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EL JURAMENTO

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Era viernes y los cuatro estaban sentados en el suelo de tierra, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, y el barranco dibujaba sombras sobre la carretera polvosa. Hablaban de los últimos días y de cómo habían sido los mejores. Cada vez que se acababan las vacaciones decían lo mismo.

Muchos años más tarde, él hubiera querido que los otros tres tuvieran un recuerdo tan doloroso como el suyo.

Se puso a hablar de aquellos tiempos, y de los tiempos de antes y los de después. Sentado, con la espalda contra los bordes del barranco de arcilla seca, habló de los tiempos y los tres lo miraron asombrados.

Habló de lo hermoso que era pasar todo el tiempo juntos y de las cosas que tenían, y de lo hermoso que era reconocer un árbol por su tacto y su olor, y los tres estuvieron de acuerdo.

Dijo que todo aquello se perdería algún día y que eso sería inevitable; pero que debían hacer lo imposible por aprovecharlo todo al máximo. Por salir enteros, al fin. Habló por primera vez de la calma amarga que le causaba saber que las cosas tendrían un fin, y fue la primera vez que sintió esa calma. Más tarde se acostumbraría a ella. Pero eso no lo entendieron los otros tres, ni entonces ni nunca.

Habló de esas cosas e insistió en que debían cuidarse. En que no debían dejar que todo se perdiera.

Finalmente, habló de un juramento. Y de lo solemne que es un juramento, y a los cuatro les encantaba la solemnidad de los caballeros; aceptaron unir sus muñecas cortadas en cruz, mezclando sus sangres en garantía de unión eterna.

En el último momento, en lugar de las muñecas cortadas prefirieron unir la punta de los pulgares, donde un pequeño corte mostraba a duras penas un puntito de sangre.

Años más tarde todo eso tiene una gracia amarga, porque la honestidad fue estúpidamente traicionada. Y ahora, cada vez que él se toca la soledad en la punta del pulgar derecho, lamenta –de alguna u otra manera– que en su muñeca no haya ninguna cicatriz.

Las tres estaciones

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