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ОглавлениеPRECURSOR ERASMUS
La Universidad Complutense estaba en plena expansión en 1960. Se habían reconstruido casi todos los edificios que conocí semiderruidos durante mi infancia (la Casa de Velázquez, el Hospital Clínico, la Escuela de Agrónomos), se acababa de edificar a toda velocidad la Facultad de Derecho para sacar a los estudiantes de la calle San Bernardo tras los acontecimientos de 1956 y la Torre de Económicas estaba en obras.
En un ambiente familiar con claro predominio de las carreras técnicas —mi padre opinaba que España sería un país desarrollado cuando los abogados fueran tranviarios—, se consideró normal que me orientara hacia las ciencias sociales. Sin duda, por la labia y la pasión dialéctica. La preocupación dominante era que saliera colocado de la carrera, por lo que se consideró que la mejor opción era la Universidad Comercial de Deusto de los jesuitas en Bilbao, por aquel entonces la más cotizada para la formación en Derecho y Administración de Empresas en España. Se decía con razón que salías colocado y no había Gobiernos que no tuvieran un ministro de Deusto, aserto que se cumplió incluso en nuestra etapa. Paradójicamente, esta influyente universidad estaba en un País Vasco dominado por una poderosa oligarquía industrial y financiera y en el que no había universidades públicas.
Fui admitido por mi expediente. Mientras tanto, se abrió ICADE Universitarios, también de la Compañía de Jesús, en Madrid, con un programa similar asociado con Derecho en la Complutense. La razonable decisión familiar fue que me quedara en Madrid. Pasé tres años en Areneros, un complejo de ladrillo neomudéjar que por el ambiente carcelario de sus patios ha sido muy utilizado para rodar películas del género. Mi iniciación se hizo con una meditación del padre Morales S. I., utilizando todos los trucos clásicos de puesta en escena sobre la brevedad de la vida con el reloj y el crucifijo. Mi comentario crítico sobre su papel de mediador divino no me benefició mucho. Curiosamente, el inicio de la década de 1960 coincidió con los aires de renovación y apertura ligados al Concilio Vaticano II. En pocos años, un porcentaje destacado de curas de la orden se secularizó. Pese a ello, he tenido ocasión reciente de comprobar cómo ciertos toques rancios de conservadurismo social con tono nacionalcatólico se mantienen en la casa.
Tuve maestros como el catedrático Juan Iglesias, que vivía mentalmente en la Roma de los Césares, Juan Velarde y algunos jóvenes profesores que me abrieron ventanas al mundo, como Alejandro Nieto, Marcelino Oreja, Manolo Cobo del Rosal o Alejandro Muñoz Alonso, o me enseñaron técnicas útiles como José María Fernández Pirla. Como era un hueso, correspondí proponiéndole como presidente del primer Tribunal de Cuentas democrático. Más vano era el intento de tratar de explicar materias como Filosofía del Derecho o Derecho Político haciéndolas compatibles con la justificación del caudillismo y la militante animadversión hacia la democracia o los derechos humanos.
En 1962 la consolidación de la Comunidad Europea llevó al dictador a enviar una carta en el mes de febrero solicitando la admisión de España en el Mercado Común, a la vez que suavizaba algo su propaganda contra las decadentes democracias occidentales, en un momento en que cuajaba una nueva oleada del movimiento estudiantil en conjunción con las huelgas de la minería del carbón asturiana y la siderurgia vasca.
Previamente, el naciente Parlamento Europeo había aprobado en enero el informe elaborado por el socialdemócrata alemán Willy Birkelbach, con el título «Los aspectos políticos e institucionales de la adhesión a la Comunidad», en el que se decía que
solo los Estados que garantizan en su territorio la existencia de prácticas realmente democráticas y el respeto de las libertades y derechos fundamentales pueden devenir miembros de nuestra Comunidad.
El aviso del Parlamento al dictador era claro y conciso. Curiosamente, el Consejo Europeo no formuló explícitamente esta condición hasta la formulación de los Criterios de Copenhague de 1993 en preparación de la gran ampliación a los países provenientes de allende el Telón de Acero. Un significativo sobrentendido —sous-entendu o bajo-entendido en francés— del proceso de construcción europea.
En junio, la celebración de la primera reunión de la oposición desde la Guerra Civil bajo la égida del Movimiento Europeo provocó una violenta reacción oficial de condena del considerado como «contubernio de Múnich». El presidente del Movimiento Europeo, el francés Maurice Faure, firmante del Tratado de Roma, y el secretario del Movimiento Europeo, el belga Robert van Schendel, hispanófilo e hispanófono, desempeñaron un papel decisivo en la organización.
La resolución política aprobada por el Congreso afirmaba de modo claro y preciso el marco para que fuera posible la entrada de España en el Consejo de Europa y en el Mercado Común:
El Congreso del Movimiento Europeo, reunido en Múnich los días 7 y 8 de junio de 1962, estima que la integración, ya en forma de adhesión, ya de asociación, de todos los países de Europa, exige de cada uno de ellos instituciones democráticas, lo que significa en el caso de España, de acuerdo con la Convención Europea de Derechos del Hombre y de la Carta Social Europea, lo siguiente:
1º La instauración de instituciones auténticamente representativas y democráticas que garanticen que el gobierno se basa en el consentimiento de los gobernados.
2º La efectiva garantía de todos los derechos de la persona humana, en especial los de la libertad personal y de expresión, con supresión de la censura gubernativa.
3º El reconocimiento de la personalidad de las distintas comunidades naturales.
4º El ejercicio de las libertades sindicales sobre bases democráticas y de la defensa por los trabajadores de sus derechos fundamentales, entre otros medios por el de huelga.
5º La posibilidad de organización de corrientes de opinión y de partidos políticos con el reconocimiento de los derechos de la oposición.
El Congreso tiene la fundada esperanza de que la evolución con arreglo a las anteriores bases permitirá la incorporación de España a Europa, de la que es un elemento esencial, y toma nota de que todos los delegados españoles presentes en el Congreso expresan su firme convencimiento de que la inmensa mayoría de los españoles desea que esa evolución se lleve a cabo de acuerdo con las normas de la prudencia política, con el ritmo más rápido que las circunstancias permitan, con sinceridad por parte de todos y con el compromiso de renunciar a toda violencia activa o pasiva antes, durante y después del proceso evolutivo.
Para muchos de mi generación, y en especial para mí, fue una sacudida que ligó la lucha por la democracia en España a nuestra participación en la construcción europea. Los conspiradores de Múnich han sido compañeros míos de fatigas a lo largo de mi vida: Fernando Álvarez de Miranda, presidente del Congreso de los Diputados constituyente, el conspirador galante José Federico de Carvajal, presidente del Senado, Carlos Bru, compañero en el Parlamento Europeo, Fernando Baeza y un simpático grupo de mosqueteros que muy jóvenes habían luchado en el bando franquista, como Joaquín Satrústegui, Vicente Piniés o Jaime Miralles, cuyos hermanos habían muerto en el frente de Somosierra. Gente siempre joven de espíritu, cuyo entusiasmo democrático y europeísta merece ser recordado. Muchos de ellos pagaron con el destierro a Fuerteventura, que en aquellos tiempos no era precisamente un destino preferido del turismo, sino un lugar de confinamiento en unas islas aisladas y pobres.
Entre bastidores, dos activos e infatigables conspiradores fueron decisivos: Pepín Vidal-Beneyto y Enric Adroher, Gironella. Pepín, valenciano chispeante e inasequible al desaliento, animador de todas las causas políticas y culturales, desde su paso por el Opus Dei y el Partido Comunista de España (PCE) a su presidencia de ATTAC, pasando por experiencias como la Escuela Crítica de Ciencias Sociales, que creó en el inquieto Madrid de 1960 y en la que participé, su gestión como director cultural de Marcelino Oreja en el Consejo de Europa o la creación del Colegio Miguel Servet, adscrito a la Sorbona parisina. Gironella, de ascética y quijotesca planta, fue un luchador de todas las causas revolucionarias, desde un anarquismo juvenil o la participación en el pronunciamiento de Galán y García Hernández por la República, hasta figurar entre los fundadores del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), ser condenado y encarcelado por los comunistas en las purgas que siguieron a los «hechos de mayo» de 1937 en Barcelona, pudiendo pasar a Francia y empezar su exilio en México. De vuelta al Viejo Continente, fue un infatigable impulsor del Movimiento Socialista por los Estados Unidos de Europa y del Movimiento Europeo. La España democrática les agradeció su militancia: en el caso de Gironella, me tocó condecorarle siendo yo ministro en una simpática ceremonia celebrada en un restaurante en la Piazza Navona en Roma, con motivo de una reunión del Movimiento. Catalán republicano y agnóstico, aceptó con irónica elegancia la Cruz de Isabel la Católica que le impuse.
Años más tarde, yo también señalé mi condición de madrileño al imponerme Pierre Moscovici la Legión de Honor en el Quai d’Orsay, que me convertía en miembro de la Guardia de Corps de Napoleón. Las condecoraciones también pacifican.
En 1963 me convertí en precursor del programa Erasmus. En tercero de carrera, el entonces decano de ICADE, el padre Andrés Sevilla, brillante jesuita que se salió de la orden por amor, me ofreció una oportunidad única: ir a estudiar a París a l’École Supérieure des Sciences Économiques et Commerciales (ESSEC), hoy en día una de las principales business schools de Europa, con la convalidación del exigente examen de ingreso y el primer curso. El trato consistía en que si obtenía el título francés y acababa la carrera de Derecho, por libre, se me concedería el título de ICADE. Fue un acuerdo equilibrado con los jesuitas: yo cumplí con mi parte y la orden con la suya. Pero sobre todo, mi aventura fue posible gracias a la generosidad de mis padres, que apoyaron activamente mi decisión, sin duda preocupados también por mi creciente implicación en el movimiento universitario.
Esta oportunidad me hizo pionero del Erasmus, el programa de la Comunidad Europea para la Movilidad de Estudiantes Universitarios, convertido en el nombre del ilustre humanista gracias a la habilidad para crear acrónimos de los funcionarios comunitarios con los títulos de los programas en inglés. El recuerdo de mi experiencia me acompañó en la batalla en que participé como parlamentario europeo desde la Comisión de Presupuestos en 1987, apoyando su creación propuesta por Manuel Marín en nombre de la Comisión Delors frente a un Consejo reticente y cicatero. El resultado es espectacular. Erasmus constituye hoy en día uno de los mayores éxitos de la historia comunitaria, con un balance de cerca de tres millones de jóvenes europeos y más de 250.000 profesores Erasmus. Mi argumento presupuestario fue defender que es más rentable invertir en jóvenes que en vacas. Pese a ello, la resistencia de algunos Estados a aumentar los fondos del programa Erasmus ha continuado, como puso de manifiesto en su renovación Romano Prodi y ahora se repite de nuevo.
En otoño de 1963 me trasladé a París. Tenía una experiencia previa de trabajar en Suiza en un período de prácticas en el verano de 1962 y sentir lo que representaba en aquellos tiempos salir al extranjero con pasaporte español. El viaje había que prepararlo con tiempo; primero había que obtener el pasaporte, lo cual no constituía un simple trámite, pues te lo podían denegar o retirar sin justificación, y después venía el visado, conseguir divisas y los billetes.
Aunque empezaban los jets, la aviación era un transporte de lujo, y el medio más utilizado era el ferrocarril, todavía en gran medida con tracción de vapor. El viaje a Ginebra o a París duraba casi un día, en la frontera había que cambiar de tren en una inhóspita estación recorriendo entumecido y cargado con las maletas inacabables andenes, pasando minuciosos controles de carabineros y gendarmes para abordar el tren francés o viceversa. Por increíble que parezca, todavía no se le había ocurrido a nadie incorporar ruedas a las maletas, invento que con las rotondas para el tráfico rodado han sido huevos de Colón que han hecho más por la humanidad que muchos sesudos tratados.
Los controles aduaneros eran y son un buen termómetro de las prioridades políticas y sociales de los países. Entonces, los artículos más buscados eran los libros y las publicaciones. Recuerdo el exhaustivo interrogatorio de un desconfiado carabinero sobre un par de ejemplares de El desafío americano, de Jean-Jacques Servan-Schreiber, el best seller del brillante periodista que llevaba el águila del sello de Estados Unidos en la portada. Conseguí salvarlos del decomiso. Mientras tanto, un compañero de viaje pasaba sin problemas varios libros de Karl Marx con el argumento de que se trataba del Marx alemán y no del ruso.
Mi viaje a Suiza fue posible por AIESEC, activa organización internacional de intercambios de estudiantes de Ciencias Económicas y Comerciales, de la que fui fundador en ICADE. A mi llegada a la estación de Genève-Cornavin, comprendí lo que representaba entonces mi pasaporte: una cola distinta para los españoles, la mayoría emigrantes económicos, un interrogatorio individual para explicar lo que se iba a hacer en Suiza, tiempo de estancia, medios de que disponía y si tenía billete de vuelta. Peor les iba a los italianos, más de un millón en Suiza, en el tramo de tren Milán-Domodossola-Chiasso. Recordé esa escena cuando en mi condición de presidente del Parlamento Europeo recibí al embajador helvético, que venía a expresar su protesta por los controles que sufrían los ciudadanos de su país en la Unión Europea. Curiosa inversión histórica, en la que los suizos se han quedado al margen del conjunto de los europeos cuando estos han empezado a comportarse políticamente como ellos.
Después, en el trabajo se sentía en el trato cotidiano la bajísima valoración de un régimen que aparecía como un resto anacrónico del derrotado Eje y, para los más politizados, con una cierta mala conciencia de haber mantenido la No Intervención. Descubrías aspectos de un mundo que ignorabas: trabajando en un banco en la Bolsa de Zúrich ver la avalancha de órdenes de compra provenientes de Perú por el golpe de Estado militar que impidió, en julio, llegar al poder al vencedor de las elecciones, Víctor Raúl Haya de la Torre. Oír que un compañero de trabajo ginebrino calvinista te llamara papista como una ofensa en una discusión hasta que comprendí que se refería a mi condición de español y, por tanto, católico. También cuando mi compañero de habitación en la casa de Oerlikon, un flamenco de Amberes, presidente de la Asociación de Estudiantes y campeón de Bélgica de beber cerveza con un récord de treinta jarras, me obsequiaba con canciones antiespañolas de la época de la revuelta de los Países Bajos cuando nos peleábamos.
Sin duda, la sorpresa mayor fue encontrar un fusil Máuser con su munición en el comedor de la casa y ver a honestos burgueses suizos el domingo en el trolebús portando una maciza ametralladora Hotchkiss con trípode. Viniendo de una dictadura militar, esa expresión de un ejército popular de una democracia plurinacional que ya ha cumplido sus setecientos años sin ser invadida, me causó un profundo impacto. Un país con cuatro idiomas e identidades diferentes conviviendo secularmente era una sorpresa para quien salía de un hipernacionalismo de la «unidad de destino en lo universal». Una sociedad igualitaria y desarrollada en un bellísimo marco natural, con extraordinarios valores cívicos y a la vez refugio de evasores de capitales y dictadores de toda laya. Es de esperar que los helvéticos puedan vencer la demagogia xenófoba de la derecha en la Suiza germánica y por fin se incorporen en serio a la UE, en la que de hecho están integrados económicamente.
Aproveché el viaje de retorno para mi primer contacto con Francia y Alemania, sin imaginar que años después formarían parte de mi vida cotidiana. Primero conocí la Alemania de comienzos del «milagro», viajando en autoestop y alojándome en albergues de juventud. Entonces viajar pidiendo aventón en términos mexicanos, era más fácil. Descubrí las autobahn pobladas de omnipresentes escarabajos VW. Curiosamente, algo parecido ocurriría en el México de la década de 1980, donde se fabricó en Puebla el último escarabajo o «bocho». En las carreteras había un cartel que me costó mucho descifrar, no solo por mi escaso conocimiento del alemán, sino por su significado. Era un mapa del Reich de 1938 con una leyenda que decía: «Deutschland, drei mal geteilt. Niemals!» [¡Alemania, dividida en tres, jamás!]. Eran la República Federal más la Democrática y los territorios al este de la línea Oder-Neisse, hoy en Polonia.
Se acababa de construir el Muro de Berlín. El alcalde de la ciudad que hizo frente a aquella situación era Willy Brandt, uno de los grandes personajes de la historia europea de la época y con quien tuve ocasión de trabajar más tarde. Era objeto de una intensa campaña de denigración por parte de la derecha conservadora, que le consideraba un traidor por su exilio en Noruega durante la guerra. Como canciller federal, Brandt hizo el gesto histórico de arrodillarse y pedir perdón en el gueto de Varsovia, aceptando las fronteras marcadas por los ríos Oder y Neisse como límite con el territorio polaco. El canciller Helmut Kohl solo lo hizo en vísperas de las elecciones tras la reunificación germana. En una entrevista en la Kanzlei de Bonn me explicó largamente sus reticencias por el trato dado a los alemanes de las regiones que pasaron a ser polacas. En Alemania el colectivo de expulsados (vertriebene) y huidos (flüchtlinge) de Polonia, la antigua República Democrática Alemana (RDA) y Checoslovaquia, era y todavía es un grupo extraordinariamente influyente en la vida política.
Retorné a París. La Ville Lumière tenía un aspecto muy diferente al actual. Los monumentos eran de un gris oscuro, a veces casi negro, por la pátina del tiempo y la contaminación, de la que apenas se hablaba por aquel entonces. Empezaban a limpiarse las fachadas, y tras ese lavado de cara, la ciudad presentó un aspecto rejuvenecido. Respirar libertad y poder gozar de bienes como los libros, el cine, la música o el arte, todo aquello generaba una sensación maravillosa.
Desde entonces, conservo la costumbre de leer Le Monde con regularidad sin saber nunca exactamente de qué día es la noticia. Al ser un periódico vespertino, está lleno de condicionales y subjuntivos. Es como ir a la universidad todos los días —un poco más ligero en su versión actual—. Sitúa la actualidad del continente, complementado con la lectura del Financial Times, periódico que desde la heterodoxia define con más autoridad la ortodoxia europea, y el International Herald Tribune, edición europea del New York Times, considerado como el periódico más europeo.
Fue mi primer contacto con Francia y Alemania, dos países que han dominado gran parte de mi vida posterior. Poco podía imaginar entonces que volvería a París al año siguiente a cursar estudios en el ESSEC, que en aquella época estaba en la Rue d’Assas, en el existencialista Quartier Latin, al lado del palacio de Luxemburgo y de Saint-Germain-des-Prés. Respirar la libertad era una sensación casi embriagadora. En un marco tan atractivo, tuve una fugaz tentación bohemia porque no se me daba mal dibujar, pero supe resistir con algunos bocetos y no me dejé llevar por las mil y una tentaciones culturales y políticas.
El año 1963 estuvo plagado de acontecimientos más importantes para el mundo que mi llegada a París. En enero, Konrad Adenauer y Charles de Gaulle firmaron el histórico Tratado de Amistad Franco-Alemán, con setenta y tres y ochenta y siete años, respectivamente, así como la vivencia compartida de las dos guerras mundiales. Poco después, ambos estadistas fallecerían tras haber visitado España. Se decía que no resistieron el letal abrazo del general Francisco Franco...
El tratado fue importante sobre todo por el hecho de que lo asumiera De Gaulle. El inicio de la construcción europea se había hecho bajo la IV República en Francia, con el impulso de Jean Monnet y Robert Schuman en el lado galo y Adenauer en el germano. De Gaulle encarnaba no solo la V República; su profunda y duradera popularidad se debía a su quijotesca actitud de resistencia durante la Segunda Guerra Mundial que había devuelto la dignidad a una Francia invadida y derrotada. Paradójicamente, el gran organizador del esfuerzo logístico aliado de transporte y equipamiento militar en las dos conflagraciones mundiales fue Monnet, un vendedor de coñac que no había ido a la universidad.
Ante el avance de la Europa comunitaria, De Gaulle propuso en 1961 el Plan Fouchet como una Europa de los pueblos intergubernamental que preservaba el liderazgo francés. Sin embargo, este plan no cuajó, en gran medida, por la oposición de los demás socios comunitarios, en particular del canciller Adenauer, a pesar de su buena relación personal. En este contexto, el Tratado de Amistad Franco-Alemán supuso un importante fortalecimiento de la naciente Comunidad Europea, aunque el jefe de Estado francés mantuvo impertérrito su visión. Inmediatamente después de la firma, vetó la entrada de Reino Unido en el Mercado Común y acentuó su línea de confrontación con Estados Unidos, saliéndose del mando militar de la OTAN. Defendió esta línea públicamente en sus conferencias de prensa, espectáculos multitudinarios por sus condiciones oratorias e histriónicas, así como su habilidad para lanzar la petite phrase, eufemismo galo para designar la frase asesina, como la célebre en relación con Europa en conferencia de prensa televisada: «No se trata de saltar como cabritos gritando ¡Europa!, ¡Europa!, eso no cambia la realidad». Para el general De Gaulle, la política de afirmación de la Comisión seguida por su presidente, Walter Hallstein, trataba de crear, con sus continuas exigencias protocolarias, una ilusión de autoridad política. Se preguntaba en nombre de qué pretendía erigirse en institución «el aerópago de un grupo de personas sin duda válidas» que se movían a nivel técnico.
El enfrentamiento llegó en 1965 con la crisis de la silla vacía, el gran pulso entre Hallstein y De Gaulle con motivo de la financiación de la naciente Política Agrícola Común (PAC). Hallstein tuvo la osadía de presentar su propuesta ante el Parlamento Europeo antes que al Consejo. Ante un desafío tan patente en un tema tan sensible, el Gobierno francés respondió levantándose de la mesa y bloqueando el funcionamiento de las instituciones durante medio año. El tema se resolvió con el Compromiso de Luxemburgo, que todavía espera su inserción en el ordenamiento comunitario.
La prueba de que el debate sigue abierto en una Francia dividida entre su dimensión universal y su pretensión de mantener la primogenitura política europea, está en la propuesta del presidente Nicolas Sarkozy de refundar la Unión Europea en versión actualizada del Plan Fouchet, con el Consejo como órgano central de gestión, desplazando así a la Comisión.
En el mundo, el año 1963 también vivió acontecimientos importantes. En plena guerra fría y tras la conocida como «crisis de los misiles» en Cuba, el teléfono rojo conectó al presidente John F. Kennedy en la Casa Blanca con el secretario general del PCUS, Nikita Kruschev, en el Kremlin; el proceso de descolonización avanzó con la independencia de Kenia y la creación de la Organización para la Unidad Africana (OUA); tras el fallecimiento de Juan XXIII, el cardenal Giovanni Battista Montini fue elegido papa (Pablo VI); el 28 de agosto, Martin Luther King pronunció su famoso discurso «I have a dream» durante la «Marcha sobre Washington por empleos y libertad», y el 22 de noviembre JFK caía asesinado en las calles de Dallas. Acontecimientos estos dos últimos que resuenan todavía. Tengo grabados en la memoria los titulares de la prensa de la mañana cuando iba a coger el metro. Fue un mazazo para toda una generación.
En el plano cultural, empezaban su histórica carrera películas como Il Gattopardo de Luchino Visconti y Otto e mezzo de Federico Fellini. En el campo musical triunfaban los Beatles y los Rolling Stones; mientras que Édith Piaf («La vie en rose») nos dejó, seguían en activo otros grandes de la chanson como Jacques Brel, Georges Brassens, Yves Montand, Juliette Gréco, Serge Reggiani y tantos otros. El Teatro Olimpia era una fiesta. También frecuentaban París los maestros del jazz, Miles Davis, Ben Webster o Duke Ellington, al que vi con su banda, incluido Johnny Hodges, en el Théâtre des Champs Élysées en el memorable concierto de 1964. Paco Ibáñez recitaba ya a los poetas malditos hispanos. Una diminuta Violeta Parra cantaba en La Candelaria, en la Rue Monsieur-le-Prince, «Gracias a la vida», la gran canción en español del siglo XX.
El reto más prosaico e inmediato consistía en organizar la supervivencia cotidiana. El alojamiento más accesible eran las buhardillas del servicio doméstico de la burguesía francesa de la belle époque. Tan romántico como cutre. Normalmente, se accedía por la entrada de servicio al último piso sin ascensor. El agua y el retrete eran comunitarios y la ducha, un sueño que solo se podía hacer realidad en baños públicos o cuando se hacían guardias como canguro en las casas. La cobertura de los servicios sociales y médicos era correcta gracias a la poderosa MNEF, la mutualidad de estudiantes de Francia.
En el terreno académico, el primer desafío era alcanzar un conocimiento del francés suficiente como para seguir los cursos y pasar los exámenes. Concentré mis esfuerzos en lograr un nivel excelente, que en el caso de la lengua de Molière es especialmente duro por su medieval ortografía objeto de concurridos concursos. Aún hoy en día, actualizar la ortografía francesa es una cuestión de gabinete para el Gobierno francés. No le daremos nunca bastante las gracias a Elio Antonio de Nebrija por su trabajo pionero de modernización de la lengua española. En la pronunciación, conseguí un acento próximo al del Midi francés más cantarín o chantant dentro de las lógicas dificultades de un castellanohablante con un idioma latino que pronuncia la «e» de tres formas diferentes, aunque a la hora de escribir el hecho de no pronunciar las letras finales me permitió la pequeña venganza de señalar a un compañero galo que la clase comenzaba a trois heures et demie y no demi. Además, la exigencia de estudiar dos lenguas extranjeras —el inglés más otra— sin que fuera posible en mi caso escoger el castellano, me permitió iniciar una relación pasional con el italiano que me ha acompañado toda mi vida. Tuve la fortuna de iniciarme con Il Gattopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, como libro de lectura.
Se me considera políglota porque me manejo en algunas lenguas europeas. Si bien eso era muy infrecuente en el ambiente de mi juventud, el problema actual es que sigue siendo en gran medida una asignatura pendiente en el sistema educativo español. Este interés por las lenguas lo he mantenido a lo largo de mi vida y lo continué en el Goethe Institut con el alemán, lengua considerada como el paso a un estadio superior en nuestro país por su complejidad conceptual, con un aprendizaje a partir de la lectura y la práctica del portugués y el catalán, según me dicen con acento valenciano. En relación con estas lenguas hermanas, desde mi estancia en Suiza comprendí que se podía pertenecer a la misma comunidad política con un idioma materno diferente y que tal cosa no era un factor negativo sino un enriquecimiento. Un hecho que pude comprobar en el Parlamento Europeo, donde el peso de los intérpretes catalanes en las cabinas de interpretación al castellano era relevante.
Si la lengua materna es aquella en que le ha hablado a uno su madre, eso tiene algo de sagrado. Bajo el franquismo, me irritaba profundamente aquella invectiva de «¡Hable cristiano!» cuando Jesús hablaba arameo. Me preocupa que esta delicada cuestión se siga utilizando como un arma arrojadiza, treinta años después de haber participado en la elaboración de la Constitución de 1978 y los Estatutos de Autonomía. Más aún, porque dos tercios de este tiempo los he vivido en el Parlamento Europeo, una Torre de Babel que funciona con veintitrés lenguas de trabajo provenientes de veintisiete Estados diferentes. Un marco políglota en el que los europeos hemos puesto los medios para entendernos porque hay una voluntad política de compartir un destino. Un sistema complejo y sofisticado de interpretación y traducción, con equipos humanos muy competentes, hace posible el diálogo y el trabajo en común. Ciertamente es caro, pero siempre será más barato que el gasto en armamentos y la destrucción de vidas producidas por las incomprensiones del pasado en Europa. Por definición y por historia, el Viejo Continente es plurilingüe, y esa diversidad forma parte de su riqueza.
En el caso de España, la utilización de nuestras diversas lenguas vernáculas en el Senado me parece una muestra de respeto y aprecio, aunque siga echando de menos la existencia de una Cámara federativa en un sistema político autonómico. No lo conseguimos en el debate constituyente y es de lamentar que desde entonces no hayamos sido capaces de rematar la construcción del Estado. Las Conferencias de Presidentes de Comunidades Autónomas no se introdujeron hasta el Gobierno Zapatero y tienen mucha menos frecuencia y entidad que la de los gobernadores de estados federados en Estados Unidos, o el mismo Consejo Europeo, con un ritmo mensual de reuniones. El Estado autonómico tiene sentido a partir de una lealtad compartida, no como una colección de reinos de taifas.
Así como está de moda conocer cocinas distintas, aprender un nuevo idioma supone enriquecerse con una nueva gastronomía mental y cultural. En nuestro caso, es comprender la cantidad de cosas que tenemos en común siendo tan diferentes, no solo entre los latinos europeos, sino también con los pueblos germánicos y sajones. Incluso cuando se trata de términos políticos, filosóficos o científicos, especialmente en el campo médico, se puede afirmar sin temor a exageración que la deuda de la humanidad con el griego clásico y el latín es impagable.
La generalización de la informática es una prueba más del valor actual de saberes heredados. En la década de 1960 no existían instrumentos tan imprescindibles para la vida actual como el teléfono móvil, el fax o Internet. El ordenador IBM 360 fue lanzado en 1964, funcionaba con tarjetas y ocupaba una habitación. Pues bien, el actual PC tiene en común con todos los demás adelantos que su funcionamiento binario es posible gracias a la introducción en Occidente de los números árabes, procedentes de la India. Con los números romanos, no hubiera sido posible la web 2.0, al no existir el cero ni las cifras decimales. Es más, la Iglesia medieval vetó durante tiempo el cero como lugar de ausencia total porque Dios estaba en todas partes. Al revisar mi ensayo Europa en el alba del milenio para su segunda edición, me interesé por el primer milenio y cómo llegaron los números árabes a Europa, lo cual dio como fruto un ensayo novelado, El error del milenio, entre el monje Gerberto de Aurillac (el futuro papa Silvestre II del año 1000), y el caudillo Almanzor, hombre fuerte del Califato de Córdoba, escrito cuando se auguraba el apagón informático en vísperas del año 2000.[4]
Las lenguas europeas que utilizamos son creaciones medievales, fijadas en general durante el Renacimiento y que luego han sufrido una evolución relativamente reducida. Es decir, que sin un sistema decimal importado y la creación anónima medieval del inglés, francés, alemán o español moderno no tendríamos informática ni ordenadores, lo cual relativiza la pasión iconoclasta de desprecio en relación con el pasado. El desafío hoy en día es la velocidad de creación de nuevas palabras; cuando nacieron las Academias y se empezaron a fijar las lenguas dominantes, el ritmo de creación de palabras era de unos miles por cada generación, mientras que en la actualidad el proceso es desbordante. En el caso de la informática, el globish derivado del inglés se ha convertido en la lingua franca.
Otra de las asignaturas que me fue útil en Francia fue la Conferencia de métodos. Marginada por desgracia en el sistema educativo español, esta materia es hija no solo del Discurso del método de René Descartes, sino que proviene de la paideia griega, vía el trivium medieval, que se centraba en la formación que hacía del individuo una persona apta para ejercer sus deberes cívicos, dotándole de conocimiento y control sobre sí mismo y sus expresiones. En esencia, consiste en enseñar de modo activo los tres caminos: la gramática como ciencia del uso correcto de la lengua, que ayuda a hablar; la dialéctica, como ciencia del pensamiento que ayuda a buscar la verdad, y la retórica, ciencia de la expresión, que enseña a «colorear» las palabras. La clase no es un monólogo magistral más, sino que se basa en el trabajo activo del alumno a través de la exposición oral o la redacción de un texto por escrito. La supresión de este tipo de materias en el currículo ha llevado a la desastrosa situación de dominio del castellano, oralmente y por escrito, en nuestra universidad y a una actitud pasiva en la que es difícil establecer un debate tras la exposición magistral. Y lo peor es que no se pone remedio. Los niveles más elevados de muchos hispanohablantes americanos provienen, sin duda, de la mayor atención que recibe tan importante cuestión en sus sistemas educativos.
Puede sonar a antiguo, pero expresarse con corrección, hablar en público y saber presentar un argumento o una propuesta son activos útiles para todos los campos de la vida y del trabajo. Resulta difícil de comprender su práctica eliminación en la formación en nuestro país, donde se privilegia sistemáticamente engullir de memoria textos y apuntes mediocres. Revisando a medio siglo de distancia lo que aprendí en la carrera, me ha sido mucho más útil la siempre actual Oración fúnebre de Pericles sobre la democracia que todas las teorías sobre el caudillaje, base de las Leyes Fundamentales del franquismo.
En el campo económico, las teorías sobre la planificación e industrialización se centraban entonces en la importancia de la siderurgia o la construcción naval. Como profesor defendí esta vía; como miembro del Gobierno que negoció la entrada en la entonces Comunidad Europea, me tocó cerrar una gran parte de estas instalaciones. Cuando se lo expliqué al presidente de Polonia Lech Wałęsa, exlíder sindicalista en los astilleros de Gdansk, en su proceso de negociación para entrar en la Unión Europea, me objetó que su caso era distinto. Todos lo son. Lo que ha sobrevivido del histórico astillero de Gdansk, hoy un museo, es porque ha sido objeto de una profunda reconversión.
De hecho, más del 80 % de lo que aprendí, incluida la carrera, era un aprendizaje de conocimientos memorísticos que afortunadamente he olvidado o han quedado obsoletos. Lo que me sigue siendo útil es la ética del trabajo, la formación humanista (saber razonar, argumentar y exponer), así como la permanente disposición a aprender.
Tanto en la docencia como en el estudio, las posibilidades que ofrecía Francia eran mucho mayores. Mientras que en España la libertad de cátedra estaba sustancialmente limitada por el control político, poder disponer de bibliografía, películas, conferencias en el terreno universitario o actividades políticas de todo tipo significaba descubrir un mundo nuevo. En primer lugar, para conocer España y su historia, terreno en el que Antonio Soriano en la Librairie Espagnole de la Rue de Seine, Martínez con la naciente editorial Ruedo Ibérico, o François Maspero alimentaron a toda una generación. En cine, Morir en Madrid de Frédéric Rossif, un documental hecho con rigor recogiendo películas rodadas durante la contienda con textos, supuso una introducción excelente para la Cinemathèque, una auténtica escuela en la que vi desde el cine surrealista de Luis Buñuel y Salvador Dalí, L’espoir de André Malraux, a toda la obra de Sergei M. Eisenstein, el cine americano censurado por el maccarthismo o los creadores latinoamericanos y asiáticos. Y algo más tarde, La guerre est finie de Alain Resnais, sobre la novela con tintes autobiográficos de Jorge Semprún, El largo viaje, con un reparto en el que Yves Montand, Ingrid Thulin y Geneviève Bujold formaban un triángulo con una historia que rodeaba la militancia clandestina comunista con una atractiva aureola. En 1964 Semprún fue expulsado, junto con Fernando Claudín y Jordi Solé Tura, por Santiago Carrillo del PCE.
Conocí a españoles del exilio político y de la emigración económica. Dos mundos distintos. Entre los primeros, personajes como Julio Álvarez del Vayo, decisivo en el momento de la defensa de Madrid; Julián Gorkin, que estaba creando la revista Mañana, o Wilebaldo Solano, eterno luchador por el POUM. No obstante, la distancia entre los exiliados y un joven inquieto era demasiado grande como para concretarse en algo operativo. Su visión estaba entre una imagen fija de un mundo desaparecido y una idealización del presente. La uruguaya Cristina Peri Rossi lo ha descrito con la amarga precisión de haberlo vivido:
Hay dos clases de exiliados: los que creen que las cosas no van a cambiar nunca y los que creen que las cosas van a cambiar enseguida. Las cosas no se cuidan de lo que piensan los exiliados.
La opción más atractiva era apuntarse al PCE, que en aquel momento representaba la organización más sólida y eficaz dentro de la resistencia antifranquista. Fue la preferida por muchos de mis compañeros inquietos de la universidad, los cuales militaron o entraron en la órbita del «Partido» con mayúscula y sin adjetivo. Era la oposición más segura para un régimen que había sobrevivido gracias a la guerra fría y que funcionaba sobre la dialéctica de la lucha contra la subversión interior.
También en Francia, en donde el Partido Comunista Francés (PCF) era la columna vertebral de la izquierda, con la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO), el socialismo tradicional, hecha añicos tras el triste final de la IV República y un doloroso proceso de fin del imperio colonial en el que Indochina fue el prólogo del Vietnam para los norteamericanos y la herida de Argelia seguía abierta. Un solitario François Mitterrand enarbolaba la bandera republicana y socialista, desafiando al colosal De Gaulle con su libro El golpe de Estado permanente. Contra todo pronóstico, Mitterrand forzó una segunda vuelta en 1964, en la que obtuvo el 45 % de los votos frente al 55 % del general. Una derrota electoral sobre la cual Mitterrand habría de construir con perseverancia su carrera política presidencial, basada en la renovación del socialismo y el reequilibrio de la izquierda.
De modo intuitivo, me atrajo mucho más la aventura de Mitterrand y otros componentes de la segunda izquierda francesa que el partido comunista, a pesar de su hegemonía política en el mundo intelectual, con un aspecto monolítico y prosoviético a la antigua que chocaba progresivamente con la línea que representaba el Partido Comunista Italiano (PCI). Tras haber vivido la ortodoxia totalitaria y excluyente del nacionalcatolicismo, no habría soportado otra ortodoxia globalizante de signo contrario. Más aún cuando la comunista se atrevía a prometer el Paraíso en la Tierra mientras que la religiosa todavía lo hacía en el Más Allá.
Me atrajo mucho más el Partido Socialista Unificado (PSU), tras presenciar un mitin de Michel Rocard en Aviñón, y el trabajo del equipo de sindicalistas que estaba creando la Confederación Francesa Democrática del Trabajo (CFDT) a partir del sindicato confesional CFTC. Inspirados por el profesor Paul Vignaux, responsables como Eugène Descamps o Jacques Chérèque crearon una organización original y moderna en línea socialista y autogestionaria, que no se limitaba al trabajo sindical. Una parte importante de la renovación de la izquierda francesa se debe a su esfuerzo, en cuya militancia se formó Jacques Delors.
Tuve oportunidad de trabajar con Rocard durante la Transición, en el Gobierno y en Europa. En 1974, como organizador e intérprete suyo en un ciclo de conferencias-mítines celebrado en el Colegio Mayor Juan XXIII en la Ciudad Universitaria de Madrid, junto con otros amigos y compañeros de fatigas como Carolus Papulias, más tarde presidente de Grecia. En la culminación de nuestra negociación para ingresar en la Comunidad Europea, Rocard llevó a cabo una política constructiva y solidaria como ministro francés de Agricultura, la cartera más difícil frente a un mundo agrícola levantisco y cerrado. Tuvo que bregar con François Guillaume, a la sazón presidente de la FNSEA, el poderoso sindicato agrícola que se oponía frontalmente a la entrada de España en la CE, alegando que los españoles éramos como los coreanos, sin especificar si del sur o del norte. A este personaje le tocó ser su sucesor en la cartera, al resultar vencedor Jacques Chirac en 1986, e hizo la inenarrable declaración de que la nube radiactiva de Chernóbil se había parado al llegar a la frontera francesa.
Tras colaborar con Rocard como primer ministro francés en mi etapa de presidente trabajamos juntos en el Parlamento Europeo compartiendo amistad y visión sobre los desafíos de la socialdemocracia europea. En esta etapa pude reparar un olvido típicamente hispano, al no haber reconocido el Gobierno González la ayuda que Rocard nos prestó con una condecoración. Reparación esta que llegó de la mano de Miguel Ángel Moratinos como ministro de Asuntos Exteriores, con la concesión de la Gran Cruz de Isabel la Católica, a pesar de haber advertido que era protestante. Rocard la aceptó encantado como caballero que es.
Sensible diferencia entre la inteligencia con que Francia gestiona a nivel mundial su política de premios y condecoraciones como la Legión de Honor o l’Ordre des Arts et des Lettres y la cicatería con que España las concede. No hay conciencia cabal de la importancia de la meritocracia y del prestigio internacional de nuestras condecoraciones. Sin duda, la excepción más notable a esta miope actitud son los Premios Príncipe de Asturias, una iniciativa que con perseverancia e inteligencia ha conquistado un prestigio mundial en diferentes campos de la ciencia, la cultura y las relaciones internacionales.
Mi conversión a la meritocracia se debe a Fernando Morán ante un novel Consejo de Ministros cuando tuvo que presentar como canciller del Reino las condecoraciones a aprobar. Su argumentación de que los poderes públicos solo pueden agradecer con gestos rituales (medallas, diplomas) y no con dinero o privilegios me convenció.
Contacté con la CFDT a través de un grupo de amigos del ambiente universitario parisino que colaboramos en la solidaridad con los sindicalistas que habían lanzado los movimientos huelguísticos en la minería asturiana del carbón y en la siderurgia asturiana y vizcaína. Formaban parte del grupo Luis Ferreras, un leonés que tras estudiar en Alemania cursaba su doctorado en Sociología, y los asturianos Manuel García Fonseca, entonces cura y más tarde diputado comunista, y dos jóvenes mineros que estaban en París entre la solidaridad y el estudio, Paco Fernández Corte y Sindo de Turón. A través de ellos conectamos con los responsables de la Unión Sindical Obrera (USO), movimiento formado por jóvenes procedentes en su mayoría de la experiencia de los movimientos apostólicos (Juventud Obrera Católica, JOC) y las Hermandades Obreras de Acción Católica (HOAC), un vivero de militantes que contribuyeron a la renovación del sindicalismo en aquella etapa.
Cerré mi capítulo parisino con una especialización en Economía Agraria en el último año de estudios. Aunque la opción pueda resultar chocante en un joven urbano, el tema me atrajo por varias razones: la transformación de la sociedad agraria a urbana e industrial vivía un momento decisivo en España, con casi un 40 % de población activa en la agricultura y una huida masiva del campo. Todavía era de actualidad la cuestión de la reforma agraria planteada por Pascual Carrión bajo la Segunda República, relatada magistralmente por Edward Malefakis en su clásico libro Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX.[5] Su lectura, unida a la del gran economista y divulgador John Kenneth Galbraith, que había comenzado por esa especialidad, terminó por decidirme.
Completé mis estudios con una tesina tras un viaje de prácticas sobre la agricultura cooperativa y colectivista en Israel. Un inolvidable viaje a Oriente Medio en el verano de 1964 que realicé en compañía de Manuel García Fonseca: París-Nápoles en autoestop con el descubrimiento de Italia, periplo en aguas del Mediterráneo a bordo de un carguero turco con la compañía de estudiantes árabes de Derecho y Medicina en España y escala en Alejandría. La tarifa era de cubierta y llevábamos nuestra comida, pero el ambiente no lo hubiera mejorado el más selecto de los cruceros.
Navegar por el Mare Nostrum en verano es un placer de dioses conocido desde la época de Homero. Desembarqué en Beirut, capital de un Líbano que era entonces «la Suiza de Medio Oriente» por su cosmopolitismo y su belleza. Una sociedad en la que convivían sofisticadas jóvenes universitarias que viajaban en jet todas las semanas a la Universidad de la Sorbona con pobres campesinos, en un sistema político de complejos equilibrios entre cristianos maronitas, melquitas y ortodoxos, musulmanes sunitas o chiitas y drusos. Un pueblo con una diáspora en todo el mundo muy activa en el comercio, de modo particular en Iberoamérica y África.
Aproveché para leer la Biblia en una novedosa edición holandesa, cosa que, a pesar del reiterativo adoctrinamiento de mi instrucción religiosa, no había tenido ocasión de hacer. Una apasionante colección de libros y relatos necesaria para comprender no solo la historia del pueblo judío, sino el mundo actual. Completé esta lectura con la del Corán, y la sorpresa fue encontrarme con que los musulmanes honran a los profetas del Antiguo Testamento y también a Jesús. Empecé a comprender la diferencia entre el pecado como interiorización de la culpa frente a la violación de la norma como escándalo público, de la misma manera que la purificación consiste básicamente en las abluciones, lavarse cuidadosamente antes de entrar en la mezquita, norma de higiene además de rito religioso. La mezquita no es solo lugar de culto sino también de convivencia donde se puede estudiar, descansar e incluso dormir sobre el suelo alfombrado, con un ambiente menos sacro pero más accesible que el de las iglesias cristianas.
Disfruté de esta hospitalidad en lugares como la imponente mezquita omeya de Damasco, que tiene en común con la omeya de Córdoba, además de la dinastía, el hecho de haber sido edificadas sobre basílicas cristianas que a su vez lo fueron sobre templos romanos y anteriores. En la misma están la tumba de san Juan Bautista, objeto de culto popular, y la cabeza de Hussein, el nieto de Mahoma, objeto de culto chiita. También visité la tumba de los Patriarcas, el padre común, Abraham para los judíos e Ibrahim para los musulmanes con Sara, Isaac con Rebeca, Jacob con Lea, en una iglesia gótica cruzada en Hebrón que sintetiza la complejidad de las relaciones entre las religiones del Libro en una historia de cerca de seis mil años. En el caso de España, su conocimiento es esencial para comprender nuestra historia.
Llevar la Biblia no me planteaba problemas, pero el visado de Israel sí. Su presencia en el pasaporte suponía la imposibilidad de viajar por países árabes. Había que atravesar Siria, que exigía la fe de bautismo para expedir el visado. La solución fue llevarlo en una bolsita a modo de faltriquera adherida con un imperdible a los calzoncillos. El sistema funcionó a la perfección en un país que acababa de vivir un golpe de Estado y tenía controles de carretera cada pocos kilómetros, amén de la obligación de presentarse en prefecturas y comisarías en todas las ciudades. Las revisiones en los controles eran breves, porque la mayoría de los soldados abrían el pasaporte al modo de lectura árabe, es decir, empezando por el final, con lo que no encontraban ni la foto. Además, vi por primera vez que un pasaporte español tenía valor, por la simpatía árabe hacia España debida a la enorme carga afectiva que tenía en todas las capas de la población la evocación del califato en Al-Andalus como época dorada. Pero no se trataba solo de recordar a Ibn Hazam de Córdoba; Sara Montiel y El último cuplé estaban casi tan omnipresentes como los retratos de Gamal Abdel Nasser.
La primera sorpresa fue en la aduana siria. Nos invitaron a cenar, fumar el narguile y dormir en su edificio; nos dieron de desayunar y subieron al autobús de línea que iba al Crac de los Caballeros, la impresionante fortaleza de los cruzados. Identificarnos era motivo para ser invitados a las casas y agasajados con refrescos, dulces y tabaco, e incluso fuimos invitados a participar en la oración del viernes en la gran mezquita de Homs, tras lo cual fuimos invitados a una abundante comida regada con arac, el aguardiente local, que acabó en borrachera generalizada. Recorrí el país: Damasco, la capital de los Omeya; Alepo con su fortaleza y su zoco, el más bello que he visto, desgraciadamente víctima de la bárbara represión del régimen de la familia Assad sobre su propio pueblo; Hama con sus gigantescas norias similares a las de la Ñora en Murcia, y Palmira en el majestuoso desierto, la ciudad frontera del Imperio romano de la reina Zenobia. Todos lugares que la brutalidad ha colmado de sangre y dolor.
Descubrí la fuerza del nacionalismo panárabe, encarnado en Nasser, el líder militar egipcio que había resultado vencedor en la confrontación con la coalición francobritánica tras nacionalizar el canal de Suez en 1956. Un momento clave para el inicio de la construcción europea, cuando Estados Unidos explicó que se había acabado el imperialismo de la cañonera. El retrato de Nasser estaba omnipresente en tiendas y bares. Un panarabismo reivindicador del renacimiento árabe frente al colonialismo occidental, encarnado en Al Baath [el resurgir], fundado por Michel Aflaq, cristiano ortodoxo, y Saladin Bitar, musulmán sunita. Esta fue la fuerza política dominante en Siria e Irak desde la década de 1940 con una línea laica y socialista que impulsó la efímera República Árabe Unida entre Egipto y Siria, rota en 1961. Los jóvenes estudiantes que conocí en Líbano, Siria y Jordania, cristianos y musulmanes, compartían la misma causa histórica del nacionalismo panárabe y anticolonialista.
También descubrí la existencia de los refugiados palestinos, visitando en Líbano los campos de refugiados que luego pasarían a la historia por las matanzas de Sabra y Chatila y en Jericó. Unos campos sin salida ni esperanza mantenidos desde 1948 por la UNWRA, la agencia de las Naciones Unidas. En aquella época no existían prácticamente para los medios occidentales. Precisamente, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) se estaba creando en aquel momento con el apoyo de la Liga Árabe. En Israel me encontré con palestinos y árabes israelíes en Nazaret y Haifa, entre ellos un joven apasionado por la física nuclear que sabía que su vocación era imposible. En Belén nos recibieron en la iglesia de la Natividad unos comerciantes palestinos retornados de la diáspora hablando español con acento mexicano.
Tras pasar por Jericó y Ammán, entonces un poblachón, y el mar Muerto, entré al atardecer por la cuesta del samaritano en Jerusalén, con la emoción de recorrer lugares mencionados miles de veces y que se convertían en realidad con un intenso magnetismo. En 1964 la Ciudad Vieja era jordana y nada más llegar pude ver en la Puerta de Damasco a la guardia beduina saludar con su algarabía a un joven rey Hussein que acababa de escapar a un nuevo atentado.
Nos dieron hospitalidad en la Casa de Santiago, una residencia de estudiosos bíblicos españoles situada entonces en el camino de Nablus. La ventana de mi cuarto daba a la tierra de nadie que dividía la ciudad desde el armisticio de 1948 y se divisaba el mítico Hotel King David. El lugar más impresionante de la ciudad por la concentración de historia y tensión era y es el templo de Salomón, lugar sagrado de las tres religiones del Libro. Los hebreos se concentran en el Muro de las Lamentaciones a un lado, mientras que los musulmanes tienen la explanada con la cúpula de la Roca en su centro. Es su tercer lugar sagrado porque es tradición que desde allí el profeta Mahoma ascendió a los cielos acompañado por el arcángel Gabriel y Abraham estuvo a punto de sacrificar a Isaac. Volví al lugar en 1991 como presidente del Parlamento Europeo en visita oficial mientras el presidente de la Knesset tuvo que quedarse a la entrada, pues aún hoy está bajo protección del comité Al-Quds, presidido por el rey de Marruecos como autoridad religiosa. Cerca, la iglesia del Santo Sepulcro, dividida entre confesiones cristianas, algunas no muy bien avenidas y con tensiones que llegaban a las manos, tenía un guardián musulmán a la entrada que imponía orden con el as de bastos en la mano.
Para pasar a Israel desde la Jerusalén jordana había que sellar el pasaporte en la policía con una salida a ninguna parte y atravesar un puesto consistente en un tabique que semibloqueaba una calleja que daba a la plaza de Mandelbaum en ruinas. Al fondo, el edificio de la aduana israelí con la menorá refulgía impecable. Al entrar, nos saludaron en castellano al ver los pasaportes con una amabilidad que no he vuelto a encontrar en visitas posteriores a Israel. Viajamos a Tel Aviv en plena canícula y al lago de Tiberíades, donde estaba el objeto principal de mi tesina; los kibutz de Ginosar y Degania, granjas colectivas fundadas por los pioneros sionistas que emigraron a Palestina bajo el Mandato británico, en las que se vivía en régimen de comunismo perfecto. De cada cual según su esfuerzo, a cada cual según sus necesidades. Un régimen parecido a las órdenes monásticas medievales salvo el celibato. Se vivía en pequeños apartamentos, la comida se realizaba en los comedores comunes y la jornada normal era desde el amanecer hasta mediodía. Después había actividades culturales o estudio.
Tras un par de días de hospitalidad, había que trabajar en tareas agrícolas y pesqueras porque el kibutz tenía flota propia. Más de una noche faené en su barco, con pescadores israelíes que afirmaban con orgullo que seguían haciendo la misma labor que Pedro y los apóstoles en el mismo lugar. Con ciertas precauciones, porque un cuarto del lago se hallaba bajo dominio sirio. Las fronteras eran, por un lado, las ruinas de Cafarnaum al norte y el kibutz de Ein Gev, al este, al que se accedía por un hilo de camino tras atravesar el nacimiento del río Jordán y pasar bajo el Monte de las Bienaventuranzas, una pequeña colina tras la que los soldados sirios nos vigilaban desde los Altos del Golán.
La población de los kibutz era variopinta y cosmopolita. Por un lado, judíos argentinos de reciente llegada con acento porteño que convivían con sefardíes balcánicos que te llamaban mancebo en su ladino, centroeuropeos que habían sobrevivido al holocausto —con los números grabados en el brazo—, sefardíes orientales y norteafricanos y el núcleo central, los sabras, nombre hebreo del higo chumbo, picante por fuera y dulce por dentro. Dos prototipos de «sabra» eran, en Ginosar, Yigal Allon, a la sazón ministro, uno de los fundadores del Palmach (tropa de élite en la lucha por la independencia y base de la Haganá, el Ejército israelí), y en Degania, el general tuerto Moshé Dayán, un gran estratega. Los debates vespertinos con sabras del lugar eran especialmente interesantes. No se planteaban en términos bíblicos o religiosos, ya que la cultura dominante era laica, procedía del socialismo centroeuropeo. Solo confiaban en sus propias fuerzas, con un arraigo a la tierra de la que sus antepasados habían sido desposeídos en la diáspora y que habían conquistado, unida al instinto de supervivencia en un medio hostil.
La cuestión palestina todavía no tenía entidad política —se estaba creando la OLP— y consideraban que su solución debía venir por su reasentamiento en Jordania. Las preocupaciones principales eran el vital control del agua del lago de Tiberíades y lo indefendible de las fronteras de 1948. A la hora de discutir estos temas con europeos, no solo salía el tema del holocausto como culminación de persecuciones seculares, y tampoco faltaban argumentos históricos de desplazamientos masivos y reasentamiento de pueblos en Europa, algunos muy recientes. Un debate que sigue abierto hoy en día después de tres guerras más.
Nos embarcamos de vuelta en Haifa, bajo el monte Carmelo, en un decimonónico barco griego con pasaje de cubierta que nos llevó a Chipre, donde subieron unos campesinos en peregrinación dirigidos por un joven y fornido pope al que trataban a cuerpo de rey mientras nosotros racionábamos cuidadosamente los víveres. La singladura fue Limassol, en Chipre, Rodas, el Pireo, el impresionante paso por el tajo del canal de Corinto, el golfo de Corinto, Lepanto y seguir la ruta de Ulises por Ítaca a Kerkira (Corfú), subir el mar Adriático para arribar por fin a Venecia a la luz rosada del amanecer. Una entrada digna del mismísimo Doge con el Bucintoro. No podía imaginar el lugar que «la Serenísima» iba a ocupar en mi vida.
Me esperaba todavía un largo periplo en autoestop y tren hasta llegar a Barcelona, donde me atendieron mis tíos; después dos días de recorrer la Península en tren, en coches de madera de tercera clase hasta Málaga vía La Roda. Entonces era más fácil sobrevivir sin dinero que ahora, porque la gente te ofrecía de comer y beber espontáneamente en el tren. La tesina de fin de estudios sobre la agricultura colectivista israelí me permitió obtener el título de ESSEC.
Intenté realizar otras prácticas en la Cuba revolucionaria de las zafras de millones de toneladas, pero la cosa no cuajó y viajé al mundo nórdico. Trabajé limpiando hospitales en Lund y como trapero solidario de Emaus en Växjö, en medio de una Suecia de bosques, lagos y galpones rojos, recogiendo ropa para enviarla al Tercer Mundo, Honduras, Kenia..., entre otros destinos.
Hoy en día, domina la acumulación de cursillos, maestrías y títulos para conformar el currículum vitae. Sin embargo, creo que tanto los viajes como los trabajos manuales y en contacto con la naturaleza son muy importantes para conformar el carácter.