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ОглавлениеCAPÍTULO II
CIENCIA DEL DERECHO PENAL Y EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO PENAL
§ 5. LAS DISCIPLINAS QUE PARTICIPAN EN LA PREVENCIÓN Y REPRESIÓN DEL DELITO
El delito y los medios de que se sirve la sociedad para combatirlo son objeto de estudio desde diferentes puntos de vista, lo que ha dado origen también a disciplinas distintas. La ciencia del Derecho penal se ocupa de ellos desde la perspectiva normativa y, aunque es objeto de críticas, continúa ocupando el lugar más importante en su estudio, complementada por la historia y la filosofía del Derecho penal. La criminología, por su parte, investiga el delito, su prevención y represión como fenómenos sociales, valiéndose de los métodos de las ciencias y construcciones teóricas de las ciencias causales explicativas. La política criminal, por último, tiene a su cargo la crítica del Derecho penal vigente, la tarea de impulsar su perfeccionamiento futuro pero, además, desde fines del siglo pasado, la de orientar la interpretación de la normativa en vigor; constituye en conjunto una ética social aplicada al campo del ordenamiento punitivo.
En la práctica este sistema se complica porque la interacción de sus distintas disciplinas es estrecha y profunda, de manera que sus ámbitos de competencia no pueden delimitarse con certidumbre completa. Por eso mismo, también se han vuelto imprecisos en los últimos decenios los conceptos y la naturaliza de cada una de ellas. Estas dificultades no se pueden evitar por completo pero, para contribuir a sortearlas, es conveniente intentar primero una clarificación de lo que se debe entender actualmente por política criminal y sus objetivos,484 refiriéndome luego a las distintas tendencias que se han desarrollado respecto a la noción y finalidad de la criminología,485 para solo finalmente precisar el concepto y misión de la ciencia del Derecho penal y sus disciplinas complementarias.486 En el último apartado,487 se trata de la medicina legal y la criminalística, dos técnicas que contribuyen también a la prevención y represión del delito y, por consiguiente, se relacionan estrechamente con la ciencia penal. La historia de esta última, en cambio, se ha integrado a la exposición sobre la evolución del Derecho penal,488 en donde cobra mayor sentido porque se hacen perceptibles sus influencias recíprocas.
I. LA POLÍTICA CRIMINAL
La política criminal debe su importancia actual a los trabajos de FRANZ VON LISZT,489 desarrollados durante el último tercio del siglo XIX y los primeros años del XX. Sin embargo, el concepto es más antiguo490 y, como se expondrá más adelante,491 si su contenido se entiende en un sentido amplio, surge contemporáneamente con el Derecho penal.
De acuerdo con LISZT, “la política criminal nos da el criterio para la apreciación del Derecho vigente y nos revela cuál es el que debe regir, pero también nos enseña a entender aquel a la luz de su fin, y aplicarlo en vistas de ese fin, en los casos particulares”.492 “Es, en primer lugar, lucha contra el crimen, obrando de un modo individualizado sobre el delincuente, procurando impedir, por la privación de su libertad, la comisión de otros crímenes en el futuro”. “En esta exigencia reside, por una parte, el medio seguro para la apreciación crítica del Derecho vigente, y, por otra parte, el punto de partida para el desarrollo del programa de una legislación para el porvenir”.493 Por consiguiente, para LIZST la política criminal es el arte de enjuiciar críticamente el Derecho penal en vigor y de realizar su reforma o modificación de acuerdo con los datos proporcionados por la ciencia sobre la forma y recursos más adecuados para combatir el delito.
Esta concepción de la política criminal, así como la evolución que ha experimentado más tarde, requiere de ciertas precisiones.
a) En sentido general, la idea de que el Derecho positivo debe someterse a crítica y perfeccionamiento, para lo cual es preciso valorarlo remitiéndose a nociones que se obtienen fuera de él y que lo condicionan, no es algo novedoso. Aparte del positivismo jurídico más exagerado, siempre se la aceptó. A ella obedece, en el fondo, tanto el sistema del Derecho natural “objetivo” o “realista” desarrollado por Aristóteles y sobre él por la escolástica, como el “racionalista” que alcanza su apogeo hacia fines del siglo XVIII.
Lo diferente en la concepción de v. LISZT –influido por el progreso de las ciencias naturales en el siglo XIX– es que ya no sirve para realizar la crítica mediante referencias a un orden valorativo supralegal establecido por Dios o deducido de la naturaleza del hombre. En su opinión, esa crítica solo debe apoyarse en datos científicos objetivos, cuya obtención está encomendada a la criminología y la penología,494 las cuales integran en conjunto el contenido de la política criminal. Como tales disciplinas se valen del método causal–explicativos para investigar la realidad social, los factores que favorecen la delincuencia y los medios para combatirla, actuando sobre el delincuente con el fin de impedir “la comisión de otros crímenes en el futuro”, LISZT considera que la certeza de sus informaciones está asegurada, garantizando el rigor y la imparcialidad de los juicios formulados sobre esa base. Así, la crítica, modificación y perfeccionamiento del Derecho positivo ya no dependerán de valoraciones cuya exactitud y adecuación histórica es improbable, sino de resultados incuestionables porque están acreditados experimentalmente.
b) Esta concepción de la política criminal gozó de considerable prestigio en su época –aunque también fue objeto de ataques– porque coincidía con la atmósfera cultural imperante. Sin embargo, hacia la primera mitad del siglo XX entró en crisis, considerándosela superada.495 En su decadencia temporal influyó, sobre todo, la del “cientifismo” decimonónico, con el cual estaba relacionada, aunque no cayera del todo en sus exageraciones. En efecto, las propias ciencias naturales, que con sus progresos espectaculares habían provocado la creencia en su infalibilidad, reconocieron que su capacidad para proporcionar conocimientos ciertos sobre sus objetos era limitada y relativa; además, que muchas de sus teoría no se fundaban simplemente en la observación y la verificación empíricas, sino que obedecían a prejuicios enraizados en concepciones metafísicas implícitas y, por eso, hasta entonces imperceptibles.496 Para las ciencias humanas –en las cuales era preciso inscribir a la criminología y a lo que LISZT, designaba “penología”–497 estas conclusiones eran más exactas todavía, privando a la política criminal de su pretendida precisión y neutralidad.
La carencia de imparcialidad de los métodos científicos y sus resultados se hizo presente en especial porque los regímenes totalitarios que proliferaron hacia mediados del siglo pasado se sirvieron de ellos para la obtención de sus finalidades ideológicas. Entonces quedó de manifiesto que los procedimientos y conclusiones más acreditados se podían convertir en instrumentos de opresión y deshumanización si se los empleaba prescindiendo de consideraciones éticas. Una política-criminal basada en puros datos científicos es capaz de conducir a cualquier parte, porque su orientación depende de los puntos de vista axiológicos desde los cuales se la elabora.
A consecuencias de todo ello, durante un tiempo volvieron a florecer criterios iusnaturalistas tradicionales, que efectuaban la crítica del Derecho vigente prescindiendo de una política criminal como la que proponía LISZT, o formas de positivismo jurídico que reniegan de cualquier crítica objetiva a la ley en vigor, atribuyéndoles a todas un carácter subjetivo o ideológico.498
c) Poco a poco, sin embargo, el valor de la política-criminal se ha reivindicado.
1. En primer lugar, en una sociedad democrática como aquella a que se aspira actualmente, no se puede priorizar sin más a concepciones axiológicas basadas en abstracciones o creencias que no todos comparten, y que a menudo están en pugna con otras igualmente respetables. Pero, por eso mismo, tampoco es posible renunciar a la crítica del ordenamiento legal positivo, cuya consagración, interpretación y aplicación responden a circunstancias históricas variables y a puntos de vista e intereses particulares o de grupo de los llamados a elaborarlo y ponerlo en práctica.
Sin embargo, la aspiración a una organización democrática en si –con todas las imperfecciones y limitaciones que implica todo lo humano– presupone algunos valores permanentes como la vida, la libertad, la dignidad del hombre y la solidaridad social, sin la vigencia de los cuales es inimaginable. Así, pues, si se desea un ordenamiento jurídico democrático, su formación y perfeccionamiento tienen que estar orientados a la preservación y desarrollo de esos valores; en consecuencia, ellos constituyen también el sustrato axiológico de su estudio crítico.
2. Para conocer las mejores formas de servir a esos valores, el estudio científico de la realidad social y personal es el instrumento más eficaz, no obstante sus imperfecciones e inseguridad. Los datos que proporcionan sobre ellas las ciencias humanas –en especial, la criminología– prudentemente reconocidos como inciertos y pasados por el tamiz crítico de los valores democráticos fundamentales, configuran el entramado de la política–criminal mejor a que podemos aspirar. Debe tenerse en cuenta además que ese tejido no se encuentra nunca cerrado y concluido. Por el contrario, siempre está abierto a modificaciones y ajustes, como lo está el conocimiento del hombre y de la realidad social.
3. Como lo anticipamos más arriba, la política criminal así concebida aparece como una ética social aplicada a la regulación penal.499 Por consiguiente, no se confunde con la criminología, como ocurre en la concepción original de LISZT,500 pero se remite a ella para la obtención de información científica que la política–criminal elabora, poniéndola al servicio de los valores democráticos fundamentales. Se trata además de una ética cuyos contenidos cambian al modificarse y perfeccionarse el conocimiento del hombre y la sociedad, pero, de todos modos, en ella permanece estable el pequeño núcleo de esos valores a cuyo servicio se encuentra, y cuya preservación y desarrollo es consustancial a la forma de la organización de la sociedad a que aspira.
No todas las concepciones actuales de la política-criminal coinciden con la expuesta. En algunas de ellas, como la de JESCHECK–WEIGEND,501 se la presenta como una ciencia que se ocupa de “configurar el Derecho penal de la forma más eficaz posible para que pueda cumplir su tarea de protección de la Sociedad”.502 En cambio, los criterios axiológicos (principio de Culpabilidad, de Estado de Derecho y de Humanidad) se entienden más bien como límites para la aplicación de sus resultados a la legislación positiva.
Este punto de vista me parece insuficiente porque priva a los valores de la convivencia democrática de la función positiva que les he atribuido aquí en la elaboración de la solución a los problemas político–criminales. Desde el punto de vista práctico, una proposición político-criminal solo es correcta si fortalece la vigencia y desarrollo de esos valores en la realidad social; si se los tiene en cuenta como el factor preponderante que conduce a su formulación. Por lo tanto, de ello depende también su eficacia, puesto que esta se subordina a la organización social a que se aspira y no a puros datos objetivos, como podrían serlo la reducción de la reincidencia o de la comisión de ciertos hechos. No existen soluciones efectivas que no sean, al mismo tiempo, socialmente éticas. Nuestro país, que vivió un período de persecución desenfrenada de la eficacia asegurativa, constituye una demostración de que ella solo se realiza en apariencias cuando se posponen los dictados de la ética en la elaboración de las políticas represivas del delito
Por otra parte, en una concepción de la política-criminal como la expuesta por JESCHECK–WEIGEND, no se percibe la diferencia entre sus objetivos y los de la criminología. Pues, precisamente, esta solo puede consistir en que la política–criminal efectúa la crítica del Derecho vigente, y construye el del futuro, disponiendo los datos criminológicos de acuerdo con criterios de valor.
d) Cuando formuló su concepto de política criminal, LISZT destacó que ella no solo nos revela el Derecho que debe regir, sino que también nos enseña a entender el vigente “a la luz de su fin y a aplicarlo, en vistas de ese fin, en los casos particulares”.503 Sin embargo esta misión de la disciplina en la comprensión, sistematización y aplicación de la legislación positiva se postergó, en el principio, a un lugar muy secundario. El mismo LISZT contribuyó a que eso ocurriera pues, en su afán por preservar la eficacia garantizadora del principio nullum crimen, nulla pena sine lege, y la vigencia ilimitada de la ley positiva, declaró que “el Derecho penal es la infranqueable barrera de la Política criminal”,504 con lo cual reserva la tarea de interpretar el Derecho positivo vigente a técnicas lógicas, despojadas de toda referencia a las consecuencias sociales de los resultados obtenidos.
Este punto de vista, que opone el Derecho positivo a lo deseable socialmente, otorgando prevalencia a la primera y descartando un desenvolvimiento normativo, provocó una brecha insalvable entre el Derecho penal y la política criminal. Por eso, durante largo tiempo no se atribuyó a esta última función alguna en la interpretación y sistematización del ordenamiento jurídico vigente pensando, sobre todo, que la introducción de criterios políticos y sociales en ese campo constituía una fuente de inseguridad. Justo o injusto, bueno o malo, el Derecho que rige es el que el legislador formal promulgó y tal como lo entendió. Si esas leyes eran insatisfactorias, la política criminal debía denunciarlo, abogando por su modificación, pero sus criterios no eran un elemento al que se pudiese recurrir para darles un sentido mejor, porque entonces perdería la certeza que asegura al ciudadano contra arbitrariedades.505 El auge del positivismo jurídico en las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del XX506 llevó este punto de vista a su culminación.
En las últimas décadas, sin embargo, junto con el retorno de los criterios neokantianos en la construcción del sistema, se ha abierto paso la idea, liderada por CLAUS ROXIN,507 de que es preciso revisar la relación del Derecho penal vigente y la función crítica en la elaboración dogmática de sus instituciones. De acuerdo con ese criterio, esta debe penetrar el desenvolvimiento del sistema del Derecho penal, condicionando su estructura, la interpretación de las leyes y la de los distintos conceptos que lo integran.508 La percepción de la realidad social, de sus necesidades y sus carencias debe ser el criterio prevalente en la determinación teleológica de los posibles sentidos de la ley en la solución de los conflictos a que se aplica en la práctica. Dicho de otra forma: de entre todas las formulaciones del Derecho vigente que el jurista puede concebir, debe preferir aquella cuyas consecuencias político criminales sean mejores, según criterios obtenidos en los fundamentos del Estado Democrático de Derecho dirigido a la organización de una sociedad compatible con la dignidad del hombre y orientado por las disposiciones de las normativas internacionales sobre la materia y de los textos constitucionales que consagran los derechos humanos básicos.
Este criterio, que corresponde a la orientación de lo que se denomina funcionalismo moderado, ha encontrado progresivamente una creciente adhesión en la ciencia jurídico penal contemporánea. Con él se abre un amplio campo de encuentro y colaboración entre la dogmática y la política criminal, sobre cuyo significado y límites será necesario hacer precisiones más adelante.509
II. LA CRIMINOLOGÍA510
a) Origen y evolución de la criminología
La criminología, como se la concibe actualmente, aparece en la segunda mitad del siglo XIX,511 caracterizada como una disciplina causal-explicativa, que estudia la criminalidad como fenómeno individual y social, sus formas, sus tendencias, las causas que la generan y la eficacia relativa de los medios empleados para combatirla, así como a los delincuentes, sus particularidades, sus características comunes y las posibilidades de agruparlos, para su identificación y tratamiento, en “tipos de autor”. Pero, aunque muchas veces se ha pensado que el objeto y método de esta nueva ciencia se encontraba claramente delimitado,512 la discusión se ha prolongado hasta el presente513 sin que exista acuerdo sobre el tema.
Aunque aquí es imposible hacerse cargo del debate en detalle, conviene describir esquemáticamente sus rasgos principales. Para ello deben distinguirse los puntos de vista de la criminología de los factores y de la designación. La primera, como su nombre lo indica, considera que existen factores (causales) identificables que determinan la delincuencia, a los cuales es necesario descubrir y, si es posible, remover; la segunda, en cambio, cree que la criminalidad como tal es solo el resultado de un proceso de estigmatización selectiva de que son objeto ciertos grupos sociales por parte de los actores dominantes en la convivencia, y que la mantención de sus niveles depende del interés de estos últimos en conservarlos e, incluso, aumentarlos. Dentro de la criminología de los factores, a su vez, hay que subdistinguir las tendencias antropológicas, las de la socialización defectuosa y las de las deficiencias en la estructura social. La exposición siguiente se adecua a este cuadro, que no pretende por cierto ser agotador.
1. Criminología de los factores. Tendencias antropológicas
Los criterios antropológicos coinciden con el origen de la criminología y alcanzaron un auge considerable en la segunda mitad del siglo XIX. De acuerdo con ellos, la tendencia a cometer delitos obedece a ciertas peculiaridades individuales del criminal, a causa de las cuales este se encuentra potencialmente inclinado a ejecutar conductas socialmente desviadas. El origen y naturaleza de las “taras” es muy discutido por los partidarios de este punto de vista. Algunos les asignan un carácter biológico y las atribuyen a causas hereditarias, congénitas o traumáticas.514 Otros, en cambio, piensan que se trata de desviaciones psicológicas, sin estar tampoco de acuerdo sobre los factores que las provocan, entre los cuales, aparte de los mencionados, pueden encontrarse también defectos de formación, problemas de desarrollo social, patologías de distinta especie e influencias procedentes del mundo circundante.515 Muchos sostenedores de estas concepciones adoptan posiciones eclécticas, estimando que las tendencias criminales pueden obedecer tanto a fallas biológicas como psíquicas, así como que su aparición es susceptible de explicarse por distintos motivos.
El prestigio de que gozaron estas teorías antropológicas en su tiempo es explicable, porque se asocia con el entusiasmo del siglo XIX por los éxitos de las ciencias naturales y la creencia optimista de que todos los fenómenos podían explicarse causalmente. En la actualidad, en cambio, están en crisis y solo uno que otro autor aislado las resucita de vez en cuando, invocando hallazgos genéticos, neurológicos o psiquiátricos que nunca avalan las generalizaciones apresuradas de que se los pretende hacer objeto. Las investigaciones más fiables, por el contrario, parecen demostrar que la inmensa mayoría de los que cometen delitos no son tarados ni anormales, de manera que sus características biosíquicas se asemejan a las del hombre “no delincuente” común. Por otra parte, muchas de las inferencias causales dudosas efectuadas por los partidarios de estas orientaciones solo son aplicables a las formas de criminalidad tradicional y grosera, pero resultan inaprovechables respecto de la “delincuencia de cuello blanco”, cuyos autores son sujetos sofisticados pertenecientes a los estratos elevados de la sociedad, cuyas características biológicas y psíquicas comparten. Finalmente, también ha contribuido a su descrédito el abuso político que se ha hecho de sus conclusiones, las que han sido empleadas para justificar persecuciones raciales, étnicas, religiosas o ideológicas completamente arbitrarias. Todo ello las ha relegado a un segundo plano, por lo menos temporalmente.
En torno a la intencionalidad política de estas concepciones, se han elaborado interpretaciones sesgadas y parciales.
Lo más probable es que sus promotores originales se propusieran, de buena fe, dar sustentación a la reacción estatal contra la delincuencia en la información científica disponible. Empujados por esa idea y por las concepciones deterministas en boga, cedieron frecuentemente a la tentación de “objetivar” y “deshumanizar” a los delincuentes, considerándolos seres inferiores, degenerados e integrantes de una casta homogénea, diferenciables del resto de los hombres por sus característica físicas y psíquicas. Además, puesto que la mayor parte de los asilados en los establecimientos penitenciarios eran reos de delitos comunes –usualmente, ataques violentos contra la propiedad– procedentes de las clases más desposeídas, no es raro que identificaran sus arquetipos biológicos o psicológicos con los individuos pertenecientes a dichos estratos sociales. La cultura de la época, por su parte, estaba dispuesta a acoger esos puntos de vista, pues satisfacían la aspiración de la mayoría de los hombres de distinguir a los “buenos “de los “malos”, a los “honestos” de los “deshonestos” y a situarse, obviamente, entre los primeros, desembarazándose de toda vinculación con los segundos.
Este maniqueísmo latente se prestó para que posteriormente tendencias políticas autoritarias lo instrumentalizaran, asignando a la “clase” de los delincuentes a los que disentían de sus opiniones en una forma muy acentuada, o a quienes deseaban presentar como chivos expiatorios (“todos los comunistas son delincuentes”, “todos los italianos son mafiosos” o “todos los árabes son terroristas”). Incluso algunos de los auténticos científicos que defendían criterios antropológicos se dejaron arrastrar a tales posiciones (FERRI, EXNER), por motivos que en rigor ignoramos, entre los cuales pueden haberse encontrado verdaderas convicciones sobre la certeza de sus planteamientos criminológicos. Pero de estas situaciones no me parece justo extraer conclusiones generales, atribuyendo a todos los adherentes a las concepciones antropológicas una intencionalidad deliberada o inconsciente, o para presentarlos como portavoces complacientes de una estructura social determinada, pues así se cae en el mismo error en que se los acusa de incurrir. Por el contrario, aun siendo tributarios de la organización social en que les tocó vivir, muchos fueron críticos de ella y deben haber contemplado con dolor el abuso que se hacía de sus planteamientos para fortalecer desigualdades e injusticias que repudiaban.
Por eso, si bien el porvenir parece no pertenecerles, es posible que más adelante, profundizadas y depuradas, las teorías antropológicas tengan todavía contribuciones que hacer a la problemática criminológica.
2. Criminología de los factores. Tendencias de la socialización defectuosa
Este segundo grupo de concepciones opina que la conducta de los delincuentes puede explicarse en que se trataría de individuos que han recibido una formación defectuosa, en un medio insatisfactorio y, por tales motivos, su inserción en la vida social se ha visto perturbada.
De las investigaciones realizadas en este sentido, una de las más prestigiosas es la de los hermanos GLUECK con arreglo a la cual el factor aparentemente más influyente en la desocialización de los delincuentes se encuentra en la organización deficiente del grupo familiar (“hogares deshechos”, entendiendo por tales, en sentido amplio, aquellos en los cuales faltan, por cualquier causa, uno o ambos padres). De sus hallazgos en tal sentido, los GLUECK deducen que la formación familiar tiene una importancia decisiva en la socialización de las personas y, consiguientemente, que los defectos o insuficiencias de aquella de la que proceden son una de las causas fundamentales de una personalidad delictual.
Unos criterios semejantes orientan concepciones como la de SUTHERLAND, sobre los “contactos diferenciales”516 o la de las “subculturas criminales” de COHEN. También estos autores atribuyen la delincuencia a defectos en la socialización, pero, aun sin restar importancia a la formación familiar, estiman que tales insuficiencias dependen de una gama de interacciones más amplia y compleja, cuya estructura puede, además, ser muy variada.
Estas teorías tienen carácter optimista.517 En ellas subyace la idea de que una socialización deficiente puede ser corregida, apartando finalmente al desviado de la carrera delictual (proceso de resocialización). En tal sentido constituyen un fundamento para las concepciones más modernas sobre prevención especial. Por otra parte, cuentan con el apoyo de una investigación empírica abundante y generalmente conducida de manera rigurosa sirviéndose de los métodos más avanzados de que disponen las ciencias humanas. Por tal motivo, sus conclusiones son más convincentes que las de la teoría antropológica y constituyen el material con que trabajan preferentemente los programas de resocialización actuales.
Sin embargo, también presentan problemas. Ante todo, parten del supuesto improbable de que existe un modelo de socialización perfecto o, por lo menos, preferible a cualquier otro, lo cual significa desconocer el derecho a disentir de las minorías o de grupos sociales culturalmente distintos y que carecen de los medios para imponer sus puntos de vista. Una “subcultura” –por emplear la terminología de SUTHERLAND– puede ser diferente y hasta antagónica de la dominante, sin que eso nos autorice a descalificarla. De hecho, muchas veces ocurre que el modelo de socialización imperante en un Estado o en una época es indeseable para otros en los cuales se presenta bajo la forma de subcultura (piénsese, por ejemplo, en las concepciones valorativas del islamismo, en contraste con las de las sociedades occidentales y viceversa). Así, las teorías de la socialización defectuosa también trabajan sobre la base de un corte radical entre “delincuentes” y “hombres honestos” que afecta a la fiabilidad de sus resultados y hace temer abusos en su empleo.
También en este caso hay que poner a salvo la intencionalidad política de los seguidores de estas concepciones, incluso con mayor seguridad que tratándose de las antropológicas. A menudo, ellos mismos se apresuran a consignar que sus hallazgos solo son aprovechables para una sociedad determinada en una etapa dada de su evolución cultural, y que no es lícito extrapolarlos a grupos cuya convivencia se desarrolla bajo circunstancias distintas. Con todo, el problema radica en la legitimidad de intervenir para resocializar según patrones de valor dudoso o, por lo menos, cambiantes, a quienes profesan convicciones diferentes de las imperantes en una coyuntura cultural determinada.
3. Criminología de los factores. Tendencias de las deficiencias en la estructura social
Los partidarios de estas concepciones se encuentran en una zona limítrofe entre la criminología de los factores y la de la designación, pero todavía permanecen adscritos a la primera. Según su punto de vista, la conducta delictual es la consecuencia de imperfecciones en la organización de la sociedad y constituyen una forma de reacción frente a esos desajustes. Generalmente se considera que su expresión más difundida y paradigmática518 es la teoría de la anomia, formulada por ROBERT. K. MERTON.
Según MERTON, existe una tensión insoluble entre la estructura de la sociedad y la estructura cultural. La última, en efecto, atribuye el más alto valor al logro de metas como el éxito socio-económico pero, al mismo tiempo, la estructura social determina que muy pocos dispongan de los medios institucionalmente aprobados para satisfacer esos objetivos. Esta situación genera la anomia, esto es, un estado de vacío normativo debido a que las exigencias culturales no pueden ser cumplidas por la mayoría de los participantes en la convivencia. Frente a ella, las personas adoptan distintas actitudes de acuerdo con las diferencias de sus personalidades, lo que permite a MERTON elaborar una tipología de esas reacciones distribuidas en cinco categorías: conformidad, innovación, ritualismo, apatía y rebelión.
El conformismo es la respuesta propia del “adaptado”, es decir, del que lucha por satisfacer las metas culturales sirviéndose en la forma aprobada por las normas de los medios que la estructura social pone a su disposición. MERTON estima que son la mayoría y constituyen la base sobre la cual descansa la organización social imperante, asegurando su estabilidad. En el otro extremo, el innovador aprueba los objetivos culturales y aspira a alcanzarlos, pero sirviéndose de medios que infringen las normas. En consecuencia, su forma de reacción es la más conflictiva y suele dar origen a conductas delictuales. Algo parecido ocurre con el rebelde, que desaprueba tanto la estructura social establecida como los valores culturales imperantes, y aspira a reemplazarlos por unos distintos. En muchas oportunidades los individuos de esta clase se agruparán en “subculturas” criminales; sin embargo, también es posible que orienten sus respuestas positivamente, dando origen a movimientos laudables o expresando su rebeldía en aportes perdurables al progreso del pensamiento, las artes o las ciencias. El ritualista rechaza las exigencias culturales, pero aprueba la estructura social y se comporta de acuerdo con las exigencias institucionales, y el apático, a su vez, reprueba ambas cosas, pero no está en disposición de combatir para modificarla, observando una actitud de pasividad y retraimiento. Estas dos últimas categorías de personas son poco conflictivas, pero es posible que incurran ocasionalmente en infracciones leves, y las tendencias evasivas de los apáticos pueden conducirlos a engrosar las filas de los drogadictos, toxicómanos, prostitutas, vagos, etcétera.
MERTON puntualiza que su concepción constituye un intento de explicar los fenómenos delictuales en los Estados Unidos de la década de 1930, con la estructura y las valoraciones características de esa sociedad y de esa época. Además, en la descripción y análisis de esa realidad se abstiene de juicios valorativos, limitándose a verificarla e intentar comprenderla. MERTON participa de la opinión de DURKHEIM según la cual el delito constituye un fenómeno normal en la sociedad. Por eso, su enfoque es objetivo y no introduce reprobaciones éticas. Esa idea, además, lo aproxima a la criminología de la designación, pero lo separa de la convicción de que existe una delincuencia identificable y diferenciable en forma objetiva, cuyo origen puede explicarse.
Los criterios de esta clase son sugerentes y requieren aún de elaboración. En todo caso, implican la convicción de que el delito solo puede combatirse en términos relativos, pues una estructura social perfectamente armónica es inalcanzable y, por consiguiente, las tendencias generadoras de la anomia perdurarán en cualquiera que se conforme, aunque se configuraran de una manera distinta.
4. Criminología de la designación. La criminología crítica
Las teorías de la designación abandonan el criterio de la criminología tradicional y se sitúan en una posición radicalmente distinta a ella. Parten del supuesto de que todos los integrantes de la sociedad participan en la comisión de actos criminales, pero solo una porción insignificante de ellos es perseguido y sancionado por esas conductas. Si esto es verdad, es erróneo investigar los factores que determinan la comisión de delitos por ciertos individuos o grupos de individuos, porque el objeto mismo de esos estudios estaría falseado. Es preciso, más bien, analizar las razones por las cuales algunos autores de delitos son perseguidos y castigados mientras los restantes permanecen impunes.
Estas concepciones encuentran un apoyo importante en las investigaciones estadísticas sobre la cifra negra (cifra oscura, cifra gris): es decir, la razón que existe entre el número de delitos efectivamente cometidos y el número de los que se castiga. Aunque ese dato no proporciona certeza, porque el cálculo de los delitos cometidos tiene que basarse en datos y proyecciones estadísticos cuya exactitud es insegura, las informaciones obtenidas son de todos modos sorprendentes. En efecto, de acuerdo con los datos disponibles, la cifra oscura del homicidio –un delito particularmente ostentoso– fluctúa en los países europeos y anglosajones entre 1,8 y 3 es a uno; esto es, aún en naciones desarrolladas y con una organización judicial y policial muy eficiente, puede ocurrir que por cada tres homicidios cometidos solo se sancione uno y, en el mejor de los casos se castiga uno por cada 1,8 de los que realmente han ocurrido. La cifra es todavía peor respecto de la violación, donde alcanza el nivel de ocho es a uno519 y crece considerablemente tratándose de delitos contra la propiedad, especialmente cuando no son violentos. Para el aborto, según MAIHOFER, se lo calculaba en Alemania a mediados de los años sesenta del siglo pasado entre 166 a 500 es a uno.520
Incluso suponiendo márgenes de error apreciables, estas informaciones sugieren que debe existir una diferencia significativa en la forma en que los delitos cometidos son percibidos y tratados, tanto por la sociedad como por los organismos de poder encargados de reprimirlos. Y, en efecto, las investigaciones relativas a ello corroboran que el alto nivel de impunidad no es atribuible a pura ineficacia de la policía y la judicatura. Existe otra serie de factores que contribuyen a “ocultar” una parte importante de las conductas criminales, sustrayéndolas tempranamente a la posibilidad de que sean sancionadas. Desde luego, los estudios muestran que la policía y los tribunales no se comportan de la misma manera frente a hechos semejantes cuando existen diferencias en las circunstancias concurrentes y, sobre todo, respecto al tipo de personas que intervienen en ellos. Un gran número de hechos punibles se “pierden” ya durante las investigaciones conducentes a su esclarecimiento, sea porque las autoridades no les conceden suficiente atención, sea porque el conflicto se soluciona prescindiendo de las sanciones penales, a menudo con conocimiento y hasta intervención de los órganos policiales y jurisdiccionales. Pero esto sucede así en respuesta a una actitud más generalizada de la sociedad, que efectúa distinciones culturales caprichosas entre los hechos delictivos dignos de ser castigados y los que no lo son.
En efecto, un número impresionante de conductas criminales ni siquiera llegan a conocimiento de las autoridades, porque no se las denuncia. A veces esto ocurre porque las víctimas están convencidas de que la acción de la justicia será ineficaz y que, además, no prestará atención a sus demandas a causa de la irrelevancia social del denunciante, como sucede con gran parte de los hurtos, robos y otros atentados contra la propiedad, a veces relativamente cuantiosos si se los compara con el patrimonio de la víctima; otras, porque para el afectado es tan doloroso enfrentarse a las vicisitudes de un proceso y al juicio de la opinión pública que prefiere guardar silencio, como ocurre con frecuencia en el caso de atentados sexuales. Muchos delitos de gravedad considerable se sancionan al margen del Derecho penal, por mecanismos de control social alternativos, como los robos, hurtos, lesiones y daños ocurridos al interior de establecimientos educacionales, desfalcos en empresas e instituciones tanto públicas como privadas, lesiones y hasta homicidios perpetrados con ocasión de encuentros deportivos; otros son simplemente ignorados, como se aprecia especialmente en el último tiempo con agresiones abusivas constantes contra condiscípulos (conocidas como bullying). En muchas ocasiones, la sociedad simplemente despoja a hechos manifiestamente punibles del desvalor que conllevan, atendiendo a la clase de personas que incurren en ellos. Así, por ejemplo, contrabandos ejecutados por viajeros de situación social media o alta; lesiones graves y daños severos cometidos con ocasión de celebraciones tumultuosas en universidades y colegios (recepción de nuevos estudiantes o despedida de los que egresan); apropiaciones indebidas de libros a veces muy valiosos o de otros objetos similares; distribución de drogas en reuniones sociales privadas; abortos de mujeres de clase media o alta, cometidos por simples razones estéticas o de comodidad, en establecimientos ad hoc o valiéndose de viajes a países en que el hecho está despenalizado; ataques lesivos y daños a la propiedad de periodistas perpetrados por personalidades políticas o artísticas y por quienes los acompañan, etc. En todas estas situaciones, la opinión pública se niega a reconocer el carácter delictual del hecho y, si bien a menudo no lo aprueba, lo mira con indulgencia atribuyéndolo a ligerezas comprensibles y hasta simpáticas de los autores. Por tal razón, la intervención de la policía y los tribunales en tales casos será infructuosa y reprobada; lo cual, a su vez, forma en ellas la convicción de que en esas circunstancias es preferible abstenerse de actuar y de que su función debe ser ejercida selectivamente: solo deben ser castigados los que la sociedad designa como “verdaderos delincuentes”, y solo son auténticos delitos los cometidos por los estigmatizados
En opinión de la criminología crítica, esta situación no es el producto de circunstancias azarosas. Por el contrario, los grupos sociales que controlan el poder la alientan, empleando la estigmatización penal y, en general, todo el aparato punitivo como un instrumento de dominación. Los esfuerzos encaminados a identificar tipos de delincuentes –en especial, los realizados por la criminología antropológica– tienen por objeto prestigiar la división de la sociedad en “buenos” y “malos”, “honestos” y deshonestos”, “hombres honrados” y “criminales”, con el objeto de legitimar tal estado de cosas y la represión consiguiente. Por eso no es casual que las descripciones de los “delincuentes por tendencia” coincidan siempre con los rasgos predominantes en los estratos más desposeídos de la población: quienes son “marginados” desde el punto de vista social, cultural y económico son así “marginados” también criminológicamente.
El estado de cosas descrito se acentúa con la incorporación al catálogo de delitos de conductas contestatarias de la situación imperante. La punibilidad de actividades de movimientos políticos, de manifestaciones de protesta y disenso, de ciertas huelgas e incluso de la divulgación y promoción de ideas contrarias al orden establecido, constituyen formas de represión destinadas al objetivo señalado. Con esto ya no solo se circunscribe la delincuencia asignándola a un determinado grupo social, sino que se “criminalizan” los comportamientos de los integrantes del grupo que intenta romper el cerco en el que se los ha encerrado.
La concepción así presentada tiene un sesgo ideológico y político marcado, que sus autores no ocultan sino, por el contrario, enfatizan expresamente. La lucha contra el delito ya no es un combate contra la delincuencia, sino contra la organización social institucionalizada que “crea” el delincuente mediante el “estigma”. En sus formas extremas, este criterio propugna la abolición de todo sistema jurídico represivo, es decir, del Derecho penal.521 Todos abogan por una descriminalización profunda y una modificación del sentido de la protección punitiva del Estado, destinada a garantizar a las mayorías contra los abusos de las minorías hegemónicas.
La criminología crítica ejerció gran influencia en las últimas décadas del siglo pasado y ha sido prestigiosa entre los especialistas latinoamericanos. Nadie puede ignorar la importancia de sus hallazgos, verificados mediante una observación penetrante de la realidad social. Sin embargo, muchos de sus puntos de vista son objetables y en su desarrollo existen vacíos que afectan la fiabilidad y practicabilidad de sus conclusiones.
Si bien el análisis de la realidad que ejecutan estos criminólogos permite profundizar la descripción de la discriminación con que se asigna la responsabilidad penal, no ahonda de manera convincente en los factores que la determinan. Todos sabemos desde hace mucho que la población de los establecimientos penales está constituida en su mayoría por integrantes de los estratos desposeídos de la sociedad y que esta distribución es arbitraria, pues existe un porcentaje importante de hechos punibles cometidos por individuos pertenecientes a otros niveles socioeconómicos.522 La criminología crítica ofreció una explicación política vigorosa de la forma en que esto ocurre, pero no aclaró en cambio por qué, a pesar de todo, la gran mayoría de quienes viven en condiciones miserables nunca llegan a la cárcel, no son estigmatizados y, al parecer, tampoco son perseguidos aun cuando, con seguridad, también cometen delitos. Asimismo, permanecen en la penumbra otra serie de situaciones en las cuales el Derecho punitivo se dirige enérgicamente contra sujetos que, de acuerdo con los presupuestos de los criminólogos críticos, debieran estar a salvo de su persecución, como sucede cuando, aún en sociedades organizadas de manera más conservadora, se acentúa el combate contra la delincuencia económica, la corrupción administrativa de alto nivel, el crimen organizado, los atentados contra el medio ambiente, etc. Para estos problemas, esa concepción solo tiene respuestas ideológicas, a veces seductoras, pero siempre amenazantes de la organización democrática del Estado de Derecho y, consiguientemente, para los derechos fundamentales de la ciudadanía.523 Esta última tendencia es evidente en las proyecciones que ha tenido la criminología crítica en algunos sectores de la ciencia jurídica, expresadas en las proposiciones de un Derecho penal alternativo. Aparte del consenso en torno a la necesidad de desincriminar un buen número de conductas e incriminar otras que actualmente no lo están –cosa en la cual están también de acuerdo la mayoría de los penalistas ajenos a tales tendencias doctrinarias–, no están claros ni el contenido de ese ordenamiento alternativo ni los recursos de que se serviría para cumplir con eficacia la función de garantizar al ciudadano sus derechos básicos. La idea de sustraer facultades a los tribunales del crimen y a los órganos de ejecución de la pena, transfiriéndolas a entidades administrativas o policiales “de nuevo cuño”, es más inquietante que alentadora. Como ya expresé en otra parte,524 la abolición de las penas para sustituirlas por medidas preventivas confiadas a organizaciones que en la mayor parte de las sociedades contemporáneas son incontrolables, constituye una utopía temible.
Paradojalmente, los mismos grupos minoritarios a los que originalmente la criminología crítica representó ideológicamente han sido los que en el presente han adoptado posiciones que contrastan con las suyas y abogan por un incremento de las reacciones punitivas. Las asociaciones de feministas, de homosexuales y otros sectores marginados demandan sanciones para los comportamientos discriminatorios, el acoso sexual y demás conductas que los perturban, abusan de su carácter marginal o les cierran el camino hacia oportunidades reservadas para las mayorías dominantes. Con esto, la crisis de la criminología de la designación se ha agudizado y ella actualmente dejó de ocupar la posición central de la disciplina en la que había llegado a establecerse hacia fines del siglo pasado.
b) Síntesis crítica
Como puede deducirse de la exposición anterior, en aproximadamente un siglo y medio de existencia la criminología ha experimentado un desarrollo vigoroso, iluminando los aspectos, poco explorados hasta su aparición, de los orígenes del delito y su prevención. Pero esta evolución no está exenta de errores, contradicciones y polémicas, como ocurre, por lo demás, en todos los aspectos del saber humano.
En los últimos decenios, sin embargo, la discusión se ha vuelto tan ardua que provoca desconcierto. No solo se debate sobre los resultados, sino sobre el objeto del estudio su método y su finalidad. Esto origina una situación confusa que urge superar. Pues si bien todos reconocemos que la criminología es una rama autónoma de la ciencia y no una mera ciencia auxiliar del Derecho penal,525 sus aportes son difíciles de valorar y, por lo mismo, de aprovechar. Como lo destaca con insistencia TIEDEMANN,526 parece indispensable que las diferentes orientaciones consigan encontrar “un minimun de conocimientos compartidos y con ello también un minimun de recíproco respeto y reconocimiento personal”. Es posible, por ejemplo, que la “criminología crítica” renuncie a su afán de encontrar para la criminalidad una explicación teórica radical, con tendencia totalizadora, buscando luces nuevas en el hallazgo de las investigaciones empíricas conducidas por la “criminología de los factores” que les permitan obtener mayor practicabilidad política para sus concepciones en el seno de una organización democrática del Estado de Derecho. A su vez, es conveniente que los puntos de vista tradicionales reconsideren con desapasionamiento los supuestos y conclusiones válidos de la “criminología de la designación”, con el objeto de reorientar sus propios estudios según una percepción más amplia de la realidad y del cambio social. Con seguridad los esfuerzos en este sentido ya se han iniciado, y probablemente sus consecuencias se harán más perceptibles en un futuro cercano. Para la ciencia del Derecho penal ello es tanto más deseable cuanto más estrecha es su interrelación con la información que le proporciona la criminología y que nutre las propuestas de la política criminal.
III. LA CIENCIA DEL DERECHO PENAL
Como la entendemos actualmente, la ciencia del Derecho penal tiene por objeto el estudio y complemento sistemático de las normas penales. Lo característico de esta formulación es la idea de que las normas conforman un sistema, es decir, un conjunto de mandatos y prohibiciones dispuestos armónicamente, al interior del cual los casos particulares se resuelven según principios generales. Con esto se pretende garantizar la uniformidad de las decisiones, asegurando que situaciones equivalentes serán tratadas de manera semejante,527 y proporcionando un ámbito común en el cual se comprenden y apoyan recíprocamente las distintas actividades destinadas a combatir el delito.528
De acuerdo con el criterio predominante, esto es lo que ha distinguido a la ciencia del Derecho penal desde fines del siglo XVIII, diferenciándola de las simples exégesis de la ley efectuadas para la resolución de casos concretos por los juristas del período anterior, a los que se denomina “prácticos”. Sin embargo, no es seguro que las cosas ocurrieran de ese modo pues quizás los “prácticos” también se remitan a sistemas, aunque estos permanecieran implícitos y estuvieran compuestos sobre principios diferentes de los aceptados por la cultura o la ciencia jurídica contemporánea.529
Tanto la naturaleza del objeto, como el método de la ciencia del Derecho penal, han sido objeto de un debate en el que se cuestiona incluso su carácter de disciplina científica.530 Actualmente, sin embargo, la polémica tiende a superarse.
a) Dogmática tradicional
La idea de elaborar el Derecho penal como sistema coincide con la aspiración a un tratamiento igualitario de todas las personas por la ley. Se encontraba, pues, implícito en los postulados del Derecho natural racionalista que formularon los grandes teóricos de los siglos XVI y XVII y que encuentran su expresión más alta en el siglo XVIII, con los pensadores de la Ilustración, incluyendo entre ellos a DARIES, PUFENDORF y KANT.531 Pero cuando se la desarrolla expresamente, a lo largo del siglo XIX, esos puntos de vista ya se encuentran en declinación y, por un proceso de transformación histórica inmanente,532 van cediendo su lugar a concepciones positivistas. Ello conducirá, de este modo, a una formalización de la idea primitiva.
Pero lo que permanecerá y trascenderá de esos esfuerzos tempranos será el reconocimiento, vigente hasta el presente, de que las leyes positivas no contienen una regulación capaz de abarcar todas las alternativas de una realidad multifacética y cambiante, a causa de lo cual la ciencia jurídica debe ir desenvolviendo las instituciones, a partir de los principios fundamentales encontrados en la ley, a fin de construir un sistema coherente y exhaustivo. Esa constatación se reflejará en lo sucesivo en el desarrollo de todos los distintos sistemas e imprimirá su sello a la ciencia del Derecho penal.
aa) Dogmática clásica
Para los iusnaturalistas, los principios sobre los cuales se erige un sistema de Derecho justo proceden de la naturaleza del hombre y se los conoce mediante actos de razón. Por consiguiente, esos principios se sitúan por sobre las leyes positivas y se plasman en derechos fundamentales (derechos subjetivos) que estas no pueden desconocer. Un ordenamiento jurídico positivo que ignora o quebranta esos derechos es injusto y debe impugnarse su vigencia. La Revolución francesa y la de las colonias americanas de España y Gran Bretaña constituyen, precisamente, actos de rebelión justificada contra sistemas que vulneraban tales derechos de los ciudadanos.
El sistema de Derecho penal que se elabora sobre estas premisas se denomina dogmático, porque se lo deduce, como a los conocimientos matemáticos, de los “axiomas” constituidos por los primeros principios racionales que constituyen sus “dogmas”. La dogmática clásica, en consecuencia, no está construida sobre la ley positiva, sino que se sitúa por encima de ella y se le impone. “La ciencia del Derecho criminal queda reconocida como un orden de razón que emana de la ley moral jurídica, preexistente a todas las leyes humanas y que obliga a los mismos legisladores”.533 De este modo se dispone de “un criterio perenne para distinguir los códigos penales de la tiranía de los códigos penales de la justicia”.534 No estamos, pues, frente al resultado de la interpretación del Derecho vigente, sino a un instrumento para su crítica.
Aunque ahora se insiste en que este modo de pensar se fundó en abstracciones lógicas improbables, poseía una latencia política y social formidable, como lo demostró su eficacia para transformar las instituciones que regían en la época anterior. Esa energía se expresa, además, en la diversidad de orientaciones que adopta la doctrina, cuyos sostenedores extraen de ella consecuencias prácticas diferentes y antagonizan entre sí, a veces con virulencia. Por el contrario, lo que ocurrió después redujo esa vitalidad histórica a poca cosa. Especialmente en Italia se produjo un debilitamiento de la doctrina del que no se recuperaría hasta la segunda mitad del siglo XX.
bb) Positivismo defensista y dogmática positivista
La situación cambió cuando el sistema imaginado por los iusnaturalistas –o, en todo caso, uno de ellos– se positivizó. En efecto, los textos constitucionales y las grandes codificaciones del siglo XIX se inspiraron en la concepción racionalista y, como esta conllevaba una pretensión de intemporalidad, los autores de esos ordenamientos nuevos y sus seguidores imaginaron que habían transformado en leyes escritas las prescripciones de un Derecho perfecto y eterno. Esto, por supuesto, provocó oposición en quienes no compartían ese punto de vista, pero a causa de la situación política imperante y de las otras circunstancias concurrentes, los disidentes quedaron marginados de la discusión y se los relegó a una posición “rupturista”.
Entretanto, los juristas miraban con admiración, pero también con inquietud, el progreso de las ciencias naturales. En efecto, enjuiciado desde ellas, su objeto de conocimiento se percibía con desdén, porque el carácter natural de los derechos y obligaciones y, en consecuencia, la exactitud de los mandatos y prohibiciones contenidos en las normas no es susceptible de verificación experimental ni puede ser objeto de certeza racional, como los de las proposiciones matemáticas o físicas. Los sistemas clásicos, por lo tanto, no eran sino elaboraciones metafísicas sin sustento científico. Con el derrumbe de la filosofía idealista y el advenimiento del positivismo naturalista, la crisis de la ciencia jurídica quedó en evidencia. Para ponerla a salvo se intentaron caminos diferentes que, en un esquema simplificado pueden reducirse a dos:
l. Por una parte, se concibió al Derecho punitivo no como un orden que trata de asegurar el bien de la comunidad, sino como un instrumento destinado a combatir conductas desviadas, para defender de ellas a la sociedad. Desde esta perspectiva, el objeto de la ciencia penal no es la norma sino el “hombre delincuente” o, más ampliamente, el “individuo desviado”. Como este es susceptible de comprobación empírica, el método de conocimiento inductivo sustituye al racionalismo deductivo.
Para esta tendencia, la formulación de un sistema de normas penales carece de sentido. En el enjuiciamiento de las leyes positivas, los criterios sobre su eficacia para defender de los delincuentes a la sociedad reemplazan a las valoraciones ético políticas. El Derecho penal se transforma, pues, en un capítulo más de una ciencia nueva, la criminología,535 destinada a investigar las causas del delito y las formas de combatirlo, de entre las cuales la reacción punitiva es solo una, por cierto, muy discutida. Más adelante536 se volverá sobre este punto de vista, cuyas posibles implicancias ideológicas permanecieron ocultas tras una apariencia de objetividad científica.
2. El otro camino consistió en poner como objeto de conocimiento de la ciencia penal a la ley positiva como tal, es decir, prescindiendo de juicios críticos sobre los valores encarnados en ella. De acuerdo con este criterio, lo importante es que la norma “exista” objetivamente, esto es, que posea fuerza obligatoria derivada de que se ha formado según las reglas jurídicas (constitucionales) pertinentes y de que está vigente. Las apreciaciones sobre adecuación de los mandatos y prohibiciones a principios de justicia, éticos o utilitarios no pertenecen al campo de la disciplina jurídica. Se niega, por lo tanto, cualquier clase de “Derecho natural” que pretenda regir supralegalmente. La crítica de la ley positiva de acuerdo con convicciones axiológicas más o menos generalizadas es, por supuesto, aceptada, pero solo como la expresión de convicciones subjetivas y de aspiraciones reformistas que no pueden prevalecer sobre el Derecho en vigor. El ideal de seguridad jurídica se antepone al de justicia: únicamente la ley positiva dice lo que jurídicamente debe ser.537
Concebido en estos términos, el sistema de la ciencia del Derecho penal se presenta también como una dogmática porque se los deduce de “dogmas”. Pero esos dogmas ya no son axiomas obtenidos por la razón que escudriña la naturaleza del hombre, sino que se identifican con los preceptos de la ley positiva.
Es evidente que de esta manera el objeto de la disciplina jurídico penal alcanzó una fijeza de la que no disponía el objeto de la dogmática clásica, pues la vigencia actual de una ley puede determinarse con más certidumbre que la exactitud racional de los principios de justicia. Asimismo, esta solución parece obtener para las ciencias del Derecho una neutralidad semejante a aquella de que se enorgullecían las disciplinas experimentales, desde que se coloca al margen de todo juicio sobre la bondad de los mandatos legales. Finalmente, la concepción es congruente con el proceso de positivización a que se aludió más arriba538 y permite a los juristas distanciarse de las contingencias de las luchas políticas, filosóficas e ideológicas.
Sin embargo, estas ventajas acarrean también inconvenientes, que en las formas más exageradas de la orientación positivista conducen a resultados inaceptables.539
En primer lugar, para asegurar la precisión de su objeto, el positivismo jurídico tiene que vaciarlo de contenido de valor. La vigencia de la ley –que es el equivalente de su existencia (de su “ser”)– solo depende para él de los requisitos formales y, cuando estos no pueden explicarse por sí mismos, depende entonces de la fuerza, a la que se designa eufemísticamente como “acto de voluntad”. El valor intrínseco de lo que las normas jurídicas positivas mandan o prohíben está fuera de discusión.540
Este punto de vista despojaba a la dogmática penal de funciones críticas, puesto que desvincula la elaboración del sistema del enjuiciamiento de la normativa vigente. En esto radica su “objetividad” científica, pero también su debilidad. Conceptualmente es posible separar la tarea de sistematizar el Derecho positivo de la de evaluarlo críticamente, y los positivistas más destacados no renuncian a realizar esta última, pero afirman que ella no pertenece a la actividad jurídica, no afecta a la validez de la ley formal ni influye en la determinación de su sentido y sus efectos. En la práctica, sin embargo, la división es ilusoria, porque la naturaleza misma del Derecho, con sus connotaciones culturales y axiológicas, torna imposible cualquier sistematización exenta de coloración valorativa. A causa de ello, para los positivistas más superficiales, la pretendida “neutralidad” del análisis implica adherirse inadvertida y acríticamente a la concepción sobre lo justo y lo injusto que había cristalizado en las legislaciones decimonónicas, convirtiendo a la ciencia del Derecho –en particular, a la del Derecho penal– en un aliado del statu quo. Como no cuestionan a la ley imperante, tienden también a preservarla de ataques y la aplican con indiferencia por los resultados a que conduce.
Por tales razones es curioso que se presente al “tecnicismo jurídico”541 y a la dogmática positivista como los sucesores del “clasicismo” que había imperado a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del XIX.542 Esto ha ocurrido porque los dogmáticos positivistas ponen el acento en las normas y no en los hechos, las agrupan estructuralmente dando origen a instituciones fundamentales que, a su vez, se reúnen en la unidad de un sistema, y emplean para hacerlo el método deductivo que es característico de los clásicos. Todo esto parece asemejarlos con ellos y, en cambio, distanciarlos del “positivismo defensista” a la manera del italiano, ocupado en caracterizar y clasificar a los delincuentes y en explicar las causas de su conducta desviada. Pero en lo esencial existe un abismo insalvable entre las concepciones clásicas, que aspiran sobre todo a constituir un sistema supralegal de garantías para el ciudadano, fundado en la razón, con el objeto de protegerlo contra abusos tanto del positivismo como de legisladores complacientes y arbitrarios, y una dogmática que cae en el exceso de renunciar a la función crítica, limitándose a reverenciar la ley en vigor y a elaborar con ella un entramado exento de lagunas, sin preguntar por su justicia ni por la consistencia de sus consecuencias éticas y sociales.
El defensismo y la dogmática positivista antagonizaron por supuesto, a causa de que las perspectivas en que se situaban eran distintas. A la larga, sin embargo, se hicieron concesiones recíprocas.543 La dogmática entendió que convenía patrocinar una ciencia experimental con pretensiones de “objetividad” semejantes a las suyas, que estudiara a la delincuencia como fenómeno fáctico. A su vez, la criminología tradicional convino en que no podía prescindirse de una normatividad que organizara la lucha contra el delito, y que tampoco le era posible incorporársela. Así, ambas tendencias llegaron a un compromiso sobre el punto de partida común de la pretendida “objetividad”. La dogmática positivista favoreció una recepción limitada de los puntos de vista naturalistas en las legislaciones positivas, aceptando la creación de medidas de seguridad y corrección destinadas a remover los factores criminógenos y echando las bases de un sistema dualista para explicar su aparición. El defensismo, entretanto, se planteó como instancia de crítica empírica a la normativa en vigor, promoviendo reformas avaladas por resultados experimentales. Y, aunque nunca dejaron de mirarse con desconfianza, se resignaron a colaborar para perseguir objetivos comunes.
En contraste con lo que sugieren algunas exposiciones actuales de este proceso –en cuyas postrimerías nos formamos, por lo demás, la mayoría de los de mi generación– creo que sus protagonistas actuaron casi siempre con rectitud. Simplemente obedecían al espíritu y a las circunstancias de la época. Algunas de las cosas que afirman resultan sorprendentes o absurdas,544 sobre todo si se las descontextualiza; pero en su tiempo fueron recibidas sin escándalo e, incluso, conquistaron amplia adhesión. Lo cierto es, sin embargo, que estas concepciones configuraron una plataforma de legitimación para las pretensiones de grupos dominantes, porque con ella estaban dispuestos a confirmar la validez de cualquier sistema de organización de la sociedad que se presentara amparado por la forma de unas leyes positivas, o porque pretendían encontrarse en condiciones de confirmar científicamente las anomalías de quienes infringían el ordenamiento establecido. Y esa situación desgraciada se evidenció sobre todo a mediados del siglo XX, cuando grupos totalitarios se apoderaron de varios gobiernos europeos y encontraron fácilmente fundamentaciones jurídicas “científicas” para justificar cualquier violación de derechos humanos, sin necesidad de alterar en forma ostentosa las convicciones teóricas en boga. Así, por ejemplo, el nacionalsocialismo dispuso en Alemania de una corriente científica estructurada –la escuela de Kiel– de la que formaron parte grandes juristas, la cual elaboró un Derecho penal de autor sobre la base de criterios defensistas, y lo impuso fácilmente mediante reformas legales que solo objetó una minoría. En Italia, a su vez, el fascismo obtuvo la adhesión y el apoyo teórico de ENRIQUE FERRI, uno de los defensistas (positivistas) más distinguidos y contó siempre con los de ARTURO ROCCO, a quien se considera el fundador del tecnicismo jurídico en ese país. En la Unión Soviética, por fin, se desarrolló una concepción jurídica marxista, que en la práctica no se diferencia gran cosa del defensismo ortodoxo, con el cual coincidieron también las leyes de 1919 y el Código Penal Soviético de 1922. Ciertamente, ninguno de esos cuerpos doctrinarios y legislativos puede conciliarse con los sistemas de autores clásicos como ROSSI, FEUERBACH, MARAT, CARMIGNANI o CARRARA, quienes los habrían criticado duramente.
Es preciso reconocer, no obstante, que estas manifestaciones deformadas de un positivismo instrumentalizado no son la expresión más auténtica de tal concepción y tampoco la única. Ni KELSEN ni ROSS las aprobaron, e incluso las combatieron enérgicamente. Más tarde, BOBBIO y HART también las rechazan. Para todos ellos, esas legislaciones represivas eran Derecho, pero no por eso constituían Derecho justo. Además, si bien es cierto que el positivismo jurídico está expuesto a incurrir en una cierta “idolatría” de la ley, sin percibir ni denunciar sus aberraciones, el iusnaturalismo corre a su vez el riesgo de avalar situaciones semejantes en un afán intolerante por imponer las propias convicciones a los disidentes. Esto último fue el origen del sistema totalitario que se entronizó en España a principios de la década de 1930, prolongándose por cuarenta años. En Chile, asimismo, la legislación autoritaria de los años setenta y ochenta se fundó con frecuencia en concepciones extraídas del iusnaturalismo escolástico, interpretadas con arreglo a puntos de vista arbitrarios y unilaterales. Por eso, los argumentos basados en la instrumentalización política contingente de una concepción teórica, si bien constituyen un motivo para desarrollar críticas constructivas y elaborar correctivos, no justifican su descalificación en conjunto.
El positivismo, en todo caso, tampoco proporcionó la certeza absoluta que de él se esperaba. Como el sentido de las leyes jamás es inequívoco545 porque el lenguaje con el que se lo formula es ambiguo, los sistemas que se construyeron en base a ellas difieren unos de otros en forma radical, porque interpretan los mismos textos de manera distinta. Además, el legislador nunca ha sido capaz de elaborar una regulación agotadora de la totalidad de las instituciones que rigen en el ámbito penal. En el fondo, los dogmáticos positivistas no extraen, pues, de la ley positiva los criterios empleados para escoger uno de los sistemas posibles de erigir sobre ella, sino que acuden a valoraciones dependientes de sus convicciones ideológicas.546 A causa de esto, la dogmática formalizada y expuesta más que nunca a los avatares de la contingencia histórica cayó temporalmente en el descrédito. A eso contribuye, además, la percepción de que los tribunales solo se sirven de ella para dar una apariencia de seguridad científica a soluciones que en la práctica son dictadas por motivos poco objetivos y, en ocasiones, nada defendibles. De esta manera, la concepción positivista tradicional no solo fue incapaz de asegurar la unidad del conocimiento jurídico, sino que originó polémicas interminables y artificiosas sobre problemas triviales y provocó un divorcio entre lo que se dice que es el Derecho y lo que en realidad se hace con él.
b) Evolución de la ciencia del Derecho penal. La dogmática contemporánea
La situación descrita alcanzó un estado crítico hacia la mitad del siglo XX. Ya entonces, sin embargo, se había producido una reacción alentada por los juristas neokantianos de la Escuela Sudoccidental Alemana, de entre los cuales EDMUNDO MEZGER ejerció gran influencia sobre los penalistas latinoamericanos debido a que fue tempranamente traducido al castellano. Los partidarios de esa concepción arrancan de una distinción radical entre ser (sein) y deber ser (sollen) y reconocen, en consecuencia, que el ordenamiento jurídico pertenece al último y tiene una naturaleza eminentemente axiológica.547 Esto implica aceptar que el sistema del Derecho penal tiene que elaborarse teniendo en cuenta los fines de valor perseguidos por las normas, los cuales no se expresan por las leyes positivas, pero pueden deducirse de ellas. Con ello se renuncia, por una parte, al carácter cerrado, carente de lagunas, atribuido por el positivismo al Derecho vigente y, por la otra, a la pretensión de encontrar para la disciplina jurídica un objeto de conocimiento semejante al de las ciencias naturales. Pero en ese momento no se va más lejos, porque todavía se supone que las valoraciones del Derecho tienen que obtenerse exclusivamente del contexto del ordenamiento jurídico positivo, con lo cual se defiende un afán de certeza explicable, fundada en consideraciones de seguridad para los ciudadanos.548
Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo simultáneamente el desarrollo de varios puntos vista que, en un principio, permanecieron independientes entre sí. Por una parte, se desenvolvieron las exposiciones criminológicas que se han descrito anteriormente549 así como la revalorización algo posterior de la política criminal550; por la otra, la dogmática penal experimentó una evolución en la que se acentuaron los aspectos sistemáticos, introduciendo en su formulación criterios enraizados en la tradición iusnaturalista y enfatizando la función retributiva de la pena. Esta última orientación, representada especialmente por la teoría finalista de la acción que lideró HANS WELZEL, no consiguió imponer su fundamentación filosófica, pero una parte importante de sus consecuencias sistemáticas fue acogida en el Derecho comparado más influyente e, incluso, ha condicionado con frecuencias a las reformas legislativas recientes.551
Aunque la polémica desencadenada por este ajuste sistemático fue exagerada y hasta cierto punto desalentadora, porque provocó discusiones interminables sobre cuestiones cuyas consecuencias prácticas son insignificantes, tuvo la virtud de provocar una reacción saludable. Por un breve período esta se expresó en una actitud de rechazo a la dogmática que pareció haber perdido toda importancia, y en que ocuparon el primer plano soluciones “sociologizantes”, para muchas de las cuales el Derecho penal no merece siquiera “ser tomado en serio”. Las distintas vertientes de la criminología de la designación (teoría de la estigmatización, criminología crítica, abolicionismo, etc.),552 contribuyeron en forma especial a la fundamentación de estos puntos de vista. Pero pronto se ha caído en la cuenta de que tales criterios implican riesgos insoportables para la seguridad jurídica y las garantías de los ciudadanos. Por eso, en los últimos años se ha reivindicado la función de la dogmática,553 si bien valorizando la necesidad de elaborarla en una interrelación cada vez más estrecha con las otras ciencias que participan en la lucha contra el delito, y poniendo de nuevo en primer lugar los criterios teleológicos que caracterizaron a la dogmática neokantiana de principios del siglo pasado.
El punto de partida es, otra vez, la ley positiva, cuya objetividad determina el marco relativamente firme respecto a lo mandado o prohibido, proporcionando al ciudadano un margen de seguridad insustituible. En la precisión de los límites, sin embargo, se tiene en cuenta, en primer lugar, que inevitablemente la doctrina y la jurisprudencia tienen que cerrar lagunas ocupando los espacios que la ley positiva ha dejado sin llenar: “cuando el legislador falla, es obligación del juez ocupar su lugar”;554 asimismo, mediante la interpretación y sistematización de la normativa vigente, se atribuye ahora una importancia decisiva a los fines político-criminales de la pena, apoyados en la multifacética información proporcionada por la criminología y a la adecuación de las soluciones con los valores ético-sociales que cuentan con el consenso ciudadano. Más que la coherencia racional del sistema, que muchas veces conduce a abstracciones inútiles y a discusiones triviales, importa la consistencia práctica de los resultados con las aspiraciones y necesidades de la mayoría de los participantes en la convivencia555 y su coincidencia con los presupuestos del Estado de Derecho democrático. Por las mismas razones, se procura prescindir, hasta donde es posible, de concepciones metafísicas que, no siendo susceptibles de comprobación, tampoco son compartidas por todos los integrantes de la comunidad. En este punto se otorga prevalencia a los valores de la tolerancia y la solidaridad, cuyo fundamento es la idea de la dignidad del ser humano y su preservación.
A pesar de todo, como es obvio, no se puede hacer caso omiso por completo de criterios metafísicos en la formulación de un sistema, lo mismo que no es posible para el legislador prescindir de ellos cuando elabora las normas. Aun si se cree que toda verdad humana es parcial y perfectible, no se puede poner de lado la propia cuando se trata de construir las instituciones básicas del sistema, por una parte, o de resolver las situaciones límite, por la otra, salvo que se esté dispuesto a precipitarse en un relativismo insustancial. Pero esta es una limitación de nuestra naturaleza a la que no podemos sustraernos y con la cual debemos contar también cuando presentamos o defendemos las soluciones que nos parecen preferibles.
La ley en vigor no es solo la base, sino la última frontera de toda formulación sistemática. Aunque sus límites presentan siempre un margen de incertidumbre abierto a la sistematización, el complemento y la interpretación teleológica, existe un marco que no puede ser traspasado. A partir de él, la dogmática tiene que ceder el paso a la crítica de las instituciones jurídicas imperantes, pero no desnaturalizarlas poniendo en peligro también la relativa certeza sobre la que descansa la seguridad de la sociedad organizada.
Para el jurista no existe tarea más difícil e imprescindible que encontrar la línea que demarca, en cada caso, estos territorios. En efecto, si se la traza de una manera superficial y mecánica, atendiendo únicamente a la literalidad de los preceptos aislados, se priva a los criterios teleológicos de su capacidad para vitalizar el sistema y ponerlo al servicio de las exigencias de la sociedad; por la inversa, si se la ignora o se la acomoda antojadizamente a las necesidades prácticas, sometiéndola a convicciones subjetivas, se introduce la incertidumbre y el riesgo consiguiente para la seguridad y libertad personal. No existen criterios absolutos para sortear estos peligros. Solo el estudio constante, la apertura al debate y la autocrítica rigurosa pueden ayudar a superarlos, cuando menos parcialmente.
c) Síntesis
De acuerdo con lo que se ha expresado, la ciencia del Derecho penal tiene por objeto el desarrollo y estudio sistemático de las normas de Derecho penal. Su tarea, por lo tanto, no se agota con la mera exégesis de las leyes penales, entendida como la interpretación, artículo por artículo, de las leyes positivas, aunque naturalmente la presupone como una etapa preparatoria indispensable de la labor sistematizadora.
La función de la ciencia del Derecho penal, en efecto, va mucho más lejos. Aspira, en primer lugar, a identificar las instituciones fundamentales del ordenamiento, y precisar la estructura y el sentido que para cada una ha determinado la ley en vigor, mediante un análisis de la totalidad de los preceptos que se relacionan con ella, directa o indirectamente. Pero, aparte de ello, procura encontrar aquellos contenidos que no se encuentran en la legislación positiva, con el objeto de elaborarlos de modo racional y colmar de esa manera las lagunas de las instituciones hasta complementarlas totalmente, teniendo por cierto en consideración especial la vigencia del principio nulla poena. En una etapa más avanzada, examina las vinculaciones recíprocas que existen entre el conjunto de las instituciones así concretadas, con el objeto de incorporarlas a un cuadro general de significados coherentes (sistema) en el cual se realice la idea de Justicia subyacente a la ley positiva, tal como ella se concreta en la actividad de las autoridades encargadas de imponerla y teniendo en consideración la realidad social y sus exigencias prácticas, los valores que rigen la conciencia de la comunidad que, cuando son dispares, debe conciliarse hasta donde sea posible, y la naturaleza de las cosas.
El bosquejo de este cuadro, amplio y ambicioso, requiere algunas precisiones suplementarias:
aa) La ciencia del Derecho penal es una dogmática, en el sentido positivista, porque para ellas las normas de la ley en vigor constituyen un dato cuyo valor puede cuestionar, pero cuya existencia se le impone.
bb) Sin embargo, el sentido de dichas normas no puede desentrañarse directa y sencillamente del texto legal, contra todo lo que se haya creído en la época de las codificaciones. Su aprehensión requiere de una operación cognoscitiva compleja, en la que el “tenor literal” –por lo general, de suyo equívoco– pone apenas unos límites básicos, dentro de los cuales la forma de los contenidos es determinada en definitiva por otros factores.556 Un sistema de Derecho penal no puede deducirse de unos pocos axiomas a modo de conclusiones lógicas, pues cada nueva disposición, en tanto tiene un contenido objetivo propio, presupone siempre nuevas decisiones materiales, las cuales, ciertamente, no deben contradecir las primeras, pero tampoco pueden ser extraídas de ellas como único resultado posible. Además, a menudo las instituciones no se encuentran estructuradas de manera completa en la ley. Esto es especialmente válido en el ámbito de la Parte General donde, por ejemplo, la nuestra ni siquiera se ocupa de conceptos tan fundamentales como los de “dolo”, “imprudencia”, “error”, “antijuridicidad” etc., por no mencionar sino algunos de los más fundamentales. En estos casos, esas nociones tienen que ser elaboradas completamente por la dogmática, sin otros puntos de apoyo que los muy escasos y rudimentarios que le procura la legislación positiva. Aunque no de manera tan ostentosa, la situación se repite en la Parte Especial, donde también la dogmática debe cumplir una función complementaria muy delicada para no vulnerar las exigencias del principio de legalidad en sus distintas formas.
cc) De entre los factores concurrentes a la tarea sistematizadora, la Idea de lo Justo, que fluye del contexto del ordenamiento jurídico, cumple un papel preponderante. Pero, a causa de la función práctica –y por eso teleológica– que compete al Derecho, ella misma está condicionada a su vez, en primer lugar, por la forma en que los organismos encargados de la administración de justicia realizan en concreto esa Idea cuando aplican los mandatos y prohibiciones a los casos particulares, esto es, por lo que constituye el Derecho vivo; en segundo, por los requerimientos político–criminales que exigen hacerse cargo de la realidad social y orientarla a la obtención de resultados compatibles con la dignidad del hombre y su aspiración de ser tratado igualitariamente; en tercero, por la forma que esa Idea adopta en la conciencia de la comunidad, con los valores determinados, en cada tiempo, lugar y circunstancias, y sin desentenderse de la necesidad de compatibilización y respeto que se debe a las visiones disidentes; por último –pero no de manera menos significativa– por aquello que hay de permanente y objetivo en toda asociación para la convivencia, sus componentes y el mundo que la circunda, es decir, por la naturaleza de las cosas, que reaparece cada vez que se trata de regular relaciones humanas, cualquiera sea el nombre con que se la aluda o el origen que se le atribuya.
dd) Entre la “textualidad” del precepto y los factores a que se alude en el párrafo anterior existe una interrelación constante y dinámica, que o asegura la adecuación de la ley positiva a las exigencias cambiantes de la sociedad o determina su modificación o caducidad. Una tarea primordial de la ciencia del Derecho penal es conseguir que ese proceso se realice, hasta donde sea posible, sin crisis de la convivencia. Pero, además, la formulación del sistema cumple una función práctica inmediata en cuanto a asegurar que situaciones equivalentes sean resueltas de manera equivalente557 y proporciona un ámbito común dentro del cual pueden comprenderse y apoyarse recíprocamente las distintas actividades destinadas a combatir el delito.558
Por todo esto, la tarea científica no debe ser asumida como un juego académico de conceptos ingeniosamente articulados. Sus cometidos son, ante todo, práctico-políticos, pues está llamada a obtener, más allá de la racionalidad de las ideas, la justicia de las decisiones y de los cambios, la normalidad de los procesos que conducen a ellos, el respeto de los derechos humanos y la mantención de las tasas de criminalidad a niveles compatibles con la necesidad de una convivencia razonablemente pacífica. Por supuesto, no puede esperarse que siempre la satisfaga con éxito. Pero el destino de toda actividad científica, después de que se desvanecieron las ilusiones decimonónicas sobre su eficacia indefinida, es extraer de los fracasos el vigor necesario para intentar recorrer nuevos caminos.
d) División de la dogmática penal
Tradicionalmente, la ciencia del Derecho penal se divide en dos partes: General y Especial. La primera, que encabeza su estudio, se dedica al análisis de aquellas instituciones comunes a todo delito o pena o, por lo menos, a la mayoría de ellos. La Parte Especial, en cambio, está destinada al estudio de cada delito en particular, y de la pena o penas que la ley le asocia.
Aunque para el jurista ambas partes son de importancia equivalente, la verdad es que, hasta ahora, la Parte General ha experimentado más desarrollo. Esta situación no es satisfactoria y conviene trabajar para superarla.559 Pero se trata de una tarea difícil y compleja que requiere tiempo y esfuerzo. De entre los trabajos que se han hecho entre nosotros, es preciso destacar los de ETCHEBERRY, GARRIDO, MERA (sobre los fraudes por engaño), GRISOLÍA–BUSTOS–POLITOFF, LABATUT y POLITOFF–MATUS–RAMÍREZ, así como las monografías de COUSIÑO, POLITOFF y SOTO PIÑERA, sobre apropiación indebida, GARRIDO sobre los delitos contra el honor y el homicidio, y VIVANCO sobre el robo con homicidio, por no citar sino a los más destacados.
En esta obra, hasta el presente, solo se trata de la Parte General.
e) Los estudios de Derecho penal comparado
Los estudios de Derecho penal comparado analizan las semejanzas y diferencias entre los ordenamientos punitivos de distintos países, así como las soluciones que para los problemas comunes a ellos proponen los sistemas dogmáticos elaborados sobre los textos legales respectivos.
La finalidad primordial de estos estudios, como la de todos los que realiza la ciencia del Derecho penal, es contribuir a la comprensión y formulación más perfecta del propio sistema. La pregunta que se propone quien efectúa el examen comparado de una institución se refiere a cómo puede ayudarlo el cotejo con las leyes extranjeras a comprender mejor la forma en que la regulan las nacionales, a fin de aplicarlas de manera más justa y eficaz. En cambio, debe postergarse a un segundo lugar la cuestión político-legislativa, esto es, la relativa a si debe abogarse por una reforma del Derecho vigente, a causa de que el estudio comparativo revela la existencia de soluciones superiores a las acogidas en él. Esta última posición, en efecto, debe reservarse para aquellos casos en los que ninguna interpretación o complemento válidos de la ley en vigor permite superar los defectos y vacíos de su texto, pues la estabilidad de las normas también es un valor apreciable cuya importancia, si bien no debe exagerarse hasta tolerar la injusticia o ineficacia, conviene cautelar dentro de márgenes razonables en obsequio a la seguridad jurídica.
Más allá y por encima de estos cometidos, los estudios de Derecho penal comparado deben servir como base para intentar, en lo posible, la unificación de los ordenamientos punitivos. Este es un ideal indiscutible en un mundo como el actual, donde las relaciones entre los pueblos se estrechan cada vez más. Con todo, quizás no llegue nunca a realizarse por completo porque, hasta donde es previsible, siempre subsistirán entre las sociedades diferencias circunstanciales que exigirán para muchas materias soluciones distintas. Sin embargo, en el último tercio se han efectuado esfuerzos para acercarse a él en términos realistas. En tal sentido, el más próximo a nosotros fue el proyecto de Código Penal Tipo para Latinoamérica,560 debido a una iniciativa de EDUARDO NOVOA MONREAL,561 y cuyos trabajos, por desgracia, deben considerarse ahora definitivamente interrumpidos.
No está de más recalcar que, tal como se los entiende aquí, los estudios de Derecho penal comparado no constituyen una ciencia autónoma sino uno de los recursos de que se vale la del Derecho punitivo en general para cumplir sus cometidos.
f) Las disciplinas complementarias de la del Derecho penal
Para satisfacer sus objetivos, la ciencia del Derecho penal tiene que referirse a otras que le procuran datos indispensables para la formación de su sistema. En esto no se diferencia de cualquier otra, pues la interrelación de los conocimientos y la comparación de los métodos y objetos es, en el presente, una característica común de toda actividad científica.
Aparte de la política criminal y de la criminología, cuya estrecha vinculación con él ya se ha destacado, existen otras dos disciplinas que no solo se comportan como auxiliares de la del Derecho penal, sino que la complementan y condicionan. Este es el caso de la historia y la filosofía del Derecho penal.562 Sin su concurso, resulta imposible la elaboración de una auténtica dogmática.
Por supuesto, aquí el carácter complementario para la dogmática de la historia y la filosofía del Derecho penal se afirma de manera relativa. En rigor estas disciplinas son partes integrantes de las ciencias autónomas respectivas, esto es, la Historia y la Filosofía en general. Solo en relación con la función que cumplen respecto a la del Derecho punitivo se les puede atribuir la de complementos.
aa) La historia del Derecho penal habilita al jurista para desentrañar la carga cultural de que es portador el ordenamiento jurídico vigente. Ella lo ilustra sobre la evolución experimentada por la ley penal en conjunto y por cada institución en particular. Le procura el conocimiento de los acontecimientos políticos, económicos y sociales que determinaron el curso de esos desenvolvimientos, así como el de los sistemas doctrinales que, construidos por una parte sobre él, contribuyeron por la otra a producirlo y orientarlo. De este modo puede percibir, bajo el Derecho de hoy, la trama del de las épocas pasadas sobre la cual se encuentra erigido y que pervive, en una medida difícil de calcular, en la mayoría de sus instituciones. En esta luz las raíces de las normas se hacen patentes y la fisonomía de sus contenidos actuales experimenta una transformación que, en muchos casos, es asombrosa.
Por cierto, el conocimiento amplio de la historia del Derecho penal es difícil de adquirir en una primera etapa e, incluso, su examen global en detalle puede resultar estéril cuando es prematuro. En este momento, en cambio, suele ser estimulante el análisis de los antecedentes históricos relativos a las instituciones en particular. Por eso, aquí solo he reservado un espacio breve a la exposición histórica general,563 dejando las referencias más detalladas para la explicación de aquellas cuestiones cuya inteligencia las requiere especialmente.
bb) La filosofía del Derecho penal proporciona al jurista, hasta donde ello es viable, una medida con arreglo a la cual establecer las posibilidades de coincidencias entre la ley penal positiva, las exigencias impuestas por la índole de las relaciones sociales imperantes (naturaleza de las cosas) y las valoraciones ético-sociales más arraigadas e importantes (Derecho natural).564 Además, ella le procura la orientación ética que determina sus decisiones político-criminales565 y, consiguientemente, los criterios con los cuales interpretar la ley en vigor según sus fines.566 Si el “tenor literal” de las disposiciones legales permite alcanzar esos objetivos, la filosofía del Derecho penal condiciona en forma radical la tarea interpretativa; cuando no es así, ella genera el impulso para la reforma y, conjuntamente con la política criminal, preside su realización.
No hay otra rama del Derecho que acuse una influencia tan marcada de la filosofía como el ordenamiento penal, pues gran parte de sus problemas solo pueden solucionarse dentro del ámbito de aquella567 o, en todo caso, a partir de él. Para algunos autores, incluso, cuando el contraste entre la ley positiva y las valoraciones imperantes en la sociedad es irreductible, los tribunales deberían resolverlo a favor de estas, eludiendo la aplicación de aquella.568 Esto puede parecer paradójico puesto que, por otro lado, el Derecho penal es aquel en que, por razones de seguridad, se confiere a la ley formal un papel preponderante. Sin embargo, la contradicción es más aparente que real. En efecto, las mismas razones por las que se le dirigen exigencias tan severas de sumisión a la ley estricta explican la estrecha vinculación del ordenamiento con la filosofía. El Derecho penal tiene que ser seguro porque sus decisiones afectan al ser humano en aspectos que constituyen elementos integrantes de su entidad (vida, dignidad, libertad, patrimonio, etc.). Pero, por eso mismo, en el campo abarcado por las normas legales, estas deben someterse a una verificación continua de su capacidad para la realización de los valores, y su aplicación no depende solamente de una manipulación técnica más o menos acertada.
IV. LAS TÉCNICAS QUE PARTICIPAN EN LA LUCHA CONTRA EL DELITO
Aparte de las ciencias a que me he referido en los párrafos anteriores, existen también dos disciplinas de carácter técnico que contribuyen a combatir la delincuencia: la criminalística y la medicina legal.
a) La criminalística es la disciplina que tiene por objeto el estudio de las técnicas encaminadas a descubrir y esclarecer los hechos punibles, y a determinar y asegurar a quienes participaron en ellos. Se ocupa de recoger huellas e interpretar los indicios que estas proporcionan, de la identificación y localización de los autores del delito, de determinar los medios empleados para ejecutarlo, de su forma y tiempo de realización, etc. Su conocimiento es importante, en especial para quienes desempeñan funciones policiales, pero también puede ser de utilidad para jueces, miembros del ministerio público y abogados querellantes o defensores, pues los habilita para apreciar las pruebas y ponderar su fuerza de convicción.
b) La medicina legal se ocupa de los hechos médicos que, por sí mismos o en relación con determinadas circunstancias, poseen relevancia jurídica. Su actividad no se limita a la lucha contra el delito, porque también puede colaborar con el ordenamiento civil, administrativo, etc., pero su vinculación con ella es muy estrecha.
Ha sido muy discutida la cuestión relativa a si la criminalística y medicina legal son ciencias auténticas o solamente se trata de técnicas o artes. En realidad, esta última opinión es preferible.569 En todo caso, la polémica es exagerada y no tiene significado práctico.
Por otra parte, es frecuente considerar a estas disciplinas como complementos de la criminología.570 Creo que ese criterio es injustificadamente limitativo. La criminalística y la medicina legal tienen también contribuciones que hacer al Derecho penal y a la política criminal. Piénsese, por solo citar un ejemplo, en la cuestión relativa a la determinación del momento de la muerte. Este es un problema médico legal cuyos resultados pueden ayudar a la interpretación de las normas sobre el homicidio o a la adopción de una política legislativa en materia de autorización de trasplantes de órganos o a la determinación de la subsistencia del matrimonio válido en la bigamia, etc. Por ello me parece más correcto referirlas ahora al conjunto de la lucha contra el delito.
§ 6. EVOLUCIÓN HISTÓRICA DEL DERECHO PENAL CHILENO
Aunque la historia de nuestro Derecho penal es breve, se encuentra enraizada en la del español y, a través de ella, vinculada con la evolución de la cual son resultado la mayor parte de los ordenamientos punitivos vigentes en las naciones occidentales contemporáneas. Aquí no se puede intentar ni siquiera una ojeada general de ese desarrollo. Por eso, en los párrafos siguientes solo se destacan algunos aspectos fundamentales.571
En relación con esto vale la pena destacar que la historia del Derecho penal chileno todavía está por hacerse, lo mismo que la mayor parte del iberoamericano.572 Sin embargo, existen estudios importantes sobre la materia y la mayor parte de las fuentes son accesibles gracias a ellos.573 Lo que se requiere, en consecuencia, es un esfuerzo interdisciplinario destinado a mostrar el conjunto en su evolución, significado y proyecciones.
I. ORIGEN DE LAS PENAS
La opinión más difundida considera que el origen de las penas se encuentra en la reacción instintiva de venganza frente al atentado que lesiona intereses elementales del individuo.574 La pena aparece, según ello, como retorsión,575 originada en la tendencia a la auto conservación.
Se oponen a este criterio quienes consideran que la pena presupone una forma cualquiera de “convivencia social”,576 por rudimentaria que sea su organización, pues no puede concebirse sino como reacción de esta contra el transgresor de las normas por las cuales se rige y, de ese modo, “ha vulnerado o puesto en peligro los intereses de la comunidad”.577 Este es el punto de vista más correcto. Se adecua históricamente a la naturaleza gregaria del hombre y, conceptualmente, a la idea de la pena, que no se deja aprehender como un puro acto reflejo de índole vindicativa, pues su esencia radica, precisamente, en constituir una decisión conforme a valores, a los cuales la comunidad acata de manera “transpersonal”.578 Es decir que la pena llega a ser tal solo cuando, aunque proceda del mismo ofendido, cuenta con el asentimiento de la “familia”, el “clan”, o como quiera que se denomine el grupo social al cual este pertenece.579
II. LOS ANTECEDENTES HISTÓRICOS DEL DERECHO PENAL CHILENO
a) Las costumbres penales de los aborígenes
Existe escasa información sobre las “prácticas penales” imperantes entre los pueblos que vivían a lo largo del territorio nacional al iniciarse la conquista. En todo caso, es claro que no se trató de sistemas legalmente formalizados, sino de costumbres más o menos arraigadas, a las cuales es difícil atribuir siquiera la jerarquía de un Derecho consuetudinario propiamente tal.580
Al parecer, en principio operaba un sistema de composición (reparación pecuniaria) que se extendía incluso a delitos como el homicidio y el adulterio,581 pero no a la injuria, presumiblemente porque no se la consideraba delito.582 A falta de composición, procede la venganza, ejecutada individual o colectivamente (malón). Solo en el primer caso se admite una limitación talional. La responsabilidad es objetiva, es decir, se exige de quien causó un resultado lesivo, con prescindencia de si actuó en forma voluntaria, imprudente o casual y, en consecuencia, no se conoce el castigo de la tentativa. Por lo mismo, la reacción punitiva no grava únicamente al autor del hecho sino a toda su familia, en especial cuando los efectos de la infracción se extienden a la del ofendido. Entre los fueguinos se contemplan formas de duelo para solucionar conflictos provocados por atentados contra el honor y, aparentemente, la composición no era aceptada en forma tan extendida como por los araucanos, pues probablemente no operó ni siquiera tratándose de ataques a la propiedad.583
Es bastante generalizada la opinión de que las “prácticas penales” de los indígenas no han tenido influencia alguna en el desenvolvimiento posterior del Derecho penal chileno.584 Sin embargo, esta afirmación no es incontrovertible. Por una parte, aún no se ha estudiado bastante hasta qué punto dichas costumbres condicionaron las instituciones del Derecho penal indiano, ni las proyecciones que este pudo tener sobre la legislación de la República independiente y su desarrollo. Por la otra, tampoco se ha hecho una valoración respecto a la medida en que tales prácticas han pervivido en la conciencia de algunas comunidades, determinando acaso las decisiones de la jurisprudencia y, con eso, la interpretación de las normas vigentes, que no siempre es consistente con la que se da a sus modelos en los países europeos de los que se las tomó. Este es uno de los campos que todavía se encuentran abiertos a la investigación histórico-jurídica.
b) El Derecho penal español y sus antecedentes
El Derecho penal español que rigió en Chile durante la Colonia y hasta bien entrado el período de nuestra vida independiente, es el resultado de un desarrollo prolongado por milenios, en el que se entremezclan, de manera más complicada que en el de otras naciones europeas, las influencias autóctonas, romanas, germánicas, canónicas y árabes.585
En efecto, ya en el Derecho penal visigodo, representado fundamentalmente por el Fuero Juzgo (Liber iudiciorum, 649–672), no obstante su origen germánico, es perceptible la penetración de ideas procedentes del romano, tales como su tendencia temprana a la personalización de la responsabilidad penal o a conceder influencia decisiva al elemento subjetivo para afirmar dicha responsabilidad y para graduarla. Pero, por otra parte, las instituciones romanas que así se hacen presentes en el Fuero Juzgo no son exactamente las mismas que regían en el Imperio pues, a su vez, habían sido penetradas por prácticas y costumbres jurídicas milenarias de los habitantes primitivos de la península (íberos, celtas y, más tarde, celtíberos). Estas últimas, además, mezcladas con elementos del Derecho germánico (venganza de la sangre, pérdida de la paz, responsabilidad objetiva o “por el resultado”, etc.), coexisten en el Liber iudiciorum al amparo de la legislación foral, curioso conjunto de normativas locales, “lamentablemente reñido con la justicia”586 y cuya empecinada vigencia significó, por regla general, un desplazamiento de la de aquel.
A pesar de todo, el hecho de que el Derecho penal romano haya conservado parcialmente su influencia en España a través de las leyes visigodas explica posiblemente que su recepción posterior se haya cumplido allí más temprano que en el resto de las naciones europeas. Efectivamente, ese proceso se consumó ya con la dictación del Fuero Real (1255) y las Siete Partidas (1256–1265), en los cuales se acogen, además, numerosas instituciones de Derecho canónico que proseguirán penetrando cada vez más profundamente el sistema jurídico español de los siglos siguientes. En ellos se consagra de modo definitivo la idea de que los puros pensamientos e intenciones no bastan para fundamentar la imposición de una pena, un primer esbozo del concepto de tentativa y la exigencia del componente subjetivo como presupuesto de la responsabilidad penal. Naturalmente también se hacen concesiones a principios defectuosos, como el del versari in re illicita,587 porque ellos responden a ideas muy generalizadas en esa época.
El Derecho penal de Las Partidas tuvo en España una vigencia práctica limitada a causa de que se mantuvo la tendencia a continuar aplicando las normas de las innumerables legislaciones locales. En Chile, en cambio, como parece haber ocurrido en todos los pueblos americanos de habla hispana, contribuye de manera decisiva a formar la conciencia jurídica nacional, pues se lo aplica preferentemente por los tribunales, incluso hasta muchos después de obtenida la independencia.588 Por esta razón, es de presumir que ejerció una influencia considerable sobre los redactores del nuevo Código, formados en una atmósfera impregnada por el sentido de sus disposiciones.
Es cierto que la Comisión Redactora del C.P. empleó como modelo inmediato una ley española muy influida por el Código Penal Francés de 1810, pero todavía no se ha investigado sobre la medida en que algunas de las modificaciones introducidas por ella a dicho modelo fueron concesiones al espíritu de Las Partidas, ni si el significado atribuido a muchos de los textos nuevos resultó de tal modo determinado por este que, no obstante la identidad literal de las normas aprobadas, se aleja sustancialmente de las contenidas en el precepto copiado.589
Por el contrario, es dudoso que la legislación punitiva española posterior a Las Siete Partidas y anterior a los Códigos de 1848 y 1850 haya ejercido influencia sobre la nuestra. A pesar del orden de prelación consagrado por la Recopilación de Indias en 1680, la mayor parte de los ordenamientos que, con arreglo a ella, debían recibir aplicación preferente en las colonias nunca fueron observados realmente por los tribunales. Aunque Las Partidas fueron relegadas por la Recopilación al último lugar de la prelación, los jueces prosiguieron resolviendo en la práctica de acuerdo con sus disposiciones.
c) La evolución de la ciencia del Derecho penal como antecedente del Código Penal chilenos: el clasicismo y sus precursores
La ciencia del Derecho penal parece haber alcanzado en Roma un desenvolvimiento que estuvo muy por debajo de la del Derecho civil. Por consiguiente, también su influencia posterior, si bien importante hasta cierto punto, fue menos significativa y duradera que la que hasta hoy ejerce en el campo de los ordenamientos privados. Los sistemas de Derecho penal modernos tienen poco que ver en los esbozos más o menos rudimentarios que pueden encontrarse en las obras de los jurisconsultos romanos.
Aun así, estos habían efectuado exposiciones y comentarios que, por su carácter orgánico y su profundidad, aventajaban a lo que pudiera considerarse como cuerpo de doctrina imperante durante la lenta formación de los Estados europeos en la Alta Edad Media. Es lógico, por lo tanto, que al producirse la recepción aparezca también un grupo de juristas que se dedican primero a glosar los textos legales redescubiertos, empleando como base para ello lo que de la literatura jurídica romana había podido encontrarse, y luego a comentar, con fines prácticos, los nuevos cuerpos normativos que principiaban a promulgarse bajo el influjo de ese proceso.
No obstante que algunos de ellos realizaron una tarea importante (COVARRUBIAS en España, CARPSOVIO en Alemania, BARTOLO, BALDO y FARINACCIO en Italia), los glosadores y prácticos no llegaron a remontarse por sobre los límites más bien modestos de la meta que se habían propuesto. Ninguno de ellos formuló un sistema renovador, aunque todos contribuyeron a sentar las bases para la construcción de las instituciones fundamentales del ordenamiento punitivo. De este modo transcurrió no solo la Edad Media sino, además, el Renacimiento, sin que el Derecho penal se pusiera a tono con los aires de humanidad que dieron su fisonomía al pensamiento de la época. Antes bien, ese es posiblemente uno de los períodos más vergonzosos de su historia, por la arbitrariedad que imperaba en los procedimientos, el empleo generalizado de la tortura como medio de prueba, la crueldad de las penas y la desigualdad con que se las imponía atendiendo a consideraciones de clase, fortuna, religión, nacionalidad, etcétera.
El movimiento que reaccionó en contra de esa situación, echando las bases del Derecho penal contemporáneo, solo se produjo hacia la segunda mitad del siglo XVIII y constituye un mérito de la Ilustración. Lo encabezó CESARE BECCARIA, nacido en Milán el 15 de marzo de 1738 y muerto en la misma ciudad el 28 de noviembre de 1794. Su obra más importante es un opúsculo denominado Tratado de los delitos y de las penas, que se publicó por primera vez de manera anónima en Liorna, durante el verano de 1764. Aunque no se trata de un trabajo científico, sino de un alegato político en contra de la “justicia de gabinete”, los procedimientos judiciales arbitrarios y crueles y la brutalidad de las penas, el libro de BECCARIA desarrolla para el Derecho punitivo las consecuencias de la teoría de la separación de los poderes del Estado (MONTESQUIEU) y del contrato social (ROUSSEAU).590 Así, en el curso de su argumentación echa las bases del Derecho penal liberal, que sella con su impronta los ordenamientos jurídicos occidentales hasta el presente. A él se debe en especial la elaboración del principio de reserva o legalidad de los delitos y penas, enraizado profundamente en las teorías mencionadas591 y cuya clásica formulación latina, nullum crimen, nulla poena sine lege, fue acuñada algo más tarde por ANSELM VON FEUERBACH (1775–1833).592 Este último será, a su vez, el principal representante del clasicismo penal en Alemania, y su obra científica y legislativa ejercerá una influencia decisiva sobre la evolución posterior del Derecho punitivo en ese país.
Lo que se desarrolla a partir de BECCARIA y FEUERBACH es la elaboración de auténticos sistemas de Derecho penal, tal como se los ha descrito más arriba.593 Como allí se destaca, ellos constituían una necesidad para los ordenamientos punitivos democráticos en la medida en que aspiraban a una justicia igualitaria. No era, por supuesto, la única, sino la que el racionalismo ilustrado había acentuado con la formulación de sus ideas. Además, la aspiración sistemática estaba ya explícita en FEUERBACH,594 pues en él la influencia de la Ilustración se entremezclaba con la del pensamiento kantiano595 y fue él quien primero desarrolló una presentación general de la ciencia del Derecho penal, proyectándola a la práctica cuando le correspondió redactar el Código Penal bávaro de 1813.596
La ciencia penal evolucionó con gran vigor durante todo el siglo XIX, sobre todo en Italia y Alemania por obra de numerosos juristas, de entre todos los cuales es preciso destacar, aparte de FEUERBACH, a FRANCISCO CARRARA.
Estos autores elaboraron sus sistemas en forma individual, sin sentirse vinculados por banderías de escuela y ni siquiera por identidades ideológicas reconocidas. Más tarde, sin embargo, los integrantes de la Escuela Positiva italiana –que constituyeron, por el contrario, un grupo homogéneo con presupuestos y aspiraciones comunes, los reunirán bajo la denominación de “clásicos”597 con el objeto de identificar mejor al adversario. Lo cierto es que los clásicos, no obstante la forma aislada en que trabajaron, son hijos de una misma época. Por esto, más allá de las diferencias que los distinguen, en casi todos ellos pueden encontrarse orientaciones compartidas, que corresponden a los ideales filosóficos, políticos y culturales imperantes en su tiempo. Estos puntos de vista son ciertamente condicionantes para la elaboración ulterior de sus sistemas y les confieren una fisonomía común que, si bien no debe ser exagerada, permite subrayar las semejanzas básicas. Estas son las siguientes598:
1) “El delito es un ente jurídico”.599 Su característica esencial radica en la infracción de la norma. Por consiguiente, no existen otros delitos que los consagrados en la ley. No hay delitos que lo sean “por naturaleza”. El acontecimiento fáctico en que consiste todo delito solo es estudiado por los clásicos en cuanto sus circunstancias determinan alteraciones de la valoración efectuada por la norma (causales de justificación, de exculpación, de atenuación o agravación de la pena, etc.). Cualquier otra consideración de él se encuentra excluida.
2) La responsabilidad penal se funda en la libertad del hombre.600 Este puede elegir quebrantar o respetar los mandatos y prohibiciones que le dirige el ordenamiento. En consecuencia, si se decide por lo primero deberá afrontar el castigo correspondiente. Por esto, a su vez, cuando la facultad de autodeterminación se encuentra deteriorada o no ha llegado todavía a su desarrollo completo (enfermos mentales, menores de edad) el sujeto es inimputable y no es posible someterlo a una pena.
En este punto, sin embargo, no existe acuerdo, pues algunos de los clásicos son deterministas (BENTHAM, FEUERBACH, ROMAGNOSI y, más tarde, MERKEL). Con todo, esto no basta para considerarlos precursores del positivismo.601
3) En lo referente a la naturaleza y fin de la pena, los autores clásicos defienden en forma predominante la teoría de la prevención general, pero esta opinión no es uniforme. En cambio, todos exigen que la sanción se encuentre determinada por la ley tan precisamente como sea posible. Esta es una consecuencia lógica del espíritu liberal que los informa y de la desconfianza generalizada en la judicatura, a la cual BECCARIA exigió privar incluso de la facultad de interpretar la ley.602
4) En atención a sus presupuestos, la ciencia del Derecho penal debe emplear un método deductivo. El sistema se elabora a partir de algunos principios expresos en la ley o que de ella pueden extraerse, desde los cuales, a través de un razonamiento lógico formal, se llega a la solución de las cuestiones particulares.603
Los encargados de redactar el Código Penal chileno se habían formado en estas ideas. Con toda seguridad no conocieron directamente la obra de los clásicos italianos, alemanes o franceses, pero se informaron de sus opiniones a través de las exposiciones de JOAQUÍN FRANCISCO PACHECO.604 Por este motivo el futuro código habría de ser, por fuerza, de factura clásica. Por otra parte, el origen español de nuestra sociedad y la influencia que había ejercido el Derecho peninsular sobre el pensamiento jurídico nacional explican que, además, esa orientación se haya encausado básicamente a través de un modelo hispánico.
En efecto, luego de varios intentos fallidos por dotar a la República de un Código Penal completo y propio,605 un decreto supremo dictado el 17 de enero de 1870 constituyó la comisión que cumpliría por fin esa labor. Se encontraba constituida por ALEJANDRO REYES, EULOGIO ALTAMIRANO, JOSÉ CLEMENTE FABRES, JOSÉ GANDARILLAS, MANUEL RENGUIFO Y JOSÉ VICENTE ABALOS. Pocas semanas más tarde se integró también con DIEGO AMSTRONG606 y, posteriormente, ABALOS fue reemplazado por ADOLFO IBÁÑEZ. En un primer momento, el Ministro de Justicia, BLEST GANA, abogó por que se empleara como modelo a seguir el Código Penal belga de 1867 en consideración a su modernidad; sin embargo, en la Comisión prevaleció el criterio de REYES que se inclinaba a servirse para esos efectos del Código Penal español de 1848.607 Aunque no se descartó la consulta al texto legal belga, lo cierto es que el nuevo Código, aprobado con fecha 12 de noviembre para principiar a regir el 1º de marzo de 1875, fue marcadamente tributario de la ley española.
III. LA EVOLUCIÓN DE LA CIENCIA DEL DERECHO PENAL CON POSTERIORIDAD A LA PROMULGACIÓN DEL CÓDIGO PENAL DE 1875 Y SU INFLUENCIA SOBRE LA LEGISLACIÓN NACIONAL
En la segunda mitad del siglo XIX adquieren una importancia predominante las corrientes naturalistas, cuya expresión más divulgada fue el positivismo, encabezado por AUGUSTO COMTE y HERBERT SPENCER. El enorme progreso experimentado por las ciencias causal-explicativas, una percepción no siempre afortunada del criticismo kantiano y el desaliento causado por las dificultades con que tropezaban los grandes sistemas idealistas, empujaban a los pensadores de la época hacia una desconfianza generalizada respecto de la metafísica y, por ende, a considerar que los únicos conocimientos válidos y los únicos resultados seguros eran los que se obtenían de la experiencia.
En el ámbito del Derecho penal esto significa un desplazamiento del interés que hasta entonces recae sobre las normas y sus condiciones de legitimidad, y ahora se proyecta sobre el hecho socialmente desviado en sí mismo y sobre su autor, a los cuales se puede someter a un examen empírico. Con esto, como es lógico, ya no se trata de alcanzar soluciones justas, sino socialmente eficaces, suponiendo, desde luego, que ellas pueden extraerse en forma directa del estudio del delincuente, de sus características personales (LOMBROSO) o de las particularidades de la situación social (FERRI).
La escuela positivista así concebida se desarrolla con vigor en Italia, de donde proceden sus representantes más connotados: CESARE LOMBROSO, ENRICO FERRI y RAFFAELE GAROFALO. Enfrentando de manera radical a los clásicos, sus postulados aparecen como auténticas contrapartidas de aquellos en que estos se encontraban de acuerdo.608 Así, en la siguiente exposición sistemática, el paralelismo es completo:
1) Para los positivistas, en primer lugar, el delito es un ente de hecho. Esto significa, por un lado, que su existencia no se deduce de la infracción de la norma sino de ciertas características inmanentes a su contenido fáctico. Por eso se esfuerzan en buscar un concepto de delito natural, esto es, de aquel que lo es en todo tiempo y lugar, con prescindencia de cualquier ley destinada a consagrarlo. El empeño, sin embargo, estaba destinado al fracaso y hasta la definición debida a GAROFALO609, una de las más elaboradas que consiguieron acuñarse, no pudo prescindir de referencias normativas, ciertamente extrajurídicas pero, aún así, ajenas a la concepción de la que partía su autor.
Por el otro lado, la afirmación implica la idea de que el estudio del delito tiene un objeto de hecho y, en consecuencia, puede y debe realizarse en conformidad a los métodos y categorías de las ciencias naturales. Lo importante no consiste en establecer los presupuestos jurídicos de la conducta punible, sino sus causas y sus consecuencias.
2) El punto de partida expuesto se basa en una concepción determinista. Los actos del hombre son solo el producto de factores causales ciegos que los condicionan y no comportan decisión de voluntad alguna. Por consiguiente, no puede hablarse de una auténtica responsabilidad personal por el hecho desviado. Las medidas de reacción que adopta la comunidad en contra del autor no persiguen castigarlo, sino solo defender a la sociedad de sus tendencias peligrosas. De este modo, la idea de la responsabilidad por el acto es sustituida por la de la temibilidad del agente, y se propicia la instauración de un Derecho penal del autor,610 en el que la distinción entre imputables e inimputables (enfermos mentales, menores de edad) carece de significación, pues la peligrosidad de unos y otros debe ser evaluada de la misma forma.
3) En base a estos presupuestos, la pena pierde incluso sus características de tal para transformarse en una pura medida de prevención especial611 que, a veces, se entiende de una manera eliminatoria612. Por otra parte, como la medida temporal ha de seguir surtiendo efecto mientras perdura la temibilidad del autor, y este es un término impredecible, los positivistas postulan su indeterminación absoluta.
4) Por último, el positivismo, fiel a sus precedentes filosóficos, exige que la ciencia del Derecho penal se valga, como las disciplinas causal–explicativas, del método inductivo. Es del estudio de los hechos delictivos en particular y de la contemplación de sus regularidades de donde se pueden extraer reglas generales firmes, susceptibles de comprobación empírica. La teoría del “hombre delincuente” de LOMBROSO o de los “sustitutivos penales” de FERRI constituyen ejemplos característicos de tal tendencia.
En Alemania, los criterios rectores del positivismo encontraron también un defensor en FRANZ VON LISZT, quien se enfrentó con CARLOS BINDING, que representaba la expresión más alta del clasicismo tardío. Pero, aunque el debate también fue enérgico nunca alcanzó los niveles de apasionamiento que tuvo en Italia; y eso, como se verá, impidió que la ciencia penal alemana siguiera el curso declinante que afectó a la de la Península.
En Italia, en efecto, la aparición del positivismo desencadenó una polémica violenta que a menudo superó los límites admisibles en un debate científico. Quizás por ese motivo la discusión, que había concentrado el interés de los juristas hasta la tercera década del siglo XX, fue cayendo poco a poco en el desprestigio e, incluso, provocó un deterioro de la ciencia penal italiana. Promediando los años treinta del siglo pasado, ARTURO ROCCO reaccionó en su contra fundando la llamada Escuela Técnico–Jurídica613, con arreglo a cuyo punto de vista el Derecho penal debe desembarazarse de todos los problemas meta jurídicos ventilados por clásicos y positivistas, limitándose a efectuar una exégesis objetiva y acuciosa de las leyes en vigor, prescindiendo de cuestiones filosóficas cuyo estudio yace fuera del campo de su competencia. Este enfoque, aceptado de manera entusiasta por la mayoría de los juristas italianos de la época, contribuyó al desarrollo de una destreza hermenéutica admirable, pero, al mismo tiempo, algo chata e inclinada al bizantinismo en el manejo de los textos positivos, cuyas inevitables ambigüedades o referencias al valor se intentaron superar muchas veces acudiendo a recursos técnicos y literales que semejan verdaderos juegos de palabras sin contenido. Ello no ha significado el descrédito de la ciencia penal italiana, pues su vigor histórico la ha preservado de precipitarse en la rutina insustancial: pero, de todos modos, implicó que cediera a la alemana el liderazgo que había ejercido por largo tiempo en el Derecho comparado.
Aparte de otras críticas que se han dirigido en contra de las doctrinas positivistas –en especial, las relativas a la inseguridad que involucran sus concepciones desmesuradas sobre prevención especial614– en el último tiempo se las acusa también de ser un punto de vista destinado a consolidar el predominio de la clase social que estableció su hegemonía con la instauración definitiva de los Estados liberales (democracias capitalistas). En efecto, mientras los clásicos habrían sido los portavoces de tendencias dispares en una época agitada por ideas libertarias, sosteniendo un debate científico en que se expresaban todos los puntos de vista y se discutía vigorosa y abiertamente, los positivistas solo buscarían legitimar los privilegios de la burguesía triunfante. En especial son objetados los intentos de identificar a los sujetos con inclinaciones delictuales mediante la asignación de características que usualmente coinciden con las de los integrantes de las clases desposeídas –e, incluso, de los pueblos económicamente más atrasados, para luego aplicarles medidas eliminatorias y segregadoras, así como tratamientos rehabilitadores que prescinden de la dignidad del hombre y pretenden uniformar la conducta de los oprimidos en beneficio de los opresores.
Como suele ocurrir, estas opiniones contribuyen parcialmente a esclarecer los orígenes y las motivaciones de la concepción atacada, pero no se debe absolutizarlas. Los positivistas, como los clásicos, son hijos de su tiempo. Estos últimos combaten por el establecimiento de una sociedad que les parece más justa y aquellos creen haber alcanzado una organización perfecta que, como es frecuente, cometen el error de suponer inmutable. Esto explica que los positivistas observen una actitud conservadora y atribuyan las desviaciones de las conductas socialmente aprobadas a manifestaciones de perversidad hereditaria o a la desocialización provocada por la formación recibida en medios marginales. Pero, aun siendo así, no es justo considerar sus planteamientos como un conjunto de consignas elaboradas solo para legitimar el statu quo. Más bien, ellos representan la evolución natural de concepciones que ponían una confianza excesiva en los resultados obtenidos por la nueva organización social, económica y política, uno de los cuales había sido el progreso asombroso de las ciencias naturales conseguido, entre otras razones, merced a la liberación de las tutelas ético–religiosas que la habían limitado en el período precedente pero que, por eso mismo, tendían a desdeñar los componentes morales y valóricos en general implicados en los problemas jurídicos. Esta actitud, mezclada con la convicción de que quienes no se plegaban a las exigencias del orden en que se habían puesto tantas esperanzas no podían ser sino anormales y degenerados, les impidió percibir las deficiencias y carencias que subsistían en el nuevo régimen, induciéndolos, además, a propiciar soluciones éticamente inaceptables para los conflictos que derivaban de ellas, con prescindencia de la dignidad humana de los protagonistas.615
El positivismo, por consiguiente, provocó desorientación e, incluso, fue empleado muchas veces para legitimar irrupciones arbitrarias en la esfera de derechos de los ciudadanos. Sin embargo, como a pesar de todo respondió a un deseo de saber auténtico y al propósito de poner los conocimientos adquiridos al servicio de la sociedad, hizo también aportes valiosos al progreso del Derecho penal.
Ante todo, obtuvo que el enfoque racionalista y abstracto de los clásicos se corrigiera, en particular allí donde el Derecho penal de actos descuidaba demasiado la consideración del autor y sus circunstancias. Provocó, asimismo, un examen crítico del sistema de sanciones y su ejecución, abriendo paso a ciertas conquistas válidas de la teoría preventiva especial y echando las bases para la instauración del “duplo binario” 616 con la introducción de las medidas de seguridad.617 Sobre todo, aportó los fundamentos para la organización y desarrollo de la criminología. Por otra parte, muchos de sus postulados, revisados y actualizados, perduran en tendencias modernas, como la de la Nueva Defensa Social, la cual se aproxima especialmente a una cierta ortodoxia genovesa encabezada por GRAMMATICA.
La polémica entre clásicos y positivistas se proyectó tardíamente entre nosotros. Recién a comienzos de la década de 1940, RAIMUNDO DEL RÍO,618 haciendo suyos los postulados, propone a discusión las nuevas tendencias. La posición de los clásicos, a su vez, muy confundida con ideas propiciadas por la llamada Escuela Moderna (o de la Política Criminal) de LISZT619 –que, en rigor, tenía muchos más puntos de contacto con el positivismo naturalista que con el clasicismo racionalista– es defendida por PEDRO ORTIZ.620 El debate fue poco fecundo en creaciones originales, pero cooperó a la recepción de algunas ideas fundamentales. Numerosas leyes complementarias del Código Penal recogen instituciones acuñadas o sugeridas y puestas en vigencia por la doctrina positivista. Así, la introducción del sistema de “remisión condicional de la pena” como un recurso para combatir las consecuencias indeseables de las penas cortas privativas de libertad (Ley 7.821, de 20 de agosto de 1944, modificada por la 17.642 de 4 de mayo de 1972 y por la 18.216 de 14 de mayo de 1983, que reformuló una vez más la institución y consagró otras dos medidas como “alternativas” a las penas privativas o restrictivas de libertad: la “libertad vigilada” y la “reclusión nocturna”);621 la creación de un sistema de medidas de seguridad y corrección –aunque prácticamente inoperante– en la Ley 11.625, de 4 de octubre de 1954, sobre Estado Antisociales, hoy derogada, etcétera.
A pesar de todo, el Derecho penal chileno ha continuado siendo predominantemente clásico. Por otra parte, ni los proyectos de reforma nacionales (ERAZO–FONTECILLA, 1929; ORTIZ–VON BOHLEN, 1929; SILVA–LABATUT, 1938; Comisión designada en 1945; Comisión del llamado Foro Penal en 2005; Comisión de Código Penal en 2013) ni el del Código Penal Tipo para Latinoamérica han modificado esa tendencia en lo esencial.
Nuestra ciencia del Derecho penal entre tanto experimentó una evolución alentadora después de la Segunda Guerra Mundial. A ella contribuyó de manera importante el jurista español LUIS JIMÉNEZ DE ASÚA, quien abandonó su patria al concluir la contienda civil y se radicó en Buenos Aires, desde donde desarrolló hasta su muerte, en 1970, una actividad académica y editorial infatigable. Esto significó una amplia difusión de los sistemas europeos continentales en América Latina, que fue reforzada además con la traducción de algunas obras fundamentales como el Programa de Derecho Criminal de CARRARA, el Tratado de LISZT (algo anterior) y los de MANZINI, MAGGIORE, BETTIOL, ANTOLISEI, MEZGER, WELZEL, DOHNA, JESCHECK, WESSELS, JAKOBS, STRATENWERTH, ROXIN, MAYER, FEUERBACH, FERRAJOLI, FUNDACA MUSCO y RAINIERI, por no citar sino algunos.
En Chile, como en todo el resto del continente, este florecimiento estuvo marcado por la influencia de la doctrina italiana, más accesible a nuestros académicos también por razones idiomáticas. A ese período corresponde en especial la obra de LABATUT, al que debe acreditarse el mérito de haber presentado por primera vez, bajo la forma de un manual destinado a la docencia, un sistema del Derecho penal vigente en nuestro país. En ese momento, sin embargo, ya la ciencia alemana había adquirido un desarrollo extraordinario y dominaba casi por completo el panorama del Derecho penal comparado. La proyección de ese estado de cosas sobre la doctrina nacional es patente en la creciente producción literaria que caracterizó a las últimas décadas del siglo pasado y la primera del actual. En mayor o menor medida lo acusan las obras generales o monográficas de NOVOA, BUNSTER, ETCHEBERRY, COUSIÑO, FONTECILLA, SCHWEITZER, POLITOFF, BUSTOS, GRISOLÍA, YÁÑEZ, BULLEMORE y MACKINNON, PIÑA, VAN WEEZEL, VARGAS, LUIS ORTIZ, GARRIDO, MERA, NÁQUIRA, RODRÍGUEZ COLLAO, KUNSEMÜLLER, MATUS Y RAMÍREZ, HERNÁNDEZ, COUSO, GUZMÁN DALBORA, MAÑALICH y mías, entre otras.622 Para percibirlo, además, basta con echar una mirada a los artículos, comentarios y recensiones aparecidos en las décadas de 1950, 1960 y principios de la de 1970 en la Revista de ciencias penales, la publicación periódica más importante que se editó en Chile sobre la materia pero que, por desgracia, actualmente ha dejado de aparecer.
La situación descrita es satisfactoria solo hasta cierto punto.
Por supuesto es positivo contar con un caudal de literatura especializada del que la práctica no disponía hace apenas medio siglo. Pero es necesario subrayar, en primer lugar, que en los últimos años del siglo XX el flujo de trabajos disminuyó en forma alarmante. Por otra parte, aun prescindiendo de esta infortunada circunstancia, no está de más preguntarse hasta dónde hemos conseguido elaborar unos sistemas de Derecho penal plenamente válidos para nuestro país a partir de concepciones estructuradas no tan solo en torno a un ordenamiento jurídico extraño sino, sobre todo, a supuestos históricos, sociales y culturales distintos de los nuestros.
La respuesta a esta pregunta debe ser cautelosa. Evidentemente, la exagerada dependencia de la literatura jurídica procedente de una cultura diferente es indeseable. Pero también lo es el “provincianismo” científico, que agota el debate de las soluciones proporcionadas por la literatura nacional, negándose a reflexionar sobre las posibilidades de encontrar en el Derecho comparado algunas soluciones susceptibles de adaptarse a los problemas planteados por el propio.
Entre nosotros la cuestión presenta distintas facetas. Por un lado, la doctrina se ha dejado seducir con frecuencia por las construcciones ciertamente admirables de algunos autores extranjeros –en especial alemanes– trasplantándolas, a veces de manera acrítica, a nuestra dogmática. Por otro, la práctica, salvo raras excepciones, ha eludido la responsabilidad de discutir seriamente esos puntos para verificar si son operables y eficaces en los casos concretos. Asilada en la superficialidad del “buen sentido” y la “interpretación literal”, la jurisprudencia ha renunciado a menudo su participación en la tarea de contribuir al desarrollo de un sistema consistente con la ley en vigor y la realidad nacional. El resultado es un divorcio entre el Derecho vigente y su aplicación. Aquel no siempre es lo que sostiene la literatura y pocas veces es lo que invocan las sentencias de los tribunales.
Para que se produzca una reacción adecuada son necesarios esfuerzos honestos de una y otra parte. La ciencia debe proseguir investigando con una visión abierta a las sugerencias y soluciones que proceden del Derecho comparado; pero, al mismo tiempo, tiene que detenerse más en la contemplación de la ley y la realidad nacional, a fin de adecuar mejor sus resultados a las exigencias de estas. La práctica, por su parte, debe desembarazarse del prurito autoritario a que la vuelven proclive sus facultades resolutivas, para comprender que el servicio de estas últimas implica la obligación de informarse permanente sobre los progresos de la teoría, poniéndola además a prueba cada vez que las circunstancias lo permitan.623
Finalmente, es necesario señalar que, en la actualidad, aparte de la influencia italiana y alemana, se está dejando sentir en nuestro medio la del extraordinario florecimiento experimentado en los últimos años por la ciencia española del Derecho penal. A partir de la década de los sesenta, en efecto, la dogmática peninsular se ha situado entre las mejores de Europa, elaborando sistemas muy valiosos. Autores como CÓRDOBA RODA, GIMBERNAT ORDEIG, CEREZO, BACIGALUPO, RODRÍGUEZ DEVESA, RODRÍGUEZ MOURULLO, MIR, MUÑOZ CONDE, CANCIO MELIÁ Y SILVA SÁNCHEZ, por citar solo algunos, han trascendido hace tiempo las fronteras de su país y sus puntos de vista se discuten al más alto nivel internacional. Dada la vinculación histórica existente entre nuestra legislación y la española, la importancia de esta evolución para la dogmática y la práctica nacional está fuera de discusión.