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Оглавление1. El carácter atópico de la imagen
duplex est motus animae imaginem,
unus quidem in imaginem ipsam secundum quod est res quaedam;
alio modo, in imaginem inquantum est imago alterius.
Tomás de Aquino
Lo que es la filosofía, así lo quiere el lugar común, se muestra menos en el contenido de la respuesta que en la forma de su pregunta. El ¿qué es? representa, por así decir, la marca de fábrica de la interrogación filosófica. Quien plantea la pregunta de qué es una imagen, presumiblemente obtendría respuestas como pinturas, dibujos, fotografías, bosquejo, y quizá también se nombrarían diagramas, pictogramas o símbolos. Algunos asimismo contarían imágenes especulares, reflejos, sombras o imágenes en las nubes, o también sueños, impresiones o anticipaciones como parte de la familia de las imágenes. Justamente esta pregunta por el alcance semántico del concepto de la imagen es la que plantea el Extranjero en el diálogo platónico Sofista, cuando le pide a su interlocutor Teeteto que le explique «a qué llamamos concretamente imagen» (239d). Teeteto, a continuación, pone en fila una lista de ejemplos: «las imágenes que vemos en el agua y en los espejos, e incluso aquellas dibujadas o grabadas, y otras más por el estilo» (239d)1. Semejante respuesta, sin embargo, es rechazada por el Extranjero, que aquí adopta el rol de Sócrates, quien formula las preguntas. Si bien es cierto que Teeteto habría nombrado ejemplos de imágenes, no por ello habría dicho en qué «yace lo universal en todo aquello» (240a)2. Tal como en los tempranos diálogos de Platón que tratan de iniciar el lector al método dialéctico de la investigación filosófica, también aquí el interlocutor ha de llegar a la introspección de que la filosofía se distingue menos por determinados contenidos de preguntas, que, más bien, por una determinada forma de pregunta, el ti esti o la pregunta por el «qué es».
Sin embargo, en este lugar solo aparentemente se trata de un ejercicio didáctico en pensamiento dialéctico. Con el ti esti no solo delimita la filosofía de la opinión cotidiana; en la posibilidad misma de aplicar dicha delimitación, en el agon con la sofística, se pone propiamente a prueba la razón de su existencia. La maniobra fundacional es introducida sutilmente: en el caso de los ejemplos de Teeteto se trata, así la réplica del Extranjero, de manera evidente, de distintas formas de imágenes; el sofista, en cambio, es un extraño animal que –porque no quiere reconocer lo evidente (τò δῆλον)– «te hará creer que tiene los ojos cerrados» (239e). Si se quisiera hacer frente al sofista, habría que abandonar el campo de los lugares comunes y de lo evidente (ὄψις); es recién sobre el suelo del logos que la disputa puede tener lugar (ἐκ τῶν λóγων) [240a]. En todo lo distinto que Teeteto tuvo que designar «con un nombre», tiene que residir algo –en esto los interlocutores finalmente llegan a acuerdo– que «a pesar de ello, sea uno» (ὡς ἕν ὄν) [ibid.]. Si se pudiera encontrar un concepto común, con esta misma jugada también se habría probado la autocontradicción del sofista: ahí donde este pretende defender dos discursos (dos logoi) incompatibles entre sí, en realidad, ya por servirse del logos, se refiere a algo determinado.
Aquel principio impregnado en la lógica occidental desde sus comienzos contiene, de este modo, en el Sofista su más temprana formulación: todo decir (λεγεῖν) es siempre un decir-algo (λεγεῖν τι), todo discurso es siempre un discurso «de algo», de un tinos (τινòς) [237d y 262e]3. El algo transitivo en principio solo está determinado en cuanto a un solo sentido, a saber: en la medida en que algo es un otro. «Quien dice algo» –señala poco después– «al menos dice un Algo» (ἕν γέ τι) [237d]. Si no se dijera al menos Algo (así también la conclusión repetida por Aristóteles [Metafísica Γ 4, 1006b7-11]), nada se podría decir en la medida en que un no-decir-algo equivaldría a un no-decir4.
Cuán unitario puede ser este concepto –esta pregunta por mientras permanece abierta–. Platón recuerda que para Parménides todo discurso no solo se refiere a un Algo determinado, sino al único Algo, aquel ser entonces más allá del cual no puede hacer nada más y sobre el cual consecuentemente no puede ser dicho nada. Por ende, es del todo imposible «correctamente, ni pronunciar, ni afirmar, ni pensar lo que no es –en sí y de por sí–, puesto que ello es impensable, indecible, impronunciable e informulable» (Sofista, 238c)5. En el transcurso ulterior del diálogo, Platón, en la disputa con el sofista, se ve obligado a recurrir al pensamiento de Parménides del Uno que, sin embargo, primero tiene que ser librado de su equiparación con el ser.
En el curso de la discusión se torna evidente la doble táctica del diálogo. Ante el fondo del eleatismo parmenideo, en el cual el Extranjero, al menos al inicio, aún debe ser encasillado, han de ser traídas a la luz dos decisiones previas de la sofística: por un lado, el procedimiento sofista –a pesar de todas las aseveraciones– presupone un determinado concepto de unidad, y por el otro, presupone –a pesar de o debido al antagonismo con el eleático– de manera implícita, no pronunciada, siempre su supuesto fundamental: que la relación entre ser y no-ser es una relación de opuestos (ἐναντίωσις). En la pretensión protagoreica de poder sostener en todo asunto tanto tesis como antítesis6, implícitamente se presupone una unidad (al menos «focal») de la cosa. Es en base de tal unidad previa que se puede medir la alegación de que, de una cosa, se pueden afirmar predicaciones opuestas. La pretensión de Protágoras, pues, no consiste solo en afirmar lo contradictorio, sino también en poder dar razones (logon didonai) de en qué medida algo al mismo tiempo «es» y «no es». En contraste con el pensamiento eleático, que sostiene que del no-ser no se puede decir nada, los sofistas integran el no-ser al ámbito de lo decible. Sin embargo, uno de los supuestos fundamentales de la escuela eleática sigue siendo válido de manera inquebrantada hasta los sofistas y, por así decir, asciende al garante de la demostración sofista exitosa: la antinomia entre ser y no-ser. En la medida en que ser y no-ser levantan pretensiones de verdad antagónicas –pero a pesar de ello del mismo valor–, para el engaño no queda lugar y para las imágenes no queda concepto alguno. La reintegración a la filosofía, de parte de Platón, de lo que Parménides había exiliado de ella –a saber: las apariencias [Schein]– hace posible su aseguramiento temerario del criterio de verdad en referencia a lo Uno.
En este lugar del Sofista se vuelve asible aquel estrecho conformado por la sofística y el eleatismo, a través del cual Platón intenta conducir la filosofía. La oposición estática entre ser y no-ser, que levanta Parménides y que los sofistas a su vez convierten en moneda sonante, ha de ser ablandada y las relaciones recíprocas de dependencia han de ser precisadas. Lo que los diálogos más tempranos (generalmente llamados «elenjéticos», en el sentido de que a través del método discursivo del elenjos determinan la naturaleza de un problema específico) ya habían traído a la luz, aquí en el Sofista se agudiza, a saber: que los sofistas aparentan una oposición ahí donde solo hay diferencia. De esta manera, no hay contradicción alguna en que –para tomar el ejemplo mismo de los sofistas– Sofronisco, el padre de Sócrates, sea al mismo tiempo padre y no-padre, dado que, si bien él en relación a su hijo es padre, en relación a todos los demás hombres, no obstante, no lo es7. El ser-no-padre no es un mero no-ser, sino únicamente otro ser. Con ello ya se habría ganado una comprensión precisa de la proposición de Parménides. «Expresar lo no-ente en sí mismo» de hecho es imposible (Sofista, 238c); referido a otro ente (pros alla), sin embargo es posible predecirlo acaso como negación. Como resulta, la definición del concepto de imagen que sigue a lo anterior no es solo más coherente de lo supuesto en ocasiones8, sino que resulta ser el medio de articulación fundante con tal de evitar que la ontología escalar se salga de quicio.
El reconocido estudioso de la Antigüedad, Jean-Pierre Vernant (1984/1994), ha argumentado en un artículo célebre que en el mundo griego entre el siglo VII y el siglo IV a.C. deja observarse un desplazamiento del concepto de imagen desde una presentificación de lo invisible hacia la imitación de las apariencias. Este libro se arriesga a defender una tesis distinta. La interpretación siguiente, en cambio, quisiera sostener la tesis de que en el IV siglo no es que surja un nuevo concepto de imagen orientado según el aparecer, sino que, más bien, emerge un concepto de imagen intelectualizado que no obstante ha de ser comprendido como respuesta teórica a la intelección de que todas las imágenes están sujetas al tenor del aparecer.
De hecho, la nueva palabra, que en tiempos de Platón ingresa a la circulación, no es eidōlon el que se relaciona con la aparición de la imagen, sino eikōn que describe una relación esencial interna. El eikōn, que antes del siglo V no está documentado de manera alguna (Vernant, 1984/1997, 205), se deriva de otra raíz que eidos y eidōlon. Dichas palabras están conformadas desde el paradigma indoeuropeo *feid respectivamente id-, que remite a un amalgamiento originario entre ver y conocimiento. Quien ha visto puede considerarse en la posesión de saber9. El mundo helénico desarrolló aquí una metafórica rica de la evidencia: del idein (ver) sobre eidenai (distinguir, saber) hasta eidos e idea (aspecto, figura, forma) [Mugler 1964, Luther 1966, Maiatsky 2005]. Mientras que ver de esta manera, por un lado, está anudado a una semántica de la introspección y de la mirada mental, el idein, por el otro se acopla a todo un campo de significación que designa al parecer [Schein] a lo meramente probable [Wahr-scheinliche] o incluso a lo engañoso. El carácter deficitario del eidōlon como simulacro [Anschein] ya se expresa en el sufijo negativo diminutivo que subordina el eid-olon como escalón atrofiado al eidos.
El eikōn, que Platón deja que entre en acción en el transcurso del diálogo Sofista y que delimita del eidōlon, no proviene del registro de las apariencias exteriores porque de hecho está conformado a partir del paradigma *feik y con ello sugiere literalmente una coherencia interior, una con-formación (acaso en la epieikeia, la comodidad moral). El eikōn que es viva imagen coincide con su modelo menos visualmente; más bien posee sus características esenciales y en esta medida se parece a su modelo en cuanto al ser. Al tener algo del modelo, es algo de este, si bien no el modelo mismo, sino algo tan solo parecido a él (eikenai>eoika). ¿Cómo puede distinguirse entonces un parecido aparente y un parecido real?
En su delimitación de la filosofía contra la sofística y el eleatismo, que ambos a su manera absolutizan el no-ser, Platón ahora eleva la imagen con su problema de la semejanza a punto de toque paradigmático de la pregunta filosófica «qué es». Porque, a diferencia de Parménides, en el Sofista no se trata de la pregunta si es que la imagen es, sino qué es una imagen. El que pregunta así, podría pensarse, desde el comienzo acomete un círculo vicioso. Porque si todo decir siempre implica un de qué, un kata tinos, entonces necesariamente ha de admitirse que este algo posee un grado (aunque sea mínimo) de ser. Quien entonces pregunta qué es una imagen, con ello postula al mismo tiempo que la imagen ya es «de algún modo» (πού); una presuposición ciertamente inaceptable para el eleatismo. No obstante, aquel posible reproche de la petitio principiies invertida con destreza por Platón y a los eleáticos mismos les objeta lo siguiente: justamente en aquel instante en el cual se está diciendo algo del no-ser (aunque sea solamente que no es), este algo ya es en cierto modo. En la medida en que un discurso siempre es un discurso «de algo» (Sofista, 262e) y este ti presupone que el discurso está referido a un ser-así, a un discurso solo le adviene sentido en la medida en que implica un idéntico que mediante este ser-así se vuelve una entidad. Con esta prueba de una tesis ontológica subyacente a toda predicación, no solamente se mienta al eleatismo, sino que también apunta a terminar el juego sofista tendiente a la confusión según la cual se ha de probar que la imagen es un no-ente. Permanece incuestionable el que la imagen de una cosa no es la cosa misma, dado que esta –según replica Teeteto–, en el mejor de los casos, es «parecida» a una cosa verdadera (ibid., 240a). Una imagen en sentido estricto es no-ente no en sí misma, sino únicamente con respecto a la cosa que retrata.
El ejemplo de la imagen sirve como objeto experimental la categoría de lo parecido como disolvente (λύσις), con tal de reblandecer la contraposición (ἐναντίωσις) rígida entre ser y no-ser, ya que lo que tan solo es «parecido» no puede ser «idéntico». Con esto ciertamente solo se ha aludido a un lado del estado de cosas. Porque mientras que la imagen no coincide con la cosa (y en este sentido es «no-ente» [οὐκ ὄντως]) [240b], por el otro lado la imagen también es, a saber: en la medida en que es una imagen (εἰκὼν ὄντως) [240b11]. Los pares dialogantes constatan que se encuentran en una «situación difícil», debido a que la imagen, por un lado, «no es realmente un no-ente» (οὐκ ὄν ὄντως), pero, por el otro, «de algún modo» (πού), si bien no del todo, es un ente. En consecuencia, la imagen tornasolea entre ser y no-ser y por esto, en palabras de Platón, es un verdadero atopon (240c2).
Platón en este lugar alude a la doble significación de atopos: «a-tópico» es algo que se sustrae a la posibilidad de localizarlo de manera inequívoca, pero en el sentido figurativo la expresión designa todos aquellos fenómenos que son «fuera de lugar», raros o «fuera de propósito»10. El sofista, así prosigue el Extranjero, sabe aprovechar estupendamente para sí a este carácter atópico de la imagen. En tanto forjador de imágenes engañosas crea simulacros destellantes que lo hacen aparecer como multifacético o también «de mil cabezas» (240c4) y de las cuales este ya se replegó, si es que uno intenta detenerlo en ello. Es meta del sofista, así la interpretación del Extranjero, hacernos creer, el engaño mediante, que lo falso es lo fácticamente ente, al ya no poder separar el grano de la paja de cara a semejante multiplicidad de apariciones. De manera legítima, el diálogo platónico del Sofista ha sido interpretado como una contraposición entre el sofista en tanto portavoz de la pluralidad, por un lado, y el Extranjero como defensor de un pensamiento de la Uno –de la enología eleática–, por el otro (Heidegger GA 17, Rosen 1983, Niehues-Pröbsting 1987 y últimamente Ambuel 2007).
Hay varios argumentos a favor de que Platón consideraba que los sofistas eran transformistas con forma de Proteo, que aparentaban «polisaber» e impresionaban como «de mil cabezas», porque dejan pasar las imágenes en el «cambio vertiginoso» y uno forzosamente se ve obligado a «concederle al no-ser, en contra de la propia voluntad, que de alguna forma es» (240c4-6). Una lectura que detrás del discurso del Extranjero decididamente sospecha el parecer del propio Platón, no obstante sería apresurada y desconocería la sofisticación platónica en términos de dramaturgia dialéctica. Si se presta atención en este lugar a la exacta elección de las palabras, es posible reconocer una interpretación de la sofística que en ningún caso coincide con la perspectiva eleática sobre la multiplicidad. La expresión que traduce como «cambio vertiginoso», en el original dice epallaxis (ἐπαλλάξις) [240c4]. La expresión apunta a que aquí no se está pensando en un permanente cambio de posición, sino que, rigurosamente hablando, tan solo son posibles dos posiciones que además se comportan simétricamente una respecto de la otra (ἐπ-αλλήλων). Esta palabra, que en Homero designa el vaivén de la cuerda bélica y con ello la fortuna de la guerra, es traducida por los editores renacentistas latinos como alternatio (Ilíada XIII, 359)11. Si bien la realidad siempre es posible solo en dos posiciones mutuamente excluyentes, en la epallaxis yace una velocidad vertiginosa que aun se expresa en el juego llamado daktylon epallaxis, en el cual uno ha de formar con los dedos tan rápidamente un número de modo que el contrincante quede atrás, un juego también popular entre los romanos bajo el nombre micare digitis.
El sofista es inquietante en la medida en que no solo se traslada de una posición hacia otra, sino que gracias a su agilidad realiza permanentes cambios de posición entre lugares incompatibles entre sí. La caza por la presa que es el sofista solo resulta tan difícil porque este no migra desde una pradera hasta la siguiente, tal como cualquier otro animal, sino porque, aparentemente sin esfuerzo ni movimiento algunos, puede adoptar a la vez dos posiciones opuestas: si uno se acerca furtivamente a él, el sofista ya no está ahí donde dice estar. Por lo tanto, uno no podrá conformarse con apuntar a él ahí donde dice tomar posición; si se trata de liquidarlo definitivamente, hay que seguirle el rastro a su cambio de posición y tiene que ser averiguada su posición exacta en el trecho entre posiciones opuestas. Con tal de fijar al sofista, tiene que encontrarse su «lugar atópico» (ἄτοπον τόπον) [Sofista, 239c6-7] y este «lugar atópico» consiste, como resulta, en nada más que en aquellas imágenes «atópicas» detrás de las cuales se oculta y de las cuales se sirve. Pero ¿dónde yace la imagen? En el reino de la verdad, así la réplica del sofista, un reino al cual, no obstante, ya no le subyace suelo común alguno (ibid., 239d). Al mostrar la imagen como algo no-unitario tanto como algo no-deficitario, el sofista llega a la afirmación extraña de que la imagen pertenece al mismo tiempo al mero no-ser y al puro ser. En oposición al eleatismo, con esto se habría levantado la pretensión de poder estar a ambos lados de la línea divisoria de las aguas ontológicas. La línea divisoria misma, sin embargo, permanece sin ser cuestionada.
Mediante la contraposición dialéctica de eleatismo y sofística, entretanto no solo se volvió visible su andamiaje argumentativo común; el mismo andamiaje empieza a tambalear de manera amenazante. A través de la disputa con el sofista –Platón significativamente lo pone en boca del Extranjero–, uno habría sido obligado a «concederle, en contra de la voluntad, a lo no-ente que es de algún modo» (Sofista, 240c4-6). En un primer plano, en esta proposición se expresa la ruptura del dique del ser-solo eleático causado por el sofista. Sin embargo, quien presta mayor atención puede percibir en el «de algún modo» (πού) ya un indicio de la ontología gradual platónica. Aquella medida, por la cual se mide el ser de la imagen, es lo ente que retrata. Medido según lo retratado, se muestra que la imagen es distinta y otra, pero sin por ello ya ser lo otro de lo retratado. La lógica del «de algún modo» exige una determinación más exacta de esta otredad, que no se acrecienta hasta la oposición (ἐναντίωσις), sino que más bien tiene que ser del tipo de la desemejanza (ἐτεροίωσις) y que es introducida en la primera definición de Teeteto.
2. Mimesis y methexis: ontologías ascendentes y descendentes
La imagen, según dice en la primera definición de Teeteto en la cual cada palabra es de importancia, es «algo elaborado como semejante [ἀφωμοιωμένον] a lo verdadero [πρὸς τἀληθινόν], pero que sigue siendo distinto [ἕτερον τοιοῦτον]» (ibid., 240a 7-8)12. El Extranjero que repite esta definición («Dices que esa cosa, aunque distinta, es verdadera») [240a9], en ello significativamente sustrae el aphōmoiōmenon, lo «elaborado como semejante» que no puede tener lugar alguno en una lógica antitética. No obstante, Teeteto no acepta sin más el acortamiento del Extranjero e insiste en el carácter de semejanza (ἐοικός) de la imagen (240b3). Ahora, el concepto del aphomoiōmenon empleado por Teeteto contiene dos movimientos contrapuestos: mientras el prefijo negativo ap- (de ἀπό, «alejarse de», «alejado») indica un desprenderse y desmarcarse respectivamente una «sustracción» de la imagen de lo retratado, el homoiōmenon, en cambio, apunta a un acercamiento a lo retratado en el modo del devenir-semejante (ὁμοίωσις). Al ser semejante a lo ente, ya necesariamente es distinto (ἕτερον) sin, no obstante, ya ser su otro (το ἕτερον) –y, con ello, ser un mero no-ente.
Pasajes como estos no solo hacen parecer extraña la condena hegeliana de la lógica platónica, sino que realmente anticipan la lógica hegeliana: la negatividad de la imagen prueba que no hay un «no-ente en y para sí» (238c10), sino que solo hay un no-ser determinado referido a un ente. Con esto también se habría disuelto la aparente aporía que el Extranjero cree poder ver en el hablar sobre la imagen. El que uno no pueda hablar de la imagen «en y para sí» en tanto algo distinto de lo ente, todavía no significa que sea algo en sí «impensable», «indescriptible», «impronunciable» e «inexplicable». Para la imagen vale lo que también le corresponde al discurso: su referencia objetal está inscrita constitutivamente en ella. Así como todo discurso siempre es el discurso de un ente (definido mínimamente sea como sea) [260a], también la imagen está puesta en una relación determinada con el objeto retratado, en lo cual esta relación presupone tanto una distancia que divide, así como a una relación dividida. Quien habla sobre la imagen, contrariamente a lo afirmado por el Extranjero, no es que se enrede en autocontradicciones (238d7), pero tiene que poder nombrar en qué sentido la imagen «es de algún modo». No es suficiente con la prueba que lo no-ente es, más bien hay que poner a prueba cómo es en particular; por consiguiente, tiene que ser desenredada la relación de entrecruzamiento (συμπλοκή) entre ser y no-ser.
La imagen, por ende, resulta ser menos una temática regional al interno de la ontología gradual platónica, que literalmente su eje central. En el déficit constitutivo de lo icónico adviene a la vista otra modalidad de existir, un diferencial que al fin y al cabo conduce directamente al célebre «parricidio» (πατραλόια) de Parménides (241d3). El hecho de que algo en realidad «definitivamente no-ente» (τὰ μηδαμῶς ὄντα) a pesar de ello, pueda ser ente (πῶς εἶναι) [240e1 s.], presupone, en contra de todos los principios eleáticos, una koinōnia o «comunidad esencial» entre ser y no-ser que de ahora en adelante habrá que captar con mayor exactitud. Lo que retrata no es lo que está retratado; en tanto algo semejante a él, a pesar de ello comparte algunas de sus características y de este modo tiene parte de su ser.
La pregunta aquí arrojada parece exigir aquella solución que Platón ofrece en otro lugar: la doctrina de la methexis o de la participación. Bajo el rechazo simultáneo tanto del concepto de ser monolítico de Parménides como también de la ontología de la incomposibilidad de la sofística, la doctrina de la methexis representa un intento de solución de conservar la unidad del ser con su simultánea consideración de diferencias interiores graduales. La imagen de la cosa, entonces, ya no ha de ser igualada sin más con la cosa, sino que más bien «participa de ella». Si la categoría de la mimesis o de la «semejanza» identifica el movimiento hacia debajo de lo representado hacia lo representante, la categoría de la methexis o de la «participación» representa el movimiento hacia arriba de lo ente retratado hacia lo ente mismo.
A través de esta doble determinación se está ante un instrumental conceptual para cartografiar el espacio intersticial entre los términos opuestos de la enantiōsis de ser y no-ser y de realizar sobre este escalados. Según parece, la imagen no puede representar «verdadero ser» (ἀληθινὸν ὄντος) alguno, pero por esto dista de ya ser un «no-ser»: su ser más bien yace en el «ser-imagen» (εἰκὼν ὢν). Aquel ser-imagen se distingue del ser-Sócrates o del ser-árbol en que está referido a un ente como «Sócrates» o «árbol», cuya imagen representa. Con ello Platón, declarando la negatividad de la imagen ya no como una diferencia externa, sino como una diferencia interna del ser, al interior de la cerrada esfera del ser de Parménides realiza una división de lo óntico, que para la metafísica europea tendrá vastas consecuencias.
3. Entre unidad y dualidad
Una vez que Teeteto y el Extranjero hayan llegado a la introspección de las gradaciones del ser, el campo de lo óntico sigue siendo subdividido de la mano de cinco conceptos operativos principales: lo ente, el movimiento, el reposo, lo mismo y lo diferente (Sofista,254c-255e). Sin embargo, estos cinco «conceptos principales» (μέγιστα τῶν γενῶν), según resulta, a su vez pueden ser redeletreados a dos modos fundantes del ser, lo que se expresa en la siguiente frase decisiva para el rumbo del devenir. Uno tendrá que admitir, objeta el Extranjero:
Algunas cosas se enuncian en sí mismas y de por sí [αὐτὸ καθ´ αὐτό], mientras que otras lo son en relación con otras cosas [πρὸς ἄλλα] (255c).
Ya en los comentarios de la Antigüedad se subraya que en esta proposición hay mucho más en juego de lo que sugiere el futuro transcurso del diálogo, puesto que la magnitud exacta de la distinción entre «en sí y para sí» y aquel «en relación a (un) otro», aquí solo es esbozada y, por ende, permanece siendo controversial. Algunos intérpretes modernos, adiestrados en el linguistic turn, sospechan en esta contraposición incluso el fundamento de la teoría platónica como tal e interpretan la proposición de modo tal que un enunciado «x es» (comprendido como auto kath’auto) desemboca en una tesis existencial («x es» en el sentido de «hay x» o «x existe»), mientras que ella designa, en tanto enunciado, pros alla un acontecer de predicación («x es blanco» en el sentido de «a x le adviene la característica de ser blanco»)13. A semejante interpretación le subyace, aunque implícitamente, la doctrina aristotélica de las categorías: Platón aquí tan solo anticiparía la introspección aristotélica de que hay que distinguir entre el ser sustancial (ser-Sócrates, ser-árbol, etc.) y el ser accidental (ser-blanco, ser-más grande, ser-más caliente, etc.).
Sin embargo, vale la pena volver una vez más al lugar en el cual Platón arriba la tesis, rica en consecuencias, del carácter bimembre del ser. Considerando las cosas más detenidamente, resulta que ella recién se deriva de la pregunta en qué medida la imagen puede ser un ente y un no-ente a la vez. Al subdividir desmembrando la pregunta por el ser en dos aspectos, la aporía es disuelta: la imagen en tanto sí misma (καθ´ αὐτό) tomada estrictamente no es lo que representa, a pesar de ello la imagen, en tanto pros alla, siempre es imagen de algo. Quien mira a Sócrates en la imagen no ve un no-ente, sino un ente representado.
Por lo tanto, con la tesis levantada en 255c Platón es capaz de mostrar en qué medida no hay contrasentido sofista en la afirmación de que la imagen es y al mismo tiempo no es: mientras que en tanto ella en sí no es realmente lo que representa, por el otro lado, con respecto de su función representativa, no es sino esto representado mismo. Dicho de otra manera: la imagen es, pero solo por el precio de que este ser no está fundado en sí, sino en otro. Por muy paradojal que pueda sonar, solo bajo la condición que da a conocer su falta de autonomía e incompletud, es que la imagen puede ser reconocida ontológicamente.
Esta incompletud no debe –como se torna evidente a partir del diálogo Crátilo– ser confundida con una cualquier incompetencia por parte del fabricante de imágenes (Crátilo, 432b-d). Imágenes, por esto, siempre son imperfectas porque son parecidas solo a sus modelos precedentes en cierta perspectiva, pero si ellas se asemejaran al modelo (en este caso, el mismo Crátilo) en todo respecto –acaso porque son producidas por un demiurgo divino–, no serían una imagen mejor, sino, pues, al contrario, ya no serían imagen alguna. En el instante en el cual el retrato se convierte en la copia perfecta, pierde su carácter de imagen, dado que ahora uno se las tiene que ver nada menos que con «dos Crátilos» (ibid., 432c5 y 6). Si dos cosas se parecen absolutamente y ya no es constable diferencia alguna entre ellas, lisa y llanamente se convierte en sinsentido hablar de una como de la imagen de la otra. San Agustín, más tarde, lleva este estado de cosas a la siguiente idea: un huevo no es la imagen de otro huevo, sino simplemente otro huevo (De diversis quaestionibus octoginta, quaestio 74 [PL 40, 80]). La idea de una diferencia pictórica, que antes de San Agustín ya había sido formulada por Gregorio de Nisa (De hominis opificio, XVI [PG 44, 180C])14, se reencuentra en la modernidad cuando Husserl constata lacónicamente: «La semejanza entre dos objetos, por muy grande que sea, no hace del uno la imagen del otro» (Logische Untersuchungen [XIX/1, 436])15. De manera inversa, en el momento en el cual una imagen mediante una restitutio ad integrum se convierte en una segunda cosa y obtiene completamente el carácter cósico, su relación con la imagen se vuelve obsoleta.
Con esto se establecieron los dos hitos fronterizos del ser-imagen: mientras las imágenes son consideradas en su carácter cósico, permanecen por debajo del umbral de la imaginalidad y en ese caso solo son pantalla, tabla o piedra. Para que la imagen pueda valer como imagen y, por ende, pueda valer en su función representativa, tiene que ser imagen de algo y estar dirigida hacia un pros alla. Sin embargo, si se pone completamente de lado de este «otro» y si asume todas sus características, entonces nuevamente –si bien del todo distintamente– deviene cosa y pierde su identidad icónica. Por ende, la imagen, tal como dice en el Crátilo, «no debe en absoluto ofrecer todos los detalles del objeto que ella imita, si ha de ser propiamente una imagen» (Crátilo, 432b2-4 )16. Aquel abrir en casillas del ser-imagen en un ser kath’auto y en un ser pros alla, por consiguiente, no representa dos accesos a la imagen libremente elegibles: solo si la imagen a la vez es contemplada «para sí misma» y «con miras a otro», se excluye que o pueda degenerar en «mera cosa» (y en ese caso ofrece una superficie para el ataque de las retóricas eleáticas y sofistas del no-ser) o ascienda a la «cosa segunda» (y entonces, en tanto simulacro, le dispute el lugar a lo «ente verdadero»). En ambos casos inevitablemente se pierde aquella categoría que Platón había introducido justamente contra los eleáticos y sofistas: la categoría de la diferencia (τὸ ἕτερον). En el primer caso, el auto kath’auto es hipostasiado y el pros alla se pierde de vista; en el segundo, la asimilación a lo «otro» es absolutizado de modo tal que uno va a parar a las vías de una nueva lógica identitaria, en la cual la otredad frente al otro pierde toda demanda o pretensión. ¿Cómo entonces –la pregunta permanece abierta– tiene que ser captada la «diferencia» de la imagen y cómo ha de definirse el pros alla, para que no se convierta en un nuevo autos?
Diógenes Laercio, en sus Vidas, ofrece una interpretación de las modalidades alternativas del ser de Platón, que a pesar de su falta de fiablidad filológica se vuelve relevante en cuanto a su historia de recepción. En su representación de la doctrina platónica, Laercio destaca la distinción entre «para sí» y «para otro», que él considera como uno de sus descubrimientos fundamentales:
Las cosas existen por sí mismas [καθ´ ἑαὐτά], o tienen una relación con lo otro [πρòς τι]. Así pues, las que se dice que son por sí mismas son las que no necesitan nada en su explicación. Ejemplos de ellas pueden ser un hombre, un caballo y los demás animales. Pues ninguno de estos seres necesita (para ser entendido) de explicación. Las cosas relativas son todas las que necesitan de alguna explicación, como por ejemplo lo mayor que algo, y lo más rápido que algo y lo más bello y lo demás por el estilo (Vidas y opiniones III, 108)17.
En esta recapitulación de la división ontológica acontece un desplazamiento conceptual significativo (aunque encubierto por la traducción al alemán), si en lugar del pros alla platónico es introducida una expresión aristotélica de la doctrina de las categorías, a saber: el «relativo a» (πρòς τι). La expresión de la categoría, que proviene del derecho procesal y ahí designa las distintas formas de pregunta para el establecimiento de hechos (¿cuándo sucedió?, ¿quién lo hizo?, etc.), en Aristóteles, como es consabido, deviene un concepto directriz especulativo, pero él mismo, incluso después de su giro filosófico, todavía designa las posibles formas de preguntar y enunciar de lo ente. La categoría del «¿relativo a?» o pros ti abarca todos los enunciados relacionales y no tendría sentido alguno decir que algo es semejante si no se añade a qué se asemeja ese algo. Mientras que las propiedades cualitativas o cuantitativas están contenidas en las cosas («la pared es blanca» o «la mesa tiene cuatro patas»), las propiedades relacionales, en cambio, yacen entre las cosas y se siguen a partir de sus atribuciones de propiedades.
El que la interpretación de Platón hecha por Diógenes Laercio aparentemente está marcada, además, por la doctrina aristotélica de las categorías, ya se muestra en el hecho de que la «relación sobre otro» es interpretada como problema lingüístico de las «palabras relacionales» que requieren «un añadido adicional en el habla» (Vidas y opiniones II, 109 [1998, 197]). El mismo Aristóteles sugiere semejante interpretación «desontologizante» del pros ti, cuando relaciona la categoría de la relación con el ser más bajo (Metafísica N 1, 1088a26 y 29-30). Claro está que esta reinterpretación del pros alla –dependiente del ser en un pros ti vinculado a una teoría de la atribución– tiene consecuencias para la pregunta, de la cual siquiera emergió el razonamiento sobre el auto kath’auto y el pros alla, a saber: por la pregunta por la imagen. Porque ¿qué es lo que significa si la imagen no es per se semejante respectivamente «lo hecho semejante a un otro», sino que recién un tercero instituye una relación de semejanza entre la imagen y lo retratado? Nada más sino que la pregunta por el ser de la imagen pasa a segundo plano detrás de la pregunta sobre qué es que hay una imagen y para quién es una imagen; detrás de la pregunta, entonces, por cómo es que retrata y por qué vale como retrato para alguien. Si la condición de retratado no está fundada ni en el retrato ni en lo retratado mismo, sino que yace en la relación, entonces la pregunta originaria tiene que ser reformulada. Y no habría que preguntar qué es lo que es una imagen, sino en qué medida x es de y una imagen. Con esto se habría aportado la prueba de que lo imaginal no puede ser un predicado a una posición, sino que tiene que ser descrita como propiedad binaria. De manera lógico-formal, aquella restricción normativa puede anotarse de la siguiente manera: no imagen (x), sino imagen (x,y). Dicho de otra manera: lo imaginal siempre tiene que ser un concepto transitivo; intransitivamente, su determinación permanece vacía.
Con esto, de golpe caducarían una serie de aporías aparentes en las cuales Platón hace que Teeteto y el Extranjero se afanen. La sofística opera –como es consabido a partir de los tempranos diálogos de Platón– justamente con que ella desdibuja la diferencia entre enunciados unarios y binarios18, acaso en el célebre sofisma del padre. El que Sofronisco a veces sea padre y otras veces no, se debe únicamente a un truco retórico de prestidigitador: según se requiera, «padre» es empleado ya sea como predicado unario («x es padre»), ya sea como predicado binario («x es padre de y»). En la primera modalidad, Sofronisco es padre irrestricto, en la segunda solo de su hijo (Platón, Eutidemo, 297-298)19. Si este deletreo teórico-lingüístico de la relación de la imagen se lleva a cabo de manera consecuente hasta su final y siempre se piensa «imagen» solo como predicado binario, el peso se desplaza. Desde una determinación inmanente de fundamento de ser, la pregunta por la imagen se desplaza hacia cuándo y con respecto a qué; o sea, en relación a qué una cosa puede devenir imagen. El peligro de la reificación, que se obtuvo mediante el enfocarse excesivamente en el objeto que retrata o en la cosa retratada, con esto se retira hacia una lejana distancia, ya que la imagen se desplaza desde una esencia inherente hacia una relación externamente atribuida. Ahora es de menor interés qué es lo que es la imagen en sí misma que el modo cómo remite para alguien a otro.
La teoría de la imagen con esto se torna un ámbito subordinado de una semeiotikè, una semiótica general o arte de los signos, que investiga todas las maneras en que una cosa puede remitir «a otro» o sustituirse a otro. Comúnmente, la relación de signos es descrita como encarnación conceptual de la relación propiamente tal, debido a que su condición de signo no depende de las cosas puestas en relación: a raíz de la arbitrariedad constitutiva del signo, más o menos todo puede ser declarado como signo de algo otro. Tomado para sí mismo (αὐτὸ καθ´ αὐτό), el signo no es nada, recién se vuelve significativo mediante la relación a otro (προς τι). La constitución del signo en todo esto es indiferente, ya que justamente tiene que rehusar de su cualidad material propia con tal de poder remitir a lo designado. Al incluir la imagen en la clase de los signos, su incompletud se transforma de mácula ontológica en marca semiótica de reconocimiento. El signo justamente no ha de ser como lo designado en la medida en que no participa de él, sino que meramente lo representa. La disyunción que Tomás de Aquino describe como motus duplex aquí ya comienza a abrirse paso.
4. Motus duplex: las dos modalidades paradigmáticas de la contemplación de la imagen
Si se ha de robustecer la hipótesis de que en la pregunta por la imagen y en la disputa con la sofística se contorneó la comprensión histórica de sí de la filosofía, entonces se vuelve comprensible la ambivalencia con la que la disciplina establecida en el transcurso de su historia se enfrentó al problema de la imagen. En todo caso, entre estrategias de exclusión y de inclusión, la imagen nunca obtuvo un ámbito problemático propio ni se creó una disciplina parcial cuya exploración le habría sido encomendada: la pregunta por la imagen resplandece al comienzo de la ontología clásica y largamente es considerada objeto de la teoría del conocimiento; en ocasiones sirve como modelo a la filosofía del lenguaje y, a modo de ensayo, este último es incorporado al proyecto completo de una semiótica filosófica, sin abrirse y ser absorto del todo en ella. Todos los intentos de aclarar definitivamente el estatus de la imagen literalmente parecen confirmar su inclasificabilidad.
El que en el orden del saber prácticamente estén condenadas a la existencia vagabundeante, es algo que las imágenes le deben, no en último lugar, a la reticulación de lo óntico, que es realizada bajo nuevas circunstancias en la doctrina agustiniana de las ciencias, poderosa en cuanto a los efectos que genera. En el proyecto nuclear de su doctrina semiótica de las ciencias, que Agustín antepuso a sus cuatro libros De doctrina Christiana, dice inequívocamente: «Toda instrucción se refiere o a las cosas o a los signos» (omnis doctrina este de rebus vel signis) [I, 2, 4 (2002, 16)]. Sin embargo, los signos (signa) son inmateriales no porque estén opuestos sincategoremáticamente a las res, las cosas, sino que más bien todo signo «también [es] alguna cosa», dado que tiene que estar fundado materialmente en lo sensible (ibid.). Ya en la presunta obra temprana De dialéctica dice que el signo es algo que «se muestra a sí mismo a los sentidos» (se ipsum sensui), pero que, más allá de esto, «le muestra algo al espíritu (aliquid animo ostendit)» (De dialéctica V; PL 32, 1410). Este «algún» (aliquid) es determinado con mayor precisión en De doctrina Christiana: «A saber, un signo es una cosa, que, aparte de su apariencia externa que le impregna a los sentidos, en el pensar desencadena algo otro desde sí mismo (aluid aliquid ex se)» (De doctrina Christiana II, 1, 1 [2002, 46]) En la siguiente oración, la función de remisión del signo es esclarecida a través de algunos ejemplos:
Por ejemplo, al ver una huella pensamos que un animal pasó, de cuya pista se trata; al contemplar el humo reconocemos que detrás de este se oculta un fuego; si escuchamos la voz de un ser viviente, extraemos conclusiones respecto de la constitución de su interior; si suena el trombón, los soldados saben si han de avanzar o retroceder, dependiendo de lo que requiera la batalla (II, 1, 2 [2002, 46]).
A pesar de que huella, señal o advertencia en algún modo han de estar constituidos sensiblemente, con tal de siquiera poder recibir atención, el observador, sin embargo, en ningún instante se detiene en la materialidad de la huella. Es justamente debido a esta razón que uno no debe contemplar los signos con miras a lo que son (ne quod sunt), sino más bien con miras «a lo que son en tanto signos [sed potius quod signa sunt], es decir, hacia lo que apuntan [quod significant]» (II, 1, 1 [2002, 46]).
Entre las ciencias de las cosas (doctrina rerum) y las ciencias de los signos (doctrinae signorum) no está prevista ninguna tercera disciplina, dedicada a los fenómenos imaginales en el sentido propio. Debido a este tertium non datur deviene legítimo, y por lo tanto necesario, un procedimiento selectivo al interior de este conjunto «impropio» de los fenómenos intermedios, que entonces sirve a fines a veces ontológicos, a veces ético-morales y a veces epistemológicos. Es recién ante el folio de estas dos perspectivas contrarias que la reduplicación de las imágenes en eikōn y eidōlon, en iconos transitivos e intransitivos, adquiere fuerza de ley.
En la escolástica la alternativa, ya levantada por Agustín, entre res y signa es aplicada a la pegunta por la imagen, y en la Summa theologiae de Tomás de Aquino es llevada hacia una fórmula canónica que impresiona como apocalíptica en la medida en que recurre a la autoridad por antonomasia, Aristóteles:
Respondo, diciendo con el filósofo de Sobre memoria y recuerdo, que hay dos movimientos del alma hacia una imagen: es que una es el movimiento hacia la imagen misma en tanto una cosa determinada [res quaedam], la otra hacia la imagen de algo otro [imago alterius]20.
Con esto, el doble helénico entre auto kath’auto y pros alla ahora estaría vestida de latín. Pero no suficiente con esto, Tomás prosigue y fundamenta la diferencia existente entre ambos movimientos:
Y entre estos dos movimientos hay esta diferencia: el primer movimiento, a través del cual uno es conducido hacia una imagen en tanto una cosa determinada, es distinta del movimiento hacia la cosa [en ello representada]. Pero el segundo movimiento, que va hacia la imagen hacia imagen, es idéntico con el movimiento hacia la cosa [en ello representada]21.
¿Qué es lo que hay detrás de esta formulación? Tomás aquí evidentemente sugiere que en la contemplación de la imagen por mor de su mera materialidad es interrumpida su referencialidad, la contemplación de la imagen en su imaginalidad, en cambio (in imaginem inquantum est imago) –y esto tendrá diversas consecuencias–, equivale a la contemplación de lo retratado. Dicho de manera abreviada: no es posible contemplar la aparición de la imagen de manera autónoma ni como algo distinto al referente. Si contemplamos a Cristo en la imagen, entonces no contemplamos a Cristo alguno que aparezca acaso representado en el tipo del pantocrátor o sobre un fondo de oro, sino que contemplamos a la misma persona de Cristo.
Esta indiferencia o falta de distinción se torna relevante especialmente en el contexto de la discusión en torno a la latreia respectivamente latria. Recién cuando la aparición de Cristo en la imagen ya no es algo distinto a la persona de Cristo, es que puede ser justificada la adoración de la imagen. «A la imagen de Cristo ha de serle otorgado el mismo honor que a Cristo mismo. Dado que Cristo es honrado con adoración [latria], su imagen también debería serlo»22. Con esto Tomás confirma, una vez más, el quiebre radical entre una consideración de las imágenes qua re y qua signo, quiebre que ya había subrayado en la Secunda secundae con el recurso a Agustín.
5. Referirse a lo ausente
A las imágenes desde la patrística les corresponde un rol significativo al interior de la doctrina cristiana de la memoria, debido a que representan instrumentos para referirse a lo ausente y con esto poseen aquella función de recuerdo que ya Aristóteles les asignaba en De memoria et reminiscentia. Sin embargo, la doctrina escolástica de la memoria se distinguía de la aristotélica en que en las imágenes debía ser presentificado algo que nunca estuvo ausente, actualizándolo. Solo por esto es que el autor de la Summa puede afirmar que no hay diferencia alguna entre Cristo en la imagen y Cristo como persona, porque Cristo en la imagen está tan presente como en todas las demás partes.
En De memoria et reminiscentia de Aristóteles, sin embargo, el concepto de ausencia está teñido de otros colores, ya que este pequeño tratado se dedica a la pregunta sobre cómo es que podemos referirnos a algo ausente. Aristóteles comienza asignándole a cada modo temporal una determinada fuente de saber: nos referimos a lo futuro si hacemos conjeturas (acaso en el marco de las artes «mánticas») [I, 449b15], en virtud de la percepción; por otra parte, sabemos de lo que hay en el presente, a lo pasado, en cambio, nos referimos mediante nuestra memoria que siempre es empleada cuando algo ya no está presente. De manera correspondiente, ni podemos percibir lo que aún no ha acontecido ni recordar lo que recién tiene lugar ante nuestros ojos (ibid.).
Pero ¿en qué consiste exactamente el recuerdo? Es evidente que solo puede recordarse lo que fue el caso en un instante anterior y que nos afecta en un modo en que se graba como imagen. Ahora, es legítimo preguntarse si nosotros, ¿cuándo, llamándolo, activamos a un acontecimiento pasado, activamos el mismo acontecimiento o solo la imagen mnémica de él? (I, 450b11 ss.) Si resultara que únicamente revivimos una imagen afectiva actualizada, ya nos encontraríamos de nuevo en el modo del presente. Y si resultara que experimentamos la cosa misma, es lícito preguntar cómo es posible que actualmente percibamos a algo pasado».
Aristóteles, más tarde, disuelve esta aporía mostrando cómo imágenes mnémicas no pueden ser comprendidas según el modo de imágenes perceptivas, sino que representan una clase autónoma. Si nos acordamos de algo, entonces lo llamamos a nuestra memoria y lo vemos ante nosotros. Este ver, sin embargo, es de otra clase que el ver corporal. A pesar de ello, sobra un caso en el cual fácticamente «percibimos algo ausente» (τò μὴ παρòν ἀκουεῖν) (I, 450b19 s.). Lo que comienza como una distinción de dos tipos mnésicos, a saber: las imágenes mnésicas y las imágenes del recuerdo, las mnemata y las phantasmata, no obstante hace estallar la economía textual de De memoria y conduce hacia un problema de mayor alcance, a saber: la estructura «como» o «en tanto» [Als] de la imagen. Imágenes mnésicas (μνήματα) se distinguen, según Aristóteles, de las imágenes de la representación (φαντάσματα) en que ellas, en oposición a las imágenes perceptivas, que en todo instante se convierten en algo pasado, son imágenes de lo pasado en tanto pasado. Esta distinción luego se torna relevante en otros textos de los Pequeños escritos científico-naturales (también conocidos como Parva naturalia) en contextos en los cuales se trata no meramente de formas rememorativas de la imagen: en De insomniis y en De divinatione, considerados por Freud como precursores de su Interpretación de los sueños23, Aristóteles manifiesta la opinión que, si soñamos en estado de conciencia, podemos contemplar a las imágenes oníricas en su transcurso y luego ser consideradas como imágenes y no como realidad (De insomn. III, 462a2-8).
No obstante estas perspectivas, que se extienden vastamente hasta la modernidad, aquí no han de ser seguidas más lejos, sino más bien la mira ha de ser dirigida sobre este paréntesis del ver imágenes (ibid., 450b21-451a14), en el cual se tematizan introspecciones fundamentales sobre la pregunta por la imagen, que van más allá de la introducción del «como» o «en tanto» (ὡς). La sencilla pregunta dice: ¿de qué manera puede uno referirse a algo que no está presente? El caso, de acuerdo a Aristóteles, ocurre cuando se mira una imagen pintada: «Un ser viviente representado en una pizarra [πίναξ] es tanto [καί] un ser viviente como [καί] un retrato [εἰκών]» (De memoria et reminiscentia II, 450b20-22). Con esto en la contemplación de una imagen percibimos tanto a la pizarra como también a algo de facto ausente, pero presente en tanto representación, a saber: el ser viviente. Si se separan ambos aspectos entre sí, resultan de ello los dos movimientos distintos de los cuales se habla en la Summa theologiae. Para Aristóteles, aquí a lo más se trata de separaciones analíticas del pensamiento contemplativo (θεωρεῖν) y no de diferencias en cuanto al asunto o la cosa (ibid., II, 450b18). Más bien, ambos aspectos en una contemplación, la percepción mediante, de una imagen siempre están copresentes, porque «ambas son uno y el mismo objeto» (II, 450b22). Si contemplamos a imágenes, entonces en principio y la mayor parte de las veces nos encontramos en una lógica del «tanto-como» (καί… καί) y no del «o bien-o bien» (ἤ… ἤ).
¿Qué significa, empero, que en la imagen se nos aparezca algo ausente? ¿En qué medida el ser viviente pintado (ζῶον γεγραμμένον) en tanto retrato (εἰκών) pertenece a la clase de imágenes del recuerdo, como dice poco después? (II, 451a1). Aparentemente, la doctrina aristotélica de la memoria, en cuyo marco están asentadas estas reflexiones en torno a la imagen, tiene poco que ver con la discusión tomista en torno a la reverentia. Tampoco tiene algo en común con la doctrina platónica de la anamnēsis, a pesar de que el escrito De memoria et reminiscentia retoma la duplicación platónica en mnēmē y anamnēsis. Si es que Aristóteles expresamente emplea un concepto platónico con tal de reinvestirlo semánticamente, o si se trata de un empleo conceptual del todo independiente de Platón, es algo que aquí queda en tela de juicio; es seguro que la anamnēsis en la que Aristóteles aquí se enfoca no ha de presentificar nada que yazca más allá de lo sensual. Ni se trata del Dios que no puede ser circunscrito mediante palabras (θεóς ἀπεριγραπτός) de los ulteriores Santos Padres, ni de las ideas de Platón que el alma –aún no presa del calabozo del cuerpo– haya visto en el cielo de las ideas. La capacidad de rememorar más bien está localizada ahí donde también reside la capacidad central de percepción (πρῶτον αἰσθητικόν) (II, 451a17). Imágenes representacionales (φαντάσματα) de esta manera tienen la misma función que retratos: ellas presentifican lo que ya no está presente. En la imagen de Fulano, Fulano vuelve a hacerse presente incluso si ya no está ahí (II, 450b31), acaso porque está en Asia Menor y no en Atenas24.
Dicho de manera general, las imágenes para Aristóteles pueden valer como fenómenos dependientes porque presuponen una percepción anticipatoria que ahora es actualizada. La presentificación aquí apunta a una presencia pasada –la ausencia es meramente relativa– y puede ser localizada en un rayo del tiempo (no desemejante en esto al esquema husserliano de la Vorlesungen zur Phänomenologie des inneren Zeitbewusstseins)25. Ahora, las imágenes no siempre poseen un índice temporal inequívoco, no siempre podemos asignarles un determinado momento temporal pasado en el cual nos era presente –incluso a veces ni siquiera estamos seguros–, así Aristóteles, si la representación siquiera estuvo precedida por una percepción, en resumidas cuentas, «dudamos si se trata de un fenómeno mnésico o no» (ibid., II, 451a5). Lo que es representado, en la actualidad no está presente en la percepción, pero ¿es que acaso alguna vez lo estuvo? En ocasiones creemos recordar, luego de un cierto lapso de tiempo, cuándo hemos «escuchado o visto» esto o aquello (II, 451a6 s.). Entonces buscamos aquello de lo que esta imagen era una imagen y, por lo tanto, pasamos de la contemplación de la imagen «en tanto algo autónomo» (ὡς αὐτό) a su contemplación en tanto algo dependiente de lo otro (ὠς ἄλλω) [II, 451a7 s.].
Sin embargo, ¿qué pasa si de ninguna manera nos acordamos en qué instante fue que vivenciamos algo? Hay quienes estarían obsesionados con la idea de que toda imagen tiene que ser la imagen de algo anterior, y para esto desarrollan prehistorias ficticias. Aristóteles informa de un cierto Antiferón de Oreos, así como de «alguna(s) otra(s) persona(s) en estado de éxtasis», que de cara a determinadas representaciones estaban convencidas «de recordar en ello algo realmente ocurrido» (ibid., II, 451a10)26. Con esta temprana descripción de un suceso de déjà-vu, Aristóteles apunta a un lugar decisivo: tal representación acontece «cuando uno contempla algo como imagen, que no es imagen alguna» (II, 451a11 s.). Antiferón y sus semejantes no pueden pensar las representaciones de otra manera que no sea como signos de algo anterior; así como hay quienes interpretan las imágenes oníricas como signos de algo venidero27. Justamente a través de esto es que no se permanecen en la imagen contemplada «por ella sola [ὡς καθ´ αὑτό]» (II, 451a14).
La mención aristotélica del episodio de Antiferón puede ser interpretada como crítica de un concepto de ausencia mal entendido. La phantasia –así la célebre definición de De anima– siempre entra en vigor si no disponemos de percepción presente alguna (De an., III 3, 427b15 s.). En virtud de aquella facultad de representación, el ser humano produce phantasmata o imágenes representacionales que son capaces de presentizar lo ausente. Creer que todo lo ausente tenga que haber estado presente con anterioridad, entonces, es tan insostenible como la idea de que toda imagen onírica es una previsión de lo venidero. Que una imagen siempre es imagen de algo no presentificado no significa que lo no presentificado ya no o todavía no esté presente. Phantasmata pueden ser reproductivas y anticipatorias, pero no tienen que serlo.
6. El interés antropológico en la imagen en tanto que imagen
De esta manera, con Aristóteles se pone en juego un aspecto del todo novedoso: las imágenes no solo son de interés porque informan sobre un hecho ocurrido anteriormente o que ocurrirá con posterioridad, sino que ellas también son de interés por sí mismas. En su Poética, aquella constatación empírica es transformada en una tesis antropológica: el ser humano se distingue de otros seres vivientes porque tiene placer en la imitación. A los hombres «les agrada ver las imágenes [εἰκόνας], porque al mismo tiempo que las contemplan aprenden y van deduciendo qué es cada cosa, como por ejemplo este es fulanito» (Poet., 4, 1448b15-17). El ver imágenes aquí en principio apunta a un mirar que reconoce; no obstante, no está excluido que el modelo previo le sea desconocido al observador, incluso que ella posiblemente ni siquiera exista realiter (se habla de la «imitación» de centauros y cíclopes). Algunas presentificaciones en imágenes justamente no apuntan a materializar el objeto mismo, sino que representan una manera de mantenerlo a distancia. También aquí Aristóteles aduce un argumento pertinente:
Pues las cosas que vemos en la realidad con desagrado, nos agrada ver sus imágenes logradas de la forma más fiel, así por ejemplo ocurre con las formas más repugnantes de animales o cadáveres (ibid., 4, 1448b10)28.
Por consiguiente, lo que al espectador le interesa de las imágenes no es qué representan, sino cómo lo representan. Con esto, se desplaza el marco teórico de una doctrina de la imitación que es pensada desde el objeto, hacia una teoría de las cualidades de la apariencia, propias a la imagen. El pasaje siguiente marca el punto de entrada de una teoría aristotélica de las imágenes, que no se abre ni es absorbida en la doctrina de la mimesis elaborada y propagada por Jenofonte más allá de Aristóteles:
Pues en el caso de que no haya visto antes lo imitado, no le producirá placer como imitación [μίμημα], sino por la ejecución o por el color o por alguna otra cosa por el estilo (4, 1448b17-19).
Más allá de un interés epistemológico que comprenda a la imagen como mero medio de información, de acuerdo a Aristóteles hay un interés genuinamente humano por las cualidades propias de la imagen. Semejantes cualidades propias no son derivables del contenido representado de la imagen, pero tampoco pueden ser reducidas a una propiedad meramente material de su soporte. El interés por las imágenes no está dirigido al color per se, sino a su configuración determinada sobre la superficie del portador de la imagen, a través de la cual la pizarra de madera se convierte en imagen de algo otro. No es primariamente el sujet representado, ni el soporte material, sino, en principio, la manera en la que algo se representa, respectivamente en la que algo aparece, es aquello de la imagen que de acuerdo a esta lectura estimula al hombre. Preguntando por la autonomía de la imagen, por la imagen «en tanto ella misma» (ὡς καθ´αὑτό), Aristóteles, desde un principio, arranca más allá de una ontología escalar, donde la imagen pudiera obtener un estatus meramente deficitario o subordinado.
No obstante, el problema del aparecer de la imagen no comienza recién con la puesta entre paréntesis de la pregunta por su valencia ontológica, sino que ya yace en el germen de la pregunta ontológica. En tanto un residuo no reductible a esto, la imagen resulta no ser tanto el motor que siquiera pone en marcha la constitución de la doctrina del ser, sino también la arena en el engranaje que amenaza con finalmente descarrilar el andador ontológico.
7. Cómo es y cómo aparece
En el décimo libro de la Politeia, Glaucón había distinguido entre el arte productivo (τέχνη ποιητική), que de hecho produce objetos nuevos, y el arte meramente imitativo (τέχνη μιμητική), que a lo más produce retratos imperfectos. En contra de la objeción de Sócrates, de que también la manufactura de retratos puede ser considerada engendramiento, Glaucón define el arte imitativo más precisamente como un engendramiento de la apariencia (Pol. X, 296e). La fundamental hybris de la imagen, aun en el intento de su diferenciación sortal, se expresa hablando. Luego de que en los nueve libros precedentes de la Politeia cada profesión en particular haya obtenido una determinada función al interior del orden estatal, ahora Platón parodia a los productores de imágenes como hombres «extraordinarios» y «asombrosos».
Pues este mismo artesano [χειροτέχνης] es capaz no solo de hacer todos los muebles, sino también de producir todas las plantas, todos los animales y a sí mismo; y además de estos, fabrica la tierra y el cielo, los dioses y cuanto hay en el cielo y en el Hades bajo tierra (X, 596c4-9).
Aquel «artesano» que pinta finalmente es comparado con un sofista, que aparenta poseer habilidades que no tiene. Porque el pintor no sabe realmente cómo se produce una mesa y, por lo tanto, siempre produce solo la apariencia de una mesa. El arte imitativo no es una destreza reservada exclusivamente al pintor, sino que más bien todo hombre particular dispone de ella, incluso: en tanto arte humano es, por así decir, superfluo, porque la naturaleza misma tiene a disposición un «pintor» aún más perfecto, que puede reproducir lo visible con mayor rapidez que cualquier pintor:
No es difícil, sino que es hecho por artesanos rápidamente y en todas partes; inclusive con el máximo de rapidez. Si quieres tomar un espejo y hacerlo girar hacia lodos lados: pronto harás el sol y lo que hay en el cielo, pronto la tierra, pronto a ti mismo y a todos los animales, plantas y artefactos, y todas las cosas de que acabo de hablar (X, 596d9-e3).
Al igual que del espejo uno podría decir del pintor, que imita a todas estas cosas, de cierta manera, que él las crea, no obstante no las crea realmente. En oposición al demiurgo divino, el pintor (así como también, a todo esto, el poeta) solo produce la apariencia de objetalidad. Un poco más tarde, Glaucón, respondiendo a la pregunta de Sócrates si es que la pintura imita al ser «tal como es» o a la apariencia «tal como aparece», sin titubear confirma esto último (X, 598b2-3).
Esta división tajante entre ser y aparecer, sin embargo, ya se muestra en el ejemplo del carpintero sus límites. Al igual que cualquier otro oficio, también la carpintería pertenece a las artes miméticas, en la medida en que produce, siguiendo el ejemplo o modelo [Vorbild] de la idea de la mesa, una mesa sensorial. El carpintero, por ende, no fabrica «lo que realmente es [οὐκ τὸ ὂνὂν], no fabrica lo real, sino algo que es semejante a lo real mas no es real [οἶον τὸ ὂνὂν]» (X, 597a4 s.). Así como el círculo sensual dibujado por el geómetra nunca alcanza la idea perfecta del círculo (y fácticamente no es un círculo), a todo constructo material siempre le adhiere una mácula. Pero si es que el carpintero, al igual que el pintor, está limitado al ámbito del aparecer, ¿cómo aún puede distinguirse la «buena» apariencia de la engañosa? El escalonamiento triple que se expresa en la alegoría de las tres camas –la cama como idea, la cama como retrato sensual y la cama como imagen de la imagen en la pintura– o resulta ser demasiado optimista, en todo caso inservible. Porque si un pintor es lo suficientemente hábil para fijar un objeto desde la distancia correspondiente en su pizarra, algunos «niños y hombres insensatos» tomarán a la imagen por el objeto mismo (X, 598c).
Platón, que con el topos del trompe-l’œil se inscribe, él mismo, en una tradición antigua que alcanza su punto cúlmine en las legendarias uvas del Zeuxis, por las cuales hasta los pájaros dejaron engañarse, critica de aquellas imágenes engañosas no tanto que «están lejos de la verdad» (X, 598b); más bien, lo peligroso en ellas es que intentan denegar y ocultar esta lejanía. De una jerarquía del ser unívocamente vertical, en declive hacia abajo, deviene, una vez reducida al nivel de la aparición, una competencia horizontal entre el objeto sensual como retrato verdadero y la imagen pintada como simulacro, que no reconoce su ser deficitario y con ello no reconoce a todo el orden del ser. Ya no es suficiente con una distinción entre ser y aparecer; el agon desde ahora acontece al interior del mismo reino de las apariciones, para el que ahora han de formularse nuevos criterios diferenciales. Sin embargo, mientras que la doctrina de la methexis, como ya fue demostrado, mediante el principio de la imagen recién obtiene su momento de articulación, ahora la imagen, en tanto ejemplo casuístico, amenaza con hacer restallar justamente esta doctrina. Vale la pena analizar de nuevo el pasaje decisivo en el cual se establece la nueva distinción:
¿Qué es lo que persigue la pintura con respecto a cada objeto? ¿Imitar a lo que es tal como es o a lo que aparece tal como aparece? (X, 298b2-4)29
La respuesta de Glaucón parece no dejar duda alguna: no es al ser hacia el cual se dirige el pintor, sino al aparecer. Así al menos había sido comprendida esta oración, que hasta Nietzsche refrendó la fama de Platón como enemigo del arte. Toda la historia de la estética, de acuerdo a algunas interpretaciones más recientes30, puede ser leída como una única y larga nota al pie de la dicotomía platónica del origen. En su respuesta a ella, la estética entonces podría o (en interpretación hegeliana) concebir el aparecer como un momento de acceso al ser o (en la variante vulgar-nietzscheana) afirmar unilateralmente la omnipotencia del aparecer. Ambas modalidades, no obstante, finalmente a través de esto solo fundamentarían sin querer más profundamente esta oposición inicial entre ser y aparecer (Seel 1996, 104 ss.).
Entretanto, si uno presta atención al ingenioso arte platónico de la dialéctica, esta ya por sí misma se defiende contra un acortamiento «platónico». A saber: la alternativa que Platón pone en boca de Sócrates no consiste en la simple alternativa entre ser y aparecer, sino, en sentido estricto, en la pregunta de si una pintura es una imitación de «lo que es tal como se comporta» o «de lo aparente tal como aparece» [τὸ φαινὸμενον ὡς φαίνεται]. ¿Por qué, ahora, esta duplicación superflua al interior de una teoría ontológica de niveles de ser decrecientes? ¿Por qué la pintura no se encuentra solo del lado del aparecer, sino del lado del aparecer imitante de la misma apariencia? Aparentemente, también hay apariciones que imitan lo ente, tal como es. Lo que hasta ahora, en tanto criterio de dependencia, ponía en relación recíproca a los miembros de una escalera vertical del orden, ahora muta en un criterio de ordenamiento que vuelve posible el diferenciar a distintos fenómenos que concurren entre ellos en un mismo nivel.
Ahora, la diferenciación entre ser y aparecer resulta ser caduca respectivamente subcompleja, si es que la disputa de todas maneras es ejecutada al interior del nivel de las apariencias, o sea, a nivel de las imágenes31. Si bien nunca puede abandonar el reino de la apariencia, el verdadero retrato se orienta por el ser y lo retrata tal (οἶονοἶον) como es. Al orientarse por esta medida justa, quien crea retratos fieles puede demandar «conformidad» [Billigkeit] para sí, el pintor, en cambio, que no se orienta por el ser, sino solamente por la apariencia, solo produce «iniquidad» [Unbill]32. Desde la pregunta por el ser de las apariencias de las imágenes, el problema se traslada hacia una pregunta por las distintas formas de la orientación y de la ejecución de retratos tratada exhaustivamente por Platón en el Sofista.
8. «Sofista»: la puesta en perspectiva de la pregunta por la imagen
¡y que [ella] aparezca tal cual es!
Schiller, María Stuart
Ya en la Politeia se había allanado el suelo para una interpretación «técnica» de la pregunta por la imagen: si la pintura retrata lo ente, «tal como se comporta o a lo aparente, tal como aparece», se pregunta Sócrates y de inmediato añade: «es imitación [μíμησις] de la realidad [φάντασματα] o de la apariencia [ἀλήθεια]?» (X, 598b)33, la última frase parcial contiene los elementos integrantes de la solución que en el Sofista ulteriormente será deletreada cuando ahí se distingue entre dos clases de la imitación (μιμησις) respectivamente de la «producción de imágenes» (εἰδωλοποιική). Platón bautiza a la primera de las artes con el nombre «técnica figurativa», «arte que retrata fielmente» o eikastike. Ella es la que «en mayor medida» (μάλιοτα) [Soph. 235d7] agota el potencial de aquello de lo que es capaz y, por lo tanto, es la que más cerca está de la verdad. En su imitar (μιμεῖσθαι), la técnica figurativa, «teniendo en cuenta» (ἀποδιδόναι) [ibid., 235e6] las mismas proporciones (συμμετρίας) de lo a ser retratado, con tal de reproducirlas en el retrato «en largo, ancho y alto». Junto a la forma, la eicástica también reproduce «los colores» (χρώματα) y de manera tal como son en lo realmente ente (ἀληθινόν) [respectivamente Soph. 235e1 y 235e6 s.] (el modelo restitutivo de la pintura, que aún resuena en el «Je vous dois la vérité et je vous la dirai» de Cézanne, aquí encuentra su justificación34). Teeteto pregunta si acaso no todo arte imitativo intenta reproducir lo fácticamente ente. El Extranjero niega lo anterior. Algunos artistas de las imágenes solo se orientan según las proporciones aparecientes, pues «[s]i reprodujeran las proporciones auténticas que poseen las cosas bellas, sabes bien que la parte superior parecería ser más pequeña de lo debido, y la inferior, mayor, pues a una la vemos de lejos y a la otra de cerca» (ibid., 235e6-a2).
Según ha probado Pierre-Maxime Schuhl (1933) en un análisis que mientras tanto devino histórico, en estas consideraciones no se trata solamente de juegos mentales especulativos; más bien, Platón tomó partido en una disputa estética que puede valer como preludio ático a Querelle des anciens et des modernes. Con los nombres de Apolodoro, Zeuxis y Parrasio y su refinación de la pintura de frescos, se ejecutó un paso que en la historia occidental de las imágenes resultará ser un corte decisivo, a saber: el paso hacia la reproducción actual de la apariencia visible. Las representaciones fieles a la realidad del frutero diáfano-traslúcido sobre el fresco de una villa de Oplontis, si bien fue cerrado con posterioridad, puede transmitir una impresión de cómo tuvo que verse aquella fruta pintada que atraía incluso a pájaros (imagen 1).
Imagen 1: Frutero con efectos de transparencia, fresco, s. I a.C., Villa Poppaea, Oplontis (Torre Annunziata).
Semejante reproducción, entretanto, no está limitada a imágenes, sino que también contamina a la plástica y a la arquitectura. Del escultor Lisipo se ha transmitido la frase de que los antiguos siempre habrían retratado a los hombres tal como son (quales essent), mientras que él, Lisipo, los representa tal como aparecen (quides viderentur) [Plinio El Viejo, Naturalis historiae XXXIV, 65]. Hay argumentos a favor de que el ejemplo, recientemente nombrado, del Sofista también se refiere a la nueva técnica escultural; no tanto a Eufránor y Lisipo, sin embargo –como pensaba Schuhl–, sino a Fidias y a sus controvertidas plásticas monumentales. El historiador bizantino Tzetzes, del siglo XII, cuenta una anécdota sobre un paragone artístico ente Fidias y Alcámenes, que, si bien debido a la considerable distancia temporal es poco probable que sea auténtica, sin embargo sigue siendo ilustrativa: la estatua de Alcámenes al principio impresionaba como la más «encantadora» antes de ser expuesta; Fidias, en cambio, «había calculado todos los efectos y relaciones considerando la altura desde la cual [la estatua] iba ser contemplada», y al ser erigida superó la estatua de Alcámenes en cuanto a probabilidad (Chiliaden VIII, 193)35.
Recientemente, también Lambert Wiesing ha hecho un alegato a favor de la sospecha que detrás de la crítica de Platón se hallan las obras escandalosas de Fidias y, por delante de todas, la monumental Athena Parthenos, de alrededor de 12 metros de altura, que 438 a.C. fue emplazada [aufgestellt] en la Cella del templo del Partenón («Platons Mimesis-Begriff und sein verborgener Kanon», 2005, 125-148). La cabeza de Atenea está distorsionada a lo largo, pero mirada desde el suelo del templo la estatua en su conjunto se ve unitaria debido a la distorsión perspectivista. Fidias (en la medida en que es aludido con la crítica anónima) sacrifica las verdaderas proporciones de tamaño de la cabeza y apunta a un efecto ilusionista en conjunto, su representación «meramente parece» (τὸ φαινόμενον μέν) ser adecuada (Platón, Soph. 236b4). Con esto, Fidias se encuentra en contradicción con la fidelidad de la relación de las partes individuales, exigida en el cuarto libro de la Politeia, que no puede ser sacrificada a expensas del todo (Pol. IV, 420c-d). Platón, a las nuevas tendencias ilusionistas de la estética griega del efecto o de la recepción, les había opuesto la sublimidad hierática del arte egipcio (Nom. II, 656d).
Con la constancia de que los artistas griegos ilusionistas se entregan a la «mera apariencia», sin embargo solo se ha dicho una parte de la verdad: la apariencia solo es tomada por verdadera [wahr] porque también considera la posición del observador. El carácter atópico, discorde de la imagen aparente puede ser ocultada al incluir escenificatoriamente el lugar de quien la contempla. Quien se encuentra en el lugar correcto, que le es asignado por el artista, desde este «lugar pertinente» (ἐκ καλοῦ θέαν) [Soph. 236b4] tendrá la apariencia de probable o de que aparenta ser verdadera [wahr-scheinlich]. Quien se aleja, aunque sea levemente, de este punto de vista ideal reconoce los errores en la construcción engañosa. La correctitud del punto de vista –en ello yace la paradoja subterránea– es ella misma dependiente del punto de vista, dependiendo de si se pone la mira en la ilusión lograda o su desocultamiento.
Con el reconocimiento de aquella paradoja también deja resolverse la incongruencia filológica que ocupa la investigación en Platón desde Schleiermacher: en la mayoría de los manuscritos del Medioevo tardío que subyacen a las ediciones modernas del Sofista, dice en 236b que algo aparece como semejante de lo bello solo porque no [οὐκ] se lo ve desde el lugar pertinente». Para Schleiermacher el «no» (οὐκ) tiene que ser la interpelación errática de un copista, debido a que la apariencia solo puede surtir efecto ilusorio si se le contempla desde la perspectiva correcta. «Por lo tanto, hay que borrar el ouk», escribe Schleiermacher, y remite a variantes del manuscrito en las cuales falta el ouk: «Por fin se encontraron algunos manuscritos que hacen esto» (Platons Werke. Zweiten Theiles, zweiter Band 1824, 501)36.
La hipótesis filológica de Schleiermacher, sin embargo, solo resulta bajo la condición de que uno refiera el lugar correcto respectivamente «pertinente» a la aparición: solamente en aquel lugar que el artista reservó al observador, es que funciona la magia y permanece inadvertida. En cambio, si la pregunta por el lugar se refiere a la verdad, entonces el punto de vista del observador resulta como el «lugar equivocado» por antonomasia, debido a que el engaño justamente desde ahí no deviene visible. Si el observador, en cambio, estuviera con la Atenea en cierto modo «a la altura del ojo» advertiría la distorsión. Por lo tanto, es posible que algunos copistas hayan querido establecer este pasaje ambiguo en una o en la otra dirección: o los manuscritos del ouk refieren el «lugar» a la verdad, o aquellos manuscritos no presentan ouk alguno al dispositivo ilusionista. Claro está que es ocioso preguntar qué versión manuscrita en esto es originaria y cuál presenta interpolaciones o respectivamente supresiones, sino que más bien las variantes son un síntoma hablante de la polisemia de los diálogos platónicos. A lo más puede resultar asombroso que Schleiermacher, que contribuyó tan decisivamente al reconocimiento de estas, aquí sucumbe, él mismo, a la tentación de su unificación. A pesar de o justamente por la indecidibilidad entre una orientación por la perspectiva de la verdad, o de la apariencia, es que este pasaje entonces confirma el perspectivismo irrebasable que Platón aquí exhibe y que el platonismo en un trabajo de siglos erradica premeditadamente. Ante el fondo de este perspectivismo general en el aparecer, la perspectiva «correcta» deviene una mera perspectiva entre otras (imagen 2)37.
Imagen 2: Vista de una ciudad, fresco de la muralla este, Villa P. Fannius Synistor, s. I a.C., Boscoreale.
El desplazamiento decisivo que aquí puede ser observado entre la Politeia y el Sofista consiste entonces menos en la «autocrítica» de Platón38, que más bien en un traslado de la pregunta por la imagen desde la categoría de la participación [Teilhabe] hacia la categoría de la orientación. Mientras la eikastikē technē se orienta por la sustancia, la phantastikē technē se orienta por el observador y por las reglas autónomas de apariencias coherentes. El qué es una imagen no puede ser determinado en ella misma (καθ´αὑτό), sino siempre y solo desde aquello en referencia a lo que (πρὸς ἂλλα) es una imagen39. Pero el escenario –y esta ahora es la pointe– donde es dirimida la disputa entre el pros alla legítimo y aquel que no lo es, entre eikōn y eidōlon (y con ello también entre filosofía y sofística), no es él mismo otra cosa que el espacio del aparecer. El apartamiento de la imagen legítima (en tanto retrato) de los simulacros engañosos y la elección del postulante legítimo desde el enjambre de rivales ilegítimos, se ejecutan ante el fondo de un lado-a-lado de/por principio de las demandas.
Tal como argumenta Gilles Deleuze en un ensayo tan breve como exhaustivo, la teoría tardía de Platón está basada en una situación de la amphisbētēsis (ἀμφισβήτησις) o «rivalidad». De cara a los pretendientes, que «pretenden» ser lo que no son y que a continuación «demandan» una posición que no les corresponde, las imágenes auténticas de ahora en adelante frente a estas demandas, y con ello a su vez también a los simulacros, tienen que plantearse [sich stellen] en su propio terreno: «La esencia de su división no aparece en la amplitud, en la determinación de las especies de una clase, sino en la profundidad, en la selección de un linaje. Clasificar las demandas, separar al postulante verdadero del falso» (Deleuze, 1969, 312)40. Con esto, todo el procedimiento dihairético de selección en el Sofista, donde la estructura arbórea de la ontología occidental de las especies es ejercida mucho antes del escrito aristotélico de las categorías y la diagramática arborescente de Porfirio, en última instancia podría ser reconducido al mecanismo de selección primario entre el descendiente legítimo de lo verdaderamente ente y de los parásitos ajenos a la especie: «Se trata de seleccionar a los pretendientes, distinguiendo las buenas y las malas copias o, más aún, las copias siempre bien fundadas y los simulacros sumidos siempre en la desemejanza. Se trata de asegurar el triunfo de las copias sobre los simulacros, de rechazar los simulacros, de mantenerlos encadenados al fondo, de impedir que asciendan a la superficie y se «insinúen» por todas partes» (Deleuze 1969, p. 314)41.
Sin seguir estas líneas de fuga genealógicas ni sus reinterpretaciones que Deleuze conecta con la fórmula nietzscheana de la «inversión del platonismo», aquí únicamente ha de ser destacado un punto de partida presupuesto por Deleuze, pero en ningún momento explicitado: el diálogo Sofista marca el punto en el cual la pregunta por el ser ya no deja plantearse emplazándose [stellen] más allá del espacio de la fenomenalidad. Si el simulacro efectivamente pretende ser la cosa misma y el legítimo retrato vivo [Ebenbild], en cambio muestra abiertamente su imperfección frente a lo retratado, esto va a parar en que la lógica de la dependencia y la lógica de la lógica de pretendientes tiene que ser distinguida en su aparecer al interior del orden fenoménico, dentro del cual su diferencia deviene visible. Dicho de otra manera, esto significa que «la pregunta por el ser nunca puede ser formulada fuera del nivel de la apariencia» (Därmann 1995, 107) o –dicho abreviadamente– que toda futura ontología tendrá que ser una fenomenología.
Si bien en cada caso de manera distinta, tanto eikōn como también eidōlon constitutivamente dependen de aparecerle a alguien. El eidōlon, este «aparecer [φαίνεσθαι] o parecer [δοκεὶν]» que pretende «sin ser [εἶναι δὲ μή]» (Platón, Soph. 236e1-2), pero también el eikōn, el que en oposición al eidōlon no solo se manifiesta sí mismo, sino también la distancia que lo separa de la cosa misma. En el forcejeo desesperado con el sofista y sus imágenes engañosas para Platón, en este plano «irisado, de múltiples colores»» (ποικίλον) [Pol. 557c] de los fenómenos, pareciera tratarse de nada menos que la posibilidad de poder emitir juicios de verdad. Con esto, en este diálogo tardío solamente se agudiza lo que ya ocupaba a Platón en el Eutidemo, a saber: la pregunta de si aquel que deja embarcarse en la multiplicidad de los fenómenos, aún puede mantener erguida la distinción entre verdadero y falso.
El diálogo Sofista tiene algo de una respuesta tardía a Protágoras, para quien, de acuerdo a Dionisidoro, a cada enunciado le corresponde un valor de verdad y los enunciados falsos lisa y llanamente son impensables (Eth. 286c). Recién la diferenciación conceptual que ejecuta el Sofista, en el sentido del no-ser como ser-distinto, es capaz de disecar formalmente al argumento protagoreico: «Si esto [es decir, lo no-ente] no se vincula con aquello [doxa y discurso], entonces necesariamente todo es verdadero; si se vincula, entonces es cuando surgen [entstehen] doxa y discurso falsos» (Soph. 260b13-c2). Con esto, Parménides y Protágoras estarían opuestos diametralmente: para Parménides, doxa y no-ser serían idénticos; para Protágoras, en cambio, en la doxa, dado que no hay no-ser, no puede entremezclarse nada defectuoso. La posibilidad de la crítica de las imágenes hacia la cual Platón había puesto la mirada –la diferenciación entre imágenes verdaderas [wahrhaftig] y falsas–, por consiguiente dependería de fundamentar, en el ámbito de la doxa, el entrelazamiento (symploke) tanto del ser (en contra de Parménides) como del no-ser (contra la sofística).
La relativa autonomización del plano de la sensualidad, que se había ido abriendo paso en el tratamiento de la pregunta por la imagen, en aquel lugar estratégico en el cual se trata de la posibilidad del enunciado correcto, es vuelta a ser retirada. Un enunciado verdadero es definido como un enunciado que es idéntico a lo que es, uno falso, en cambio, como enunciado que afirma algo que no es el caso (ibid., 263). Con esta ligazón retroactiva de lo aparente al ser se detiene el peligro del fin aporético, que era inminente debido a la autonomización de las apariencias. Porque a través del aflojamiento de la ontología escalar y de su transformación funcional en una lógica relacional pura, la imagen, más allá de ser y no-ser, amenazaba con volverse lo meramente «diferente», sin todo ente del cual ser diferente.
Aquella filosofía de las diferencias libremente flotantes, que comienza a abrirse paso [anbahnen] con Parménides (258c-259d), mientras tanto es abruptamente prevenida apartándola cuando el Extranjero objeta que al fin y al cabo «intentar separar todo de todo es, por otra parte, algo desproporcionado, completamente disonante y ajeno a la filosofía» (259d9-e2)42. Quien separa (διαλύειν) «todo de todo lo demás» (259e3 s.), disuelve todo discurso, pero también a toda filosofía (260a7), dado que ambas descansan esencialmente en el «entrelazamiento conceptual» (συμπλοκὴν ὁ λὀγος) [259e6]. Mientras que el sofista cortó toda ligazón y se retiró hacia una zona donde «todo está lleno de figuras hechas de sombras [Schattengestalten] y retratos y apariencia engañosa» (260c7 s.), es tarea de la filosofía cartografiar y determinar lógicamente incluso a este territorio salvaje y presuntamente libre de diferencias. Recién cuando es desenmascarada la falta de fundamentación de las imágenes sofistas engañosas y reestablecida la relación fundacional entre logos y cosa, recién entonces la caza del sofista tendrá un final y el «extraño animal» caerá en la red.
La autonomización de las doxai en tanto lo meramente «diferente» y, con esto, de manera creciente en tanto lo per se verdadero, que practica Platón ofensivamente frente a Parménides, no obstante frente a los sofistas ya es vuelto a examinar con tal de seguir manteniendo abierta la posibilidad de la referencia a la verdad ahora como antes. En la parte final del diálogo, Platón, a través de la mediación del logos, vuelve a entrelazar de manera más estrecha apariencia y ser. Pero mientras que la introducción del logos en las doxai divide los retratos fieles [Ebenbilder] de las imágenes engañosas, al revés el logos tampoco está protegido de la entrada a la fuerza de las imágenes. Así como Platón al interior de las imágenes busca distinguir entre aquellas capaces de logos y las alógicas, ahora, hacia el final del diálogo, se trata de separar el discurso espectral [trugbildnerisch] de aquel capaz de verdad. La séptima y última dihairesis del Sofista, finalmente consiste en una diferenciación clasificatoria de las artes forjadoras de espejismos: la primera clase «utiliza herramientas, en la otra quien fabrica el espejismo se convierte a sí mismo en herramienta» (267a3 s.). Con ello se está haciendo alusión a las situaciones en las cuales alguien «se vale de su cuerpo para asemejarse a tu aspecto, o hace que su voz se parezca a tu voz» (267a6-8). A través de semejante fingimiento en el discurso, la imagen irrumpe en la palabra y lo visible en lo decible (Därmann 1995, 115 ss.).
El final del Sofista desemboca en el esbozo de una crítica de la retórica43; Platón ya no la ejecutaría. Si uno le cree a los doxógrafos, entonces a su alumno destacado, Aristóteles, le fueron encargadas las lecciones de retórica en la academia; sin embargo, en qué medida el escrito dogmático Retórica coincide con justamente estas lecciones es algo que ya no puede averiguarse. En todo caso, en la retórica que nos ha sido transmitida, Aristóteles derriba una serie de vallas de seguridad con las cuales él mismo había blindado el arte de hablar de la dialéctica filosófica44. La retórica, según Aristóteles, tiene a la doxa como objeto (Rhet. 1404a), pero doxa aquí ya no designa la «opinión», respectivamente la «mera apariencia», sino más bien detrás de la palabra se encuentra la convicción de que las cosas en cada caso aparecen de manera distinta: «Pues las cosas no son, desde luego, iguales para el que siente amistad que para el que experimenta odio, ni para el que está airado ni para el que tiene calma, sino que o son por completo distintas o bien difieren en magnitud» (1377b30-1387a2)45. La meta de la discusión filosófica de la retórica consiste en preguntar por las posibilidades de juicios sobre objetos de las doxa (1391b). No obstante, las reglas de formación de un juicio dóxico se desvían de la formación de un juicio dialéctico: mientras que el silogismo representa el fundamento de la dialéctica, la retórica se sirve del llamado entyhmem, que Aristóteles también designó como el «silogismo retórico» (1356b6)46. El silogismo dialéctico se refiere a lo verdadero, el enthymem a la doxa y, por ende, a lo probable o verdadero-aparente [Wahr-scheinliche]. Mientras que Aristóteles en su Retórica realiza una rehabilitación filosófica de las doxa, que Husserl en el siglo XX volvería a reclamar, en la Metafísica se ocupa explícitamente de las posibilidades y fronteras de poner como absolutas a las doxa.
9. La provocación protagoreica de la filosofía
En la Metafísica K ya queda poco de la caricatura platónica del Protágoras. La discusión crítica con las tesis del escrito de Protágoras, Aletheia («Verdad»), se realiza como enfrentamiento crítico con un adversario de la misma categoría, cuyo pensamiento radical ha de ser puesto a prueba hasta las últimas consecuencias especulativas. Dado que el contrincante no accedería [sich einlassen] a reglas dialécticas fundamentales, semejante diálogo tiene que tener lugar de manera inmanente, es decir, desde la perspectiva interior de la visión-de-mundo sofista. Después de haber interrogado los diferentes aspectos de la doctrina protagoreica con miras a su punto de fuga común, Aristóteles llega a la conclusión, al principio extraña, de que a través de Protágoras «aquello que se les aparece a todos» (το φαινόμενον ἑκάστον) se convierte en «la medida de la cosa» (μέτρον δ´εἶναι) misma (Met. K 6, 1062b19).
Esta conclusión es tanto más asombrosa si se considera que recuerda inmediatamente a la caracterización platónica de la imagen del sofista, que eleva como medida «lo que aparece, tal como aparece» (Platón, Pol. 598b3)47. Tanto Platón como Aristóteles con esto reconocen el rasgo paradigmático del sofista, que desprende el aparecer y se refiere, retrayéndose, a sí mismo en tanto su propia medida. La fenomenalidad en tanto paradigma, a su vez está acompañada del transcurrir de una sangria óntica. El mundo se derrama entre nuestros dedos, las cosas se deshacen en un fardo de referencias infinitas y estamos parados ante un mundo vacío, dado que Protágoras ha convertido a todos los objetos en relaciones (Aristóteles, Met. Γ 6, 1011a21). Estas relaciones, no obstante –y esta es la pointe–, no son infinitas, sino que han sido ordenadas preferencial y perspectivísticamente hacia un pros hen, hacia un hacia-qué [Woraufhin]: el hombre. La descosificación del mundo con el anthropon en secreto presupone un punto fijo irrebasable48.
Ahora, Aristóteles trae a colación su argumento maestro, que, sin embargo, en su abreviación típica del escrito para hacer clases [Vorlesungsschrift], que es la Metafísica, exige ser especificado y deleterado al pie de la letra [Ausbuchstabierung]: ¿qué sucede si el hombre no se refiere a objeto mundano alguno, sino a un prójimo? Necesariamente lo mismo que para todos los demás objetos: se multiplicará a sí mismo en diversos puntos y modalidades de vista y su unidad se disipará en esta multiplicidad. Lo que hacía de la medida de todas las cosas, lo que era considerado el fundamento último irrebasable, se viene abajo resquebrajándose y ya no ofrece sostén alguno. La proposición del homo-mensura va a parar en una contradictio in adiecto (Met. Γ 6, 1011b10-13).
Ciertamente hay que peguntar qué es lo que ahí ha de ser captado como anthropon. En la huella de Georg Grote, que en los sofistas quería ver humanistas avant la lettre, varios intérpretes, sobre todo de fines del siglo XIX, alegaron a favor de no ver en el anthropon un ser individual, sino de sospechar en él un plural genérico49. No el ser humano individual, sino lo humano, sería el punto referencial del cosmos sofista. Medio siglo antes, Hegel lo expresó de manera más radical: con la proposición del homo-mensura no solamente no se está mentando individualismo alguno, sino el nacimiento del idealismo absoluto50. Captado como sujeto absoluto, el anthropon singular, por cierto, ya no deja ponerse en juego en contra de otro. Para la Antigüedad, sin embargo, en esto yacería el problema del tercer hombre: para que el hombre individual y el hombre universal-genérico siquiera puedan ser referidos unos a otros, se requiere algo común, una tercera forma de «ser-hombre» que pudiera mediar entre ambos, poniéndolos en contacto. Sin embargo, si se admite a semejante «tercer hombre», también tiene que ser pensable uno más, un cuarto, que correlaciona a los ya existentes entre sí, y así sucesivamente: se corre el peligro del regreso infinito.
Todo argumento del tritos anthropos, que Aristóteles en la Metafísica solo menciona al pasar (Met. Z 13, 1039a2 s.; Met. A9, 990b15-17; Soph. el. 22, 178b36-179a10)51, abre un espacio del pensar en el cual el hombre es considerado menos el fundamento de las apariencias, sino más bien su destinatario. Ninguna apariencia que no le aparezca a alguien: «Lo aparente», en esto Aristóteles aquí recuerda como protofenomenólogo, «es apariencia para alguien» (Met. Γ 6, 1011a11). Este es el núcleo de la doctrina protagoreica; y su rasgo profundamente moderno52. Aristóteles lo retoma cuando en De anima habla de la unidad focal (ἑνί) en la percepción, que posibilita que no ocurra el que yo perciba el gusto de lo dulce mientras que otro, en cambio, vea blanco (III 2, 426b 17-23).
Pero si toda apariencia efectivamente siempre es una apariencia para alguien, entonces ella a su vez constitutivamente siempre también es una apariencia de algo. Justamente este segundo momento es el que se pierde en la doctrina del conocimiento de los sofistas, porque en él la apariencia y lo aparente coinciden sin diferencia alguna y el conocimiento se convierte en tautología. En estricto sentido, la visión-de-mundo protagoreica, de acuerdo a Aristóteles, va a parar en que no es percibido un objeto sensual, sino de nuevo meramente otra percepción. El conocimiento, en consecuencia, se refiere ya no a un objeto del conocimiento, sino solo a conocimientos. Del punto de partida original de la sofística, a saber: la disputa de la apariencia en el mundo vital, únicamente queda un intelectualismo exiguo. Aristóteles lo contradice con la que quizá sea la primera formulación de la estructura de la intencionalidad: «El ver es ver de algo, y no de aquello, de lo que él es un ver» (τινός ἐστιν ἡ ὂψις, οὐχ οὖ ἐστὶν ὂψις) [Met. Δ 15, 1021b1]. En otras palabras: el ver no se agota en la perogrullada que el acto de ver (como cualquier otro acto), considerado estructuralmente, tiene que tener un objeto: lo que sucedió es algo que no es derivable estructuralmente, a saber: el color, o, de manera más general, lo visible.
Es por esta razón que un acontecer perceptivo no puede volver a tenerse a sí mismo como objeto, sin suspenderse como percepción y devenir un acto autorreflexivo del pensar (perceptivo). Sin mermar la relevancia de lo percibiente respectivamente, en general, de quien conoce, en la constitución de la apariencia y sin excluir la posibilidad de la vuelta autorreflexiva (De an. III, 2, 425b12-26; De somno I, 455a12-23; Nic. Eth. IX, 9, 1170a25-b1), Aristóteles insiste enfáticamente en que el aparecer solo es posible si aparte de aquel, a quien algo se le aparece, también hay algo que puede aparecerle. No suficiente con haber destacado la correlación necesaria de ambos polos, Aristóteles incluso postula una relación asimétrica que está opuesta diametralmente a la relación protegoreica. Mientras que él en Metafísica Δ describe al conocimiento con la categoría de la relación, aquí se trata de una relación en la que ambos términos no están dispuestos especularmente el uno respecto del otro. Si bien el que conoce depende de lo cognoscible, pero no así lo cognoscible en la misma medida de quien conoce.
Con esto, Aristóteles al mundo le asegura una procedencia que el sofista le niega. En total oposición al giro copernicano de Kant, lo cognoscible no está dispuesto para el cognoscente, sino, más bien, «el conocimiento se mide en lo cognoscible» (Met. I, 1057a12). A la idea protagoreica del medir en tanto metron, un concepto que ya etimológicamente señala su origen prometeico en la dominación de las técnicas naturales, Aristóteles le opone una «medida» respectivamente una nemesis de las apariencias naturales. Si dice que la ciencia o la percepción son la medida de las cosas, entonces se trata de llegar a la introspección de que ellas «son más bien medidas, en vez de que sean ellas las que miden» (ibid., I 1, 1053a33). Aquel rasgo «objetivante», claro está, no puede ser confundido con la doctrina platónica de la orientación de las imágenes en las ideas. Verdad y falsedad no son características de retratos o representaciones, sino que verdad y falsedad únicamente le corresponden a juicios.
La pregunta de si, y en caso de que así sea, en qué medida, es posible la falsedad, adviene en el contexto de la discusión con los eleáticos y los megáricos. ¿Cómo podemos enunciar algo que no es (τὸ μὴ ὅν cómo puede uno hacer enunciados que solo aparentemente se refieren a algo ψευδὴ λέγειν)? La salida aristotélica de la aporía consiste en distinguir entre dos planos: el plano de las cosas y el plano del pensar. Verdad y falsedad, entonces, ya no son características de las cosas (τὰ πράγματα), sino meramente modalidades del pensar (διανοίας τι πάθος) [E 4, 1028a1]. El pensar, de ahora en adelante deberá concebirse como facultad de juzgar, que a las cosas les concede o les niega características, que conecta (σύνθεσιν) o separa (διαίρεσιν) entre el sujeto proposicional y el predicado preposicional (De int. I, 16a12).
La verdad, entonces, ni yace en las cosas (ἐν τοῖς πράγμασιν) ni de manera lógico-formal consiste en una estructura inmanente a las estructuras; para Aristóteles, una frase más bien resulta como verdadera cuando la conexión entre objeto y característica en el enunciado (o su disyunción en la negación) corresponde a una conexión (o disyunción) entre objeto y característica en la realidad. Semejante doctrina de la verdad, que Aristóteles elabora en De interpretatione, pero luego también precisa en Metafísica E 4 y Θ 10, bajo el nombre «teoría de la adecuación» celebró su ingreso a la historia de la filosofía. Sin embargo, la fórmula adaequatio intellectus et rei, devenida canónica en la escolástica, se presta a malentendidos porque en ella aún puede leerse una adecuación simétrica. Aristóteles previene de semejante concepción cuando vuelve evidente la dependencia asimétrica entre juicio y mundo de las apariencias: «Desde luego, tú no eres blanco porque sea verdadero nuestro juicio de que tú eres blanco, sino, al contrario, porque tú eres blanco, nosotros decimos algo verdadero al afirmarlo» (Met. I 10, 1051b6-9). Aquí, al igual que en otro lugar, se expresa la prioridad de los fenómenos, los que, tal como también dice en las Primeras analíticas (I 30, 46a18-23), tendrán que formar el punto de partida de toda ciencia futura. La modernidad en esto ha visto simplemente la prefiguración de la ciencia empírica. Semejante equiparación, no obstante, ya adolece que el sentido del concepto antiguo de fenómeno con esto está tasado/presupuestado unilateralmente.
10. Sozein phainomena, o cómo guardar las apariencias
En el siglo VI d.C. el neuroplatonista Simplicio redactó un comentario acerca de la doctrina aristotélica del cielo, De caelo, que resultaría tener vastas influencias. Al menos tan poderosa en cuanto a sus efectos como el comentario resultaría la afirmación en él sostenida, que Platón habría exigido de sus estudiantes, como lema de la investigación en la académica, de «guardar los fenómenos» (σώζειν τὰ φαινόμενα) [Simplicio, In Aristotelis de Caelo comentaria, 288, 16-24]. Sobre la base de este fundamento más bien precario, el neokantismo, por delante de todos Paul Natorp en sus interpretaciones de Platón que se han vuelto clásicas, ha querido ver en él el padre de la ciencia empírica moderna53. En su monografía El rescate de los fenómenos, Jürgen Mittelstrass ha podido probar que el sōzein ta phainomena –traducido como salvare apparentias–, si bien puede ser elevado como programa fundamental de la ciencia moderna desde Galileo, en ello se desconoce que esta ciencia moderna de hecho toma un nuevo inicio, y tanto su concepto de fenómeno como también aquel de empiria, si bien apuntalados en la forma de los conceptos griegos de phainomenon y empeireia, no obstante divergen considerablemente de estos.
Pero, por ahora, una vez más de vuelta a Simplicio: en su comentario a De caelo dice que la supuesta exigencia platónica del sōzein ta phainomena ha sido recogida por Eudoxo de Cnido en tanto «primer griego» (ibid., 488, 18 ss.)54. A más tardar, con esta indicación debería haberse vuelto claro que el concepto de fenómenos (que en Aristóteles experimenta una extensión más allá de la ciencia natural empírica), aquí es tomado en sentido estrecho. Phainomena en griego refiere en principio a «apariencias del cielo» y de manera correspondiente los muchos tratados, titulados de manera simple como Phainomena, que la mayor parte de las veces solo han sido transmitidos de manera fragmentaria, no son sino estudios astronómicos. De manera correspondiente, sobre Eudoxo en Simplicio también dice que este habría investigado «qué movimientos uniformes y ordenados uno ha de suponer con tal de conservar los movimientos planetarios de apariencias [τὰ φαινόμενα] relacionadas entre sí» (488, 18-20)55. A pesar de que la autoría del sōzein ta phainomena ya no es escrutable, no obstante se trata sin lugar a dudas de un principio astronómico56: se busca probar que el movimiento aparentemente desordenado de los «astros errantes» en realidad corresponde a un movimiento uniforme. Los patrones explicativos de las apariencias, por consiguiente, han de ser adaptados a las apariencias de manera que estén en sintonía con estas.
Por el otro lado, semejante petición es difícil de conciliar con el concepto platónico de filosofía. Es cierto que el retrotraimiento a «movimientos uniformes y ordenados» (ὁμαλῶν καὶ τεταγμένων κινήσεων) y, con esto, a una forma común de las apariencias antagónicas es algo cercano a Platón, pero este retrotraimiento tiene poco en común con un «rescate de los fenómenos». La armonía insuficiente entre fenómeno y logos, para Platón, nunca podría ser atribuida al fenómeno imperfecto. Con esto, la afirmación aún hecha por Cassirer, remitiéndose al escrito de Simplicio, redactado 800 años después de Platón, según la cual este último habría fundado el principio del «sōzein ta phainomena» (Cassirer 1927, 181), tiene que ser rechazada inequívocamente.
Del todo distinto, Aristóteles, a quien en el análisis extenso de Mittelstrass solo le es asignada una posición marginal (y que también es obviado en la antología histórica El descubrimiento de los fenómenos)57, y a pesar de que justamente él, como han mostrado muchos investigadores después de Mittelstrass, de hecho exige la fidelidad al fenómeno58. Incluso hay bastantes argumentos a favor de que la crítica aristotélica en quienes forjan hipótesis astronómicas y en ello «no sacan sus convicciones del fenómeno, sino de preferencia del logos» (Aristóteles, De caelo II 13, 293a29-30), una indirecta mordaz hacia el mismo maestro. En el Timeo, Platón no deja duda alguna de que el hombre no tiene que coger la verdadera forma de las vías celestiales recién de su forma aparente; ya las conoce: son las ideas (38a).
En el quinto libro de la Politeia, Platón instó a los astrónomos a tratar los cuerpos celestiales visibles tal como un geómetra contempla a un diagrama dibujado: le es útil, pero, en definitiva, prescindible para el saber propiamente tal, que solo es alcanzable a través de modelos matemáticos (Pol. VII, 528e-530b). Para Aristóteles (Metafísica Λ 8), la astronomía está puesta sobre la aritmética y la geometría: sus objetos abstractos son eternos, los objetos de la astronomía, en cambio, son tanto eternos (ἀΐδιον) como también sensuales (αἴσθητον) [Met. Λ 8, 1073b5-8]. De cara a esta concepción, en la Antigüedad del todo inusual (y que, a todo esto, ni siquiera es mantenida a lo largo de todo el corpus aristotélico)59, vale la pena volver a preguntarse si en tal determinación de la astronomía posiblemente puedan encontrarse implicaciones relativas a la teoría de las ciencias, que vayan más allá del marco de una discusión adscrita a una ciencia individual. Por el momento, puede ponerse por escrito que Aristóteles entre las astronomías geométrico-matemáticas (ἀστρολογία o también σφαιρική) y las astronomías descriptivas, sin lugar a dudas les otorgaba a las últimas un trato preferente en cuanto a lo epistemológico.
Iluminación 1: El mosaico de los filósofos de Nápoles
En el Museo Nacional de Nápoles se encuentra el llamado mosaico de los filósofos (imagen 3), que fue descubierto en 1897 en Torre Annunziata, el antiguo Oplontis. Se trata de un mosaico cuadrado, de un ancho de 47 cm, sobre fondo claro. La parte izquierda de la imagen es enmarcada por dos columnas con arquitrabe, sobre las cuales están parados cuatro recipientes dorados, mientras que en la mitad sobresale un pivote con un reloj solar. En la mitad superior derecha se insinúa un paisaje montañoso, y por debajo yace, a una distancia mediana, un complejo arquitectónico que recuerda a un ágora con anfiteatro. El fondo de la imagen está estructurado por un banco semirredondo que descansa sobre pies de león. Sobre el banco o apoyado en él se encuentran siete hombres. Las mitradas están orientadas hacia el interior, la atención dirigida al objeto en medio de ellos. Una esfera dorada está montada sobre un pedestal y se desmarca con su fuerte dorado del opaco pedestal amarillo y verde. A la derecha, apoyado, un hombre con un quitón gris y vestimenta rojiza, que mediante un puntero conduce las miradas sobre la esfera.
Lo que aquí se representa es una discusión sobre Phainomena. Se trata, en esta, de aquellas cartografías de apariencias celestiales que fueron transmitidas por Eudoxo, Aratos, Euclides, Gemino y otros (como indicio de esto podría considerarse el rollo manuscrito que sostiene la segunda figura de la derecha). La discusión, no obstante, no tiene lugar únicamente de manera teórica o entre textos, sino más bien se trata de retrotraer la hipótesis a aquello que ella describe. El hombre con el puntero o recita uno de estos escritos de Phainomena, que debido a un principio mnemotécnico por regla general están compuestos en versos, o expone su propia explicación. Sin embargo, en ambos casos, a través del gesto del mostrar ha de ser producida una simultaneidad entre lo escuchado y lo visto. De noche se apunta inmediatamente a una constelación de estrellas, de día uno se sirve de construcciones esféricas que retratan las distintas fuentes celestiales (otras representaciones muestran esferas puestas unas al interior de otras)60. Entre lo decible y lo visible, el gesto del mostrar establece una conexión. La evidencia de la palabra tiene que poder ser realizada de nuevo y de manera comprensible [nachvollzogen] en lo que se muestra, el mostrar mediante, desde sí. A través de la deixis se vuelve a hacer visible, una vez más, de manera acentuada, lo que ya lo es.
Cuán importante sigue siendo la idea de un mostrar visualizante incluso en la Antigüedad posclásica, es algo que es documentado por un enunciado de Teón de Esmirna (siglo II d.C.), quien igualmente adscribe el sōzein tha phainomena a Platón, pero también establece una referencia inmediata con el hacer-visible didáctico de los phainomena cósmicos: «Platón dice, de facto, que sería insensato intentar poner de manifiesto [darlegen] a estos fenómenos sin imágenes que les hablen a los ojos» (Teón de Esmirna, Liber de Astronomia, cap. XVI)61.
En Aristóteles, no obstante, se trata de más que de sugerencias pedagógicas, a saber: del levantamiento de un principio investigativo del orden de la filosofía de la naturaleza: lo visible no es meramente una conducción retroactiva hacia el saber para legos, sino que más bien el investigador del cielo ha de convertir lo visible mismo en punto de partida y luego fabricar explicaciones para armonizar las apariencias antagónicas. Por consiguiente, existe una correlación entre los fenómenos y su razón (λόγος), en la medida en que los fenómenos «atestiguan» [μαρτυρεῖν] las explicaciones y viceversa (Aristóteles, De caelo I 3, 270b5-6). En consecuencia, Aristóteles les reprocha a los platónicos que ellos no se esfuerzan por rescatar los fenómenos, sino sus hipótesis (σώξειν τὴν ὑπόθεσιν) [ibid., III 7, 306a26-30]; a los pitagoreicos, en cambio, les reprocha que se dejaron engañar por la belleza de su construcción de sus pensamientos, cuando a los nueve cuerpos celestiales visibles les añaden un décimo, para que la seriación decádica sea completamente armoniosa (Met. A 5, 986a11).
Ya en estos ejemplos puramente astronómicos se muestra que el concepto aristotélico de phainomena es mucho más que un terminus technicus, sino que con él se levantan principios de la investigación de la naturaleza en general. A la astronomía, en tanto ciencia híbrida matemático-empírica,
en esto le corresponde un rol paradigmático, algo que se expresa en las Primeras analíticas: «Por eso es propio de la experiencia (ἐμπειρία) el suministrar los principios correspondientes a cada cosa; quiero decir, por ejemplo, que la experiencia astronómica suministra los principios del saber astronómico (en efecto, una vez captados correctamente los fenómenos [τῶν φαινομένων ληφθέντων], se encontraron las demostraciones astronómicas), de manera semejante también acerca de cualquiera otra arte o saber existente» (An. pr. I 30, 46a18-23). En el ejemplo de la astronomía se exhibe la primacía epistemológica del «qué» [Dass] (τὸ ὅτι) sobre el «por qué» [τὸ διότι] (ibid., II, 1-2). Recién una descripción minuciosa del avanzar de la sombra en un eclipse lunar puede conducir al descubrimiento de la causa, a saber: que la tierra se ha entrepuesto entre la luna y su fuente de luz.
En De partibus animalium, el principio, que había sido hecho valer para la astronomía, es ampliado a la investigación de la naturaleza en general. El naturalista, en primer lugar, «así como el matemático, cuando explica la astronomía», debe coger las «apariencias» y luego pasar a la exploración de sus causas (De part. an. I 1, 639b7-11 y I, 1, 640a14 s.). Este y otros pasajes en la modernidad fueron reiteradamente recurridos con tal de hacer de Aristóteles el fundador del empirismo neutral en cuanto a valores. El que el concepto moderno de empiria, a pesar de su procedencia etimológica, no se sobrepone con el griego empeireia es algo que se sabe no solo desde Mittelstrass. A pesar de ello, en las traducciones de Aristóteles durante mucho tiempo se adhirió a una modalidad de lectura empiricista de cuño neobaconiano62.
El giro llegó a comienzos de los años sesenta con el «Tithenai ta phainomena» de G.E.L Owen63, en el cual definitivamente se adujo la prueba que el concepto aristotélico de fenómeno abarcó mucho más que su noción experimental: se debían levantar y asegurar todos los modos de circunstancias de mundo, con lo cual no únicamente se mentan apariciones observables, sino también opiniones en general compartidas (ἒνδοξα). El que phainomena y endoxa en parte se engranan deviene evidente acaso en la discusión
sobre la debilidad de la voluntad en el marco de la Ética a Nicómaco:
«Debemos, lo mismo que en los demás casos, establecer los pareceres [φαινόμενα], plantear el problema [διαπορήσαντας] en primer término y así exponer en lo posible todas las opiniones aceptadas [ἔνδοξα] sobre estas afecciones, o, si acaso, el mayor número y las más autorizadas. Porque si se resuelven las contradictorias y permanecen las aceptadas [ἔνδοξα], ello quedaría suficientemente demostrado» (VII, 1, 1145b2-17)64. Sigue un listado de opiniones sobre caracteres voluntariosos o faltos de voluntad, que concluye con la sentencia de que esto serían las «opiniones que se suelen aducir» (τὰ λεγόμενα) [ibid., VII, 1145b20]. La afirmación de Sócrates de que no hay tal cosa como la fortaleza de la voluntad, porque nadie que tiene la convicción correcta actuaría contra lo mejor, sino solo por ignorancia, es rechazada por Aristóteles, porque esta afirmación «evidentemente contradice a los fenómenos» (VII, 1145b27). Con «fenómeno» aquí –y esto lo advierte Owen– aparentemente no se menta levantamiento empírico de datos alguno, sino algo del todo diferente. Lo que Aristóteles aquí quiere colectar no son contenidos de la experiencia, sino endoxa respectivamente los pareceres y las opiniones que se suelen aducir a propósito de este problema.
Por importante que sea la indicación de Owen, su conclusión sobre que Aristóteles emplearía un concepto inconsistente de fenómeno, que oscilaría entre el aparecer puramente observable y los pareceres, sedimentados en la lengua, compartidos por una comunidad, es extraña. En «Saving Aristotle’s appearances», Martha Nussbaum probó que la impresión de la indecisión solo puede generarse si uno le pone encima a la biología aristotélica un modelo baconiano del conocer (1986, 244). La ciencia aristotélica de los fenómenos no apunta a asegurar «hechos fácticos duros»; en tanto ciencia fenoménica, es ciencia experiencial. Sobre a base y no acaso fuera de la experiencia es que pueden hacerse distinciones, debido a que Aristóteles designa tanto a las facultades cognoscitivas aisthéticas como dianoéticas como kritika, es decir, como capacidades de distinción. Si Aristóteles en la playa examina a crustáceos o si describe las modalidades éticas de la debilidad de la voluntad, las observaciones zoológicas como la discusión sobre los pareceres socialmente reconocidos pertenecen de la misma manera al círculo de los phainomena (Nussbaum, 1986, 245).
Ciertamente, con semejante ampliación de los phainomena su «rescate» fue menos simplificado que dificultado tendencialmente. De cara a la magnitud de apariencias que entran en conflicto, tienen que encontrarse criterios para enjuiciar la relación de las apariencias entre ellas y a pesar de ello no sacrificar, en este juicio, la multiplicidad de apariencias misma. Consecuentemente, Aristóteles les espeta a los eleáticos que ellos, si bien habrían comenzado con la multiplicidad de apariencias, pero en el esforzarse por aclarar el ser de estos, habrían despedido a los phainomena. Desde un punto de vista lógico, sus argumentos son contundentes, dice en De generatione et corruptione, pero «ni siquiera el loco» va tan lejos de afirmar que fuego y hielo son lo mismo (I 8, 325a18-22).
Este y otros pasajes son aducidos por Nussbaum como evidencia para ver en Aristóteles un pragmático del common-sense. Como testigo principal es citado un párrafo del cuarto libro de la Metafísica, en el cual la disputa entre apariencias ópticas sobre la base de prácticas cotidianas resulta ser un problema aparente: «Que no piensan de este modo, es evidente: ninguno, desde luego, se lo encamina al Odeón si, estando en Libia, sueña que está en Atenas» (Met. Γ 5, 1010b20 s.)65. Comúnmente les atribuimos a apariencias distintos valores; estamos en condiciones de juzgarlos, respectivamente confiamos en las correspondientes instancias externas de juicio: como ya destacaba Platón, la opinión del médico y la del lego no tienen el mismo peso si se trata de enjuiciar una enfermedad (ibid., 1010b7). Ahora, no podemos a su vez enjuiciar el juicio del médico, nuestra confianza en su juicio es meramente de tipo práctico para la vida. La razón no yace detrás, sino únicamente en nuestra praxis (Nussbaum 1986, 248).
Imagen 3: El Mosaico del Filósofo, Oplontis (Torre Annunziata), s. I a.C., Nápoles: Museo Nazionale.
En su «Saving Aristotle from Nussbaum’s Phainomena», William Wians señaló que Nussbaum en esta vuelta elegante (y del todo wittgensteiniana) en cierta medida sacrifica justamente a aquello que ella dice rescatar, a saber: la fenomenalidad. Justamente para rescatar la pluralidad de los fenómenos, para Nussbaum es necesario apostar a expertos, que en el aparente lado-a-lado de las apariencias introducen jerarquías y de esta manera pueden hacer valer la ley de la consistencia lógica también para las apariencias. La tarea del experto, sin embargo, como recuerda Wians, no consiste en «poner de pie fenómenos» (τιθέναι τα φαινόμενα), sino en dictar juicios sobre fenómenos. Si Aristóteles, sin lugar a dudas, frecuentemente se remite a informes de expertos y aun más frecuentemente ocupa modos de decir establecidos y ejemplos lingüísticos como argumentos políticos, entonces es porque también sabe que hay que tratar con precaución estos pareceres. Wians, por un lado, le reprocha a Nussbaum
que ella piense a Aristóteles demasiado desde el linguistic turn66 y a través de estos confunde las endoxa y los phainomena; por el otro, que su construcción, que le asigna un rol demasiado grande al juicio de expertos, corre peligro de remitir las apariencias de nuevo a aquello que Nussbaum quería excluir de ellas: a autoridades externas (Wians 1992, 140)67.
La mácula posiblemente yazca en que el concepto inclusivo de fenómeno, forjado por Nussbaum, no es que parta de la apariencia conforme a la percepción, sino del juicio válido en una comunidad. No obstante, quien piensa los phainomena desde el juicio desconoce que el enroque aristotélico decisivo para el «rescate de los fenómenos» justamente consiste en que él describe el nivel de las apariencias y aquel del juicio como dos modos de concebir en principio antagónicos.