún quedan algunas pruebas evidentes de la celebración que ha tenido lugar con motivo de las fiestas locales: botellas vacías junto a los árboles, guirnaldas que cuelgan a merced del aire y algunas parejas solitarias que coquetean con la penúltima copa en alguna de las barracas que aún permanecen abiertas. Los camareros apilan sillas con la mirada puesta en la hora de salida. Me detengo y registro mis bolsillos: solo me quedan unas pocas monedas. Me sentaría un rato a tomarme una copa en estricta soledad, aunque estoy seguro de que esa acción me induciría a visualizar mi otro yo, aquel hombre que bailaba con ella en aquellas felices fiestas de primavera que siempre se alargaban hasta el amanecer. Aun sabiendo que esos recuerdos no me hacen bien, me sentaría un rato a soñar despierto, pero si lo hago, me quedo sin un céntimo.
Aparto los fantasmas de mi cabeza y cruzo como alma en pena el recinto de festejos. La gente que aún queda junto a las barras no me mira, no les dicen nada mi cartón bajo el brazo y mi paso cansino. Atravieso la explanada entre remolinos de servilletas de papel y hojas secas que buscan un rincón sosegado, igual que yo.
Una noche más me dirijo a las sombras. En la trastienda de una de las barracas veo un pequeño recinto donde guardan las bombonas de gas que abastecen las cocinillas montadas para la ocasión. La puerta no tiene candado. La empujo y descubro el hueco donde cabe perfectamente una persona. Este puede ser un buen lugar para descansar un rato, si acaso asomaré un poco los pies. Espero que no aparezca algún desaprensivo con ganas de fastidiar o un perro con la necesidad de marcar su territorio.
El piso es de loneta rugosa, algo así como las jarapas mexicanas que se utilizan bajo las sillas de montar. Con eso y mis preciados cartones me siento resguardado del suelo cruel que nunca se compadece de mí... Cuántas noches me ha robado el calor y me ha dejado con los huesos hechos polvo... He perdido la cuenta. Saco mi libreta, que me persigue a todos lados, y me pongo a escribir lo poco que recuerdo; por desgracia, hoy no he bebido demasiado y los recuerdos se agolpan como manadas de búfalos inquietos. No me gusta entrar en razón, odio estar lo suficientemente cuerdo como para darme cuenta de lo que me acontece. Prefiero estar ausente, perdido en un mundo imaginario creado por los efectos del alcohol; es eso o volverme loco, y por lo vivido hasta la fecha, la locura aún no ha sido incluida en mi catálogo de desdichas. Con tanta cordura rondándome la cabeza soy capaz de recordar lo solo que estaba en la época en que aún me importaban ciertas cosas, buscando piso, pidiendo favores. Me quedé sin amigos, sin compañía, sin razón de ser. Con el tiempo descubrí que provocaba una reacción antinatural en las personas, sentían verdadera lástima por mí, y gracias a sus muestras evidentes de sobreprotección comencé a sentir lo mismo. Supongo que fue el instinto de supervivencia, que en teoría todos llevamos dentro, lo que me espoleó para alzar la cabeza y tirar para adelante en esos momentos tan delicados, donde no importas una mierda y piensas que el mundo estaría mejor sin ti.
Enderezo la espalda para destensar los omoplatos y adaptar mejor mi cuerpo al suelo. Encojo los brazos sobre el pecho y me acurruco bajo la amplia cazadora.
Al principio todo parecía más fácil, más esperanzador. No entraba en mis planes un estado de desolación tan voraz como el que vino después. Estuve varios meses buscando una ocupación que nunca llegaba, abusando de la generosidad de mi hermana Lucía, mi única hermana. «Lucía es el cordón umbilical que me une con el mundo, el sensor que me ubica en algún lugar de este extenso planeta. Es más importante para mí de lo que yo pensaba». No tenía por qué cargar con mi desgracia una mujer como ella, una mujer con suerte; aún no entiendo muy bien qué pintaba yo por aquellas latitudes. Las cosas le iban relativamente bien, tenía un trabajo estable, un marido dócil y amable, dos hijos saludables de corta edad que no le daban demasiadas preocupaciones; en definitiva, tenía un hogar feliz. No era justo que el destino le regalara un lastre tan deprimente, no era justo.
Los primeros días fueron llevaderos, buscábamos juntos ofertas de empleo en el periódico local, pero la gran mayoría estaban orientadas a la venta por catálogo. En aquella época, nos mirábamos con ternura y delicadeza. Tras unos meses, los gestos ya no eran los mismos. Caí en un desánimo tal que me fue llevando al abandono de todas mis buenas costumbres. Ya no leía la prensa buscando noticias esperanzadoras que me dieran una oportunidad; ya no jugaba lanzando una pelota a Duque, el perro de la familia, ni prodigaba atenciones a mis sobrinos; ya no regaba las plantas, ni madrugaba por las mañanas dispuesto a comerme el mundo. No tenía donde ir y el dinero había volado casi sin proponérmelo. De alguna forma, el mundo me estaba comiendo a mí, bocado a bocado, sin compasión.
Una mañana me despedí con una sentida carta, llené un macuto con algunas prendas y un par de zapatos, y salí a la calle a disfrutar de mi nueva libertad.
Me gasté lo poco que me quedaba y conocí gente, gente buena y gente mala. La buena me sirvió de mucho, de la mala logré apartarme a tiempo. Gracias a esas peripecias conocí a Iván y su flauta, ojo, flauta travesera. Tocábamos viejas melodías al caer la tarde para ganarnos unos céntimos. Yo le acompañaba aporreando una guitarra a la que le faltaban cuerdas a la vez que canturreaba o silbaba la improvisada canción. Proclamábamos la libertad en su más amplia expresión. Lo recuerdo con sus dientes desordenados y las orejas de soplillo alardeando de sus peripecias amorosas. Con él pasé meses en un viejo caserío fuera de la civilización. Lo ocupábamos una comuna de hippies idealistas y algunos ratoncillos de campo que merodeaban a sus anchas con total impunidad. Qué recuerdos tan bucólicos se me vienen a la cabeza... qué paz interior; te sanaba el alma, pero nunca te quitaba el hambre. En aquella época, cualquier evento, por insignificante que fuera, se convertía en una fiesta sin medida: una puesta de sol, un día de lluvia, el brote tempranero de las acelgas... cualquier cosa servía de excusa. Con el paso del tiempo me di cuenta de que lo más importante, lo más extraordinario y lo que más felicidad me producía en ese momento era el simple hecho de existir. En realidad, no necesitábamos tanto para sobrevivir. Mi vida se convirtió en un conformismo adictivo y sumamente placentero.
«Ahora dejo los días pasar, esperando mi hora, que parece que no va a llegar nunca».
Con todos esos recuerdos revoloteando en mi cabeza, voy sucumbiendo en un profundo estado de somnolencia al amparo de este improvisado camarote, rendido al eco de las voces de jóvenes que vuelven a sus casas o trasladan la juerga a otro garito de la zona, adormecido por el ligero olor a gas.
La luz. Siempre me ha gustado la luz de la mañana, me informa, me grita que aún sigo vivo. Así despierto, con la luz intentando atravesar mis pestañas que se niegan a separarse. Tengo a mis pies una acera, por donde cada cierto tiempo aparecen unas piernas que andan en un sentido u otro. El bullicio de la ciudad me sobrecoge. No tengo ni pizca de ganas de abandonar la protección de este techo de hojalata. Solo he necesitado un par de palmos cuadrados para aislarme en mi pequeño mundo y no pido más. De pronto, un golpe seco, un ruido estridente que me ha provocado una ligera convulsión traducida en un gran susto. Los golpes se agudizan, alguien está aporreando el endeble tejado metálico de mi improvisada guarida.
—Eh, tú, ¡¿qué haces ahí?! —resuena una voz rasposa sin darme siquiera tiempo a bostezar.
Me enderezo como puedo y asomo la cabeza por el hueco como un perro sale de su caseta, estirando las patas, despertando uno a uno los sentidos. Un tipo fornido de cara redonda y frente estrecha se planta frente a mí tapándome completamente la visión del entorno. Parece que el sujeto ocupa más espacio que veinte mulas juntas. No tengo más remedio que arrastrarme junto a sus pies para poder salir e incorporarme.
—¿Te crees que esto es un hotel? —me reprocha de mala manera sin habernos presentado siquiera.
¿Qué le habré hecho yo a este tipo? Desde luego que es mala suerte empezar el día de esta forma. Por si fuera poco, unas cuantas nubes se han apoderado del cielo y ya no asoma ni un rayo de sol. El tipo viste un uniforme gris de vigilante de seguridad. Debía de estar haciendo su ronda cuando ha visto mis botas asomando por la caseta de las bombonas de butano. ¿Qué habrá pensado sobre el motivo que lleva a un hombre a estar en una situación así? ¿Creerá que tengo alguna posibilidad de pernoctar en un hotel y prefiero dormir tirado sobre un par de cartones? No necesito más preguntas sin respuesta, me cansa tanta especulación. Este tipo es idiota y no tiene por qué ser lógica su actitud. Cualquier cosa que yo haga o diga será una pérdida de tiempo.
Me planto frente a él manteniendo mi autoestima bien erguida y le pido un cigarrillo.
—Sí, hombre. ¿Quiere también el señor que le traiga el desayuno? —replica con sarcasmo.
—No, con un cigarrillo me conformaría.
—Venga, lárgate antes de que... —masculla a la vez que, instintivamente, lleva la mano sobre la porra que le cuelga del cinturón.
—No puedes echarme de la vía pública —le digo con toda la seguridad de la que soy capaz.
—¡He dicho que te largues!
—Me da igual lo que digas. ¿Vas a pegarme?
El tipo me mira con los ojos entornados. Sus rasgos parecen comprimirse entre dos lonchas de pan. Ojos, nariz y boca reducidos a un mismo segmento.
—Qué quieres que te diga, la calle es de todos —me excuso sabiendo que se está cabreando progresivamente.
Yo no soy un delincuente, pero mi instinto de supervivencia es otra cosa, es como un retortijón de estómago, algo que te molesta y te hace buscar un sitio donde aliviarte.
—¿Tengo que llamar a la policía? —suelta la típica amenaza.
—Adelante. —Trago saliva.
Sin previo aviso, la masa de carne bajo el uniforme gris saca una pierna a pasear y da un puntapié a la bolsa que había dejado en el suelo mientras me abrochaba el cinturón. No llevo nada que pueda romperse, es solo mi añorado jersey que tanto confort me había proporcionado la pasada noche lo que da vueltas sobre la acera.
Me agacho a recogerlo. En este momento podría clavarle los nudillos en la nuez, saltar sobre su cabeza como un águila real, pero no, no lo hago. Me contengo diciéndome en voz baja que la ira nunca ha sido mi especialidad; de hecho, y aunque me duela reconocerlo, aún sigo teniendo importantes trazas de cobardía bajo la coraza que se supone debería protegerme. Me bajo al charco de la sumisión y le dedico una sonrisa forzada.
—¿Te importaría respetar mis cosas? —le pido recalcando cada palabra.
—¡Venga ya, hombre! —Me agarra de un brazo, apretando, empujando, avasallando—. ¡Lárgate de una vez!
Solo me queda una salida razonable: irme. A duras penas consigo envararme mientras recojo los trozos de mi maltrecha dignidad esturreados por el suelo.
—Hay otra ley que está por encima de ti y de mí, la misma que algún día te devolverá la patada.
Digo esto, que ni yo sé muy bien por qué lo he dicho, y cruzo la avenida sin importarme el tráfico de coches que discurre a mi alrededor. Cuando llego al otro lado, el guardia sin escrúpulos me mira con fijeza, reconcomido por la impotencia de no poder ver más allá.
Sin previo aviso, como si de un acto divino se tratara, rompe a llover con fuerza. La cornisa no puede librarme de tan impetuoso aguacero y mi poblada cabellera comienza a empaparse. Pronto tengo decenas de gotas bajando por mis mejillas. La gente comienza a evaporarse de las aceras. Algunos corren con carteras o chaquetas sobre las cabezas, otros nos resguardamos en un portal, en este caso una tienda de ropa. El rellano acristalado que hace la función de escaparate es un lugar ideal para no mojarse. Una chica joven, una señora de avanzada edad, un hombre impecablemente trajeado y yo miramos cómo rebota la descontrolada masa de agua sobre el asfalto.
—Buenos días. Qué manera de llover... —intervengo a modo de rompehielos.
—Póngase aquí, no se moje —me dice la señora cediéndome cortésmente el paso.
—¿Se ha metido con usted? —suena la voz grave del hombre de la corbata.
En otro momento hubiera agradecido una presentación algo más formal, pero aquí, al abrigo de esta cornisa, sé que la pregunta es para mí.
—¿Se refiere al vigilante de seguridad? —pregunto como si la cosa no fuera conmigo.
—Sí, he podido presenciar la escena.
—Bueno, casi todos los días ocurren cosas parecidas —trato de quitarle importancia.
—Entiendo. No haga caso. Ese tipo es un infeliz, lo conocemos de sobra. Suele llamar a la policía para denunciar los coches que están mal aparcados, aunque no sea de su incumbencia.
—Lo cierto es que se ha comportado con muy poca sensibilidad.
—¿Has pasado la noche ahí? —pregunta el hombre señalando con la mirada el jardín plagado de carpas.
—Sí.
—¿Conoces la residencia El Redentor?
—Sí, suelo ir de vez en cuando.
—¿No te gusta?
—Sí, sí que me gusta, me tratan fenomenal, pero depende mucho de mi estado de ánimo y de las condiciones climatológicas —respondo del tirón.
La mujer y la muchacha nos miran con ganas de entrar en la conversación. Es la señora la primera en hacerlo.
—Pues dan comidas muy buenas. La hija de una amiga mía me contó que un familiar de su cuñada iba todos los días y salía de allí con bolsas de comida para la cena y todo. Pues eso está muy bien para los que están pasando necesidades... —Al decir esto me mira inquisitivamente, como apiadándose de todos mis pecados—. Vamos, que es mejor que estar por ahí pasando penurias, digo yo.
—Así es. —Del cajón de mi maltrecha memoria ha salido una foto en blanco y negro de mi madre para recordármela. Un nudo en la garganta me borra la sonrisa de la boca—. También suelo ir a ver a las monjitas de Santa Cruz. Siempre tienen algo para mí —me justifico con pocas ganas.
—Es que está la cosa muy mal. No hay trabajo por ningún lado. La juventud no tiene donde meterse. ¡Ay, Señor...! —exclama la señora.
Los coches avanzan a una velocidad relativamente moderada, excepto uno que, al pasar frente a nosotros, pisa con su rueda delantera el charco que se acababa de formar lanzando gran cantidad de agua hacia la tienda. En su trayectoria, el líquido encuentra la pernera de mi pantalón. Noto de inmediato cómo se enfría el interior de mis muslos. El hombre tras de mí me mira asombrado.
—Menudo día estás teniendo... —Lo dice completamente en serio—. Llevo meses reclamando que cubran el hueco este. Lo cierto es que, si no es por ti, me habría mojado yo.
—No se preocupe. Yo puedo ir con el pantalón calado, que nadie reparará en ello. En la residencia hay una lavandería gratuita —me sincero, para nada con la intención de quedar bien.
Seco lo que puedo la entrepierna del gastado vaquero con la manga agujereada del jersey de lana.
El hombre de la corbata roja se adentra en el establecimiento como si estuviera en su casa. Enseguida me doy cuenta de que se trata del dueño o un empleado que trabaja con la soltura de quien lleva muchos años haciéndolo. La lluvia comienza a aminorar su ritmo persistente sobre el capó de los coches. La luz se vuelve más intensa. Todo es reflejo de brillos y contrastes, limpieza y purificación. Aspiro el olor, el olor de los tallos verdes, de los adoquines mojados, me gusta el olor después de la lluvia.
El hombre de la tienda aparece desenfundando una prenda del plástico transparente que la cubre. Es una gabardina de color azul cobalto con grandes solapas y hombros acolchados.
—Pruébesela. Vamos, pruébesela. —El comerciante tiene que insistir.
—Se lo agradezco, pero... —Me pilla descolocado.
Me la pongo. Es mi talla.
A decir verdad, nada más verla no me ha llamado la atención, pero cuando la he tenido en mis manos y he sentido su tacto, he querido hacerla mía. Ha habido una extraña comunión entre la gabardina y yo. Durante un par de segundos, he notado una sensación que ya había olvidado.
—Nada de peros, es suya. Le está como un guante. No se hable más.
El hombre, disimuladamente, mete un billete en uno de los bolsillos de la gabardina.
—Este es el complemento ideal para que tengas un día más llevadero —susurra a mi oído a la vez que sonríe.
—Me ha dejado usted sin palabras... Después de lo de esta mañana... No sé cómo agradecérselo. —Un hilo de sincera emoción envuelve cada frase que digo.
—Nada, hombre, no se preocupe. Esto para mí es muy poco y a usted le hará un mundo.
La señora no tarda en sumarse a la ofrenda de buenas voluntades.
—Véngase usted conmigo a la confitería que le compre un pastel de carne, que los hacen para chuparse los dedos —interviene imponiendo su voz a los que estábamos allí.
La lluvia ha remitido. Solo se aprecia el sonido del gorgoteo de las cañerías y el chapoteo de las ruedas de los automóviles. La señora insiste de tal manera que no tengo más remedio que acompañarla a la confitería, no sin antes despedirme como es debido del generoso comerciante con un sentido «Dios le bendiga».
—Sabe, yo prefiero comprarle a usted comida porque hay mucha gente que el dinero se lo gasta en drogas y en bebida. No digo que ese sea su caso, pero ya me entiende. Yo, un plato de comida siempre estoy dispuesta a darle al necesitado...
Se me hace ameno el camino. La señora tiene dos hijos que, por lo que me ha contado, no le hacen demasiado caso, dos nueras sin virtudes y un gato siamés que la mantiene ocupada. Yo la escucho atentamente, dichoso y altivo bajo mi flamante gabardina azul.