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ОглавлениеEL COLEGIO
Mi formación escolar transcurrió desde parvulitos hasta preuniversitario en el Colegio Calasancio, regido por los padres escolapios. Un sombrío edificio de ladrillo rojo que ocupa una manzana entera del barrio de Salamanca en Madrid. En él pasé once años de mi vida bajo un rígido sistema educativo basado en el nacionalcatolicismo, la exaltación del régimen autoritario y el aprendizaje memorístico. Un ciclo semanal de seis días de clase en inacabables jornadas que se iniciaban con la misa en latín, tres clases por la mañana, comida en casa, dos clases más por la tarde, rosario (con letanías cantadas los sábados) y la sala de castigados. Si el inspector leía tu nombre en clase te tocaba ir después del rosario de la tarde a pasar dos horas de pie en un húmedo y siniestro semisótano donde daban clase de día los gratuitos, esto es, los que no podían pagar. Yo estaba abonado a la sala. Mi currículo fue tan bueno en notas en las asignaturas como malo en conducta, en donde oscilaba regularmente entre la R de regular y la M de mala.
Cuando salí del colegio había oído más de 2.900 misas matutinas y otras tantas letanías vespertinas, de las que más de un 10 % eran cantadas. Con alguna frecuencia, me tocó seguirlas de rodillas sobre el frío mármol cuando te sacaban delante por hablar o jugar en la iglesia. Las letanías tenían su encanto al encadenar piropos a la Virgen, algunos tan sugestivos como Turris eburnea o Domus aurea, la torre de marfil o la casa dorada. Todo en latín, salvo los sermones, con la curiosa incrustación del Kyrie Eleison en griego que me había de sorprender cuando el primer eurodiputado heleno se dirigió a mí como presidente del Parlamento Europeo llamándome Kyrie Prodere. Por su parte, el profesor de música y organista animaba a veces el severo ambiente al intercalar oberturas de zarzuela entre la música sacra.
Mi irresistible pasión por la libertad de expresión que entonces consistía en hablar en clase o en la capilla me convirtió en abonado al castigo. El más tolerable era cuando te echaban de clase y tenías que formar de pie en el pasillo. El mejor sitio era la galería de bachiller, en cuyo ángulo estaba colgado el impresionante cuadro La última comunión de San José de Calasanz, de Francisco de Goya, antiguo alumno de la orden y paisano del santo. Fue la primera obra de arte seria que vi, y me hizo sentir admiración por el gran pintor aragonés y simpatía por el personaje, un cura que fundó una orden para educar a los pobres. En su recuerdo, me tocó formar en el patio cuando trajeron las reliquias de su lengua y su corazón.
Además del inspector, cada clase tenía dos cuidadores, uno nombrado entre los alumnos de la misma con responsabilidad de informar y otro mayor del último curso de bachiller. Tuve la suerte de que me tocara en este cargo el orador más brillante del colegio, Carlos López Riaño, después compañero de partido y escaño. La mayor prueba de confianza que recibí de los curas fue ser encargado de tizas, tarea consistente en ir todas las mañanas a la prefectura a recoger el cajón donde estaba tan preciado instrumental y devolverlo al acabar las clases. Un paseo en libertad, sin formar filas, esperar órdenes ni tener que chivarme de nadie.
Tampoco tuve suerte con la escasa vida asociativa posible en el colegio: mi paso por el Frente de Juventudes se limitó a un campamento en la sierra con nueve años del que tuvieron que sacarme por unos granos infectados —mis hazañas fueron fumar por primera vez y ver de lejos a unas mujeres bañándose desnudas—. De la Acción Católica me echaron porque no iba a los retiros de los jueves a cantar motetes, pues prefería aprovechar la tarde libre para ir al cine de programa doble por 5 pesetas.
El papel del cine para abrir nuestros ojos al mundo exterior fue decisivo. Representaba nuestra ventana al mundo. Un tanto esquizofrénica porque el programa se iniciaba con el NO-DO, noticiario que cantaba las excelencias del Generalísimo y la cantidad de pantanos, barcos y obras públicas que inauguraba para la patria. Tras el descanso, por un duro viajábamos a una sociedad norteamericana próspera, con protestantes y judíos que no tenían cuernos ni rabo, costumbres abiertas —agravadas por la censura, que transformó un adulterio en incesto en Mogambo—, debates en el Congreso americano, o una Europa en la que los amigos del régimen franquista habían perdido la guerra, los Gobiernos se constituían a partir de las elecciones, existía prensa libre, se debatía en la Cámara de los Comunes británica o en Italia el cura Don Camillo convivía con el alcalde comunista Peppone. Un mundo virtual, que intuíamos como real allende nuestras fronteras. Paradójicamente, mientras que el Régimen perseguía su cruzada contra la masonería y el comunismo y la Iglesia seguía condenando a los judíos, el cine como entretenimiento de masas favorito era un producto de los judíos centroeuropeos que inventaron Hollywood, a los que se añadieron directores o artistas que venían de la gran época de la UFA alemana y huían del nazismo como Billy Wilder o Marlene Dietrich. Nombres como Mayer, de la Metro Goldwyn Mayer, Zuckor, de Paramount, Fox o los hermanos Warner eran más familiares que la lista de los reyes godos. Incluso la llegada de Samuel Bronston a España para instalar sus estudios y rodar El Cid, reencarnado por Charlton Heston, o 55 días en Pekín fue todo un acontecimiento. En esta última película destacaba Ava Gardner, «el animal más bello del mundo» en la publicidad de la época y mi primer amor platónico, que dejó una leyenda de amores taurinos y excesos pasionales regados en alcohol. Una leyenda que se completaba con una más cercana al colegio, la del bailarín Antonio, que tenía un estudio en la calle Padilla, en la casa delante del colegio. De él también se contaban sus aventuras pasionales en todos los sentidos llegando hasta la más alta nobleza, siempre sotto voce. Aquel mundo virtual al que se viajaba por un duro estalló al llegar la televisión.
Pero lo que más influyó en mi vida política posterior fue el paulatino descubrimiento de lo que había representado mi colegio en la tragedia española. Desde el comienzo de la Guerra Civil, el Colegio Calasancio pasó a convertirse en la Cárcel de Porlier, del nombre de la calle de su puerta principal, que conocí como Hermanos Miralles en el baile de nombres que nos intrigaba de niños, cuando nuestros mayores empleaban los nombres de antes de la guerra para designar calles que veíamos con otros nombres en las placas. Así ocurrió con las otras calles que rodeaban la manzana del colegio: Conde de Peñalver, que era antes Torrijos, y Lista, que pasó a llamarse Ortega y Gasset. Solo se mantuvo Padilla, en recuerdo del célebre comunero. De hecho, el callejero del barrio era un resumen de historia del atribulado siglo XIX y principios del XX, por lo que abundaban los generales. Menos mal que no cambiaron de nombre avenidas como Goya o Velázquez. Pero de la historia más profunda, la que acababa de suceder en aquellos lugares concretos en que vivíamos, no se hablaba.
Porlier comenzó a funcionar como Prisión Provisional de Hombres Nº 1 en agosto de 1936, con numerosos sospechosos de simpatizar con los rebeldes. Fue uno de los centros de donde muchos de ellos fueron objeto de fatídicas sacas y fusilados en Paracuellos en otoño, en el momento más dramático del sitio de Madrid, en lo que Paul Preston ha calificado como «respuesta de una ciudad aterrada». El director de facto de Prisiones, Melchor Rodríguez, «el Ángel Rojo», un valiente anarquista, se plantó personalmente y recuperó el orden en Porlier, la Cárcel Modelo y Alcalá de Henares, salvando así a destacadas personalidades del futuro régimen. Al acabar la guerra, se convirtió en una prisión emblemática del régimen franquista por la que pasaron muchos destacados dirigentes políticos, intelectuales, artistas, soldados o simplemente sospechosos. Entre ellos estaban Julián Besteiro, el mismo Melchor Rodríguez, y en ella se encontraron Antonio Buero Vallejo y Miguel Hernández.
Dos testimonios me causaron honda impresión: uno es la vívida descripción de las galerías de bachiller del colegio como celdas en Decidme cómo es un árbol, las memorias de Marcos Ana. Otro es la reciente aparición de una colección de dibujos del pintor José Manaut Viglietti en donde se puede apreciar bajo qué condiciones se hacinaban miles de personas en las mismas aulas y en los lóbregos sótanos, muchas de las cuales salieron al paredón de fusilamiento, tras el juicio sumarísimo y la tristemente famosa «Pepa», la sentencia a pena de muerte.
En 1945 la prisión volvió a ser un colegio; la broma era que cambiaron a los vigilantes por los curas —y, con el simbolismo típico nacionalcatólico, se creó la Cofradía del Divino Cautivo, que desde entonces saca en procesión a un Cristo, talla de Mariano Benlliure, en Semana Santa y se libera un preso.
La memoria de lo que representó el lugar donde pasé casi doce años decisivos de mi vida en la tragedia española fue uno de los nortes que guiaron mi conducta en el proceso de construcción de la transición a la democracia. No se trató de una experiencia tan dolorosa en lo familiar o personal como en otros casos, pero la voluntad de superar un cainismo injusto y violento en el que se negaba la misma existencia del pasado, a la vez que se predicaba con grandes palabras, alimentó mi rebeldía juvenil.
Curiosamente, una de las personas con las que más hablé del colegio a lo largo de los años fue Jesús de Polanco. Exalumno del colegio, Jesús tenía mucha estima a mi padre, que había presidido la asociación de antiguos alumnos. Casi siempre empezábamos nuestras pláticas hablando del colegio, un buen comienzo de conversación en una relación que con el paso del tiempo pasó por los avatares propios de las que se establecen entre un magnate de la prensa y un político. Era una persona muy de su entorno y de su barrio, además de tener una virtud rara en la España actual, cual era responder de inmediato a las llamadas desde el lugar del mundo en que se encontrara y nunca jactarse de ser un king maker, un hacedor de reyes, a pesar de la leyenda de «Jesús del Gran Poder».
En nuestros repasos salía desde aquel padre rector, con señora y familia enfrente del colegio, al inefable padre Pereda, que nos recitaba «¡Ya viene el cortejo!» de Rubén Darío y se paraba diciendo «¡Niños!, ¿no oyen los cascos de los caballos?», hasta comentar de qué curas convenía escaparse antes de que el acoso sexual pedófilo en instituciones católicas se hubiera convertido en piedra de escándalo. O ese apolo negro, Roberto Zerquera, que se marchó en preuniversitario con una cupletista famosa y triunfó en Alemania bajo el nombre de Roberto Blanco.
En relación con el colegio, mientras que Polanco mantuvo con asiduidad los contactos con los exalumnos de su curso, en mi generación al salir del colegio cortábamos los lazos con todo tipo de vida asociativa que nos recordara un mundo del que queríamos escapar a toda costa. Una huida que se extendió a muchos de los curas del colegio, de los que te enterabas pasados los años que habían colgado los hábitos y se habían casado, o que la misma orden había retirado con discreción a algún rijoso.
Nuestros rivales históricos del barrio en deporte y en peleas callejeras eran los alumnos del Colegio del Pilar. Curiosamente, en nuestras vidas posteriores nuestros caminos se entrecruzaron a menudo.
Compartieron el colegio conmigo, además de mis hermanos, compañeros como el añorado Luis Rodríguez Zúñiga (sociólogo y director del CIS), el mencionado Carlos López Riaño, Pedro Aparicio (después alcalde de Málaga y eurodiputado socialista), el cineasta Rafael Moreno Alba, mi excompañero de bufete Agapito Ramos, los hermanos Sauquillo, con el asesinado Javier como Príncipe del colegio, y los hermanos Méndez Borra, de los que Alberto es el más conocido por su novela póstuma, Los girasoles ciegos. Amigos íntimos de familia, hijos del poeta Pepe Méndez Herrera, traductor de la FAO en Roma, me aportaron en el momento de inquieta búsqueda de la adolescencia la gran poesía desconocida en la España de entonces de Miguel Hernández, Pablo Neruda, César Vallejo, incluso parte de Antonio Machado o textos como La agonía del cristianismo, de Miguel de Unamuno, evidentemente perseguido por el título.
Aquellos libros de bolsillo de Losada de Buenos Aires fueron un oxígeno precioso para una generación que luego empezó a respirar con Ruedo Ibérico, descubriendo su propio país y su historia con libros como El laberinto español, de Gerald Brenan, o La guerra civil española, de Hugh Thomas. Albert Camus tuvo un enorme impacto sobre mí; accedí a él gracias a mi pasión por las lenguas, en aquella época el francés; con mis ahorros me compré Les justes [Los justos] y La chute [La caída] en la librería Buchholz, entonces la mejor de Madrid para encontrar libros extranjeros. Una frase del libro me hizo caer del caballo como Saulo:
Dans les camps franquistes, les pois chiches étaient, si j’ose dire, bénis par Rome [en los campos franquistas, los garbanzos eran, si me atrevo a decirlo, bendecidos por Roma].
En 1960 el adjetivo «franquista» no existía en la España del Caudillo por la Gracia de Dios que rezaban las monedas. Poco después, me enteré del triunfo de Viridiana en el Festival de Cannes a través del programa de Radio France Internationale que escuchaba regularmente para mejorar mi oído. Una película mexicana rodada en España y que concurrió con pabellón yugoslavo: Luis Buñuel no pudo imaginar un mayor triunfo surrealista.
En preuniversitario fueron tomando forma mis inquietudes políticas mezcladas con las religiosas, lo que llevó a mi madre a pensar en mi posible vocación. Acababa de ser elegido papa Juan XXIII y se iniciaba el proceso de apertura y renovación que conduciría al Concilio Vaticano II. En un sistema acartonado en que todo lo que no fuera oficial estaba prohibido, el mundo de la Iglesia era paradójicamente el que ofrecía más posibilidades de contactos y debate. En el colegio, dos padres progresistas abrieron puertas, César Aguilera y mi medio pariente Enrique Iniesta Coullaut-Valera, quien era un especialista en explicarnos en ejercicios espirituales y retiros los riesgos venéreos, con lo que conseguíamos conocer en teoría todos los riesgos y peligros sin ninguna posibilidad de práctica en una sociedad en la que follar, más que un pecado, era un milagro.
También empezaban los curas obreros, con el caso destacable de la parroquia del Pozo del Tío Raimundo de los padres Llanos y Díez Alegría y los movimientos especializados de Acción Católica (JOC, HOAC, JEC), que constituyeron viveros de formación parasindical y parapolítica para toda una generación. La Revolución cubana y la lucha argelina por la independencia también influyeron en la radicalización de algunos sectores juveniles como el Frente de Liberación Popular, conocido coloquialmente como FELIPE.
Una de las cosas más útiles que hice en «preu» fue apuntarme a una academia para estudiar inglés, lengua ascendente en importancia, en vías de su definitiva consagración como lingua franca. En el colegio estudié, como era costumbre en la época, francés y, gracias a un buen profesor, conseguí ir un poco más allá de los plurales y los verbos irregulares. Casi aprendí más francés y a la vez geografía e historia moderna ayudando a mi padre a coleccionar sellos de correos con el catálogo Ivert & Tellier. Se aprendían los colores, los nombres de los países y se vivía tanto la aventura colonial como la descolonización: Ruanda-Burundi, la Cuba española, la Namibia alemana, las dos repúblicas españolas y la Guerra Civil, la hiperinflación alemana con los miles de millones de marcos sobreimpresos, sus zonas de ocupación militar de posguerra... La filatelia como escuela para aprender historia de los dos últimos siglos es una mina.
En 1959 el Plan de Estabilización de los tecnócratas del Opus Dei abrió una ventana a la Europa del incipiente Mercado Común. La corriente de aire fresco que empezó a entrar impulsó profundos cambios en la estancada sociedad del franquismo autárquico. También se llevó por delante una visión del mundo y de la historia que se nos había inculcado machaconamente en lecturas obligadas como el Libro de España, con el reinado de Felipe II como el más glorioso de la historia.
La Formación del Espíritu Nacional era una asignatura en la que un instructor de Falange, con su bigotillo recortado y sus aires marciales de sainete, nos hacía continua apología de la vuelta a un imperio dominador en Europa, en el que no se ponía el sol, basado en la alianza de la cruz y la espada, defensor de la ortodoxia y objeto de envidia y resentimiento de protestantes y librepensadores, por no hablar de masones y marxistas. Emil Cioran lo denominó con acierto «un desmesurado sueño histórico que acabó en derrota. España fue el primer país que salió de la historia».[3] Sin necesidad de teorizaciones intelectuales coordinadas, mi intuición, compartida por muchos jóvenes inquietos, era que esos hidalgos henchidos de añoranzas imperiales iban por la vida como el buscón don Pablos de Francisco de Quevedo tapándose con la capa un trasero raído y disimulando su hambre con migas en la barba.
Compartíamos de modo intuitivo la frase de José Ortega y Gasset «España es el problema, Europa la solución», tan manida hoy como ignorada entonces. Supe de la existencia y la obra del filósofo madrileño cuando tras su fallecimiento en 1955 pusieron su nombre a la calle de Lista por la que yo iba al colegio, donde, evidentemente, su obra no se enseñaba.
Con esa quemazón entramos en la vida activa o en la universidad. En mi caso, con muchas ilusiones y dispuesto a comerme el mundo, fui admitido con beca en la Universidad Central, luego Complutense, de Madrid en junio de 1960.