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5 El asalto al Rayo

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Al oír el primer cañonazo el Corsario Negro, que hacía algunos minutos, vencido por su extremada debilidad y por la pérdida de sangre, había cerrado los ojos, despertó vivamente.

La joven india, que hasta entonces había permanecido junto al lecho sin apartar la vista del enfermo, se irguió, adivinando de dónde procedían aquellas detonaciones.

—Es el cañón, ¿verdad, Yara? —preguntó el Corsario.

—Sí, señor —repuso la joven.

—Mira a ver lo que ocurre en la bahía.

—Temo que esos disparos vengan de tu nave.

—¡Muerte del infierno! —exclamó el Corsario—. ¡De mi nave! ¡Mira, Yara! ¡Mira!

La joven india se acercó a la ventana y miró en dirección a la bahía. El Rayo seguía anclado en el mismo sitio; pero había puesto la proa hacia la playa de modo que dominase con los cañones de estribor el fuerte de la ciudad. En su puente y a lo largo de las bandas se veía moverse muchos hombres, mientras otros subían por los palos, acaso para tomar posiciones en las cofas.

Ocho o diez chalupas atestadas de soldados se dirigían hacia la nave, conservando entre sí una notable distancia. No era preciso ser práctico en cosas de guerra para comprender que en la bahía iba a sostenerse un combate. Aquellas chalupas corrían rápidamente sobre la nave, con la evidente intención de abordarla y, probablemente, de expugnarla.

—Señor —dijo con voz alterada la joven—, amenazan tu nave.

—¡A mi Rayo! —gritó el Corsario intentando levantarse—. ¡Ayúdame, muchacha!

—¡No debes moverte, señor! ¡Tus heridas se abrirán de nuevo!

—Ya volverán más tarde a cerrarse.

—¡Señor!

—¡Calla! ¡Oh! ¡Otro cañonazo! ¡Pronto! ¡Ayúdame!

Sin esperar a más se había envuelto en su tabardo, y con un potente esfuerzo de voluntad había saltado del lecho, manteniéndose en pie sin ningún apoyo. Yara se había precipitado sobre él y le cogió entre sus brazos. El Corsario había confiado demasiado en sus propias fuerzas, y estas le faltaban.

—¡Maldición! —exclamó mordiéndose los labios—. ¡Estar imposibilitado en estos momentos, cuando mi nave corre grave peligro! ¡Ah! ¡Ese siniestro viejo acabará por ser fatal a todos los de mi familia! ¡Yara, déjame que me apoye en tu hombro!

Se dirigía hacia la ventana, cuando vio aparecer a Carmaux. El bravo filibustero tenía el rostro sombrío y la mirada inquieta.

—¡Capitán! —exclamó corriendo hacia él y cogiéndole entre sus brazos—. ¿Se lucha en el mar?

—Sí, Carmaux.

—¡Mil bombas! Y nosotros aquí, sitiados, impotentes para llevar ayuda a nuestra nave, y contigo herido.

—Morgan sabrá defenderla. A bordo hay muchos valientes y muchos cañones.

—Pero aquí vuestra posición es insostenible, capitán.

—¡Corten la escalera y sálvense!

—Eso haremos dentro de poco.

—¡Vamos a la ventana, amigo! ¡Luchan fieramente en la bahía!

Un tercero y un cuarto cañonazo hacían retumbo sobre el mar, y se oían frecuentes descargas de mosquetería. Carmaux y Yara llevaron casi en peso al Corsario, haciéndole sentarse ante la ventana del torreón. Desde aquel sitio la mirada se extendía por toda la ciudad y dominaba por completo la bahía y hasta un inmenso trozo de mar.

La batalla entre el Rayo y las chalupas tripuladas por los soldados del fuerte se había trabado con mucho brío por ambas partes. La nave, que no quería abandonar la bahía sin antes haber recogido a su capitán, había anclado a trescientos metros de la playa, presentando a los asaltantes su estribor, mientras sus hombres se habían extendido por la borda, prontos a descargar sobre el enemigo sus largos fusiles.

Los dos cañones de cubierta habían ya disparado repetidas veces contra los asaltantes, y sus disparos no se habían perdido. Una chalupa, alcanzada de lleno por una bala, se había hundido, y se veía a los que la tripulaban intentar a nado volver a la playa. El Corsario Negro, de una sola ojeada, se había dado cuenta de la situación.

—¡Mi Rayo dará mucho que hacer a los asaltantes! —dijo—. Dentro de un cuarto de hora quedarán muy pocas chalupas a flote.

—Sin embargo, mi capitán, temo que haya algo peor —dijo Carmaux—. No me parece natural que esas chalupas se lancen al abordaje de una nave tan formidablemente armada.

—También yo sospecho algo, Carmaux. ¿No ves nada en alta mar?

—No, mi capitán. Pero la costa es muy alta, y esas escolleras muy bien pueden ocultar alguna nave.

—¿Tú crees?… —preguntó con cierta ansiedad el Corsario.

—Que los españoles esperan algún auxilio por la parte del mar.

—¡Mi Rayo cogido entre dos fuegos!

—El señor Morgan es hombre capaz de hacer frente a dos adversarios, capitán.

—Lo sé, y, sin embargo, estoy muy inquieto. ¿Habría alguna nave en la bahía de Chiriquí? Nosotros no la recorrimos del todo. ¡Oh! ¡Bravo Morgan! ¡Más metralla! ¡Límpiame el mar! ¡Así; así va bien! ¡Las chalupas llevarán pronto la peor parte!

—¡Aquí sí que nos va mal, mí capitán! —dijo Carmaux, que se había asomado por el agujero de la escalera—. ¿No oyes el estruendo que arman los españoles?

—¡Ve a socorrer a tus compañeros, Carmaux; a mí me basta con Yara!

—Creo que me necesitarán —dijo el filibustero cargando precipitadamente su fusil—. El primer hombre a quien vea puede darse por muerto.

Mientras Carmaux corría en socorro del hamburgués y del negro, los cuales comenzaban a encontrarse en mala situación a causa de los furiosos y repetidos ataques de los españoles, en la pequeña bahía la batalla iba tomando tremendas proporciones. Las chalupas, no obstante las terribles descargas de la nave filibustera y las graves pérdidas que les causaba, corrían animosamente al abordaje, enardeciéndose con gritos ensordecedores. Ya tres chalupas destrozadas por las balas filibusteras se habían ido a pique, y, sin embargo, las otras no se habían detenido. Se habían colocado en semicírculo para abordar a la nave por dos distintas partes, y forzaban los remos para llegar hasta los costados del barco y ponerse así a cubierto de los cañones de proa.

Hasta el fuerte, que dominaba la parte meridional de la bahía, había tomado parte en la acción. Aunque su guarnición no contaba más que con unas pequeñas piezas de artillería disparaba furiosamente, enviando algunas balas al puente de la nave. No obstante aquel doble ataque, la nave filibustera parecía burlarse de sus adversarios. Siempre firme en sus áncoras, se cubría de humo y de fuego, haciendo valientemente frente al fuerte y a las chalupas. Sus hombres ayudaban a los artilleros, tirando con matemática precisión sobre las tripulaciones de las chalupas, particularmente sobre los remeros. Si no sobrevenía algún nuevo enemigo, la victoria del Rayo era cierta.


El Corsario Negro, apoyado en la ventana, seguía atentamente los diversos episodios de la batalla. Parecía no sentir ningún dolor, y a ratos se animaba amenazando con el puño, ora al fuerte, ora a las chalupas.

—¡Ánimo, hombres del mar! —gritaba—. ¡Una buena descarga sobre aquella chalupa que va a abordarlos! ¡Ya no son más que nueve! ¡Fuego sobre el fuerte! ¡Desmantelen sus baluartes y hagan saltar su artillería! ¡Viva la filibustería!

—¡Señor, no te animes así! —decía Yara intentando en vano hacerle sentar—. ¡Piensa que estás herido!

El Corsario Negro, entusiasmado, parecía no oírla y haber olvidado por completo a su joven amiga. Continuaba alentando a sus valientes marineros, señalándoles los peligros y mirando a unos y a otros como si se encontrase en el puente de la nave o como si pudiesen oír su voz. Se había olvidado hasta de Carmaux, Wan Stiller y el negro, que peleaban ferozmente contra los españoles del corredor para impedirles expugnar el torreón.

Al cabo de un rato, un grito terrible salió de sus labios:

—¡Maldición!

Tres chalupas, no obstante las tremendas descargas de los filibusteros, habían llegado junto a la nave, poniéndose a cubierto de su artillería, mientras que a la derecha de la península que se extendía ante la bahía habían aparecido de improviso las altísimas arboladuras de dos navíos.

—¡Señor! —gritó Yara, que las había visto—. ¡Tu Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!

El Corsario iba a contestar, cuando penetraron en la estancia Carmaux, Moko y el hamburgués. Estaban rendidos y cubiertos de pólvora de los disparos. El último tenía el rostro ensangrentado por efecto de un tajo recibido en plena frente.

—¡Capitán! —grito Carmaux, mientras Moko retiraba precipitadamente la escalera y el hamburgués cerraba el hueco—. ¡La barricada ya no resiste!

—¡Ira de Dios; y el Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!

Los dos filibusteros y Moko se lanzaron a la ventana. Las dos naves antes vistas por el Corsario estaban en la bahía, cerrando por completo el paso al barco filibustero. No eran dos simples veleros, sino dos naves de alto bordo, poderosamente armadas y provistas de numerosa tripulación; dos verdaderas naves de combate, en suma, capaces de medirse ventajosamente con una pequeña escuadra.

Los filibusteros del Rayo, guiados por Morgan, no habían perdido el ánimo ni se habían dejado sorprender. Con una prodigiosa celeridad habían levado anclas y desplegado el trinquete1, la mayor y la de gavia2, poniéndose pronto al viento. El Corsario Negro y sus compañeros creyeron al principio que Morgan había tomado la heroica resolución de lanzar al Rayo contra las dos naves antes de que estas se dispusiesen al combate, e intentar con un ataque fulminante ganar el largo para sustraerse a la lucha; pero pronto comprendieron que no era tal la intención del astuto lugarteniente.

El Rayo, aprovechando un golpe de viento, había evitado primero hábilmente el abordaje de las primeras chalupas que le alcanzaron, y con una bordada había entrado en el pequeño puerto, situándose tras un islote que se alzaba entre la costa y la península formando una especie de dique.

—¡Ah, bravo Morgan! —exclamó el señor de Ventimiglia, que había comprendido la atrevida maniobra del Rayo—. ¡Ha salvado mi nave!

—¡Pero los dos navíos irán a sacarle del refugio! —dijo Carmaux.

—Te engañas —repuso el señor de Ventimiglia—. No hay agua suficiente para barcos de ese calado.

—Más tarde nos impedirán la salida a nosotros.

—Eso ya lo veremos, Carmaux. Sin embargo, será preciso que nos vayamos un día u otro. No tengo la menor intención de permanecer meses aquí.

Y añadió con terrible acento:

—¡Ya sabes que tengo prisa por ir a Veracruz!

—¿A buscar a ese condenado viejo?

—¡Calla, Carmaux! —repuso sordamente el Corsario.

E inclinándose hacia el suelo escuchó con profunda atención.

—Me parece que los españoles han deshecho la barricada y han entrado.

—Sí; oigo murmullo de voces debajo de nosotros —dijo Wan Stiller—. Deben de haber destrozado el entredós.

—Hay que impedirles la entrada hasta que hayamos hecho las señales —dijo el Corsario—. Ya es mediodía.

—Aún podemos resistir ocho o nueve horas —repuso Carmaux—. ¡Ánimo, amigos! ¡Parapetémonos aquí y abramos agujeros para pasar el cañón de nuestros arcabuces!

—Vayan, pues, valientes.

—Y tú acuéstate, señor —dijo la joven india.

—¡Imposible! —dijo el Corsario con voz sorda—. ¡Me interesa demasiado mi nave para abandonar esta ventana!

Mientras Carmaux y sus compañeros hacían sus preparativos de defensa, las dos naves de alto bordo habían echado anclas frente a la bahía, guardando una distancia de doscientos metros entre sí, y presentando el estribor a la costa, a fin de descargar toda la banda contra el Rayo en el caso de que este hubiese intentado forzar el bloqueo.

Morgan no tenía intención alguna de presentar batalla a tan fuertes adversarios. Aunque tuviese a sus órdenes una tripulación resuelta a todo, no se consideraba bastante fuerte para luchar contra los cuarenta o más cañones de las fragatas, y menos con su capitán en tierra. Rechazadas con algunos certeros disparos las chalupas que habían intentado abordar al Rayo, y reducidos al silencio los cañones del fortín, había hecho anclar tras el islote, conservando sueltas, sin embargo, las velas bajas, para poder aprovechar cualquier acontecimiento que le permitiese forzar el paso o asaltar una u otra nave.

Los dos barcos enemigos, tras algunos ineficaces disparos, habían botado al agua algunas embarcaciones que se habían dirigido hacia el fortín. Probablemente sus comandantes iban a ponerse de acuerdo con la guarnición para intentar un nuevo ataque contra el Rayo.

—La cosa se pone seria —murmuró el Corsario, que las había seguido con la mirada—. Si logro libertarme de los soldados que me tienen prisionero, prepararé a las dos fragatas una desagradable sorpresa. Veo una barcaza amarrada junto al islote, que servirá admirablemente a mis proyectos. ¡Yara, ayúdame a volver al lecho!

—¿Estás fatigado, señor? —preguntó la joven india.

—Sí —repuso el Corsario—. Más que las heridas, me ha rendido la emoción.

Se separó de la ventana y, apoyándose en la joven, volvió a acostarse, sin apartar de sí las pistolas ni la espada.

—¿Cómo va eso, valientes? —preguntó a Carmaux y a sus dos compañeros, ocupados en abrir agujeros en el suelo.

—¡Mal, capitán! —repuso Carmaux.

—¿Qué hacen?

—Están en consejo.

—¿Son muchos?

—Unos veinte, lo menos.

—¡Si nos dejasen en paz hasta la noche!

—¡Uf! Lo dudo, capitán.

En aquel momento se oyó un golpe violento que hizo retemblar el suelo. Carmaux, que estaba echado espiando a los españoles por una pequeña rendija que había abierto en el entarimado, se puso en pie y cogió su arcabuz.

En la estancia inferior se oyó una voz imperiosa que gritaba:

—¿Con que se rinden? ¿Sí, o no?

Carmaux miró al Corsario riendo.

—¡Contesta! —le dijo este.

—Te ruego que repitas la pregunta, por ser yo algo corto de oído —gritó el filibustero pegando los labios a la rendija.

—Te pregunto si se rinden —repitió la voz.

—¿Y por qué motivo quieres que te cedamos las armas?

—¿No ven que ya están presos?

—Realmente, no nos habíamos dado cuenta—, repuso Carmaux.

—Estamos debajo de ustedes.

—Y nosotros estamos encima, querido señor.

—Podemos hacerlos saltar por los aires.

—Y nosotros podemos hundir el piso y aplastarlos a todos. Ya ves que tenemos ventajas.

—Dile al Corsario Negro que se rinda si quiere salvar la vida.

—¡Sí, como la salvaron el Corsario Rojo y el Verde! —replicó Carmaux con ironía—. Los conocemos ya muy bien, señores míos, y sabemos lo que valen sus promesas.

—Les advierto que los haremos prisioneros lo mismo. ¡Y que su Rayo está bloqueado!

—¡Sus cañones no están cargados con pastillas de chocolate precisamente!

—¡Camaradas, hundamos el parapeto! —gritó el español.

—¡Amigos, preparémonos a desplomar el pavimento sobre la cabeza de estos señores! —gritó Carmaux—. ¡Haremos de ellos una soberbia mermelada!


1. Trinquete: vela que se larga en el trinquete (palo de proa).

2. Gavia: vela que se coloca en uno de los masteleros (palo o mástil menor) de la nave.

La reina de los caribes

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