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LA MUJER DEL MAESTRO
ОглавлениеPara Guto Pompéia y Sergio Eston
Ciro fue el último. Siempre era el último. A veces porque se quedaba cubriendo la retaguardia. Le gustaba decir: “Adelántense; yo cubro la retaguardia”. Otras veces, porque era gordo y siempre acababa quedándose atrás. Esa noche fue el último, pero ya no sé si por cubrirnos o por costumbre.
Recuerdo que cuando se subió a las cisternas ya estábamos los tres tendidos, en silencio, sobre el concreto áspero. Primero se tropezó con las piernas de Sergio, luego le pisó el codo a Guto. Yo me eché a reír bajito y él se acostó jadeante a mi lado y me dijo: “Cállate, idiota”. Y entonces nos reímos los tres y Ciro ya no dijo nada.
Nos pusimos a esperar y alguien preguntó qué hora era. Nadie tenía reloj. “Han de ser como las nueve”, dijo Guto, y explicó: “cuando salí de mi casa eran casi las nueve”.
Ella siempre aparecía después de las nueve. Eso lo sabíamos.
Para nosotros era la primera vez. Roberto, que era hermano de Ciro y era mayor que todos nosotros, nos había llevado la novedad una semana antes. Nos habló de la mujer que se bañaba todas las noches, de la ventana al patio que dejaba abierta, del silencio de la calle de terracería que corría a lo largo del muro; más allá de la calle había bosque; entre la calle y el bosque sólo estaba la construcción achaparrada y redonda de la cisterna; ninguna luz, nada.
La mujer era francesa. Era la mujer del profesor de francés. Según mis cálculos, existían en la ciudad desde hacía un par de meses. Según los cálculos de los demás, hacía unos cuatro meses. Casi nunca veíamos a la mujer. Yo, por ejemplo, no podría decir si era alta o baja o guapa. Imaginaba que tenía el pelo cobrizo, pero no sabía por qué.
Dos días antes habíamos decidido superar el miedo e internarnos en el territorio de la pandilla del Chino en plena guerra de verano, y nos subimos a la misma cisterna a la que ellos se subían para ver a la mujer bañándose y echándose talco en el cuerpo. Roberto, que era de la pandilla del Chino, dijo: “Todo mundo conoce a la Talquito”. Así le decían a la mujer del profesor de francés. “No les garantizo nada”, nos advirtió Roberto. “Si los cachan encima de la cisterna, no les garantizo nada.”
Estábamos en el techo áspero de concreto de la cisterna y la mujer no aparecía. Sergio y Guto miraban a cada rato la calle desierta, temiendo que alguien llegara; mi miedo era otro: que llegaran por atrás, por el bosque.
Yo nunca había visto a una mujer bañándose y luego echándose talco en el cuerpo. Ni siquiera había visto a la mujer del profesor de francés, y ahora iba a verla, por primera vez, junto con el talco, la toalla y la ducha.
La mujer no llegaba, y nosotros esperando. La de pelo color cobre, como Verónica, que estudiaba en mi grupo. Mucho tiempo después, cuando Ciro ya estaba parado en la cisterna, preparándose para bajar, se encendió la luz. Un rectángulo recortado justo frente a nosotros, a unos cinco o seis metros de distancia, a nuestra misma altura. Ciro se acostó otra vez en el techo de la cisterna y fue a ponerse a mi lado arrastrando los brazos, las piernas y la barriga.
La mujer del profesor de francés era morena y muy alta y delgada. Era una mujer muy guapa. Llevaba una bata color rosa y tenía el pelo recogido con un pañuelo. Detrás, por la nuca, debajo del pañuelo, caía su pelo negro. Nos quedamos los cuatro en silencio, mientras ella apartaba la cortina de plástico y abría la llave. Después se puso frente al espejo y se frotó la cara con un algodón para quitarse el maquillaje. Estuvo mucho tiempo frotándose la cara, mientras dejaba correr el agua de la ducha. La teníamos muy cerca, tan cerca que podíamos oír el ruido de la ducha, y nadie abría la boca ni para respirar. Podíamos ver los ojos desorbitados de Guto en la oscuridad.
Entonces la mujer se quitó la bata y tenía puesto un brasier negro. Yo nunca había visto un brasier negro: sólo en el cine. En ese momento pensé que usaba brasier negro porque era francesa. Se quitó la bata y se quedó en brasier y calzones y empezó a mover los brazos como si fueran hélices. Luego su cuerpo desaparecía y volvía a aparecer a un ritmo muy acompasado: extendía los brazos y seguramente tocaba el suelo, su espalda aparecía y desaparecía. “No se ve nada”, susurró Sergio. “Cállate y espera”, susurró Guto. Yo me eché a reír bajito.
La mujer se agachó y se levantó con los brazos extendidos muchas veces. Finalmente se detuvo, con los brazos hacia arriba. Permaneció así un instante. Cuando bajó los brazos, pasó su mano derecha a la espalda y se desabrochó el brasier. Se metió deprisa en la ducha, en calzones. Yo vi su cuerpo de espaldas.
“No se vio nada”, insistió Sergio, y Guto dijo: “Espérate, idiota, no se va a salir de la ducha de espaldas”.
Yo me imaginaba a la mujer del profesor más baja y con el pelo cobrizo. Echados sobre el concreto áspero, sobre la cisterna, seguimos esperando. Era una noche de enero, de cielo despejado, y estábamos en plenas vacaciones y en plena guerra de verano. Pensé que el Chino no debía enterarse nunca de que habíamos estado allí, compartiendo a la mujer del talquito, que era de ellos, en plena guerra de verano –una guerra que sólo se interrumpía las noches de los sábados, cuando nos invitaban a todos a las mismas fiestas, y las mañanas de los domingos, cuando íbamos a la iglesia a escuchar al padre Jairo.
Era una noche de enero y la mujer se bañaba infinitamente. Yo no podía olvidar su espalda, sus calzones estrechos, su brasier negro, su cuerpo largo y esbelto. Esperamos mucho tiempo.
Ya nunca pude olvidar la espalda de la mujer del profesor de francés ni la alegría que sentimos cuando vimos asomar su mano tras la cortina de plástico para tomar la toalla blanca. Ella saliendo envuelta en la toalla, con el pelo desparramado sobre los hombros.
Se frotó el cuerpo con la toalla, y la toalla empezó a escurrirse. Primero aparecieron sus senos, redondos y grandes. Luego la línea de su cintura, su vientre plano y liso, la mata de vello. Fue allí donde empezó a rociarse el talco.
Parecía feliz, volteando la latita de talco sobre una esponja y frotándose el cuerpo con la esponja. Levantó un brazo y se echó talco. Luego puso una pierna sobre el lavabo. Vimos su espalda curva, la marca de su espina, la curva de sus piernas. Era una mujer muy alta y muy guapa. Y ya nunca pude olvidar la espalda de la mujer del profesor de francés. Vivieron seis meses más en la ciudad. Al siguiente verano, cuando ya estábamos listos para volver a empezarlo todo, se fueron.
Se llamaba Claudette, y el profesor de francés le decía Clôdét.