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Introducción

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Quien imagine tener entre sus manos un libro radicalmente naturista, un exaltado cántico a las excelsas virtudes terapéuticas de la naranja, el limón y los restantes cítricos que tan pródigamente nos ofrece la naturaleza, va a sufrir una profunda decepción.

No pretendemos creer, con ese desaforado optimismo de los adeptos a la medicina natural, que sus zumos y pulpas son capaces de curar de forma radical cualquier enfermedad o molestia, desde la calvicie hasta los pies planos, y no caigamos en la exageración de considerarlos una panacea universal apta para el tratamiento de cuantos achaques afligen a la humanidad doliente. Pero no nos situemos tampoco en el extremo opuesto, considerándolos completamente inútiles o incluso contraproducentes en todos los casos. Todas las actitudes extremas suelen ser erróneas y, por regla general, la eficacia, la razón y la verdad se encuentran en un equilibrado término medio.

Durante siglos – mejor diríamos milenios– las plantas, ya fueran en su totalidad o en partes determinadas de ellas (hojas, flores, raíces, frutos), fueron las únicas armas con las que contaron los galenos en su arsenal médico para combatir cualquier tipo de enfermedad.

Luego, con el progreso, con el Siglo de las Luces, llegó la ciencia. En la asepsia de los laboratorios se han logrado aislar en elevado grado de pureza muchos principios activos de las plantas que, una vez conocida su fórmula, se han sintetizado. Con ello se ha pretendido relegar al olvido y al descrédito los productos naturales, los mal llamados «simples», que frecuentemente son de composición harto compleja.

Ya desde los inicios de este proceso, algunos espíritus inquietos y curiosos se plantearon la siguiente pregunta: las propiedades, los efectos de los principios activos aislados, aun administrados conjuntamente, ¿son los mismos que los que ha suministrado la planta nacida de la tierra, crecida al aire, bajo el sol y la lluvia, sometida a los efectos de los rayos lunares? La respuesta es un rotundo no.

¿Cómo podemos aceptar que un producto sintético posea idénticas cualidades y propiedades terapéuticas que el que ha nacido de la tierra? En la composición de las drogas simples – y ya hemos señalado que algunas son extraordinariamente complejas, como es el caso del opio, integrado por numerosos alcaloides– existen principios activos cuya presencia se nos escapa, y los efectos obtenidos con las preparaciones galénicas que representan la planta entera son diferentes a los de los principios activos aislados.

En capítulos sucesivos tendremos ocasión de ver la composición química de los agrios; sus porcentajes, las relaciones existentes entre ellos, su acción terapéutica, su riqueza en ácidos y vitaminas. Pero no se dude ni un momento en que por grandes que sean los progresos científicos, difícilmente el más sofisticado de los laboratorios podrá poner en nuestras manos ese fruto amarillo o dorado que nos ofrece el limonero o el naranjo. Tampoco las virtudes de las más sabias mezclas igualarán los efectos de sus zumos y sus pulpas. La razón es sencilla: carecen del elemento vital; esa vida que sólo puede otogarles la tierra, el sol, el aire que han permitido su crecimiento y desarrollo.

Como decían los antiguos médicos, todo cuanto nos ofrezca el laboratorio no deja de ser un caput mortuum, una cabeza muerta, limitado en su constitución y sus efectos: algo que sólo tiene apariencia de vida.

Curarse con los cítricos

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