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2 Hablar o morir

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Aún no había transcurrido un minuto cuando las ventanas del primer piso se iluminaron, reflejándose algunos rayos de luz en las casas de enfrente. Una o más personas estaban preparándose a bajar, a juzgar por el ruido de pasos que se oía repercutir en algún corredor.

El Corsario se había puesto rápidamente en pie, con la espada en la diestra y una pistola en la siniestra. Sus hombres se habían colocado a los lados de la puerta con las armas preparadas.

En aquel momento el huracán redoblaba su furia. El viento rugía a través de las calles, arrancando las tejas y desencuadrando las persianas, mientras lívidos relámpagos rompían las tinieblas con siniestro fulgor, y retumbaba el trueno. Algunas gruesas gotas comenzaban a caer con tal violencia que parecían granizo.

—¡Buena noche para venir a buscar a este señor! —murmuró Carmaux—. ¡Con tal de que la guarnición no se aproveche del temporal y nos juegue una mala pasada!

—Alguien viene —dijo Wan Stiller, que tenía un ojo pegado a la cerradura—. Veo luces detrás de la puerta.

El Corsario Negro, que empezaba a impacientarse, alzó de nuevo el pesado aldabón y lo dejó caer con estrépito. El golpe retumbó por el corredor. Una voz temblorosa gritó:

—¡Ya va, señores!

Se oyó un chirriar de cerrojos y cadenas, y la maciza puerta se abrió lentamente.

El Corsario Negro levantó la espada, dispuesto a herir en caso de ser acometido, mientras los filibusteros apuntaban los mosquetes.

Un hombre ya de edad, seguido de dos pajes de raza india, portadores de antorchas, apareció en el umbral. Era un hermoso tipo de anciano, que ya debía de haber pasado de los sesenta; pero aún robusto y erguido como un joven. Una larga barba blanca le cubría parte del pecho, y su cabellera, gris y larguísima, le caía sobre los hombros.

Llevaba un traje de seda oscura adornado de encajes, y calzaba altas botas con espuelas de plata; metal que en aquella época valía casi menos que el acero en las riquísimas colonias españolas del Golfo de México.

Una espada le colgaba al costado, y en la cintura llevaba uno de aquellos puñales españoles llamados de misericordia; arma terrible en una mano robusta.

—¿Qué quieren de mí? —preguntó el viejo con marcado temblor.

En vez de contestar, el Corsario Negro hizo seña a sus hombres de entrar y cerrar la puerta. El jorobado, ya inútil, fue dejado en la calle.

—Espero su respuesta —insistió el viejo.

—¡El caballero de Ventimiglia no está acostumbrado a hablar en los pasillos! —dijo el Corsario Negro con voz altanera.

—Síganme —dijo el viejo tras una breve vacilación.

Precedidos por los dos pajes, subieron una amplia escalera de madera roja y entraron en una sala amueblada con elegancia y adornada con trofeos españoles. Un candelabro de plata de cuatro luces estaba sobre una mesa con incrustaciones de metal y madreperlas.

El Corsario Negro se aseguró con una mirada de que no había más puertas, y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

—Tú, Moko, te pondrás de guardia en la escalera y colocarás la bomba detrás de la puerta. Ustedes, Carmaux y Wan Stiller, permanecerán en el corredor contiguo.

Y mirando al viejo, que se había tornado palidísimo, añadió:

—Y ahora, nosotros dos, señor Pablo de Ribeira, intendente del duque Wan Guld.

Cogió una silla y se sentó junto a la mesa, colocándose la espada desenvainada entre las piernas. El viejo seguía en pie y miraba con terror al formidable Corsario.

—Sabes quién soy, ¿no es cierto? —preguntó el filibustero.

—El caballero Emilio de Roccabruna, señor de Valpenta y de Ventimiglia —dijo el viejo.

—Celebro que tan bien me conozcas, señor de Ribeira —continuó el Corsario—. ¿Sabes por qué motivo he osado, solo con mi nave, aventurarme en estas costas?

—Lo ignoro; pero supongo que debe de ser muy grave el motivo para decidirte a tamaña imprudencia. No debes ignorar, caballero, que por estas costas está en crucero la escuadra de Veracruz.

—Lo sé —repuso el Corsario.

—Y que aquí hay una guarnición, no muy numerosa, pero superior a tu tripulación.

—También lo sabía.

—¿Y has osado venir aquí casi solo?

Una desdeñosa sonrisa plegó los labios del Corsario.

—¡No tengo miedo! —dijo con fiereza.

—Nadie puede dudar del valor del Corsario Negro —dijo Pedro de Ribeira—. Te escucho, caballero.

El Corsario permaneció algunos instantes silenciosos, y luego dijo con voz alterada:

—Me han dicho que tú sabes algo de Honorata Wan Guld.

En aquella voz había algo desgarrador. Parecía un sollozo ahogado. El viejo permaneció mudo y mirando con ojos asustados al Corsario. Entre ambos hubo unos momentos de angustioso silencio. Parecía que ninguno de los dos quería romperlo.

—¡Habla! —dijo por fin el Corsario—. ¿Es cierto que un pescador del mar Caribe te ha dicho que ha visto una chalupa arrastrada por las aguas y tripulada por una mujer joven?

—Sí —contestó el viejo con voz que parecía un soplo.

—¿Dónde se hallaba esa chalupa?

—Muy lejos de las costas de Venezuela.

—¿En qué sitio?

—Al sur de la costa de Cuba, a cincuenta o sesenta millas del cabo de San Antonio, en el canal del Yucatán.

—¡A tanta distancia de Venezuela! —exclamó el Corsario, golpeando el suelo con el pie—. ¿Cuándo encontraron la chalupa?

—Dos días después de la partida de las naves filibusteras de las playas de Maracaibo.

—¿Y estaba aún viva?

—Sí, caballero.

—¿Y aquel miserable no la recogió?

—La tormenta arreciaba, y su nave ya no podía resistir el embate de las aguas.

Un grito de desconsuelo salió de los labios del Corsario. Se cogió la cabeza entre las manos, y durante unos instantes el viejo solo oyó ahogados sollozos.

—¡Tú la has matado! —dijo el señor de Ribeira con voz grave—. ¡Qué tremenda venganza has cometido, caballero! ¡Dios te castigará!

Oyendo aquellas palabras, el Corsario Negro levantó vivamente la cabeza. Toda señal de dolor había desaparecido de su rostro para dejar lugar a una espantosa alteración. Su palidez era mortal, mientras una terrible llama animaba sus ojos.

—¡Dios me castigará! —exclamó con voz estridente—. Yo maté a aquella mujer a quien tanto amaba, pero ¿de quién fue la culpa? ¿Acaso ignoras las infamias cometidas por el duque, tu señor? Uno de mis hermanos duerme allá…, bajo el Escalda; los otros dos reposan en el báratro1 del mar Caribe. ¿Sabes quién los mató? ¡El padre de la mujer que yo amaba!

El viejo guardaba silencio y permanecía con los ojos fijos en el Corsario.

—Yo había jurado odio eterno a aquel hombre que había matado a mis hermanos en la flor de su edad, que había hecho traición a la amistad y a la bandera de su patria adoptiva, y que por oro había vendido su alma y su nobleza, mancillando infamemente su blasón, y he querido mantener mi palabra.

—¿Condenando a muerte a una joven que no podía hacerte ningún mal?

—La noche que abandoné a las aguas el cadáver del Corsario Rojo había jurado exterminar a toda su familia, como él había destruido la mía, y no podía faltar a mi palabra. Si no lo hubiera hecho, mis hermanos habrían salido del fondo del mar para maldecirme. ¡Y el traidor vive todavía! —repuso con ira tras una pausa—. El asesino no ha muerto, y mis hermanos me piden venganza. ¡La tendrán!

—Los muertos nada pueden pedir.

—Te engañas. Cuando el mar riela2, yo veo al Corsario Rojo y al Verde surgir de los abismos del mar y huir ante la proa de mi Rayo: y cuando el viento silba entre el cordaje de mi nave oigo la voz de mi hermano muerto en tierras de Flandes. ¿Me comprendes?

—¡Locuras!

—¡No! —gritó el Corsario—. Hasta mis hombres han visto muchas noches aparecer entre la espuma los esqueletos del Corsario Rojo y del Verde, que todavía me piden venganza. La muerte de la joven a quien yo adoraba no ha sido bastante para calmarlos, y sus almas atormentadas no reposarán hasta que yo haya castigado al asesino. Dime: ¿dónde está Wan Guld?

—¿Aún piensas en él? —exclamó el intendente—. ¿No te basta con su hija?

—No. Ya te he dicho que mis hermanos no están todavía satisfechos.

—El duque está muy lejos.

—¡Hasta el infierno iría a buscarle el Corsario Negro!

—Ve, pues, a buscarle.

—¿Adónde?

—Se dice que está en México.

—¿Se dice? ¿Tú que eres su intendente, el administrador de sus bienes, lo ignoras? ¡No seré yo quien lo crea!

—Sin embargo, no sé dónde se halla.

—¡Me lo dirás! —gritó con voz terrible el Corsario—. ¡La vida de ese hombre me es necesaria! Se me escapó en Maracaibo, en Gibraltar; pero ahora estoy resuelto a dar con él, aunque me fuera preciso hacer frente a toda la escuadra del virrey de México.

—No hablaré.

—Sin embargo, no ignoras las infamias cometidas por tu señor.

El viejo hizo un gesto negativo con la cabeza, y dijo con voz lenta:

—He oído narrar muchas cosas respecto del duque; pero ¿debo creerlas?

—¡Don Pablo de Ribeira! —dijo el Corsario con tono solemne—. ¡Soy un gentilhombre!

—Habla, pues, señor de Roccabruna.

El Corsario iba a abrir los labios, cuando se levantó, acercándose rápidamente a la ventana.

—¿Qué tienes? —le preguntó don Pablo con estupor.

El caballero no contestó. Inclinado hacia afuera escuchaba atentamente. La tormenta estaba en todo su apogeo. Truenos ensordecedores se sucedían sin cesar, y el viento silbaba por las calles, causando destrozos en tejados y fachadas. El agua caía a torrentes, estrellándose contra las paredes de las casas y el empedrado y corriendo rauda por las calles, convertidas en arroyos impetuosos.

—¿Has oído? —preguntó el Corsario con voz alterada.

—Nada, señor —repuso, inquieto, el anciano.

—¡Diríase que el viento trae hasta aquí los gritos de mis hermanos!

—¡Siniestra locura, caballero!

—¡No! ¡No es locura! ¡Las ondas del mar Caribe entonan a estas horas los salmos del Corsario Rojo y del Verde, víctimas de tu señor!

El viejo palideció y miró con espanto al Corsario. Era valeroso, pero supersticioso, como casi todos los de aquella época, y ya empezaba a creer en las extrañas fantasías del fúnebre filibustero.

—¿Has terminado, caballero? —dijo—. Acabarás por hacer que también yo vea a los muertos.

El Corsario se sentó de nuevo junto a la mesa. Parecía no haber oído las palabras del español.

—Éramos cuatro hermanos —empezó a decir con voz triste y lenta—. Pocos eran tan valientes como los señores de Roccabruna, Valpenta y Ventimiglia, y pocos tan devotos del duque de Saboya como lo éramos nosotros. La guerra había estallado en Flandes. Francia y Saboya combatían con extremo furor contra el sanguinario duque de Alba por la libertad de los generosos flamencos. El duque de Wan Guld, tu señor, separado del grueso del ejército franco-saboyano, se había atrincherado en una roca situada en una de las bocas del Escalda. Nosotros, fieles guardianes de la gloriosa bandera del heroico duque Amadeo II, estábamos con él. Tres mil españoles, con poderosa artillería, habían rodeado la roca, decididos a expugnarla. Asaltos desesperados, minas, bombardas, escalos nocturnos; todo lo habían intentado, y siempre en vano: el estandarte de Saboya nunca se había arriado. Los señores de Roccabruna defendían la fortaleza; antes se hubieran dejado hacer pedazos que entregarla. Una noche, un traidor comprado por el oro español abrió la poterna3 al enemigo. El primogénito de Roccabruna se lanzó a detener el paso a los invasores, y cayó asesinado por un pistoletazo disparado a traición. ¿Sabes cómo se llama el hombre que vilmente hizo traición a sus tropas y dio muerte a mi hermano?… ¡Era el duque Wan Guld; era tu señor!

—¡Caballero! —exclamó el anciano.

—Calla y escúchame —prosiguió el Corsario—. Al traidor le fue dada en pago de su infamia una colonia en el golfo de México, la de Venezuela; pero había olvidado que aún vivían otros tres caballeros de Roccabruna, y que estos habían solemnemente jurado por la cruz de Dios vengar la traición hecha a su hermano. Equipados tres navíos, zarparon hacia el golfo: uno de sus capitanes se llamaba el Corsario Verde; otro, el Rojo; el tercero, el Negro.

—Conozco la historia de los tres Corsarios —dijo el señor de Ribeira—. El Rojo y el Verde cayeron en poder de mi señor, y fueron ahorcados como vulgares malhechores.

—Y recibieron por mí honrosa sepultura en los abismos del mar Caribe —dijo el Corsario Negro—. Ahora, dime: ¿Qué pena merece el hombre que hace traición a su bandera y da muerte a tres hermanos? ¡Habla!

—Tú mataste a su hija, caballero.

—¡Calla, por Dios! —gritó el Corsario—. ¡No despiertes el dolor que roe mi corazón! ¡Basta! ¿Dónde está ese hombre?

—Está a cubierto de tus ataques.

—¡Lo veremos! Dime el sitio.

El anciano vaciló. El Corsario había levantado la espada. Una llama terrible brillaba en sus ojos. Algunos segundos de vacilación, y la acerada punta de la espada se hundiría en el pecho del intendente.

—En Veracruz—dijo el viejo, viéndose perdido.

—¡Ah!… —gritó el Corsario.

Se dirigía hacia la puerta, cuando entró Carmaux en la estancia. El filibustero tenía sombrío el rostro, y en sus miradas se leía una viva inquietud.

—¡Partamos, Carmaux! —le dijo el Corsario—. ¡Sé lo que quería saber!

—Mucho me alegraría de volver a bordo; pero creo que por ahora no sea fácil.

—¿Por qué?

—La casa está sitiada.

—¿Quién nos ha vendido? —preguntó el Corsario, mirando amenazadoramente al dueño de casa.

—¿Quién? ¡Ese maldito jorobado a quien dejamos en libertad! —dijo Carmaux—. Hemos cometido una imprudencia que acaso nos cueste cara, capitán.

—¿Estás seguro de que la calle está tomada por los españoles?

—Con mis propios ojos he visto dos hombres esconderse en el portal que hay frente a esta casa.

—¡Solo dos! ¿Y qué pueden hacer contra nosotros?

—¡Despacio, capitán! He visto otros dos en una ventana.

—Que son cuatro. ¡Vaya un número para nosotros! —dijo despreciativamente el Corsario.

—Puede haber más ocultos en las bocacalles, capitán —dijo Carmaux.

—¡Con semejante huracán, sus mosquetes no les servirán de nada!

—Pero cien picas y otras tantas espadas…

El Corsario permaneció pensativo un momento, y volviéndose a don Pablo le dijo:

—¿No hay en esta casa ninguna salida secreta?

—Sí, señor caballero —dijo el viejo, mientras un relámpago cruzaba sus negros ojos.

—¿Nos facilitarás la fuga?

—Si abandonas tus proyectos de venganza contra mi señor.

—¡Quieres bromear, señor Ribeira! —dijo con acento burlón el Corsario. El señor de Roccabruna no aceptará jamás tal condición.

—¿Prefieres que te hagan prisionero los españoles?

—Todavía no me han cogido, querido señor.

—Hay ciento cincuenta soldados en Puerto-Limón.

—No me asustan. Yo tengo a bordo ciento veinte lobos de mar capaces de hacer frente a un regimiento entero.

—Tu Rayo no está anclado frente a esta casa, caballero. Y no conoces el pasaje secreto.

—Pero lo conoces tú.

—No te lo indicaré si antes no juras dejar en paz al duque de Wan Guld.

—¡Pues bien; veamos! —dijo con voz estridente el Corsario.

Y amartillando rápidamente una pistola, gritó:

—¡O nos guías al pasaje secreto, o te mato! ¡Elige!


1. Báratro: infierno.

2. Rielar: temblar; vibrar con luz trémula.

3. Poterna: en las fortificaciones, puerta menor que cualquiera de las principales, y mayor que un portillo, que da al foso o al extremo de una rampa.

La reina de los caribes

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