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Francis Bacon sobre la filosofía de la ciencia y el pollo congelado

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Cuando me bajé del tren en Fairbanks, el aire ártico me azotó el rostro. Sabía a lata. Al ir menguando la luz del día, los vagones resplandecían con un rosa crepuscular. Intenté no sonreír cuando la pareja lujuriosa me adelantó de un empujón para quedarse con el primer taxi. Me eché la mochila al hombro y me despedí de la gente con quien había hablado durante el viaje: la señora del gorro de lana azul que repartió huevos duros mientras explicaba que Obama había falsificado su partida de nacimiento, el cobrador que creía que el Gobierno estaba transformando las auroras boreales en armas.

Tras haberme pasado todo el día encogida en un asiento, decidí ir a pie hasta Fairbanks. Hacía buena temperatura cuando eché a andar, aunque no vi ni un alma en las calles. Las afueras de la ciudad me parecieron pobres y vacías. Había nieve en los tejados y en las zonas verdes, y el río seguía congelado. Casi todos los edificios parecían cubos de poca altura apiñados unos contra otros. Supongo que eso facilita la calefacción. Cuando entré en los barrios residenciales, ya con más vegetación, empezaron a aparecer casas recubiertas de listones de madera, todo franjas y triángulos. Yo me alojaba en una de ellas, en un bed and breakfast de estilo antiguo cuyo anuncio prometía cocina de hierro fundido y bañeras de patas con forma de garra. Resultó ser tan cursi como me esperaba: recargadísimo de historia estadounidense, lleno de volutas doradas y encaje e invadido por los tapetes.

Yo era la única huésped del edificio; ni siquiera la chica que me atendió al llegar se quedaba allí.

—No es temporada alta de turismo —me explicó—. Ya es tarde para las cosas de invierno y aún es pronto para las de verano.

—No pasa nada. ¿Hay algo que hacer por la noche?

Hizo una mueca y me dedicó una clarísima mirada de «otra turista gilipollas».

—Vale.

Me pasé la tarde escribiendo. Me instalé en el salón, que era grande pero daba sensación de agobio. Una mesa de caoba inmensa dominaba el espacio y se mataba con las vitrinas que cubrían las paredes y sobresalían formando ángulos extraños. Las lámparas de araña arrojaban curiosos rectángulos de luz que insinuaban marcos de foto chapados en oro y teteras de plata. Las bombillas no tenían potencia suficiente para iluminar la sala en condiciones, por lo que los bordes eran sombras oscuras y burdas agazapadas en las esquinas. Mi ordenador portátil emitía un resplandor hacia arriba y dibujaba los contornos de lo que me pareció un buey almizclero disecado. Me pregunté qué habrían hecho con él los primeros científicos.

La ciencia occidental tiene una deuda enorme con Francis Bacon, uno de los primeros pensadores modernos. Hace mucho mucho tiempo, los europeos creían que era posible entender las plantas y los animales solo con reflexionar sobre ellos. Podías sentarte en un sillón y razonar que el musgo es un tipo de planta, mientras que los líquenes son una mezcla de alga y hongo. A comienzos del siglo XVII, Bacon tumbó ese mito. Transformó la filosofía europea de la ciencia al sostener que no se podía entender el mundo de la naturaleza solo con reflexionar sobre él. Y los viajes fueron fundamentales para llegar a esa conclusión.

Estudió en Cambridge y viajó por Francia antes de empezar su carrera política. Su estrella creció y menguó a lo largo de su vida. En el punto más alto de esa estrella, Bacon fue miembro del Parlamento, consejero de la reina, Lord Canciller. Y, en el punto más bajo, estuvo en la cárcel por deudas económicas y fue destituido por corrupción. Durante su vida profesional, escribió sobre religión, ética, derecho, sociedad, filosofía y ciencia. Incluso tuvo tiempo de escribir parte de una novela utópica, Nueva Atlántida.

En la época de Bacon, la «ciencia» tal como la conocemos no existía. La filosofía, sí. En su sentido más amplio, la filosofía es el estudio de la realidad y de nuestras relaciones con ella. Hoy en día, incluye de todo, desde la metafísica hasta la ética. En el pasado, era incluso más amplia: llegó a incluir la «filosofía natural». El filósofo natural investigaba el mundo natural y estudiaba la biología de plantas y animales, la química de líquidos raros, la física de los cuerpos en movimiento y los planetas.

Aunque la filosofía natural se parece bastante a la ciencia que conocemos hoy, hay diferencias. Mientras estudiaban aves y rocas, los filósofos naturales también investigaban la inmortalidad del alma humana y las obras de Dios en la tierra. De ahí que la ciencia primitiva esté tan mezclada con la filosofía y la teología. La vanguardista teoría de las mareas de Descartes se basa en su metafísica de la materia. La teoría de la gravedad de Newton, así como su revolucionaria explicación del movimiento de los planetas, hunde sus raíces en Dios. Se dice que la ciencia occidental surgió como disciplina independiente en el siglo XIX: William Whewell acuñó el término inglés scientist (‘científico’) en 1883 (tras señalar que Coleridge prohibía a los hombres de ciencia describirse a sí mismos como «filósofos»).32 Mediante la filosofía de la ciencia, Bacon dio comienzo al proceso por el que la ciencia se distinguió de la filosofía.

Mesas, aves, colinas, rocas, estrellas: todas estas cosas componen el mundo material en el que vivimos. Cuando este mundo se investigaba, tradicionalmente, a través de la razón, un filósofo medieval que quisiera entender los robles se ponía a reflexionar sobre ellos. Podía empezar por sopesar la naturaleza de la materia, después la de la materia viva y llegar por fin a la naturaleza de los árboles.

Bacon sostenía que este planteamiento medieval era absurdo; lo comparaba con el hecho de que una tela de araña salga del interior de la propia araña. En lugar de este planteamiento tradicional, defendía el «experimentalismo». Los experimentalistas recopilan información sobre el mundo a través de la observación y la experimentación. Bacon los comparaba con las abejas: recogen los productos de la naturaleza, «flores del jardín y del campo», y los transforman en la miel del auténtico conocimiento.33

A Bacon no le interesaba únicamente la recopilación de datos científicos. También le interesaba la filosofía que subyace en el experimentalismo. Poco a poco, fue desarrollando una nueva filosofía de la ciencia. Sostenía que debemos recopilar información sobre el mundo a través de la observación y la experimentación, y usar esa información para crear axiomas (principios). Luego, esos axiomas se han de comprobar a través de más observación y experimentación, lo que da lugar a axiomas más generales.

El método de Bacon se puede imaginar como una especie de escalera. En el peldaño inferior, los científicos recopilan información sobre cosas concretas. Por ejemplo, una bióloga que esté observando los animales de Norteamérica se da cuenta de que muchos alces mudan el pelaje en mayo. Sube un peldaño y formula un axioma: «Los alces de Alaska mudan el pelaje de invierno en primavera». Podría comprobarlo con más observación. Si parece sólido, puede combinarlo con otros axiomas sobre los alces, por ejemplo: «Los alces de Yellowstone mudan el pelaje de invierno en primavera». Subiendo un peldaño más, podría formular una observación más general: «Todos los alces mudan el pelaje de invierno en primavera».

La ciencia iría avanzando con la recopilación de datos y la creación de axiomas sobre ellos. Aunque Bacon subrayaba la importancia de la observación y la experimentación, no pretendía suprimir del todo el «pensamiento de sillón». Nuestro mundo contiene algunas cosas cuya naturaleza solo podemos entender a través de la reflexión, incluida la propia ciencia.

A la mañana siguiente, cogí el autobús hasta el Museo del Norte de Fairbanks. Es un edificio impactante, todo modelado con cornisas y curvas blancas. Una mezcla entre la Ópera de Sídney y un iceberg. Pasé una hora curioseando por la Galería de Alaska, mirando vitrinas y leyendo cartelas. Se centraba, sobre todo, en la historia natural: huesos de mastodonte, oro y otras maravillas minerales, águilas, castores y caribús disecados. En medio de todo, el «bebé azul», un bisonte estepario momificado de la Edad de Hielo, excavado del permafrost.

Creo que a Francis Bacon le habría parecido bien este museo. En La Gran Restauración (Novum Organum), de 1620, sostenía que el ser humano debía crear una historia natural completa. El Museo del Norte está trabajando en una pequeña pieza de este rompecabezas, al aportar una historia natural de Alaska. Bacon era muy consciente de que una historia natural del universo entero sería inmensa: calificaba la obra de «regia», pues requeriría de «mucho esfuerzo y muchos gastos».34

En La Gran Restauración se destacan, como temas de estudio, los siguientes:

 Historia de los cuerpos celestes o historia astronómica.

 Historia de los relámpagos, de los rayos, de los truenos y de las centellas.

 Historia de las lluvias normales, tempestuosas, prodigiosas y de las llamadas cataratas celestes y similares.

 Historia de las nubes, según se ven en lo alto.

 Historia del aire en su totalidad o según la configuración del mundo.

 Historia del granizo, de la nieve, del hielo, de la escarcha, de la niebla, del rocío y similares.

 Historia de la tierra y del mar, de su figura, disposición y configuración recíprocas, de su extensión mayor o menor, de las islas de tierra en el mar, de los golfos, de los lagos salados en la tierra, de los istmos, de los promontorios.

 Historia de los movimientos (si los hay) del globo de la tierra y del mar y de los experimentos por los que dichos movimientos pueden ser establecidos.

 Historia de la llama y de los cuerpos ígneos.

 Historia química de los metales y de los minerales.

 Historia de los peces, de sus partes y de su generación.

 Historia de los flujos y reflujos del mar, de las corrientes, de las ondulaciones y restantes movimientos del mar.

 Historia de los restantes accidentes del mar, de su salinidad, de sus diversos colores, de su profundidad y de las rocas, montes, valles submarinos y similares.35

Desde luego, ambición no le faltaba. Hasta reclamaba una historia natural de los prestidigitadores y saltimbanquis.

En este proyecto, los viajes eran fundamentales. Según Bacon, no podemos entender los mares y sus peces si nos quedamos sentados en el sillón. Hay que salir al mundo y buscar por ahí. El frontispicio de la versión original de La Gran Restauración (véase la ilustración siguiente), subraya la importancia de viajar. Uno de los barcos está zarpando rumbo a un océano infinito y el otro viene de regreso, con la línea de flotación muy arriba debido al peso de los tesoros que trae.


La Gran Restauración, de Bacon.

Los barcos aparecen entre las columnas de Hércules, sobre las rocas que flanquean el estrecho de Gibraltar. En las mitologías griega y romana, Hércules (Heracles, para los griegos) es el intrépido hijo de Zeus o Júpiter. En un mito, Hércules llegó hasta las columnas, que en ese momento pasaron a representar los límites del mundo conocido. En ellas estaba tallada la inscripción «nada hay más allá» (nec plus ultra), una advertencia a los barcos para que no siguieran avanzando. (En Guía para viajeros inocentes, Mark Twain se queja de que los antiguos escribieron libros y libros sobre las columnas, pero jamás mencionaron el continente americano: «… y, sin embargo, debían de saber que existía»).

En el frontispicio del libro de Bacon, los barcos navegan más allá de las columnas. Esto simboliza la opinión de que debemos ampliar los límites de nuestro conocimiento. Bajo los barcos, figura la frase: «Muchos correrán de aquí para allá, y el conocimiento aumentará» (Multi pertransibunt et augebitur scientia). Es decir, viajar acrecentará nuestro entendimiento del mundo.

Las exigencias de Bacon llegaron en un buen momento. Europa estaba viviendo su «Era de los Descubrimientos», un tramo de la historia occidental que abarca desde finales del siglo XV hasta el XVII. Las técnicas navieras y de construcción de buques habían avanzado hasta el punto de que las travesías largas eran razonablemente seguras y los barcos partían para ver qué había más allá del horizonte. Buscaban nuevas rutas comerciales y nuevas tierras que colonizar (sin preocuparse de los pueblos que ya vivieran en ellas).

Los navegantes portugueses, franceses, españoles, holandeses y británicos iban en cabeza. En la década de 1490, Cristóbal Colón partió hacia las Américas, en un intento fallido de arribar a la costa occidental de Asia. En 1500, Pedro Alvares Cabral zarpó desde la India hacia Brasil y reclamó Brasil para Portugal. Martin Frobisher exploró Canadá y trató de encontrar el esquivo paso del noroeste: una supuesta ruta comercial de Europa a Asia por el Ártico. En torno a 1520, Fernando de Magallanes circunnavegó la Tierra. En 1578, Francis Drake llegó al Pacífico y se convirtió así en el primer inglés en recorrer el recién bautizado estrecho de Magallanes. En las décadas de 1660 y 1670, James Cook cartografió y reclamó partes de Alaska, Nueva Zelanda y Australia.

A los europeos les entusiasmaban estos viajes. En el Atlas Maritimus británico, de 1670, John Seller enumera con orgullo «los descubrimientos que han llevado a cabo en estos doscientos años los valiosos hombres de nuestra nación, así como extranjeros».36 Describe, por ejemplo, cómo Richard Chancellor encontró una ruta marítima hasta Rusia; cómo Henry Hudson llegó hasta la latitud de 81 grados en su intento de descubrir el Polo Norte y descubrió la bahía de Hudson; cómo Hugh Willoughby descubrió Groenlandia, a la que puso el sobrenombre de «Nueva Tierra del rey Jacobo» antes de «morir por congelación».

Bacon creía firmemente que, al igual que Colón había ido más allá de Europa, los intelectuales debían ir más allá de su herencia medieval. En algunas ilustraciones posteriores de las columnas de Hércules, la inscripción cambió de «nada hay más allá» a «id aún más lejos».

¿Fue una coincidencia el hecho de que Bacon empezara a ensalzar los viajes durante lo que se conoce como Era de los Descubrimientos? Por supuesto que no. Al igual que Seller, Bacon se vio envuelto por la marea que amplió el mundo europeo. Y eso me ayudó a responder a una pregunta que me había surgido durante el proceso de investigación. Al comienzo, me di cuenta de que este libro iba a tratar solamente de la filosofía occidental del viaje. Tendría que haber nuevos libros que trataran los viajes en la filosofía china, india o africana. (Aunque las filosofías también viajan, y la filosofía occidental hunde sus raíces en la filosofía griega clásica, que, a su vez, puede derivar de la filosofía africana: Aristóteles atribuye a los egipcios muchas ideas importantes.37) Aparte de alguna que otra observación de Platón, los enfoques occidentales más antiguos sobre filosofía y viaje que encontré eran los de Montaigne, Bacon y Descartes. ¿A qué se debía eso? Me di cuenta de que la respuesta estaba en la Era de los Descubrimientos europea. Los viajes se estaban convirtiendo en una parte importantísima de la sociedad, y los filósofos se implicaron igual que todos los demás.

La ambición de Bacon no debe subestimarse. Mientras que los exploradores europeos trataban de crear mapamundis, Bacon intentaba, literalmente, crear un nuevo mundo. No creía, sin más, que su nueva filosofía de la ciencia llevaría a una historia natural completa: también creía que llevaría al apocalipsis.

En la actualidad, el término «apocalipsis» suele hacer referencia al fin del mundo, del peor modo posible. Surge cuando se habla de guerra nuclear o de cambios climáticos drásticos. En la Europa del siglo XVII, el término también hacía referencia al fin del mundo, pero con la posibilidad de renovación. Como la mayoría de sus contemporáneos, Bacon creía que los humanos habían caído de la gracia divina, pero que serían devueltos a ella. El libro del Génesis describe «la caída» de la humanidad. Dios creó a Adán y Eva en un paraíso, el Jardín del Edén. Una serpiente tentó a Eva para que comiera de una manzana prohibida, Eva convenció a Adán para que también comiera de ella y Dios los expulsó a los dos del Edén. Más adelante, la Biblia dice que Dios, al final, devolverá al ser humano al paraíso y hará «nuevas todas las cosas». En pasajes como los del Apocalipsis 21:1-5 se menciona la renovación de Jerusalén, de forma que la ciudad estará en el centro del nuevo paraíso. En el centro de Jerusalén está el templo de Salomón, que será reconstruido.

El título de La Gran Restauración, de Bacon, hace una referencia especial a la reconstrucción del templo de Salomón. Bacon dedicó su libro al rey Jacobo I, conocido como «el nuevo Salomón». De esta forma, está diciéndoles a los lectores que su nuevo método científico acabará restaurando el templo de Salomón y devolviendo a los humanos al paraíso.

Tras descubrir unos cuantos símbolos religiosos en la obra de Bacon, es imposible no verlos por todas partes. Volvamos al frontispicio de La Gran Restauración. La frase que hay debajo de los barcos está sacada de una profecía bíblica sobre lo que precederá al apocalipsis:

Será un tiempo de angustia cual nunca hubo desde que existen las naciones hasta entonces […]. Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra despertarán, unos para la vida eterna, y otros para la ignominia, para el desprecio eterno. Los entendidos brillarán como el resplandor del firmamento […]. Muchos correrán de aquí para allá, y el conocimiento aumentará. (Daniel 12:1-4)

Aumentar los viajes y el conocimiento es una señal de que el fin del mundo se acerca, pero en el buen sentido.

Bacon era muy consciente de la simbolización que estaba introduciendo, y en otro punto escribe lo siguiente:

Por eso sería vergonzoso para los hombres que si el ámbito del globo material (es decir, de las tierras, mares, astros) se ha abierto e iluminado inmensamente en nuestra época, el globo intelectual permanecerá, sin embargo, clausurado dentro de los límites estrechos de los descubrimientos de los antiguos. Estas dos empresas, la apertura de la Tierra y la apertura de las nuevas ciencias, no están ligadas y engarzadas entre sí de un modo trivial. Los viajes y travesías remotos han dado a conocer muchas cosas de la naturaleza que pueden arrojar una luz nueva sobre la filosofía y la ciencia humanas y corregir, por vía de la experiencia, las opiniones y conjeturas de los antiguos. No solo la razón, sino la profecía, las conecta. ¿Qué otra cosa iba a decir el profeta, si no, cuando, al hablar de los últimos tiempos, afirma: «Muchos correrán de aquí para allá, y el conocimiento aumentará»? ¿Acaso no se refiere a que la exploración de la Tierra redonda y el aumento o multiplicación de la ciencia estaban destinados a producirse en la misma época y el mismo siglo?38

Esta profecía respalda la conexión que establece Bacon entre viajar y la ciencia.39

El filósofo inglés subrayó durante toda su vida la importancia de salir al mundo, y esto al final acabó matándolo. Según lo que se cuenta de sus últimos días, Bacon estaba viajando en carruaje por Highgate cuando lo sorprendió una nevada impropia de la estación. Sabía que la carne podía conservarse con sal y quería comprobar si el frío surtiría el mismo efecto. Le compró un pollo a una mujer pobre, le pidió que lo degollara y luego él mismo lo rellenó de nieve. Por llevar el pollo de vuelta al carruaje, quizá incluso por mantener el gélido animal en su regazo, pilló un resfriado que resultó fatal.

En su lecho de muerte, le escribió a un amigo:

Casi corro la misma suerte que Cayo Plinio el Viejo, que perdió la vida intentando llevar a cabo un experimento sobre el monte Vesubio, pues yo también estaba deseoso de probar un experimento o dos relativos a la conservación y endurecimiento de los cuerpos. En cuanto al experimento en sí, resultó en un éxito rotundo.40

Bacon había descubierto el pollo congelado. Y, en un sorprendente giro de guion, se dice que el fantasma del pollo ronda por Pond Square, la plaza donde murió. El espectro a medio desemplumar lleva siglos apareciéndose; durante la Segunda Guerra Mundial hubo varios avistamientos entre quienes vigilaban por si había ataques aéreos.41

Tras la muerte de Bacon, su filosofía de la ciencia galvanizó la investigación científica. Inició una sucesión de acontecimientos que condujeron, entre otras cosas, a la creación de los museos de historia natural como los conocemos en la actualidad. Su influencia alcanzó el culmen durante mediados del siglo XVII, cuando un grupo de filósofos naturales inspirados por Bacon fundaron la British Royal Society. Encabezados por pensadores como Robert Hook y Robert Boyle, aspiraban a convertir en realidad la visión baconiana de una historia natural completa.

Al igual que Bacon, la Royal Society estaba obsesionada por recopilar datos sobre tierras remotas. Sus miembros se reunían para comentar los libros y «curiosidades» de viajes más recientes (como el último paquete de semillas que les hubiera llegado), y publicaban sus hallazgos en su propia publicación periódica, Philosophical Transactions of the Royal Society, que suele citarse como la primera revista científica.

Aunque el trabajo de la Royal Society progresaba, a veces se estropeaba por culpa de una borrachera. En 1664 se creó en su seno un comité especial para leer literatura de viajes. Confeccionaron una lista de libros y cada miembro eligió uno para leerlo todos con detenimiento. Sin embargo, uno de ellos explicó más tarde en una carta que, en lugar de leer, se retiraban a la cava de vinos de su anfitrión. «Dejo en tus manos adivinar que nuestros intercambios y entretenimiento tenían lugar bajo tierra, en la Gruta, y cerca del pozo, que es donde se conservan decenas y decenas de botellas de vino».

Además de leer (o intentar leer) nuevos libros de viajes, la Royal Society empezó a publicar peticiones de información. Robert Boyle, el padre fundador de la química, elaboró una de estas peticiones, titulada Instrucciones generales para una historia natural de un país, grande o pequeño. Boyle pedía los siguientes tipos de información sobre países extranjeros:

 la longitud y latitud del lugar;

 la temperatura del aire;

 qué fenómenos meteorológicos es más o menos propenso a producir el aire;

 qué tipos de peces cabe encontrar en el país: su número, tamaño, calidad, temporadas, pescas, peculiaridades de cualquier tipo.42

Del mismo modo, Edward Leigh preguntaba por el clima de un país, la «riqueza o aridez de la tierra», la densidad de población, sus productos, plantas, bestias, aves, peces e insectos.43

Esta nueva concepción de los viajes como forma de recolección de datos que tenía la Royal Society afectó al viaje europeo en muchos aspectos. En primer lugar, dio lugar a un nuevo tipo de viajero: el científico. Para ilustrar esto, veamos una taxonomía de los viajeros, creada en 1606 por un caballero inglés.

Sir Thomas Palmer, el Viajador, se centraba en el viaje «regular», «una actividad honorable u honrada de los hombres». No explicaba qué entendía por viaje «irregular», aunque escribía, con pesimismo, que «casi todos los hombres lo averiguarán con la experiencia». Palmer distinguía tres tipos de viajeros regulares. Los viajeros involuntarios no han elegido salir al extranjero, están proscritos o exiliados. Los viajeros no voluntarios están en el extranjero para desempeñar asuntos de Estado: mediadores, embajadores, «hombres de guerra» y espías. (Palmer dedicó este amable consejo a los espías: «Han de guardarse de que se los conozca como miembros de la inteligencia».) Los viajeros voluntarios han elegido ir al extranjero para cumplir sus propios intereses: mercenarios, comerciantes, estudiantes y médicos.44 El tipo de viajero que está totalmente ausente de la taxonomía de Palmer es el filósofo natural o científico. Ese concepto de viajero no existía a comienzos del siglo XVII, pero, gracias a la Royal Society, sí que existió a finales.

Entre los primeros científicos viajeros se encuentran Henry Blount, John Ray y Francis Willughby. En el siglo XIX, Charles Darwin continuó esta tradición con su expedición en el Beagle. De hecho, Darwin comienza El origen de las especies con una cita de Bacon, en la que se dice que ningún hombre puede «indagar mucho o aprender demasiado» en la teología o en la filosofía.45

El proyecto de la Royal Society se enriqueció con las aportaciones de muchos otros tipos de viajeros: capitanes de la armada, gobernadores coloniales, embajadores, comerciantes. Su ayuda era especialmente bien recibida en la Royal Society porque a esta le salía «gratis», ya que los salarios los pagaban otros.

El segundo efecto que tuvo la Royal Society sobre los viajes está relacionado con los destinos. A partir de la década de 1660, la sociedad empezó a pedir información acerca de lugares concretos, como Groenlandia, el Caribe, Hungría, Transilvania, África, Egipto, Persia, Virginia y Brasil. Sus miembros espigaban datos sobre estos sitios en libros de viajes, pero la escasa información que tenían solía motivar más preguntas:

 «¿Habrá hombrecillos enanos en las bóvedas de las Canarias, como se cuenta?»

 ¿Existe un lugar en Brasil en el que «hay una madera que atrae a los peces y un pez que mira hacia el viento cuando está colgado de un hilo»?

 En Brasil, ¿es posible crear sapos «arrojando un tipo de agua mora»?

 En Egipto, «¿siguen apareciendo el Viernes Santo piernas y brazos de hombres como salidos del suelo, en número abundante y en un lugar situado a cinco millas de la ciudad de El Cairo?». «¿Cómo puede llevarse a cabo ese engaño?»

 Respecto a Islandia, «¿qué se dice sobre la lluvia de ratones?».46

La relación entre viaje y ciencia se ha mantenido a lo largo de toda la historia de los exploradores británicos. Pensemos, por ejemplo, en la carrera del Polo Sur. En muchos testimonios anglófonos se afirma que a Amundsen «solo» le importaba llegar al polo, al tiempo que se elogia a Scott por su interés en la investigación sobre la Antártida.

El tercer efecto es que se desarrolló una obsesión por las curiosidades. Una oleada de viajeros con intereses científicos empezó a colmar la Royal Society de objetos pintorescos. En 1704, un europeo se regocijaba:

La Historia natural y moral se embellece con el valiosísimo aumento de muchos miles de plantas que nunca antes había recibido, de innumerables fármacos y especias, de gran variedad de bestias, aves y peces, de incontables variedades de minerales, montañas y aguas, de una diversidad inconmensurable de climas y hombres.47

Cuanto más extraños fueran estos objetos, mejor.

Esto se debe a que, en la filosofía de la ciencia de Bacon, las cosas raras son importantes. Las cosas raras pueden ser naturales o elaboradas: elefantes o relojes de péndulo a la última. Bacon también creía que había que estudiar a los «monstruos». La recopilación de información sobre criaturas biológicas anómalas, como las cabras de dos cabezas, mejoraría nuestro entendimiento de las obras de la naturaleza. Las colecciones de esos objetos extraños se conocían como «gabinetes de curiosidades».

A mediados del siglo XVII, Robert Hubert amasó gran cantidad de objetos de este tipo, descritos en su obra A Catalogue of the Many Natural Rarities, with Great Industry, Cost, and Thirty Years Travel into Foreing Parts ('Catálogo de las muchas rarezas naturales, con gran tesón, coste y treinta años de viajes por lugares del extranjero'). Su gabinete contenía «peces enteros» y «partes de peces», una momia egipcia «adornada de jeroglíficos», «piedras de forma extraña», un trozo de «vieja corteza de árbol comida por los gusanos en piedra», el hueso de un gigante sirio, una «rosa de Jericó, que tiene cien años» y otros «objetos de funcionamiento extraño». Robert Hooke, científico y arquitecto, compró la colección de Hubert para la Royal Society. Había nacido el concepto de «museo de historia natural».

Las «curiosidades» no siempre eran inanimadas. Los exploradores traían a su regreso plantas y animales vivos, como cactus y tigres. Lo espantoso es que a veces también traían «seres humanos». Cristóbal Colón volvió a España con siete indígenas. En los desfiles reales franceses se exhibía a nativos brasileños. Frobisher expuso a un esquimal. Estas personas no solían sobrevivir mucho tiempo. A veces se las sometía aún a más indignidades después de muertas y sus cuerpos se exponían públicamente.48

Por último, la Royal Society influyó en la forma de escribir sobre los viajes. En distintos textos, Bacon echaba pestes de las florituras del lenguaje; en La Gran Restauración nos dice que eliminemos «lo que hace referencia al ornamento del discurso, las similitudes, el acopio de elocuencia y todas las vanidades de ese tipo». Así, instaba a los viajeros a que, en cambio, escribieran «con brevedad y de forma estricta».49 En una recopilación de ensayos de 1669, Boyle explica que ha intentado escribir con una tensión «filosófica». Aspira a que su escritura sea «clara y pertinente», en lugar de «curiosamente ornamentada». Compara el uso de «adornos retóricos innecesarios» con pintar el ojo de un telescopio.50

Por muy bonito que pueda ser pintar la lente de un telescopio, no nos sería muy útil para ver las estrellas. La idea era que los informes deben ser claros «y» fiables. Bacon aconsejaba precaución respecto a lo que admitamos en nuestra historia natural. Por ejemplo, los autores deben especificar si han observado algo de primera mano o si están reproduciendo una descripción que les ha llegado por otra fuente. En este caso, debían indicar «si el autor era vanílocuo y ligero o bien sobrio y severo».51

La Royal Society quería una escritura clara y creíble porque, con frecuencia, los libros de viajes no eran ni una cosa ni la otra. Marco Polo, en su libro Viajes (c. 1300), describía los «feos» unicornios que vivían en Java. En Viajes (1356), de John Mandeville, se describe la costilla de un gigante de «cuarenta pies de largo» y explica que los isleños de Nacameran «tienen cabeza de perro». (A pesar de su forma, Mandeville nos asegura que estos isleños son «plenamente razonables e inteligentes».)

La influencia de la Royal Society sobre la literatura de viajes occidental fue profunda. El estilo descriptivo y científico que preconizaba se puede reconocer en Viajes, de James Cook; en Viaje de un naturalista alrededor del mundo, de Darwin, y en El peor viaje del mundo, de Cherry-Garrard. En su versión más extrema, inyecta ciencia en lo que, de otra forma, serían momentos espirituales. Un viajero del siglo XVIII escribía esto de una montaña:

No podíamos apartar la mirada de la cima de la montaña ni evitar contemplar el color de la bóveda cerúlea del cielo. Su intensidad en el cénit parecía corresponderse con los 41 grados del cianómetro.52

A veces, los escritores de viajes se disculpaban después por infringir estas normas. Es el caso de la filósofa Mary Wollstonecraft, en el prefacio de Letters Written During a Short Residence in Sweden, Norway and Denmark ('Cartas escritas durante una breve estancia en Suecia, Noruega y Dinamarca'), de 1796, explicaba que no había podido evitar escribir esas cartas en primera persona y convertirse, de ese modo, en la «pequeña protagonista» de cada relato, aunque había «intentado corregir ese error». Esto no significa que Wollstonecraft abandonara por completo el estilo de la Royal Society. De paso, sus cartas aportan información sobre prácticas religiosas, depósitos minerales, minas de sal y la posible existencia de monstruos marinos.53

La filosofía de la ciencia de Bacon subyace tras la importancia que los filósofos de la naturaleza del siglo XVII otorgaban a los viajes. Viajar se volvió una actividad fundamental para la ciencia moderna temprana, y así sigue siendo en la actualidad. En 2009, unos exploradores descubrieron en Vietnam una de las cuevas subterráneas más grandes del mundo. Contiene un bosque y los científicos están estudiando los organismos y plantas «nuevos» que hay en él.54 Ese mismo año, un equipo de geólogos cartografió en la Antártida unas montañas que hay bajo la nieve y descubrió que son más altas que los Alpes.55 En 2014 se estableció un primer contacto con otra tribu que vive en la selva amazónica. Los antropólogos calculan que aún existen muchos más pueblos desconocidos.56

En nuestros viajes futuros, nos adentraremos más en las profundidades de los mares, que siguen siendo un misterio líquido: actualmente tenemos cartografiado menos de un 0,05 % del lecho marino.57 Esto complacería a Bacon, muy interesado en las montañas y los valles subacuáticos. También nos adentraremos más en el espacio exterior y traeremos con nosotros información sobre galaxias remotas. Cuando eso pase, llegaremos aún más lejos de lo que Bacon imaginaba.


'El Perú de los incas en tres días con PanAmerican.'

El viaje y su sentido

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