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¿Qué son los mapas? Brian Harley sobre el engaño cartográfico
ОглавлениеIba caminando a buen ritmo por la Quinta Avenida, entre jadeos, con las manos embutidas en los bolsillos. Había llegado en avión desde Ámsterdam la noche antes y el jet lag me tenía bien agarrada. El congreso había empezado aquella mañana, pero las mesas redondas sobre Spinoza y los vacíos me parecieron irreales, alucinatorios. Intentaba echarlo todo fuera saliendo a la calle. Los olores de Nueva York flotaban en el aire. Pan horneándose, peperoni, basura. Apareció un tímido sol de marzo que doraba las aceras. Miré hacia arriba, a través del zigzag de escaleras de incendios. Las palomas zureaban con los destellos azules del cielo.
Busqué en Google una librería de segunda mano. Sobre la puerta tintinearon unas campanitas, la única cosa de allí que tenía brillo. Localicé a un dependiente y le pregunté por mapas.
—¿Grapas? —Me miró perplejo—. No, aquí no vendemos de eso.
—No, no —respondí con mi problemático y británico acento.
Tras una breve charla sobre Harry Potter, quedé libre para recorrer la sección de mapas. Pasé entre unas estanterías hasta llegar a un rincón sombrío en el que me adentré con cuidado para no tirarlo todo al suelo. Los mapas naranja de Ordnance Survey sobresalían de su estante. Varias filas de atlas formaban una dentadura irregular. Me arrodillé para rebuscar entre unos Rand McNally rojos. Al cabo de dos semanas estaría en Anchorage y quería hacer planes. En el extremo de una hilera encontré un mapa del estado de Alaska. Le alisé los dobleces en acordeón y el papel formó ondas sobre mis zapatos.
Una vez desplegado, el mapa iluminó el espacio. El mar estaba bordeado de islas y crestas litorales. Los blancos y verdes hacían fulgurar el paisaje, delicadamente surcado por carreteras y ríos que parecían venas. El río Yukón dividía el papel y una sucesión de puntos señalaba el oleoducto de Alaska. Livengood, Deadhorse, Moose Creek, Coldfoot.14 Los topónimos hacían pensar que al cartógrafo le gustaban las aventuras.
Estamos siempre, por todas partes, rodeados de mapas. Pocas veces me había detenido a pensar en su naturaleza. ¿Qué es un mapa? Mi copia amarillenta de First Lessons in Geography, de James Monteith, define un mapa como «una imagen total o parcial de la superficie de la Tierra».15
Antes de empezar mi investigación, aquello sonaba bien; la descripción encajaba con mi mapa de Google de Manhattan. Por supuesto, los mapas no tienen que ser «imágenes» en el sentido tradicional del término. Podemos fabricarlos de arcilla o tejerlos en un tapiz. Podemos tatuarnos uno en el cuerpo (los tatuajes de mapamundis16 estuvieron de moda en 2016). Los mapas tampoco tienen por qué representar la superficie de la Tierra. Pueden representar cosas que tenemos por encima y por debajo: sistemas meteorológicos, metros subterráneos, yacimientos de petróleo. También pueden representar cosas que hay más allá de la Tierra: lunas, estrellas, agujeros negros. Si Monteith hubiera querido ser más preciso, tal vez debería haber dicho que un mapa es una «representación gráfica» de «cualquier parte de la realidad». Pero en lo esencial tenía razón, pensé.
Eso es lo que creía hasta que empecé a leer sobre la filosofía de los mapas. El término «mapa» procede del latín mappa, que designa una tela blanca, como un mantel liso. Los seres humanos ya los elaboraban antes de inventar el latín. El mapamundi más antiguo que se conserva se pintó hace unos ocho mil años en la pared de una cueva de Jaora, en el estado indio de Madhya Pradesh. Hasta el siglo XX, la gente definía los mapas más o menos igual que Monteith.17 En esta definición, son «transparentes», son lo que aparentan ser: representaciones de la realidad.
Esto no significa que deban ser completos ni precisos. Los mapas históricos no son ninguna de estas dos cosas. En el siglo I, Plutarco se quejaba de que los geógrafos rellenaban los márgenes de sus mapas de tal forma que, más allá del mundo conocido, solo había «desiertos de arena plagados de bestias salvajes, ciénagas infranqueables, hielo como el de Escitia o un mar helado».
Un ejemplo de este tipo se halla en Theory of the Earth (1684), de Thomas Burnet (véase la ilustración). Burnet calificó de incognita, «desconocida», amplias zonas de estos mapas, que hoy conocemos como el estado de Washington, Canadá y la Antártida. Sus mapas son extremadamente imprecisos. Falta casi toda Australia. El cartógrafo ha cortado y convertido en isla un pedazo de la franja occidental de Estados Unidos.
Mapas de Thomas Burnet en su Theory of the Earth (1684).
Los mapas del siglo XVIII contenían tantas imprecisiones que a los viajeros se les recomendaba llevar brújulas consigo y señalar los errores.18 Los avances en las ciencias sociales y la tecnología se han visto reflejados también en la precisión de la cartografía. Las imágenes por satélite representan nuestro planeta con una exactitud nunca vista. Podemos tener la seguridad de que no nos estamos dejando atrás ninguna gran extensión de tierra.
Yo siempre he mantenido que los mapas son transparentes. ¿Los atlas? Un tipo de libro, sin más. ¿Los mapas de países? Perfectos para planificar viajes por carretera. ¿Los planos de ciudades? Útiles para buscar museos. Un artículo de Brian Harley, «Deconstructing the Map», de 1989, me hizo ver otra cosa. Harley usaba la filosofía para enseñarnos el lado oscuro de los mapas.
La «metafísica» es la rama de la filosofía que investiga la realidad. Se pregunta: ¿Qué es real? ¿Qué podría ser real? ¿Cómo son las cosas reales? Suele estudiar las cosas que nos rodean: átomos, cuerpos materiales, nuestra mente. Sin embargo, podemos aplicarla a cualquier cosa, y Harley la aplicó a los mapas. Sostenía que podemos descomponerlos en trozos y demostrar que, lejos de ser claros, los mapas son complejos y opacos. Son objetos de influencia y poder. Metafísicamente, son engañosos.
Harley aportaba dos líneas de argumentación. En primer lugar, demostraba que los mapas son artefactos «retóricos»: buscan convencer o influir en sus lectores. A lo largo de toda la historia, los cartógrafos han situado su país de origen en el centro de sus mapamundis. Harley sostenía que lo que está centrado en un mapa y lo que no lo está es una decisión retórica. Centrar Atenas o Jerusalén añade un subtexto de «fuerza geopolítica» a lo que aparenta ser una representación clara del planeta.
De igual modo, pensemos en qué se representa y qué no se representa en los mapas. Tomemos mi mapa de carreteras de los Países Bajos. En él se destacan castillos e iglesias, mientras que las casas pasan desapercibidas. Aparecen dibujados los límites entre grandes fincas, pero no los límites entre granjas. Esto se consigue ampliando unos símbolos y reduciendo otros, poniendo unos topónimos en negrita y otros en cursiva. Algunas líneas son de puntos, mientras que otras son gruesas y de colores vivos. Harley sostenía que los mapas incorporan normas de «orden social». En la sociedad de un cartógrafo, se «da por sentado» que un castillo es más importante que la casa de un campesino. La finca de un caballero tiene más peso que la de un granjero. Esto significa que los cartógrafos no se limitan a registrar la forma del paisaje físico y humano: también están registrando los contornos del feudalismo o la clase social.19
Podemos ilustrar el argumento de Harley mediante mapamundis.20 En 1569, el cartógrafo flamenco Gerardus Mercator creó el mapamundi «de Mercator» (véase la ilustración siguiente), en cuyo centro se sitúa, de manera bien clara, Europa Occidental. A pesar de que se usa en las escuelas, el mapa de Mercator contiene diversas imprecisiones. África y Australia aparecen más pequeñas de lo que son y la Antártida domina el conjunto.
Un mapa elaborado utilizando la proyección de Mercator.
Al escribir «mapamundi americano» en Google Imágenes, salen muchísimos mapamundis que sitúan Estados Unidos en el centro. Del mismo modo, los mapamundis chinos están centrados en China. En 2006, el ministro noruego de Asuntos Exteriores financió un nuevo juego de mapas centrado en el «Alto Norte»: Noruega y las regiones polares circundantes. Explicó en un discurso que había que dejar de ver el Alto Norte como «una tierra salvaje fría e inhóspita». Es un lugar importante de Europa, una «provincia energética» emergente.21 El ministro noruego aspiraba a situar Noruega en el centro del mapa en más de un sentido.
Lo que el mapa representa tiene importancia. Pensemos en las fronteras. Algunos colocan el Tíbet dentro de China. Algunos trazan la frontera entre Palestina e Israel muy lejos de Jerusalén. Otros meten Cachemira dentro de Pakistán. Un equipo de investigadores ha analizado dónde coloca Google Maps las fronteras entre territorios en disputa y su estudio demuestra que su situación varía según la ubicación de cada servidor web. Por ejemplo, en los servidores rusos, Google Maps enseña el territorio en disputa de Crimea como si fuera ruso, en lugar de ucraniano.22 Reino Unido, con consecuencias menos drásticas, está redibujando las fronteras de las circunscripciones electorales, pero, aunque en teoría es una respuesta a los cambios demográficos de la población, ciertos críticos han planteado que el Gobierno intenta obtener ventaja política sobre la oposición.23
Tras demostrar que los mapas pretenden influir en las personas, Harley pasa a su segunda línea de argumentación. Los mapas representan el poder. Monarcas, Gobiernos e iglesias han financiado la cartografía para sus propios fines. El servicio nacional de cartografía de Reino Unido se llama Ordnance Survey. Es un nombre curioso, ya que ordnance suele hacer referencia a suministros militares. La explicación reside en los orígenes de la propia institución, que se remonta a la década de 1740. Un duque inglés, Cumberland el Carnicero, decidió que para vencer a los rebeldes escoceses era fundamental cartografiar las Tierras Altas, en Escocia.
Los mapas contienen conocimiento y, por lo tanto, al igual que la inteligencia del enemigo, solían estar protegidos. Harley señala un artículo de 1988 del New York Times, «Soviet Aide Admits Maps Were Faked for 50 Years»,24 en el que se describe que los mapas rusos estaban falsificados de forma deliberada. Había ríos y calles mal situados, fronteras distorsionadas, accidentes geográficos omitidos. (El Ejército estadounidense detectó esos errores y elaboró una lista de ciudades que «peregrinaban»; es decir, que cambiaban de sitio de manera desconcertante.) En 2016, la CIA publicó una cantidad enorme de mapas recién desclasificados en los que aparecían Moscú, la Berlín dividida, Bagdad y Cuba. Los mapas representan el conocimiento y el poder.
Harley nos ha proporcionado una metafísica de los mapas alternativa. En su descripción «opaca» de estos, no son representaciones de la realidad, sino paquetes de información creados por unos seres humanos para comunicarse con otros seres humanos. Esas comunicaciones van encaminadas a persuadir a sus lectores. Esta parte del mundo es un centro militar o intelectual, un país tiene «estas» fronteras, los yacimientos de petróleo están aquí. En lugar de representar la realidad, los mapas pueden pretender crearla.
Y eso no es lo único raro de los mapas. Más recientemente, hay quienes han cuestionado la idea de que estos existan fuera de nuestras mentes. Mientras investigamos la metafísica de una cosa, podríamos preguntarnos: ¿Su existencia depende de la mente? Si somos realistas respecto a algo, creemos que ese algo existe con independencia de aquella. Yo soy realista respecto a los árboles, las montañas y las estrellas. Si un virus erradicara de la faz de la Tierra toda forma de vida consciente, creo que esas cosas seguirían existiendo.
En cambio, si somos idealistas respecto a algo, creemos que su existencia depende de la mente. Podemos ser idealistas respecto a todo tipo de cosas. Algunos filósofos son idealistas respecto a las emociones. Creen que, si no existiera la mente, no podría haber tristeza ni felicidad. Algunos filósofos de la percepción son idealistas respecto al color. Creen que el color es una peculiaridad mental de los seres conscientes y que, en realidad, el mundo solo contiene rayos de luz y partículas. Los azules, verdes y amarillos no existen más que en nuestra cabeza.
Si todos los mapas de este mundo se destruyeran y desaparecieran por obra de una mano malvada, los hombres estarían ciegos de nuevo, las ciudades se ignorarían entre sí y cada mojón sería una señal sin sentido apuntando a la nada.
Con todo, al mirarlo, al sentirlo, al pasar un dedo sobre sus marcas, resulta algo frío; los mapas son sosos y anodinos, hijos de un calibrador en la mesa del dibujante. Esa línea costera, el trazo abrupto de tinta encarnada, no indica ni arena ni el mar ni las rocas; no revela a un marinero con las velas desplegadas en un mar, preparando, sobre una piel de cordero o una tableta de madera, un preciado garabato para la posteridad. Ese borrón pardo que señala una montaña no tiene, para el observador ocasional, mayor sentido, por más que veinte hombres o diez o uno solo puedan haber malogrado su vida para escalarla.
Beryl Markham, Al oeste con la noche (1942).
¿Deberíamos ser realistas o idealistas respecto a los mapas? Podría pensarse que, evidentemente, deberíamos ser realistas. Son objetos sólidos que podemos sostener en la mano, no pensamientos ni percepciones. Sin embargo, Rob Kitchin y Martin Dodge han defendido hace poco que los mapas solo se convierten en tales cuando se leen. Un mapa sin leer no es más que un «conjunto de puntos, líneas de colores […] tinta sobre una página». Afirman que esa página solo se convierte en mapa cuando se lee o interpreta, cuando «se pone a funcionar en el mundo».25 Solo entonces se descodifica, se sitúa en un contexto humano y se dota de sentido a sus puntos y líneas. Podría pensarse que eso mismo ocurre con los libros. Sin nadie que lo lea, un ejemplar de Orgullo y prejuicio no es más que tinta impresa sobre finísimas láminas de pulpa de celulosa.
Si Kitchin y Dodge tienen razón, los mapas son objetos que dependen de la mente. Si dependen de que se los lea, y solo la mente humana sabe leer, entonces dependen de la mente humana. Deberíamos ser idealistas respecto a ellos. Si los humanos nos extinguiéramos, dejaríamos tras de nosotros papeles garabateados, pero no mapas.
Y he aquí una última curiosidad sobre ellos. Puede que no sean objetos en absoluto. Pensemos en los mapas en línea. No sabemos cuándo se creó el primero, pero sí cuándo se creó el más reciente: hace una milésima de segundo. La World Wide Web se inventó en 1989, el mismo año en que Harley publicó su artículo. (Tengo un recuerdo borroso de la vida antes de la web, y mis alumnos no tienen ninguno.) Internet revolucionó la cartografía. Antes de que se inventara, los mapas dependían del papel y de la tecnología de impresión. Resultaban caros de elaborar y comprar. Hoy en día, podemos crear y usar mapas de manera gratuita, un proceso que les arrebata a monarcas y Gobiernos el poder de la cartografía para ponerlo en las manos de la población general.26 Los expertos calculan que cada día se distribuyen más de doscientos millones de mapas en línea, cifra que supera la de los mapas impresos que existen en todo el mundo.27
Los mapas en línea no solo son gratis, sino también procesuales. La metafísica distingue entre «objetos» y «procesos». Un objeto es, por ejemplo, una silla, un hervidor de agua, un florero. Los objetos son estáticos, inmutables. En cambio, un proceso puede ser un río o una tormenta. Una tormenta no es estática, sino que está en constante evolución y cambio.
¿Los mapas son objetos o procesos? Normalmente, pensamos en ellos como en objetos: los mapas de estas páginas están inertes. Sin embargo, los que encontramos en línea no están quietos. Google Maps, Apple Maps y OpenStreetMap están siempre cambiando, se actualizan de un minuto a otro. Podríamos pensar en los mapas en línea como en objetos con una vida cortísima. Cada vez que se actualiza Google Maps, uno nuevo ve la luz. La siguiente vez que se actualiza Google Maps, el mapa anterior deja de existir y surge otro en su lugar. Si esto es así, cada mapa de Google Maps existe solo unos pocos segundos, por mucho que dure el intervalo entre actualizaciones.
El problema de considerar que Google Maps está siempre creando y destruyendo mapas es que eso no encaja con nuestra vivencia del uso del programa. No nos da la impresión de que haya mapas naciendo y muriendo todo el rato. Más bien, nos da la impresión de que solo uno que está siempre cambiando, a través de sus actualizaciones. Quizá sea mejor concebir los mapas de Google Maps como procesos. Tienen más en común con las tormentas y los ríos que con las sillas y los hervidores de agua.
Algunos mapas antiguos parecen estar también más cerca de los procesos. Una vez vi en la British Library uno del centro de Londres elaborado en tiempos de guerra. Las líneas originales del mapa estaban parcialmente cubiertas por rectángulos de papel que se habían superpuesto y pegado de manera meticulosa. Conforme los bombarderos destruían las calles de Londres, la gente las iba borrando del mapa. El mapa de la Tierra Media de J. R. R. Tolkien fue creciendo de un modo similar. Conforme avanzaba su pensamiento, Tolkien pegaba nuevas secciones sobre partes más antiguas.28
Por muy extrañas que sean esas criaturas, disfruto muchísimo con los mapas y ni de lejos soy la única. Ya en 1589, el geógrafo Thomas Blundeville señalaba que muchos «se complacen en la observación de los mapas», aunque añadía que mucha gente no los entendía.29
Muchos escritores han hablado de los mapas. En su poema «The Map», Elizabeth Bishop mezcla en broma varias ciudades de Nueva Escocia con los mapas que las representan. (Bishop también ve belleza en las austeras lecciones geográficas de Monteith y las utiliza en su obra.) En «Topography», Sharon Olds describe los cuerpos de dos amantes como si fueran mapas.30 Hoy se pueden comprar mapas curiosos, con las destilerías de whisky de Escocia o los lugares de Islandia donde viven las hadas. Tal vez nos preocupe que la visión que tiene Harley de los mapas como objetos de poder ligados a un destino aciago pase por alto esa extravagancia. Tomemos los de Mordor creados por Tolkien. Representan un lugar llamado Monte del Destino, sí, pero ni de lejos ese destino es aciago. La cartografía puede tener un reverso más luminoso.31
La filosofía me ha convencido de que los mapas contradicen su aparente sencillez. En la primerísima lección de las Lessons in Geography, de Monteith, se dice: «Esta es una imagen del mundo, o tierra, sobre el que vivimos. Es una bola inmensa. La parte que se ve es el exterior o superficie, y puede ser tierra firme o agua» (véase la ilustración siguiente).
Lessons in Geography, de Monteith.
A pesar de lo elegante que es la descripción de Monteith, falta la complejidad que esconde el mapa en el refajo. Los mapas son como el hojaldre: están hechos de capas muy finas e invisibles. Me pregunto si esto es parte de lo que les da glamur. Nos suelen atraer las cosas poderosas: gente, coches, tormentas. A través de sus capas, los mapas pueden ser igual de poderosos.
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