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Alimentación y salud
Enfermedad y alimentación
ОглавлениеYa hemos dicho que la enfermedad, cualquiera que sea esta y bajo el aspecto que se presente, sólo puede considerarse desde un prisma negativo, como una anormalidad fisiológica. Únicamente podemos expresar su concepto como una carencia, falta de salud, o como un trastorno que afecta el buen funcionamiento de un órgano o sistema.
Toda enfermedad, toda anomalía que repercuta sobre nuestra integridad física, sobre sus funciones o, simplemente, ocasione un malestar, requiere el correspondiente tratamiento. Y, lógicamente, el establecimiento de esta terapéutica corresponde exclusivamente al médico.
La influencia del estado de nutrición ha ido adquiriendo mayor importancia en las últimas décadas y, si en principio se limitó a las enfermedades del aparato digestivo y a los trastornos del metabolismo, cada vez se le atribuye más una marcada influencia en la evolución de otros muchos estados patológicos.
No se puede negar que este factor tiene una destacada influencia – favorable o perniciosa– en la evolución de la dolencia de un enfermo. No se trata, por supuesto, de un factor único y decisivo, pero sí muy importante, puesto que ya sabemos que el alimento, en sus distintas facetas, es el constructor y mantenedor del organismo en todas las edades y situaciones, en la salud y en la enfermedad.
En este último caso, la generalización resulta sumamente difícil ya que, por mucho que pretendamos extendernos y sistematizar, no resulta posible en unas pocas páginas establecer la dieta en las múltiples enfermedades que pueden atacar a un individuo.
Las enfermedades pueden ser crónicas o agudas, ligeras o graves, susceptibles de un tratamiento específico o limitado a lo puramente sintomático, febriles o apiréticas, producidas por agentes externos (microbianos o víricos) o idiopáticas, en las que muchas veces la herencia juega un papel preponderante; unas tienen un largo periodo de latencia durante el cual el afectado no experimenta la menor molestia, otras van insinuándose con una agravación progresiva de la sintomatología, algunas aparecen de forma fulminante. Imposible, por lo tanto, establecer de forma razonable el tipo de alimentación ante la enfermedad.
Como siempre ocurre en cualquier campo científico – y puede asegurarse que el médico terapéutico no es una excepción–, existen las más diversas teorías, muchas veces contrapuestas, cada una de las cuales goza de sus encarnizados detractores y sus defensores a ultranza. Es lamentable tener que reconocer que en el terreno de la terapia existen modas; recordemos la pasión por la extirpación del apéndice, seguida por la furia destructora de las amígdalas – ambas parecen haber remitido– y el auge actual por las cesáreas, que hacen pensar en que las mujeres ya son incapaces de parir de modo natural. Ciñéndonos al capítulo dietético diremos que, en ambos sentidos, tanto en la hiper como en la hipoalimentación de los pacientes se ha llegado a extremos que hoy no solamente nos causan asombro, sino que nos ponen los pelos de punta.
En tiempos no excesivamente lejanos existía entre la clase médica un extendido y riguroso criterio: cuando se daba una enfermedad de curso febril, el enfermo, ya de por sí inapetente, era sometido a una rigurosísima dieta hídrica. Era indiferente que la elevación térmica se debiera a unas viruelas, un tifus, una gripe o una infección posparto. El enfermo no debía ingerir ningún tipo de alimento mientras persistiera la elevación térmica.
Alguien dijo – y, por cierto, se trata de un médico famoso del que ahora no consigo recordar el nombre– que esa drástica dieta a la que era sometido el paciente (aun en el supuesto de que no se sumaran a ella las copiosas sangrías, tan en boga en los siglos anteriores) era responsable de muchas más defunciones que los propios agentes patógenos, que no precisaban luchar pues un organismo ya tan debilitado resultaba incapaz de ofrecer la menor resistencia.
Al exponer este criterio no pretendemos echar por tierra los beneficios que en determinados casos y ante cierto tipo de trastornos puede ofrecer la dieta. Pero siempre ha de ser una dieta ponderada y que guarde un justo equilibrio entre todos los principios que precisa el organismo: hidratos de carbono, proteínas, grasas, vitaminas y sales minerales.
La experiencia clínica ha demostrado que coincidiendo con ciertos regímenes alimenticios muy alejados de los que, teóricamente, son capaces de mejorar el estado de nutrición, han desaparecido las manifestaciones morbosas, unas veces de forma total y en otras disminuyendo de forma sensible. Las explicaciones que se han intentado dar son en algunos casos difíciles de aceptar: algunas dietas carentes de sal han mejorado casos de epilepsia; cantidades mínimas de proteínas (1/8 de huevo duro al día) han sanado tuberculosis pulmonares y se ha llegado a hablar de la curación de un tumor canceroso mediante un régimen de hambre en el que el alimento más sustancioso fueron las pieles crudas de patata.
La opinión actualmente más generalizada es que un buen estado de nutrición es primordial para la evolución favorable de muchas enfermedades. Pero observemos que un buen estado de nutrición no es equivalente ni corresponde a la idea de una superabundancia de grasas.
Buen estado de nutrición significa que los protoplasmas celulares disponen de todos los principios necesarios para su perfecto funcionamiento, sin un exceso ni un déficit acusados.
Cualquier enfermedad de cierta importancia y duración perturba el estado de nutrición del afectado. El objetivo que persigue la terapéutica alimenticia es, como factor primordial, intensificar la resistencia orgánica, mejorar o eliminar determinados trastornos relacionados o condicionados por errores dietéticos y, por último, alterar el estado de nutrición, en ocasiones en sentido desfavorable de acuerdo con la opinión común, pero capaz de dificultar la aparición de algunas anomalías o manifestaciones de la enfermedad.
En la alimentación de un enfermo es muy importante recordar que tan perjudicial resulta una hipoalimentación, que deja al paciente muy bajo de defensas naturales, como una hiperalimentación que somete al organismo a un trabajo exhaustivo para su asimilación; trabajo que, en aquellos momentos, representa un esfuerzo para el que no se encuentra capacitado.
Si la ingestión de alimentos desciende bajo el nivel mínimo necesario, aparecen trastornos inmediatos, como son la pérdida de peso, la debilidad muscular, la disminución de la capacidad funcional de los órganos internos. Todos hemos oído ese popular y conocido «si no comes se te hará el estómago pequeño»; tal vez científicamente sea inexacto, pero es real en cuanto a la disminución de la funcionalidad digestiva.
De todas formas, es interesante reconocer y aceptar que la disminución total o parcial de la alimentación durante un tiempo muy breve, en ciertas circunstancias y llevada a cabo sobre un sujeto en buen estado de nutrición y provisto de suficientes reservas, puede resultar muy beneficiosa (Determan, Terapéutica práctica); en cambio, una hipoalimentación prolongada agota las resistencias orgánicas, acentuándose así los estados patológicos cuanto más precario era el estado anterior del individuo.
«Esto es completamente desconocido para los pacientes y, lo que es peor, parece serlo para muchos médicos, que oponen una resistencia obstinada a la ejecución de una de las llamadas curas de hambre, vigilada y de breves días de duración, mientras prescriben con la mayor desenvoltura un régimen total o parcialmente insuficiente para ser mantenido durante semanas y aun meses, dando lugar en ocasiones a la aparición de auténticas caquexias yatrogénicas (estados de debilidad suma, originados por una terapia errónea)» (Terapéutica alimenticia. Publicaciones del Departamento Científico de los Laboratorios Max F. Berlowitz).
Estas líneas, publicadas hace más de cincuenta años, no han perdido vigencia. Por el contrario, diríamos que el problema se ha agudizado a causa de la obsesión de algunas damas por mantener la línea y que, con la complicidad de algunos desaprensivos pseudodietólogos, han seguido durante largas temporadas regímenes de hambre que las han llevado a casos límite, es decir, a la muerte.
Los trastornos de la hipoalimentación pueden presentar dos aspectos: cuantitativo y cualitativo.
En el primer caso, y dado que el organismo humano precisa para su normal funcionamiento una cantidad de principios activos, su déficit conduce al ya citado estado de debilidad generalizada; cuando la hipoalimentación es cualitativa, es decir, se halla privada de determinados elementos, se producen las enfermedades por carencia – especialmente en el caso de vitaminas y sales minerales– que pueden traducirse en dolencias como la pelagra, el beriberi, el escorbuto, la osteoporosis, los edemas, etc.
En resumen, es importante procurar el mantenimiento de una dieta en la que los distintos alimentos se encuentren en proporción armónica, aunque en muchos casos resulte indispensable la disminución de determinados tipos: proteínas en las afecciones renales, hidratos de carbono en la diabetes, grasas en las hepatopatías, especialmente en la ictericia. Pero obsérvese que hablamos de una disminución, no de una eliminación total, que en ningún caso puede ser aceptable, más que en brevísimos periodos de tiempo.
Repetimos que no es fácil – sea cual sea la enfermedad– establecer cuál ha de ser la dieta más idónea para el paciente.
Siguiendo la opinión de expertos dietólogos que han dedicado durante muchos años sus esfuerzos al estudio de esta rama de la terapéutica, diremos que en toda dolencia resulta imprescindible que se cubran las necesidades nutritivas del organismo. Pero el valor nutritivo de una dieta no se puede juzgar nunca de forma unilateral y exige unas condiciones que no pueden ser pasadas por alto.
De acuerdo con lo establecido por eminentes especialistas en dietética, las normas a que debe atenerse la alimentación deben responder a las siguientes condiciones:
– capacidad para el suministro de energía;
– equilibrado contenido de proteínas;
– equilibrada proporción entre hidratos de carbono y grasas;
– valor vitamínico;
– cantidades adecuadas de minerales y agua;
– grato sabor y fácil digestibilidad.
Una vez más nos encontramos ante el hecho ineludible de la necesidad de personalizar la dieta, ya que esta va asociada a la idiosincrasia del enfermo.
No vamos a referirnos a las necesidades diarias de hidratos de carbono, proteínas y grasas – existen numerosas publicaciones aclaratorias sobre este tema–, pero sí vamos a ocuparnos ampliamente tanto de la riqueza vitamínica, en agua y sales minerales, como del sabor de los cítricos, que son el objetivo principal de las páginas siguientes.
Las vitaminas
Una dieta normal y equilibrada es más que suficiente, en la inmensa mayoría de los casos, para proporcionar a nuestro organismo todas las vitaminas necesarias.
Cualquier médico mantiene este criterio y conoce sobradamente esta realidad pero, en ocasiones, ante la insistencia del paciente en «hipervitaminizarse» se ve obligado a extender una receta, absolutamente innecesaria y, a veces, incluso contraproducente.
El nombre de vitaminas, cuyo significado sería el de aminas vitales, acuñado con la mejor buena fe por Casimiro Funk – aunque más tarde el descubrimiento de nuevas vitaminas demostró que responden a fórmulas químicas totalmente distintas–, ha hecho que infinidad de personas vean en ellas una panacea, el milagro sanador de toda dolencia, sin tener en cuenta que ese canto a las vitaminas lanzado por algunas escuelas médicas puede ser tanto o más perjudicial y mucho más difícil de tratar que una hipovitaminosis.
Todos, absolutamente todos los productos farmacológicos o biológicos eficaces, tienen un común denominador que no puede pasarse por alto: su nocividad, el peligro que representan las dosis excesivas.
Uno de los principios fundamentales de la bromatología, o ciencia de la alimentación, establece: «No existe una diferencia fundamental entre medicamento, alimento y veneno». Se trata, simplemente, de su correspondiente dosificación. Y, en efecto, aunque el principio así enunciado nos parezca absurdo, se aclara mediante un ejemplo muy sencillo: el pan, ese pan nuestro de cada día imprescindible en nuestras mesas, es evidente que puede ser un alimento en circunstancias habituales, un medicamento en caso de desnutrición o hambre y también se convierte en un veneno según la cantidad ingerida: no es fácil que nadie soporte sin gravísimos trastornos el comerse diez o doce kilos de hogazas acabadas de salir del horno.
Tengamos en cuenta que si a las vitaminas les negamos esta posibilidad de acción tóxica, deberemos restar importancia a su acción farmacológica y las convertiremos en lo que no son bajo ningún concepto: en sustancias inertes.
De acuerdo con los criterios científicos más modernos, los tratamientos vitamínicos son aconsejables en determinados casos:
Alimentación insuficiente, ya sea por descuido, auténtica indigencia, desnutrición de algunos ancianos que, imposibilitados para la masticación, van renunciando paulatinamente a la comida, y en algunos casos de alcoholismo crónico, que provoca también una desnutrición crónica, ya que el sujeto sustituye la comida por la bebida.
Alteraciones de la absorción, que aparece en algunas enfermedades biliares crónicas en que no son asimiladas las vitaminas liposolubles A y D.
El peligro de una hipovitaminosis en una alimentación normal es tan remoto como el de la hipervitaminosis; no sucede lo propio con una hipervitaminosis yatrogénica, que puede tener consecuencias más o menos graves: desde diarreas ocasionadas por una excesiva aportación de vitamina C, hasta lesiones neurológicas irreversibles y, en algunos casos – concretamente con una hiperdosificación de vitamina A–, pérdidas de peso y de apetito, descamación de la piel, hepatomegalia (crecimiento excesivo del hígado) y, en mujeres gestantes, repercusiones teratológicas en el feto que pueden llegar a la monstruosidad.
Un exceso de vitamina D se manifiesta con síntomas de hipercalcemia (fatiga, debilidad, laxitud, cefaleas, vómitos y diarrea) y, en caso de ser administrada a la mujer gestante, puede provocar en el feto depósitos de calcio y estenosis aórtica (estrechez de la arteria aorta), con los consiguientes trastornos en el funcionamiento cardiaco.
Si a raíz de su descubrimiento y su incorporación a la terapéutica las vitaminas despertaron un fervoroso entusiasmo, tan compartido por el vulgo como por algunos profesionales de la medicina, estudios posteriores han demostrado su inutilidad y peligrosidad en muchos casos.
Hoy se ha llegado a demostrar la nula eficacia de las vitaminas del complejo B en las enfermedades reumáticas, cuando hace algunos años se creía en su extraordinaria eficacia.
En cuanto a la vitamina C, tan loada en otras épocas, de la que se llegó a decir que actuaba «como el aceite en los motores», acudiendo donde era necesaria y eliminando cualquier exceso, y se consideraba como remedio soberano para la prevención y curación de enfriamientos, ensayos clínicos rigurosamente controlados han demostrado su ineficacia en este aspecto y la medicina actual ha vuelto al tratamiento puramente sintomático, al alivio de las molestias empleando analgésicos-antitérmicos y remedios caseros. Se ha vuelto a la curiosa y sensata observación de los viejos campesinos alemanes: «Un enfriamiento, bien cuidado, dura una semana; sin tratamiento se prolonga ocho días». Y la vitamina C, como tal vitamina, sólo tiene una efectividad terapéutica en el tratamiento de una enfermedad hoy muy poco frecuente en los países que llamamos civilizados: la prevención y curación del escorbuto.
Es muy posible que las líneas anteriores causen desazón en el lector y le hagan pensar que intentamos desprestigiar las vitaminas. Nada más lejos de nuestro pensamiento e intención: las vitaminas son elementos importantísimos, imprescindibles para la conservación de nuestra salud y nuestra vida, pero en su estado natural, creadas por las fuerzas vitalizantes de la tierra y los mares, y no en la frialdad aséptica de un laboratorio manejando sustancias inertes que jamás poseerán esa cualidad, ese soplo divino, que es la vida vegetal o animal.
No es lo mismo comer una naranja o un limón – que contienen gran cantidad de principios distintos y todos útiles para nuestra economía– que atiborrarse solamente de vitamina C, que jamás producirá igual efecto.
Y lo mismo podemos decir de todas y cada una de las vitaminas que se han ido descubriendo y que la humanidad ha ingerido desde sus orígenes, desconociéndolas, pero beneficiándose de sus efectos.
Los minerales
Los minerales, también imprescindibles para nuestra economía dado que forman gran parte de nuestro organismo, nos son proporcionados, en el límite de las necesidades diarias, por una alimentación sana y equilibrada.
El cuerpo humano contiene una serie de sustancias minerales – algunos autores indican que, aunque sea en cantidades infinitesimales, se hallan presentes en él todas cuantas existen en la naturaleza–, algunas en elevada cantidad como el sodio, el cloro, el calcio, el fósforo, a los que sigue en menos proporción el hierro, y en cantidades mínimas el yodo, el bromo, el arsénico, el flúor, el potasio, el magnesio, el zinc, el silicio, etc.
Hace ya varios años surgió la preocupación por una submineralización alimenticia. Pero, aparte del bocio endémico en algunas regiones de Europa y América – generalmente en lugares de alta montaña–, que se asocia a la carencia de yodo, no se conocen otras enfermedades que puedan situarse en este apartado.
Como minerales dietéticamente importantes merece una mención especial el hierro. A su escasez en la dieta se le ha atribuido un importantísimo papel en la génesis de las anemias, enfermedad muy frecuente entre las delicadas damiselas de finales del siglo xix y principios del xx. En realidad, su acción se limita a efectos beneficiosos en las anemias ferropénicas y, con frecuencia, resultaba totalmente inútil la «hipersiderización» a la que eran sometidas las cloróticas doncellas (la disminución de la cantidad de hemoglobina parece ser debida a alteraciones ováricas), ya que incluso se preparaban «sifones ferruginosos». Como quiera que esta dolencia se atribuía – tal vez muy razonablemente– a una severa represión del instinto sexual, los humoristas llegaron a comentar «esta chica necesita mucho hierro… no en píldoras: ¡en cerrojos!».
La ingesta de hierro dietético, es decir, la que proporciona una alimentación normal, está en el límite de las necesidades diarias para las adolescentes y para las mujeres, mientras que puede ser insuficiente para el lactante o la mujer gestante.
Téngase en cuenta que, en contra de lo que aseguran ciertas publicidades, la tolerancia gastrointestinal de todos los preparados de hierro se encuentra principalmente en función de la cantidad de hierro elemental soluble y no depende de la sal ferrosa administrada. Las sales férricas prácticamente no se absorben.
El calcio, hasta fechas relativamente recientes administrado en dosis masivas a las mujeres gestantes, se ha dejado de utilizar a raíz de la opinión que tiende a evitar una excesiva osificación del feto, que dificulta el parto. La ingesta dietética de calcio – leche y sus derivados– parece resultar útil en pacientes con osteoporosis posmenopáusica.
Hace pocos años resurgió con verdadero ímpetu (a decir verdad, más por automedicación que por prescripción facultativa) la terapéutica a base de sales de magnesio; según la opinión popular era un «curalotodo» de lo más eficaz. En realidad, el hidróxido de magnesio es útil como antiácido y como laxante, pero cualquier producto magnesiado puede producir en sobredosis cuadros de hipermagnesemia en pacientes con insuficiencia renal. «Las sales de magnesio y, especialmente, los suplementos carecen de toda otra indicación de la que hemos señalado, pese a la moda en este sentido» (Índex farmacològic 1987. Acadèmia de Ciències Mèdiques de Catalunya i Balears).
El fósforo parece administrado de forma suficiente en toda dieta normal, por lo que puede considerarse innecesaria toda aportación adicional. Mucho se habló en épocas pasadas de los peligros de la fosfaturia, o pérdida de fosfatos por la orina. Estudios recientes han permitido establecer que su aparición observable sólo se debe a un cambio primitivo en la alcalinidad urinaria, que hace precipitar rápidamente los fosfatos eliminados de forma fisiológica y normal.
Una errónea educación sexual causó estragos en muchas mentes juveniles que atribuían estas pérdidas – que en realidad no son tales– a la inevitable masturbación de los adolescentes, originando auténticas neurastenias ante el temor de verse atacado por el «reblandecimiento de la médula espinal», la impotencia, y llevando tras el telón de fondo la imagen de la muerte.
En resumen, una dieta equilibrada, una alimentación normal, no precisa más que en casos muy concretos y determinados – el hierro en algunos embarazos, el calcio en caso de desaprovechamiento anormal– la adición de sustancias minerales, así como tampoco requiere un suplemento vitamínico. Estos elementos son aportados, con esplendidez, por los productos naturales que habitualmente empleamos en la alimentación.
Prefiramos tomar unos y otros directamente de las plantas y de los animales: la naturaleza es pródiga en ellos y su generosidad basta para nuestras necesidades. No caigamos en el error, tan frecuente, que hace que el remedio sea peor que la enfermedad.
El agua
Nuestro organismo contiene cantidades de agua que, a primera vista, nos parecen exorbitantes, ya que vienen a representar dos tercios de su peso total. Es decir: en un adulto de 70 kg de peso, aproximadamente 46 kg corresponden al agua. Pese a ello, es la sustancia de la que disponemos en menor cantidad como material de reserva. La mayor parte se encuentra integrada, constituyendo los tejidos, y tan íntimamente ligada a otros materiales que da lugar a la llamada agua de constitución, de la que nuestro metabolismo no puede disponer. En cuanto se agotan las escasísimas reservas que poseemos, se producen trastornos muchísimo más graves – y más rápidos– que los que puede provocar el hambre y la desnutrición.
Hemos de procurar ingresar en nuestro organismo aproximadamente dos litros de agua diarios. Naturalmente no es imprescindible que esta cantidad se ingiera en la bebida, dado que los alimentos, especialmente los vegetales, suelen contenerla en elevada proporción.
Su necesidad nos la indica el más puntual y correcto de los avisadores: la sensación de sed. Cierto es que este proceso no puede manifestarlo un enfermo en estado de coma; pero existen otros indicios claros de deshidratación: la sequedad de la boca, el aspecto de la lengua, la escasa turgencia de la piel, las secreciones salivales y sudorales y, especialmente en la infancia, el hundimiento de la prominencia del pubis; todos ellos son indicios preciosos y de valor extraordinario dada la peligrosidad del proceso, muchas veces letal. Vigilemos cuidadosamente que un enfermo no sufra jamás sed. El criterio de los especialistas es que en este caso es siempre preferible un exceso a un defecto.
Un enfermo con fiebre raramente rechaza un líquido; y en estos casos se hallan muy indicadas las preparaciones de los cítricos de las que nos ocuparemos a continuación y que tienen, en gran número de casos, otros efectos terapéuticos no menos beneficiosos que la simple hidratación.
Los defensores de la hidroterapia – que son muy numerosos y cuyos métodos curativos responden a la indiscutiblemente acertada condición de primum non nocere– aseguran que un vaso de agua bebido en ayunas tiene un destacado poder para la eliminación de toxinas, aumentando la secreción urinaria y sudoral. Y lo consideran un magnífico – y económico– conservador de la juventud y la belleza.
El buen gusto y la digestibilidad
Ya nos hemos referido a la bromatología como ciencia, a la que algunos consideran como el «arte de preparar los alimentos». En realidad, no es tan fácil separarla de ese otro arte que es la gastronomía ya que, en el fondo, ambas tienden a satisfacer el paladar y el estómago.
Hay que aclarar, no obstante, que la bromatología se ocupa de la forma en que han de prepararse los alimentos para mantener al máximo nivel sus principios nutritivos y aclarar algunos temas de los que no se ocupa la gastronomía, su hermana más frívola, que sólo tiende a procurar en cada plato la máxima exquisitez y placer de los sentidos. A pesar de todo, no dejan de estar emparentadas y tener muchos puntos en común, puesto que una de las facetas de la bromatología es la capacidad de despertar el apetito, sin el cual no existe ni una buena digestión ni una buena asimilación.
Esta función destinada a abrir el apetito – cuya inexistencia constituye un verdadero problema para el enfermo y los que lo rodean–, en muchas ocasiones se halla más favorecida por motivos psíquicos que orgánicos.
Todo el que haya estado ingresado en un centro hospitalario sabe que, indefectiblemente, se produce una pérdida de apetito. Puede deberse a la monotonía de los menús, a la calidad del alimento, a la diferencia del horario habitual, al ambiente por lo general deprimente o a cualquier otra causa, pero lo cierto es que son pocos los enfermos que sienten apetencia hacia la comida que les ofrecen en el centro.
Lo más probable es que, en cuanto le den el alta y vuelva a su casa, y se reintegre a su mundo acostumbrado, su apetito se abra como por ensalmo y desaparezca la inapetencia del tiempo de hospitalización. La convalecencia se apresura, y el buen gusto y la digestibilidad – factores puramente subjetivos en la mayoría de los casos– coadyuvan a la rápida recuperación.
No es un aspecto secundario de la terapia y es preciso prestarle la máxima atención.
Un detalle que deberemos tener en cuenta cuando se trate de un enfermo o un convaleciente es que los dietólogos no están en absoluto de acuerdo con nuestra forma nacional de comer. Especialmente en casos de alteración de la salud, no resultan convenientes las tres comidas, de desigual importancia, que solemos hacer: un ligero desayuno al levantarnos, una comida importante al mediodía y una cena, más o menos copiosa, de acuerdo con los hábitos familiares, aunque en este último aspecto también ha ejercido una marcada influencia la televisión, ya que son muchos los que prefieren un bocadillo masticado ante su pantalla con tal de no perderse el programa favorito.
Se aconseja que el enfermo coma con más frecuencia y en menor cantidad: cinco comidas repartidas a lo largo del día, que no carguen de excesivo trabajo al estómago y en ninguna de las cuales se administrará más de un tercio de sus necesidades nutritivas totales.
Es importante aclarar un error bastante frecuente: la sensación de saciedad, de plenitud del estómago, no está relacionada con el contenido en calorías de un alimento, o sea con su valor nutritivo. Esta sensación de saciedad – llamada por los especialistas valor de saturación– depende del tiempo de permanencia en el estómago y la cantidad de jugo gástrico que ha producido su ingestión. El mayor poder de saturación corresponde a la manteca y los alimentos preparados con ella; menor es el del jamón, la carne, los huevos y los vegetales.
El éxito de una dieta consiste en suministrar al enfermo la cantidad de calorías precisas para cubrir sus necesidades, preparando ante todo comidas que le resulten atractivas; porque también dentro de la más estricta y rigurosa dietética puede lograrse una cuidada y deliciosa alimentación.