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Capítulo 1

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Alma antigua

En Chicago hacía ya bastante calor para ser mayo, pese a que calor eran palabras mayores para esa ciudad…

La joven, de cabello rojizo, sudaba un poco bajo la ligera parka, así que se remangó, aunque culpaba más de aquel sudor repentino a la situación que al clima en sí, por no hablar de que había pasado una hora en el metro para ir del área de Chicago Loop al condado de Cook, donde se encontraba el objetivo asignado por su inesperado compañero esotérico…

No era primeriza en contactar con los espíritus, aunque sí que era la primera vez que uno le pedía ayuda…

Respiró profundamente y se decidió a tocar el timbre…

«Venga, allá vamos», le dijo una voz en su cabeza.

«¿Estás seguro de que me creerán?», no estaba completamente convencida de lo que estaba a punto de hacer.

«Sí, no te preocupes».

«Es más fácil decirlo que hacerlo», susurró la muchacha.

«Tú solo repite lo que te he dicho, verás como todo saldrá bien», la alentó la voz.

«Ya estoy aquí…».

—¿Quién es? —una voz masculina, un poco ronca, respondió por el interfono.

«Di algo», le sugirió la voz que desde hacía unos cuantos días habitaba en su cabeza.

—Hola... Vengo en nombre de alguien que quiere ayudarle.

Al otro lado se hizo el silencio…

—¡Eh! ¿Quién toca a estas horas?

Otro hombre, de lánguido rostro, se acercó al monitor para ver quién osaba molestar su merecido descanso, pues todavía era demasiado temprano para una visita de cortesía… Y, al mirar a la pantalla, se encontró delante de dos grandes ojos verdes.

—¡No es posible! Mira sus ojos, no se ven muchas almas como la suya. ¿Qué querrá de nosotros? Normalmente las almas antiguas son muy reservadas —le dijo al hombre de la voz ronca.

—Ya que ha venido hasta aquí, invitémosla a entrar y veamos qué quiere —contestó mientras abría la puerta de la verja para dejarla pasar.

La chica caminó por un sendero de ladrillos flanqueado por arbustos de rosáceas, hierbas perennes y genciana, mientras se preguntaba si era buena idea meterse en la casa de esas personas a las que no conocía.

«No te preocupes —la animó la voz—. Son hombres al servicio del bien, no te harán ningún daño y, de todos modos, yo no lo permitiría».

«Y, ¿cómo piensas hacerlo? Por curiosidad. Solo eres una vocecilla...».

«Si quisiera, podría entrar en posesión de tu cuerpo, ya lo sabes».

«No, eso no puede suceder bajo ningún concepto, ¿está claro?».

A la joven se le puso la piel de gallina de solo pensarlo.

Cuando llegó delante de la enorme casa de ladrillos rojizos que se erguía en tres plantas, se detuvo unos instantes y después subió los tres escalones, y, entonces, la gran puerta de entrada se abrió justo antes de haber pulsado el dorado timbre…

—Entra, por favor —la invitó el hombre que había contestado por el interfono.

—¿Puedo? —volvió a respirar profundamente y pasó.

—¿Quién eres tú para ayudarnos? —le preguntó el hombre de rostro cansado, que estudiaba a la diminuta muchacha: vestía con ropa deportiva y llevaba una chaqueta verde militar con las mangas subidas. Tenía el aspecto de una persona resuelta y real, aunque también frágil con aquella chaqueta que le estaba demasiado grande—. Quizás seas tú la que necesites ayuda, eres un poco enclenque —bromeó el hombre entre risas.

La chica lo observó, era moreno con ojos color ámbar, muy alto, aunque a ella todo el mundo le parecía alto… Y así, con su metro sesenta, lo miró de frente, como para desafiarlo a decir algo más.

—Soy Magda, y estoy aquí porque Mori tiene información que os podría interesar...

—Mori está muerto —contestó, esta vez, con voz baja, el hombre que había respondido al telefonillo.

Él también era muy alto, tenía el pelo castaño y ojos verdes. Ambos vestían de negro de la cabeza a los pies. Parecían miembros de alguna sociedad secreta.

—Sé que está muerto, es por ello que puedo hablar con él… Y no me miréis así, no estoy loca, aunque escuche voces en mi cabeza…

—No, no lo estás.

El moreno la miró.

—Tú eres un alma antigua, lo supe en cuanto vi tus ojos.

—Y por lo que parece, eres médium.

El otro, el del cabello castaño, también estaba serio…

—¿Qué? Sabéis que no he entendido una palabra de lo que habéis dicho, ¿verdad? Bueno, al menos no me habéis echado sin escucharme primero, algo es algo.

—Yo soy Terence —dijo el moreno, señalándose con el dedo. Después, se giró hacia el otro hombre, el de los ojos verdes—. Y él es Sante.

Este último la saludó con la mano.

—Me alegro de conoceros.

«Estos dos me dan mala espina».

«Son de los buenos, fíate. Ahora consigue un mapa detallado de la zona», le dijo Mori.

—Bueno, necesito un mapa, así os podré enseñar los lugares en los que Mori ha detectado una creciente actividad enemiga.

—Yo lo cojo.

A sus espaldas, apoyados contra un arco, que presumiblemente daba a la cocina o al comedor, vio a un hombre y a una mujer asiáticos, altos y delgados, de largo cabello negro y ojos almendrados del mismo color.

—Bienvenida, Magda. Yo soy Otohori y ella es Kira.

Magda se quedó pasmada.

—¡Guau! ¡Qué guapos sois! —Se llevó la mano a la boca, avergonzada. No quería decirlo en voz alta, pero salió de su boca sin darse cuenta—. ¡Oh! Disculpadme… pero es cierto, sois las criaturas más bellas que jamás he visto. No quiero decir que vosotros seáis feos… Da igual, dejémoslo estar. —La muchacha se puso toda colorada. Todos los presentes se echaron a reír y el ambiente se relajó—. Tengo que irme a trabajar… así que, por favor, ¿podéis darme el mapa lo antes posible?

«Menudo papelón», pensó Magda, y en su cabeza estalló una risa.

—Aquí está.

Otohori lo abrió sobre la gran mesa de la esquina y Magda se acercó a verlo.

—Veamos, Mori me ha dicho que hay tres zonas muy frecuentadas por vuestros… enemigos. Una está a diecisiete kilómetros de aquí, cree que tienen la base en Kenwood. La otra está aproximadamente a quince kilómetros, en South Side. Según él, también se están reuniendo en Chinatown. Se trata de dos tipos, siempre los mismos, que van cada jueves… aquí, aquí y aquí —mientras lo decía, señalaba los tres puntos en el mapa.

—¿Estás segura? —preguntó Sante.

—Él parece seguro. Yo, personalmente, no tengo ni idea de lo que estamos hablando.

—Bien, echaremos un vistazo. Ahora te puedes marchar. Gracias por haberle creído.

Otohori le tendió la mano pero se ella se apartó fingiendo no darse cuenta.

—Soy yo quien os da las gracias por haberme escuchado, otros se habrían echado unas risas y me habrían dado puerta con alguna excusa.

—¿Te sucede a menudo, Magda? —La voz de la mujer era música para sus oídos, lo más bello que jamás había escuchado y visto—. Me refiero a que no te tomen en serio.

—Pensándolo bien, tampoco con demasiada frecuencia. No voy por ahí aireando mis capacidades psíquicas… Tengo que irme ya, no puedo llegar tarde al trabajo. —Abrió la bolsa y sacó una tarjeta que le dio a Terence—. Este es el número de la tienda donde trabajo, por si todavía necesitáis a Mori, que parece que se ha mudado permanentemente a mi cabeza… Ha sido un placer.

Cuando se disponía a girarse hacia la salida, vio entrar a un hombre muy alto, cerca del metro noventa, de pelo y ojos oscuros, y vestido de negro de arriba a abajo, justo como los demás.

La invadió un doloroso recuerdo, como si le dieran una patada en el estómago. Se tambaleó ligeramente mientras le observaba, sin percatarse de inmediato de la relación que les unía.

—¿Estás bien? —Sante se acercó a ayudarla, pero ella lo paró haciendo un gesto con la mano.

—Sí… sí. Yo… estoy bien, creo.

—¡Magda! ¿Eres tú?

«No puede ser, joder, no puede ser uno de aquellos hombres....», pensó Magda.

—Debo marcharme —dijo mientras salía lo más rápido que pudo de la casa.

—¿Jess?

Escuchó cómo uno de sus compañeros lo llamaba, pero estaba demasiado aturdido como para prestarle atención y corrió hacia la pelirroja muchacha.

—Magda, espera. —Se paró en mitad de la entrada, sin decir una palabra ni girarse para mirar al hombre que la había seguido fuera de la gran casa—. Espera, por favor —le pidió Jess—. Yo… ¿estás bien? —Magda dio media vuelta y lo miró de reojo. No conseguía reconocer su rostro. No, no era uno de ellos—. Te he buscado tanto.

El hombre la miraba con afecto y preocupación.

—¿Quién eres? —le preguntó Magda—. Al verte pensé que eras uno de los hombres que… Bueno, uno de ellos, pero no es así, ¿verdad? No me acuerdo muy bien pero… no sé por qué siento que te conozco. ¿Eres el que me sacó de aquella casa? —Jess se acercó a la chica extendiendo el brazo para tocarle la mejilla, pero ella se alejó de inmediato para no permitir el contacto, y él quitó la mano—. Disculpa, no me gusta que me toquen… Tengo que irme, es tardísimo.

Se giró y se dirigió a la verja, la cual se abrió de repente y le permitió salir.

—¿Jess? Pasa —Otohori lo llamó, aunque él no respondió ni se movió—. Venga, ven, acabas de regresar y tienes que descansar.

El hombre inspiró profundamente y, cabizbajo, se dio la vuelta y entró.

En cuanto atravesó la gran puerta, encontró a todos los habitantes de la casa esperándolo.

Fue Terence quién tomó la palabra.

—Es ella, ¿no?

—No me apetece hablar del tema.

Jess se encaminó hacia la gran escalinata de mármol blanco, pero Sante se puso delante.

—¿Fue por ella por quién perdiste las alas?

—Mira, estoy cansado. Lo único que me apetece ahora mismo es darme una buena ducha y dormir, no necesariamente en este orden…

Dicho esto, subió las escaleras rumbo a su habitación.

No podía creerlo, al fin la había encontrado.

Donde Habitan Los Ángeles

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