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Prefacio

En su utopía renacentista La ciudad del sol (1623) Tommaso Campanella describe su visión de una ciudad ideal, que –y esto, desde una perspectiva actual, resulta llamativo– está atravesada a cabalidad por imágenes: muros interiores y exteriores, calles, fachadas, paredes de casas; todo espacio vacío pensable es aprovechado como soporte de una imagen (1623, cap. 3a, 120-122). La visión del futuro proyectada por Campanella resulta profética al menos en este aspecto, ya que derechamente parece anticipar nuestro presente que resulta imposible de imaginar sin imágenes. Nuestras arquitecturas urbanas tardomodernas son, en primer lugar, arquitecturas de la imagen, superficies gigantes de proyección para mensajes ópticos de cualquier tipo. Desde los tiempos de Campanella, las imágenes se han vuelto incluso más ágiles y adaptables, y encuentran albergue en cualquier médium de soporte, por muy precario que sea, aunque sea por un breve instante, antes de ser relevadas por otra. Da igual que sea como imagen mural oficial o tan solo como grafiti rápidamente pintado por encima, ya sea como proyección en una pantalla o como imagen de paso sobre un lienzo móvil, estas imágenes tienen algo en común: la promesa de ser comprendidas de inmediato y por todos.

Esto presumiblemente es lo que tanta fascinación despertó en el utopista Campanella de las imágenes y lo que hoy, habiendo llegado al final de la era Gutenberg, pueda ser comprendido con más claridad que nunca. La sociedad de los ciudadanos informados y libres, promesa de los pensadores del Renacimiento, más allá de la alfabetización de los espíritus, exige un ejercicio de autocontemplación y justamente eso es lo que las imágenes parecen haber prometido como recompensa. Campanella deseaba un Orbis pictus, un mundo de imágenes, o, más exactamente, un mundo ilustrado que para el espectador ya no albergue secreto alguno, sino que yazca abierto ahí ante nosotros. Con esto, la arquitectura de su Ciudad del sol es una arquitectura de la introspección, mientras que las imágenes en sus paredes prometen una mirada completa e inmediata sobre el mundo.

Actualmente el Orbis pictus de Campanella parece extrañamente familiar, en un tiempo que está supeditado a un imperativo visual universal. Ciertamente, las imágenes desde hace tiempo que se desprendieron de las paredes y de la vertical, y adoptan toda clase de posiciones y formatos. Apenas quedan ámbitos donde no se registra un incremento exponencial en imágenes: en la ciencia y educación, en la política, la economía, el derecho y en los medios, pero también en todo tipo de prácticas y procedimientos completamente cotidianos, se hace notar una pujanza, cada vez más acentuada, de visualización. Aún en tiempos de Campanella, la producción de imágenes estaba reservada a ciertos gremios: el que quisiera manejar un pincel con anterioridad debía solicitar su aceptación en el gremio de los pintores. Y no hace mucho que para la producción de fotografías aún se iba al fotógrafo. La democratización de las tecnologías de la imagen hoy potencialmente convierte a todos en expertos de imágenes.

El hecho de que entendamos de imágenes no significa que también comprendamos sus operaciones. Aquí ocurre de manera parecida a lo que sucede en el caso de un automovilista que, con tal de poder usar su vehículo, no tiene por qué saber cómo funciona. Y, en efecto, a pesar de que a diario producimos, recepcionamos y reproducimos imágenes, difícilmente estaríamos en condiciones de describir con exactitud su modo de funcionamiento. A pesar de que disponemos de una comprensión intuitiva de lo que para nosotros es considerado una imagen, estaríamos en aprietos si tuviéramos que nombrar qué es lo que hace de una imagen una imagen. La ubicuidad de las imágenes, que hoy día han colonizado casi todos nuestros contextos de vida y de sentido, debería convertirnos en verdaderos especialistas de la imagen. Sin embargo, en realidad, esta interacción cotidiana pareciera comportarse de manera inversamente proporcional a nuestra comprensión de qué es lo que distingue a las imágenes en el sentido específico.

¿Qué es una imagen? La pregunta nos expone a la necesidad apremiante de generar alguna explicación. El asunto parece tan espinoso como lo era, en aquel entonces, el problema ante el que se encontraba Agustín cuando tuvo que definir qué es lo que era exactamente el tiempo. En el caso de la imagen, podría responderse lo mismo que en su momento replicó Agustín: «Cuando nadie me pregunta por ello, lo sé; cuando quiero explicárselo a alguien, no lo sé» (Confesiones XI, 14,17 [1987, 629]). Pero el mero hecho de poder formular la pregunta de qué es lo que es una imagen durante mucho tiempo distaba de ser algo comprensible de suyo. El que a comienzos de los años 1990 distintos teóricos, de manera independiente entre sí, hayan hablado de un pictoral turn (W.J.T. Mitchell), respectivamente de un iconic turn (G. Boehm), comprueba lo reciente que es la dedicación a la pregunta por la imagen, al menos en el ámbito de las ciencias. Además, el estatus de este proclamado «giro hacia la imagen» era oscilante de un modo singular, ya que en este enunciado permaneció abierto si con ello se trataba de la descripción de una situación o de un pensamiento sostenido por el deseo. El giro icónico que había salido al paso a relevar al giro lingüístico que había dominado las ciencias del espíritu y de la sociedad durante el siglo XX, parecía comportarse de manera exactamente inversa de lo que era el caso en el paradigma anterior: la dedicación al análisis de la constitución lingüístico-gramatical de nuestro acceso al mundo ya había tenido lugar alrededor del 1900, pero recién fue acuñada en un concepto en los años 1960 (y había adquirido prominencia a través del volumen colectivo, compuesto por Richard Rorty, titulado The Linguistic Turn). En lo relativo al pictorial/iconic turn, la descripción llegó a estar a la mano con mayor rapidez; la realidad que debía ser aprehendida a través de él, sin embargo, aún se hacía esperar.

A pesar de lo anterior, desde que el giro icónico fue proclamado a comienzos de los años 1990, afortunadamente han ocurrido muchas cosas. Mientras que en el contexto angloamericano fueron creados nuevos campos de investigación como los visual studies, en Europa –y de preferencia en el ámbito de habla germana– se desarrollaron las llamadas ciencias de la imagen (Bildwissenschaften). Siguiendo el modelo de formaciones disciplinares previas (acaso de la sociología como ciencia de lo social o de la psicología como exploración científica del alma), aquí se trataba nada menos que del establecimiento de una nueva ciencia –por cierto, interdisciplinar– de lo que son las imágenes, de cómo producen sentido y de cómo se reflejan determinadas prácticas sociales en ellas. Incluso ahí donde no había necesidad de una nueva fundación disciplinar, se volvían perceptibles los efectos de un cambio de paradigma al interior del canon existente de asignaturas, carreras, dominios y disciplinas. Desde la etnografía visual, pasando por la ciencia política, hasta la reflexión sobre la imagen como fuente de conocimiento en la historia, desde la antropología cinematográfica, pasando por la epistemología histórica, hasta las investigaciones acerca del medical imagineering: no hay una disciplina que en los últimos años no haya pasado por una autorreflexión sobre su propio endeudamiento con la imagen. La filosofía tampoco permaneció indiferente a lo anterior y en un grado creciente se dedicó a la paradoja de que ella, a lo largo de su historia, si bien a menudo recurría a imágenes y metáforas, al mismo tiempo también estaba marcada por una relación ambivalente con las imágenes que frecuentemente adopta los rasgos de una genuina iconofobia (sobre esto, luego más detalladamente). Ni siquiera la historia del arte constituía una excepción: a pesar de que el análisis de la imagen formaba parte de sus tareas fundamentales, rara vez –así la crítica de parte de la ciencia de la imagen, cuyos fundadores a menudo provenían de las mismas filas de la historia del arte– se dedicó a la iconicidad o, como preferimos decir, a la «imaginalidad» (el ser-imagen) de las imágenes. El empleo de medios visuales, por ende, incluso en aquellas actividades que se habían fijado como meta la investigación de la visualidad, permanecía en gran medida sin volverse objeto de la reflexión. Las imágenes primariamente seguían siendo proveedoras de información, a través de las cuales se miraba sobre otra cosa, pero que no merecían ser consideradas expresamente ellas mismas; se suelen pasar por alto, en tanto medios presuntamente transparentes.

El presente libro se entiende como una fenomenología de nuestro trato con los medios visuales y como rehabilitación de las imágenes como agentes irremplazables de nuestra interacción en y con el mundo. Las imágenes llevan ante los ojos cosas que de otra manera no serían accesibles, les conceden a determinados estados de cosas una visibilidad que de otra manera habría sido pasada por alto completamente. Las imágenes vuelven a sacar a la luz lo olvidado, entregan orientación, representan de manera concisa estados de cosas que de otro modo permanecerían impenetrables, y permiten una comprensión previa de lo venidero. Lo que se muestra en imágenes se muestra así y no de otra manera, es decir: el sentido icónico o imaginal no puede ser traducido integralmente en otros dialectos de sentido (acaso en una descripción lingüística) porque le es propio un exceso imaginal que es genuinamente visible o también fenomenal. Si este presupuesto es correcto, entonces se requiere de un acceso alternativo a aquel abordaje que tantas veces fue transitado cuando se trataba de definir las imágenes: el acceso representacional.

Efectivamente, con frecuencia las imágenes han sido medidas según si son representaciones de otras cosas o hechos existentes, y según si estas representaciones son confiables o fidedignas. El modelo representacional participa de la subordinación tradicional de la imagen: la imaginalidad es reducida a la representacionalidad en la medida en que las representaciones imaginarias siempre, recién a posteriori, representan algo que ya existía con independencia de la imagen; por otro lado, las formas imaginarias de expresión se subordinan a formas verbales de expresión, en la medida en que los enunciados se convierten en modelo de toma de referencia susceptible de ser verdadera (una imagen, entonces, es tan fiel a la verdad como una oración proposicional que reproduce de manera confiable un determinado estado de hechos). En el presente libro ha de ser escogido un acceso alternativo que anuda a los recursos metodológicos de la fenomenología y que tienen en cuenta su categoría fundamental –fenomenalidad– para un análisis alternativo de las imágenes y de sus operaciones. Mientras que el abordaje representacional sobre todo se ocupa de la pregunta por lo que caracteriza al contenido representado de la imagen, una aproximación fenomenológica comienza con la pregunta de cómo es que algo se exhibe en imágenes. Este desplazamiento del acento por supuesto que tiene consecuencias inmediatas: los aspectos de la referencialidad y de la aboutness de momento son puestos entre paréntesis y la prioridad recae en un análisis del respectivo modo de aparición.

Una imagen dice más que mil palabras: en este dicho popular se expresa una convicción cuya justificación, no obstante, aún está en deuda. ¿En qué reside exactamente la fuerza de convicción de imágenes? Es decir, si es que el presupuesto es coherente de que las imágenes producen significatividad de otra manera que el lenguaje verbal y que en esto emerge un sentido que no sabe de correspondencia en forma de oración, entonces las imágenes no son fenómenos entre otros más. Desde Edmund Husserl, el análisis fenomenológico consiste en describir, en primer lugar, las cosas tal como se muestran en tanto fenómenos. Pero si el sentido icónico tiene su especificidad en que aquí se muestra de otra manera (a saber, bajo su forma visual), entonces, aparentemente, nos la tenemos que ver con un fenómeno de un tipo del todo propio, de una aparición cuyo sentido depende constitutivamente de su fenomenalidad. Mientras que una oración enunciada puede ser repetida por otro sujeto hablante sin que esto altere lo sustancial de la oración, basta con una leve modificación de uno de los parámetros de la imagen (valores de color, de luz, formato, intercambio de izquierda y derecha…) para tener que vérselas con una segunda imagen, diferente a la anterior. Dicho con énfasis: las imágenes, entonces, son fenómenos en los que en su aparecer también se trata, de manera decisiva, de su aparecer. Ante esta grilla, el libro se entiende como alegato a favor de emprender un acceso fenomenológico en el análisis de imaginalidad.

Sin embargo, de inmediato se suma una segunda característica: las imágenes no solo se prestan de manera destacada para comprender, retroactivamente, qué es lo que significa aparecer; también exhiben qué relación existe entre apariciones y sus medios. Porque, en sentido estricto, las imágenes no son fenómenos, sino más bien medios en los que se manifiesta, apareciendo algo otro, distinto; no son ellas mismas las que salen a la luz, sino que muestran en sí mismas algo diferente de lo que son. Mientras que su primera característica, entonces, tiene que ver con su constitutivo ser-así fenomenal, la segunda recuerda su condición medial y, con esto, el hecho de que la visibilidad en ese caso se debe a que uno ve a través de medios. En el libro se tratará mucho este problema del ver a través de, pero también de la lógica de este «a través de» que ha de ser comprendido no solo espacial sino también operativamente –y esto significa generativamente–. La historia de las imágenes presenta una secuencia de ejemplos acerca de por qué no solo vemos, sin obstáculos ni impedimentos, a través de medios visuales –en el sentido de una ventana abierta–, sino que estos medios, primeramente, participan en la producción de lo visible de manera que es menos a pesar de su respectiva formación, sino que, más bien, debido a ella; se percibe en el material, en los respectivos patrones materiales, en el pixelaje, en la mancha de color o en el pigmento; los medios de visualización solo apuntan más allá de sí en la medida en que se restringen estrictamente a su inmanencia. Nunca vemos más allá de la imagen o a pesar de ella, sino en la imagen, a través de ella, por su medio, si bien siempre se ve más de lo que es visto momentáneamente.

Reconstruir la lógica de este ver-a-través, de esta perspicacia mediada, también significa tomar un acceso alternativo a los procesos mediales, diferente al que exige la variante ortodoxa de la teoría de los medios contemporánea. Se asume como un hecho que el pensar sobre los medios, considerado históricamente, se debe sobre todo a la emergencia de los medios de masas y efectivamente los media studies reclutan sus autores de referencia casi exclusivamente de las filas de los teóricos de la comunicación de masas, desde Walter Benjamin y Bertolt Brecht hasta Marshall McLuhan o Jean Baudrillard. Sin embargo, esto también significa conceder a un género de medios una exorbitante posición especial en la determinación de lógicas mediales: a los medios discretizantes y, con esto, a aquellos medios cuyo modo de función consiste en descomponer, transportar y luego volver a recomponer a toda sustancia pensable con la ayuda de un código de traducción. El medio aquí se convierte en canal que transmite el mensaje de modo más confiable en la medida en que no hay pérdidas, producto de la fricción, y el mensaje final ya no lleva rastro alguno acerca de cuál fue el canal mediante el que llega al usuario final. La célebre tesis de la transparencia del medio –que en el credo de la teoría de los medios obtuvo su lugar estable– aquí encuentra su justificación. El que también las imágenes sean descompuestas, almacenadas y transmitidas, o incluso el que haya algo así como técnicas de digitalización, con las que los elementos imaginarios son traducidos en elementos textuales, no cambia el siguiente hecho: no existen imágenes digitales. Los montos de datos recién se convierten en imágenes, una vez que son transformados en una aparición de una imagen, que posee una coherencia interna propia, con tal de que pueda ser percibida por los respectivos receptores.

A diferencia de los medios discretos, los medios imaginarios son medios densos, repletos, es decir, medios en los que cada diferencia cuenta. Al contrario que los medios discretos, que hacen su trabajo de manera más eficiente mientras que el alfabeto de signos, con el que se codifica su contenido, no mantenga relación alguna con el contenido, en el caso de los medios densos es, por principio, difícil trazar una frontera entre un soporte de signos, sin sentido, y una aparición, dotada de sentido. El que un mensaje de texto sea transmitido mediante un servicio de telegrama, código morse o impulsos eléctricos y que sea indicado mediante tinta de imprenta o a través de diodos luminosos, en principio debería modificar en poco su contenido, dado que no se trata de la reproducción de un mensaje de texto, sino del mensaje mismo. Completamente diferente es el caso en las imágenes, en las que cada elemento de conformación, tal como orientación, distancia, espacios vacíos, espectro de colores, facturas, etc., normalmente puede ser constituyente de significado y, en todo caso, no puede ser sometido a procedimiento estandarizado de codificación alguna que funcione para todas las imágenes.

Estas breves insinuaciones que han de ser desarrolladas más detalladamente, sobre todo en la última parte del libro, en ningún caso apuntan a si han de llegar a parar en el aislamiento de alguna esencia icónica o algo por el estilo, sino que bien han de mostrar en qué medida el sesgo histórico de la teoría de los medios a favor de los medios de masas discretos ha llevado a ignorar otras lógicas mediales. Hoy como ayer, el par conceptual entre trasparencia-alteración, que la ciencia de los medios ha heredado de sus comienzos en el mundo de la ingeniería como ciencia de la comunicación, es aplicado a procedimientos imaginales sin considerar que las imágenes no son canales más o menos transparentes, sino que poseen una densidad material propia. Es aquella que les otorga su fuerza de exposición para volver algo visible que no se encuentra detrás, sino (si es que siquiera) en otro lugar del todo diferente. Tampoco se ha de tratar de sostener que existe una esencia propia de los medios densos: la densidad es, más bien, el resultado de una condensación; son las disposiciones mediales las que llevan a la condensación y puesta ante los ojos, de manera concisa, de cosas y elementos inicialmente alejados. No solo en esto frecuentemente reside el carácter contundente, impactante de las imágenes.

Justamente ese carácter impactante, contundente, de las imágenes fue el que en la filosofía causó un escepticismo epistemológico duradero. La imagen, así la reserva que acompañó a la tradición filosófica desde un comienzo, impresiona y somete a los sentidos, en lugar de convencer a la razón; es fundamentalmente «a-logon», según se expresaba Sócrates, es decir, sale al encuentro sin avisar, sin nombrar las propias razones (logoi) y, por consiguiente, conduce a la vía de lo ilógico-irracional. El escepticismo frente a las imágenes, que en el transcurso de la historia en ocasiones también se convirtió en franca iconoclasia, proviene del hecho de que a las imágenes, por regla general, les era negado que siquiera pudieran entregar algún saber confiable. «Una imagen nos mantenía presos», como dice Ludwig Wittgenstein (Philosophischen Untersuchungen, § 115). Si bien, en su caso, difícilmente podía volverse sospechoso de hostilidad hacia las imágenes, también en Wittgenstein todavía se expresa la inclinación filosófica de desconfiar de la evidencia palmaria de las imágenes y de buscar la claridad más bien del lado del concepto. El logocentrismo que ha marcado la metafísica y epistemología hasta entrado el siglo XX, puede explicar por qué a la filosofía durante tanto tiempo le costó tanto lidiar con las imágenes. A esto se suma que la crítica del logocentrismo, acaso la que partía de la tradición de la deconstrucción, en ningún caso llevó a una rehabilitación del saber icónico, más bien todo lo contrario: era demasiada la sospecha bajo la que se encontraban las imágenes, incluso en Derrida, de servir a una metafísica de la presencia y, con ello, de la intuición inmediata y plena.

El que este libro tome un largo desvío que pasa por la historia de la filosofía (y justamente la primera parte se dedica in extenso a teorías de la visualidad y medialidad desde los presocráticos hasta el Renacimiento), se debe a la convicción de que sería ingenuo presentar una nueva teoría de la imagen sin someter a reflexión la procedencia de las herramientas conceptuales que entran en acción para esto. La crítica materialista, hermenéutica y, finalmente, deconstructiva de la fenomenología ha dado en un punto relevante: el que se pongan entre paréntesis preguntas por la causalidad y el origen no puede significar que la procedencia de las propias categorías (y su carga metafísica, técnica o metafórica) no sea sometida a reflexión. Sin embargo, estas lecturas genealógicas, con tal de descifrar algunos de los conceptos fundamentales de la teoría contemporánea de las imágenes, no solo despejan la vista sobre los marcos normativos en los que se mueven los mentados debates, sino que también abren el acceso a recursos, anteriormente desatendidos, para narrativas alternativas. Esto, por ejemplo, también significa mostrar en qué medida la teoría de los medios no comienza recién en el siglo XX, sino ya en la filosofía griega, a saber, ahí donde se trata de pensar los medios elementales como medios sensibles. O que la teoría moderna de las imágenes transcurre a lo largo de un par conceptual –transparencia y opacidad– que originalmente en ningún caso estaba referido a imágenes, sino que fue creado en la escolástica medieval y justamente cuando se trataba de adquirir claridad acerca de la revolucionaria teoría aristotélica del medio de la visión, lo diáfano.

El libro fija como objetivo rastrear el discurso filosófico acerca de la imagen en sus múltiples ramificaciones históricas. Eso también implica rastrear zonas donde el pensamiento sobre el poder de las imagenes no recibe aún el nombre de filosofía, por ejemplo en los tratados de teología, manuales de artistas o los protocolos experimentales de experimentos científicos. En estos rescates arqueológicos surgen patrones recurrentes, por los cuales los intentos de pensar se han orientado y se siguen orientando – aunque en su mayoría inadvertidos. Más allá de una especie de infraestructurismo inmutable, pero también más allá de un relato teleológico inquebrantable del progreso, un cruce entre la arqueología (que analiza los órdenes de conocimiento y los enunciados en sus estratificaciones de época) y una genealogía (que sigue líneas diacrónicas de desarrollo y procesos de formación histórica, así como los conflictos de interpretación asociadas) muestra una estructuración diferente de la historia de las ideas, que se acerca menos a la temporalidad de los recientes giros en las humanidades que a la lentitud de la longue durée geológica. Si con esto se ha esbozado el movimiento total del libro, nos sea permitido señalar que tres partes de este también están concebidas como estudios autónomos, y que por lo tanto también pueden ser leídos individualmente:

La reconstrucción de la teoría aristotélica de los medios (II): en el marco de su teoría de la percepción, Aristóteles acuñó un neologismo, to diaphanēs, lo diáfano. Lo que se vuelve visible en el proceso del ver nunca es inmediatamente visible, sino que requiere de la mediación a través del entorno, respectivamente, del elemento. El agua o el aire poseen la capacidad de adoptar una determinada forma sin su respectiva materia y de transmitirla al ojo. Sea lo que sea lo que aparece en la percepción sensual (phainestai), siempre aparece a través (dia) de otro que a su vez él mismo no se manifiesta; en su lugar deja que algo otro, algo distinto aparezca. Esta parte ofrece una reconstrucción sistemática de esta primera explicación filosófica de lo que es un medio, en la que medialidad y fenomenalidad son referidas estrechamente la una a la otra.

La historia de recepción de lo diáfano como olvido de la mediación (III). La revolucionaria descripción, de parte de Aristóteles, del proceso medial en lo sucesivo apenas fue valorada como tal y sin lugar a dudas fue descuidado con respecto a otros aspectos de su filosofía. Esta parte se esfuerza por reunir los escasos momentos de su recepción en la Antigüedad tardía y en el Medioevo, pero, sobre todo, también por preguntar por qué esta introspección basal durante tanto tiempo no encontró continuación alguna. Lo que para Aristóteles es un problema de lógica medial, es dividido, separándolo en leyes ópticas, fisiológicas y fisicalistas. A partir del alto Medioevo, no obstante, también se constata una moralización de los aspectos de la transparencia y la no transparencia, que luego ingresan directamente en los discursos estéticos del Renacimiento. Las hebras discursivas relativas a la teoría de los medios y a la teoría de las imágenes aquí se reúnen, pero, al mismo tiempo, también se expone por qué el discurso moderno sobre las imágenes, en su polarización en transparencia y opacidad, marginaliza cada vez más a la dimensión del aparecer.

El análisis del lugar de la imagen en la fenomenología (IV). Esta parte sirve para elaborar los avances decisivos de la fenomenología clásica en dirección de una fenomenología de la experiencia imaginal para asuntos contemporáneos y para preguntar qué quiere decir pensar las imágenes desde su carácter de aparición. En las reflexiones de Husserl y Sartre acerca de la conciencia de las imágenes, como han demostrado los respectivos proyectos de Eugen Fink y de Maurice Merleau-Ponty, siempre se entremezcla la perturbadora presencia del medio. A quien únicamente le interesa adquirir claridad sobre qué posiciones y argumentos fueron entregados respecto de los problemas de la imagen y la imaginación en la fenomenología, también puede leer esta parte por sí sola.

El libro cierra con un esbozo de una diafenomenología de la imagen (V). ¿A qué se refiere esto? Si es correcta la tesis de que los medios densos están conformados de modo tal que su contenido deja aislarse y descontextualizarse con suma dificultad, entonces una fenomenología de los medios visuales evidentemente requiere proceder caso por caso, siempre en contacto con el artefacto singular. No puede haber regla universal alguna con la que haya que proceder con tal de desprender con seguridad, en la respectiva aparición de la imagen, el contenido representado del medio de soporte. En los artefactos, en los que, por principio, cuenta cada marca y cada diferencia, hay que mirar con atención, y el arte de la contemplación de la imagen, con esto, resulta ser ocasional y se opone a una generalización. ¿Cuándo uno se las tiene que ver con una imagen? ¿A través de qué se destacan las imágenes? En el último capítulo del libro se descarta la tesis según la que habría una clase ontológica cerrada de imágenes, que puede ser determinada mediante condiciones necesarias y suficientes, y en su lugar se hace una propuesta metódica alternativa. Siguiendo el ejemplo de Nelson Goodman, que desplazó la pregunta ontológica de «qué es el arte» a favor de una pregunta por sus síntomas, se trata de elaborar algunas características distintivas de lo imaginal, que pudieran ser ganadas a partir de un análisis fenomenológico.

Un acceso diafenomenológico a las imágenes, en ese caso, conduce a tomar en serio las cualidades inmanentes de aparición de las imágenes, pero, al mismo tiempo, también obliga a considerar la heteronomía de esta aparición: si el clásico abordaje representacional ha de ser relevado por un abordaje que fortalece el aspecto presentacional de los medios de la imagen, entonces esto también significa que las apariciones imaginarias nunca son apariciones de ellas mismas, sino que en su superficie siempre se ve otra cosa que ellas mismas. La presencia, por consiguiente, no es equivalente a la presencia vívida, sino que representa el resultado de una presentación precedente. En la superficie de la imagen irrumpe siempre algo distinto de lo que actualmente es el caso, y en eso se manifiesta en qué medida los medios visuales –al igual que todos los demás medios– están fundamentalmente heterodeterminados y toman su partida en otro lugar. Al revés, las imágenes no son meros momentos preliminares de paso, no son ventanas abiertas ni espejos immaculados que se atraviesan sin tomar daño alguno, sino más bien constructos diáfanos en cuyo fondo siempre aún se trasluce el medio y que les imprimen un sello de agua, a veces más, otras veces menos insistente, a las visibilidades que les proporcionan a sus espectadores.

Solo un comentario más sobre los insertos de imágenes: en diez lugares, repartidos a lo largo del transcurso del libro, se insertaron imágenes en diálogo con el texto. En esto, emparentados con las iluminaciones medievales de libros, están puestas en relación con lo dicho y que, sin embargo, se resisten a su integración total, sin residuos, a la linealidad del discurso.

La imagen diáfana

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