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Alimentación y salud
Alimentación sana
ОглавлениеComo es habitual, en cuanto se roza un tema más o menos científico – y en la actualidad dietética hemos pasado a convertir nuestra alimentación basada en la idea de un exquisito arte culinario donde cabían todas las fantasías, en una ciencia rigurosa, bastante exigente y adusta– no todos los tratadistas están de acuerdo ni coinciden en qué consiste una alimentación sana y equilibrada.
Procurando mantener siempre un equilibrio y no caer en excesos de ningún género, deberá aceptarse como buena la opinión de la inmensa mayoría de dietólogos, que consideran que la supervivencia y la salud del ser humano requieren la ingestión diaria de un número determinado de calorías; calorías que se encuentran sujetas a variación de acuerdo con la edad, el sexo, la estatura, el tipo de trabajo, el medio ambiente y, en especial, la temperatura. Estas calorías las proporcionan tres tipos de sustancias, que son fundamentales: hidratos de carbono, proteínas o prótidos y grasas o lípidos, además de las imprescindibles vitaminas y sales minerales que, aun tratándose de cantidades mínimas, manifiestan su carencia con graves trastornos orgánicos.
Como ejemplo elemental pero muy clarificador, aunque científicamente no resulte exacto puesto que el organismo está capacitado para transformar unas sustancias en otras, podemos comparar nuestro cuerpo con un edificio que se debe levantar – infancia, adolescencia– y luego mantener en buen estado – juventud, madurez– ya que, como toda construcción, nuestro físico precisa para su desarrollo unos materiales y una mano de obra o energía.
La mano de obra, la energía, es proporcionada por los hidratos de carbono – pan, féculas, azúcares–; los materiales de construcción son las proteínas – carnes, pescados, aunque también existen en relativa abundancia en ciertos vegetales y en la actualidad se encuentra en estudio aumentar su porcentaje en ciertas hortalizas, especialmente el guisante–; como materiales de reserva pueden considerarse las grasas o lípidos, a los que puede acudirse en casos de necesidad o déficit.
Hidratos de carbono, proteínas y grasas son, junto con las sales minerales y las vitaminas, los factores imprescindibles para una alimentación sana y equilibrada cuando se ingieren en las cantidades adecuadas.
En realidad, una alimentación adecuada a la edad, el sexo, la actividad laboral y el medio ambiente donde se desarrolla la existencia de cada individuo, es una de las mejores garantías para la conservación de la salud.
Los medios de comunicación y, más concretamente, la televisión, popularizaron hace algún tiempo la frase que titulaba un programa de carácter médico: Más vale prevenir… Y el lugar más indicado para evitar trastornos en nuestra salud, para prevenir numerosas enfermedades es, precisamente, el fogón. La cocina es uno de los más eficaces colaboradores en la no aparición de dolencias y achaques.
No compartimos, en absoluto, el entusiasmo de algunos hacia un yantar exclusivamente crudívoro, ni consideramos que esta sea la forma más indicada para la alimentación del ser humano. Sin embargo, es obvio que los vegetales crudos intercalados entre otros platos – una ensalada del tiempo, por ejemplo– constituyen una rica fuente de vitaminas y sales minerales. Escasas calorías, ligera sensación de saciedad que evita otros excesos – los alimentos crudos suelen ser de digestión algo más lenta–, grata sensación de frescura en los calurosos días estivales son algunas de sus muchas virtudes. Escarola, lechuga, tomate, rábanos, pepinos, pimientos son ricas fuentes de vitaminas y sales minerales. Y si no les preocupa el olor que desprende el aliento tras la ingestión del ajo y la cebolla, no prescindan de ellos; se dice que son el secreto de la buena salud… aunque lo verdaderamente difícil es mantener su ingestión en secreto.
Todas las vitaminas y sales minerales que nos proporcionan estos productos de la huerta son mucho más efectivas que las que podamos adquirir en un bonito envase en la farmacia: las han creado la tierra, el sol, la luna, las fuerzas naturales…, algo que no posee el más ultramoderno y perfecto de los laboratorios, capaces únicamente de la obtención de sucedáneos artificiales.
Los frutos, esos magníficos frutos que nos ofrecen muchas plantas y que gracias al cultivo del hombre que, además de cocinar, aprendió a cavar la tierra, plantar, abonar, podar e injertar, mejorando sus cualidades para convertirlos en exquisitos bocados cuando están en sazón, cosa que muy raramente podemos conseguir en el mercado, también son objeto de controversia por parte de los expertos en dietología. No en su modo de empleo ni en los beneficios de su ingestión – que nadie discute–, sino en el momento en que deben ser comidos.
Los manuales de urbanidad que florecieron en épocas pasadas establecían que lo verdaderamente elegante era servir la fruta después de los postres dulces, se sobreentiende. «Si se ve la calidad de un invitado… se le da la fruta antes que el postre; si es una persona civilizada, al revés». La frase, del marqués de Desio, presidente de la Academia de Gastrónomos, la transcribe María del Carmen Soler, en su libro Banquetes de Amor y de Muerte, editado por Tusquets.
Realmente, es tradicional entre la clase media comer fruta como único postre, exceptuando el rosco o el brazo de gitano reservado a los domingos y fiestas.
Lo hemos hecho siempre, supongo que desde varias generaciones, hasta que los especialistas en nutrición han lanzado la consigna de que este hábito ancestral es sumamente pernicioso y que la fruta ha de ser ingerida a bastantes horas de distancia de las comidas, ya sea en ayunas, a media mañana o a media tarde.
Es posible que les asistan todas las razones del mundo, pero ¿quién es capaz de cambiar de golpe una costumbre que se remonta a nuestra infancia y cuya supresión era considerada como un castigo o una represalia contra nuestras travesuras? «Te quedarás sin postre» era la maternal amenaza contra nuestros desmanes.
Es de considerar que una alimentación sana y equilibrada es la que aporta a nuestro organismo hidratos de carbono, proteínas, grasas, vitaminas y sales minerales en las cantidades suficientes y necesarias para su normal funcionamiento. Uno de los factores importantes es la perfecta masticación de los alimentos, ya que en ella tiene su inicio la digestión. Una prueba fehaciente de este hecho que se encuentra al alcance de todos – por lo menos, de todos los que tengan suficiente paciencia– es la prolongada masticación de un pedacito de pan; al cabo de algún tiempo, ciertamente bastante prolongado, el bocado adquiere sabor dulce. Esto es debido a que la complicada molécula de almidón del trigo se ha escindido en otras más sencillas de azúcares, prueba de que la digestión ha comenzado.
También es sumamente conveniente rechazar sin contemplaciones cuanto no nos atraiga, ya que el estómago es veleidoso y sólo pone en funcionamiento sus jugos gástricos y procura una perfecta asimilación cuando el cerebro, excitado por los sentidos, especialmente la vista y el olfato, dice que sí, da su aprobación ante un plato. Salvo en casos de absoluta e imprescindible necesidad – en ocasiones la vida social tiene exigencias antinaturales y absurdas–, jamás tomaremos un alimento que, por la razón que sea, nos repele; la buena educación puede manifestarse mediante un muy cortés «no tengo apetito» o «estoy a régimen».
Salvo casos de manifiesta obesidad – tanto o más peligrosa que una delgadez excesiva–, no es preciso adoptar medidas draconianas en la ingestión de alimentos. Evitar los excesos, prescindir de los alcoholes de alta graduación, intentar beber bastante agua y hacer todo el ejercicio posible – las caminatas son uno de los ejercicios más convenientes–, especialmente si se está obligado a llevar una vida sedentaria, constituyen pautas razonables para mantener un buen tono físico general.
Una alimentación sana y equilibrada es una de las mejores garantías para mantener la salud en perfecto estado.