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ОглавлениеCAPÍTULO III
LA LEY PENAL Y SU VIGENCIA
§ 7. LAS FUENTES DEL DERECHO PENAL
I. EL PRINCIPIO RECTOR DEL DERECHO PENAL LIBERAL: NULLUM CRIMEN NULLA POENA SINE LEGE, Y SUS DISTINTOS SIGNIFICADOS
En el presente casi todos los ordenamientos jurídicos se erigen sobre la base del principio de reserva o legalidad, con arreglo al cual no hay delito ni es posible la imposición de una pena sino cuando existe una ley que incrimina el hecho respectivo estableciendo, además, la naturaleza y magnitud de la sanción a que se encuentra sometido (nullum crimen nulla poena sine lege).
Este principio, sobre cuyos orígenes históricos se ha dado ya una noticia breve,624 expresa de manera enfática la función de garantía que compete a la ley penal en el Estado de Derecho liberal.625 En efecto, a través de sus distintos significados traza con firmeza los límites de un campo en el que todas las decisiones fundamentales competen exclusivamente a la ley, a fin de que el ciudadano cuente con la certeza de que ella –y solo ella– le dirá precisamente lo que debe o no hacer a fin de no verse expuesto a la imposición de una pena, hasta dónde puede llegar sin ser alcanzado por la amenaza punitiva e, incluso, la naturaleza y magnitud de las consecuencias de las consecuencias a las cuales se lo someterá si toma el riesgo de infringir los mandatos o prohibiciones legales.626
a) Cuando se trata de los significados del principio de reserva, conviene exponer, ante todo, que contiene una doble referencia: al delito y a la pena. Su formulación tradicional, por consiguiente, puede desdoblarse en dos: por una parte, no hay delito sin ley y, por la otra, no hay pena sin ley.627 Aunque ambos se encuentran estrechamente vinculados, incluso de un modo conceptual, en la práctica pueden operar con independencia, cosa que no siempre se enfatiza bastante y, sin embargo, es apreciable en los ejemplos siguientes:
1) La ley A establece que cierta conducta constituye un hecho punible, pero omite consagrar la pena que se asocia a su ejecución o bien manda que se le impongan las que se instituirán en un texto futuro, destinado a regular materias conexas con aquellas de que se trata en ella. Mientras no se subsane el defecto o no se promulgue la ley a que reenvía la disposición A, quien ejecute la conducta descrita por ella no puede ser castigada, aunque en rigor ha ejecutado un delito, porque hacerlo importaría una infracción al nulla poena sine lege. Lo mismo sucede si la ley A preceptúa que la acción en cuestión se sancione “con la pena que el juez determine” o con “la que establece un Reglamento dictado por el Presidente de la Republica”.628 En nuestro sistema jurídico–penal la situación es semejante también cuando la ley A consagra una pena excesivamente indeterminada (vr.gr. “prisión o presidio menor o mayor en cualquiera de sus grados”; “reclusión o presidio menor o mayor en cualquiera de sus grados a presidio perpetuo”; “una cualquiera de las penas contempladas en las escalas graduales número 2 y 3 del art. 59 C.P.” etc.) En todos estos casos la indefinición de la pena aplicable equivale a la inexistencia de su consagración legislativa (discutible).629
2) La ley B establece que se impondrá la pena que señala precisa y determinadamente “a todos los hechos que el juez considera atentatorios contra la paz social” o “a las conductas reñidas con los sanos sentimientos de piedad y probidad imperantes en la convivencia”, etc. En tales casos la imposición de la sanción no es posible porque ella importa una infracción al nullum crimen sine lege, aunque el nulla poena se encontraría a salvo. Otro tanto sucedería si la ley B impone esa pena a hechos que se describen en un texto legal aún no promulgado, mientras este último no entre en vigor.
De lo expuesto se deduce que la violación de cualquiera de ambos principios es equivalente y que no debe incurrirse en la confusión de considerar que, si la ley satisface las exigencias del nullum crimen, cumple también las del nulla poena y viceversa, cosa que, como se ha demostrado, es inexacta.
Hecha esta salvedad, no hay inconvenientes para examinar en conjunto las otras características generales de ambos principios. No obstante, en lo referente a los detalles la separación debe tenerse siempre presente.630
Históricamente estos dos sentidos del principio de legalidad se reconocen también separadamente. En efecto, el nullum crimen no fue del todo extraño a las legislaciones más antiguas que, aun cuando en forma imprecisa, procuraron siempre describir las conductas que consideraban dignas de represión. Así ocurre ya en la Biblia, el Código de Hammurabi, las leyes griegas y romanas631 o el Corán. Aunque solo fuera con propósitos de prevención general entendida en una forma rudimentaria, todos esos ordenamientos se preocupan de que el conglomerado social sepa lo que está prohibido y, salvo algunos casos de abuso de poder relativamente infrecuentes, no se imponían castigos de manera caprichosa e inesperada. Esta tendencia se encuentra ya muy acentuada en ordenamientos jurídicos más recientes, como las Siete Partidas, la Constitución Carolina o la Teresiana, que sin ella carecerían incluso de razón de ser. Por el contrario, el nulla poena, entendido como exigencia de que la amenaza penal, su naturaleza y cuantía se encuentren determinadas por la ley es una conquista de las doctrinas liberales inspiradas en la filosofía de la Ilustración. Por consiguiente, su consagración definitiva solo se produce a fines del siglo XVIII y principios del XIX.
b) El principio de reserva tiene varios significados, cada uno de los cuales se ha acentuado más o menos por la legislación y la doctrina de los distintos países atendiendo a circunstancias históricas variables. Así, por ejemplo, la literatura alemana parece haber enfatizado especialmente aquel de sus sentidos que implica una prohibición de analogía,632 al paso que entre nosotros suele formulárselo de una manera que subraya aquel en virtud del cual se prohíbe la aplicación retroactiva de las leyes penales.633 Hoy, sin embargo, existe un acuerdo relativamente amplio para considerar que esos diferentes contenidos del principio son complementarios y se encuentran relacionados tan estrechamente que la inobservancia de cualquiera trae aparejada la de todos.634 Así lo expresa la agregación generalmente aceptada en el presente, según la cual el principio cumple tres funciones distintas formuladas sintéticamente de la siguiente manera: “Nullum crimen, nulla poena sine lege previa, scripta et stricta”. (No hay delito sin una ley previa, escrita y estricta).635
1) En el primero de los sentidos señalados (no hay delito ni pena sin una ley previa), el principio de reserva implica una prohibición de retroactividad que limita, en consecuencia, las facultades del legislador, pero también la del juez que no podrá aplicar una ley nueva a hechos ocurridos con anterioridad a su entrada en vigor. Su tratamiento pormenorizado corresponde, por consiguiente, al capítulo sobre los efectos de la ley penal en cuanto al tiempo.636
2) En el segundo (no hay delito ni pena sin una ley escrita), significa que solo puede ser fuente del Derecho penal una ley formalmente tal, es decir, aquella que se ha formado de conformidad con los arts. 65 y siguientes de la C.P.R. Es, por lo tanto, una limitación dirigida al juez, que no puede buscar delitos y penas en el Derecho consuetudinario, incluyendo entre las últimas la agravación de las mismas. De él se trata en los apartados siguientes de este capítulo.
3) En el tercer sentido, por último, (no hay delito ni pena sin una ley estricta) el principio expresa una exigencia de taxatividad y, consiguientemente, una prohibición de integración analógica, estrechamente vinculada con el aspecto anterior,637 pues si se prohíbe al juez recurrir a cualquier clase de normas que no estén contenidas en una ley formal, con mayor razón ha de vedársele la creación de ellas mediante un razonamiento analógico. Por este motivo, el estudio detallado de este aspecto debiera efectuarse también dentro del presente capítulo. Sin embargo, a causa de su íntima relación con los problemas relativos a la interpretación de la ley penal –a la cual, en rigor, no pertenece, pero de algunas de cuyas formas es necesario delimitarlo– se lo tratará en ese lugar.638
JESCHECK-WEIGEND atribuye al principio un cuarto significado: nullum crimen sine lege certa, de acuerdo con el cual se exige a la ley penal el máximo de determinación.639 Es así, en efecto: “los tipos penales deben estar redactados del modo más preciso posible, evitando emplear conceptos indeterminados, imponiendo consecuencias jurídicas inequívocas y conteniendo únicamente marcos penales de extensión limitada”.640 Sin embargo, esta exigencia de determinación está ya implícita en la prohibición de analogía (nullum crimen sine lege stricta) porque esta solo cumplirá su función de garantía si la descripción legal de los delitos y la conminación legal de las penas es precisa e inequívoca.
El principio de legalidad se encontraba consagrado en el art. 11 de la C.P.E. de 1833 y de la de 1925, que ha sido reemplazado por los incs. octavo y noveno del número 3° del art. 19 de la C.P.R. de 1980, con arreglo a los cuales “ningún delito se castigará con otra pena que la que señala una ley promulgada con anterioridad a su perpetración a menos que una nueva favorezca al afectado” (nulla poena sine lege) y “ninguna ley podrá establecer penas sin que la conducta que sanciona esté expresamente descrita en ella (nullum crimen sine lege). La primera de estas disposiciones se reitera, además, en el art. 18 del C.P. y ambas en el 1º inc. primero de ese mismo cuerpo legal.
El art. 11 de la C.P.E. de 1925 establecía que “nadie puede ser condenado, si no es juzgado legalmente y en virtud de una ley promulgada antes del hecho sobre que recae el juicio”. La nueva redacción mejora en varios aspectos la formulación del principio, separándolo del nulla poena sine iudicio, distinguiendo el nulla poena del nullum crimen y consagrando de manera expresa la retroactividad de la ley más favorable al imputado.641 Su texto, no obstante, excluye todavía la reserva de las medidas de seguridad y corrección, lo cual, atendido el estado actual de la cuestión, es poco deseable.642
II. LA LEY COMO ÚNICA FUENTE INMEDIATA DEL DERECHO PENAL
De acuerdo con lo expuesto,643 solo puede ser fuente del Derecho penal una ley propiamente tal, esto es, aquella que se ha formado con sujeción a las normas constitucionales sobre la materia644 (ley en el sentido del art. 1º del C.C.).
Esta exigencia, fundada en la teoría del contrato social, conserva todo su valor para el Estado Democrático de Derecho. En efecto, si ese Estado abriga la pretensión de crear el espacio más amplio posible para la convivencia y conciliación de quienes piensan y creen cosas distintas, es necesario que las prohibiciones y mandatos penales procedan de aquel de los poderes cuya configuración, por ser la más pluralista, otorga más posibilidades de expresión a los “diferentes”, ofreciéndoles una oportunidad de negociar sus contenidos y límites. Allí, en efecto, los puntos de vista de las mayorías o de los grupos dominantes tienen que concertarse, siquiera en parte, con los de las minorías y los conglomerados menos poderosos. Y esta pareciera ser hasta ahora la única forma conocida de obtener algún acuerdo razonable para mantener al Derecho penal, hasta donde sea posible, su carácter de ultima ratio, esto es, de instrumento subsidiario al cual solo se acude cuando otros mejores han fracasado en la tarea de ordenar la convivencia645; pues, en efecto, mediante tal expediente se asegura que la necesidad social de la pena sea ponderada y luego declarada por una representación proporcional de la comunidad a la cual afectará.646
A este respecto debe tenerse presente que la ley en sentido estricto es fuente de Derecho punitivo, aunque no revista carácter penal expreso. Por supuesto, toda ley que establece un delito y le impone una pena es una ley penal, pero en las que forman parte de otros ordenamientos pueden encontrarse disposiciones que producen también efectos en el campo punitivo. El art. 129 del C.P.P., por ejemplo, admite la detención por “cualquier persona” en caso de flagrancia. Esto es una consecuencia de la unidad del ordenamiento jurídico, conforme al cual la esencia de cada una de sus ramas solo puede ser aprehendida mediante una referencia al contexto de que forma parte. Y debe acentuárselo porque, tal como muchas veces se incurre en la tentación de trasladar superficialmente a otros campos los conceptos pertenecientes a una de ellas,647 es frecuente también olvidar sus relaciones, sobre todo cuando estas son menos evidentes que en los ejemplos propuestos.
a) No son leyes en sentido estricto y, por consiguiente, no constituyen fuentes del Derecho penal los decretos con fuerza de ley, esto es, aquellas manifestaciones de la potestad normativa del Poder Ejecutivo que, en virtud de una delegación de facultades realizada por el Legislativo, regulan materias propias de una ley.
La posibilidad de efectuar esta clase de delegaciones era cuestionada en general cuando regía el texto original de la C.P.E. de 1925.648 La opinión prevalente las consideraba inconstitucionales y “desaconsejables políticamente”.649 Sin embargo, como esa Carta Fundamental no se refería al asunto –aunque de su historia se desprendía que tal silencio implicaba una desautorización–,650 era posible abrigar alguna duda o eludir un pronunciamiento como en verdad lo hizo constantemente la jurisprudencia.651 La reforma de este texto constitucional, que entró en vigencia el 4 de noviembre de 1970 (Ley 17.984) puso fin al debate. Por un lado, el art. 44 Nº 15 permitía expresamente que el Poder Legislativo hiciera delegaciones de sus facultades respecto de ciertas materias. Por el otro, en la enumeración que se hacía de estas últimas no se incluían (con toda razón) las de carácter penal. A partir de ese momento, la cuestión quedó zanjada, haciéndose patente la inconstitucionalidad de los D.F.L. que crean delitos e imponen penas. Tanto más cuanto que la norma “previene expresamente que la delegación no podrá referirse a materias comprendidas en las garantías constitucionales (con ciertas excepciones que no se extienden al principio de reserva ni a las garantías procesales-penales)”.652 La solución aparece aún más enfatizada en el art. 64 inc. segundo de la C.P.R. de 1980, en donde la prohibición de que la autorización se extienda a materias comprendidas por las garantías constitucionales no reconoce ahora excepción alguna.
A pesar de todo, ni la doctrina ni la jurisprudencia se inclinan a una solución radical del problema que implicaría la declaración de inconstitucionalidad de cada una de las normas penales contenidas en D.F.L. Esa actitud se funda, sobre todo, en consideraciones de carácter práctico. Por una parte, la Corte Suprema sostuvo que decisiones de esa clase importarían una invasión de las atribuciones de los otros poderes del Estado;653 por la otra, se temía privar de vigencia a normas más o menos complejas que regulan actividades de interés social considerable654 y cuya sustitución importaría trastornos de toda índole.
En mi opinión, ambos argumentos son insatisfactorios, y es de esperar que esta irregularidad sea subsanada por el Tribunal Constitucional, cuyas facultades, contenidas ahora en los arts. 92 y sigts. de la C.P.R., lo habilitan para hacerlo, ponga término a esta irregularidad que la Corte Suprema no supo –o no quiso– enfrentar. Solo una concepción anacrónica del principio de separación de los Poderes del Estado podría apreciar en eso una infracción de sus consecuencias; pues para el Estado de Derecho contemporáneo ese principio no excluye, sino que presupone una interrelación constante entre dichos poderes y, así precisamente, la limitación de cada uno por los otros, en un juego de constante equilibrio y ajuste. Lo cierto es que la Corte Suprema, escudada por lo general en consideraciones formales, renunció una y otra vez a participar en esa delicada tarea, declinando de tal manera quizás la parte más importante de su función social. Por eso, con toda razón esta le fue retirada y transferida al Tribunal Constitucional, que es de esperar la cumpla con mayor fortaleza y acuciosidad, como en principio pareciera dispuesto a hacerlo.655
Por lo que se refiere a las dificultades que generaría la declaración de inconstitucionalidad de aquellos DFL que infringen el nulla poena, creo que se las magnifica. Ella provocaría, por supuesto, algún desorden y el riesgo de una actitud consistente del Tribunal Constitucional lo aumentará cada vez más al declarar sucesivamente inaplicables y posteriormente inconstitucionales los DFL viciosos. Pero un peligro como ese es saludable, pues fortalece el llamado de atención que se dirige a los Poderes comprometidos, induciéndolos a regularizar con prontitud la situación anómala a la que se trata de poner fin.
b) Tampoco son leyes en sentido estricto y, por lo tanto, no constituyen fuente regular del Derecho penal los decretos leyes, esto es, aquellas normas dictadas por el gobierno de hecho durante un período de crisis constitucional, en el que los órganos del Poder Legislativo han cesado de funcionar.
Con todo, el problema que se presenta aquí es distinto del que plantean los DFL pues, como observa ETCHEBERRY,656 en este caso no se trata de enjuiciar la constitucionalidad de tales disposiciones porque ellas son, justamente, el producto de una situación en la que el orden constitucional se ha derrumbado y la Carta Fundamental no rige, de suerte que tampoco es posible vulnerarla.
Lo que ocurre es que en tales períodos existen de todas maneras unas relaciones sociales a las cuales es preciso regular, y quienes detentan el poder tienen que hacerlo mediante actos anómalos cuya vigencia solo depende de la medida en que las autoridades de hecho están en condiciones de imponerlos coactivamente. Por lo tanto, su imperio es una cuestión de hecho que, como tal, no admite una valoración jurídica. Mientras persiste la situación irregular, esta clase de preceptos se cumplen o no, pero su validez está fuera de discusión, puesto que no hay una Norma Fundamental con la cual contrastarlos.
La cuestión surge cuando se restablece el orden institucional, pues entonces sí es necesario evaluar el conjunto de los actos realizados por la administración de facto, incluidos los DL de que se sirvió para ordenar las relaciones sociales mientras ostentaba el poder.657
De acuerdo con lo expuesto, el principio ha de ser que los DL carecen de existencia en cuanto normas y, por consiguiente, sus mandatos y prohibiciones cesan de surtir efectos cuando desaparece la autoridad de hecho que le otorgaba la coactividad en que se basaba su imperio. Lo cierto es que, sin embargo, sobre todo cuando el período de anormalidad ha sido prolongado, las relaciones sociales ordenadas por esas disposiciones pueden ser numerosas y estar entrecruzadas de tal manera con las que se rigieron por normas jurídicas auténticas que resulta imposible separar las unas de las otras. Por esta razón la conducta legislativa más sana consistiría en efectuar un examen conjunto de los DL, descartando sin más todos aquellos cuyo desconocimiento no provoque problemas y formalizando los restantes mediante un procedimiento jurídicamente (constitucionalmente) establecido. Mientras esto último no ocurra, aquellos que han creado delitos y consagrado las penas correspondientes no deben, en mi opinión, recibir aplicación.
La doctrina dominante ha operado aquí con un criterio semejante al que justifica la vigencia de los DFL. Los DL, incluso aquellos que versan sobre materias penales, siguen siendo aplicados después de que concluye la situación anormal, con el pretexto de evitar problemas prácticos.658 Es verdad que en este caso el argumento se funda en hechos más complejos, lo cual acentúa su realismo. Aun así, creo que también aquí una actitud enérgica del órgano jurisdiccional competente contribuiría a una regularización satisfactoria de la situación. Y esto no con el objeto de abogar por un formalismo vacío, sino a causa de que en estas materias el imperio de las formas es muchas veces la única garantía de seguridad jurídica; por eso, habituarse a prestarles acatamiento puede ser fundamental para la preservación de la Libertad.
III. LAS FUENTES MEDIATAS DEL DERECHO PENAL
Lo expuesto en el párrafo anterior no excluye la posibilidad de que puedan ser fuentes mediatas del Derecho penal otros actos legislativos cuya jerarquía es inferior a la ley en sentido estricto, y aun el Derecho consuetudinario. Esto ocurre, en primer lugar, cuando el precepto punitivo se remite a ordenamientos distintos cuya materia es susceptible de ser regulada en parte por decretos, reglamentos, ordenanzas o, incluso, por la costumbre. Asimismo, cuando emplea conceptos procedentes de otros ámbitos jurídicos, cuyo sentido exacto está determinado hasta cierto punto por disposiciones contenidas en normas de menor nivel.659
Ejemplos de estas situaciones se encuentran en los arts. 483 y 483 b del C.P. –que, por lo demás, son muy reprobables desde el punto de vista técnico y político criminal–660 los cuales aluden reiteradamente a nociones propias del Derecho mercantil. Como el art. 4º del Código de comercio establece que “las costumbres mercantiles suplen el silencio de la ley”, puede ocurrir que la aplicación de los preceptos aludidos dependa en definitiva de una norma consuetudinaria. Otro tanto cabe afirmar del art. 197 inc. segundo del C.P., en donde se sanciona la falsificación de instrumentos privados mercantiles; pues si “por obra de la costumbre comercial surgiera en nuestro país un documento mercantil diverso de aquellos que están expresamente contemplados en la legislación comercial escrita”, su falsificación debería castigarse con arreglo a esta disposición, cuya pena es más severa que la contemplada para la falsedad de un instrumento privado cualquiera, la cual requiere, además, que se haya producido un perjuicio para tercero.661 Por otra parte, el art. 248 del C.P. es uno de los muchos y muy variados que pueden citarse en los cuales un decreto, reglamento u ordenanza puede determinar el contenido de la ley penal y, así, actuar como fuente mediata del Derecho punitivo. En efecto, allí se castiga al “empleado público que solicitare o aceptare recibir mayores derechos de los que le están señalados por razón de su cargo, o un beneficio económico o de otra naturaleza, para sí o un tercero para ejecutar o por haber ejecutado un acto propio de su cargo en razón del cual no le están señalados derechos”. Ahora bien, el carácter de “actos propios de su cargo” a que se refiere este precepto puede encontrarse establecido en un decreto supremo como, por ejemplo, el que contiene el reglamento del respectivo servicio, y lo mismo vale para lo referente a la determinación de los derechos que le pueden corresponder al funcionario.