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CUANDO EL MUNDO ERA MÍO

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–Es que yo creo que no estoy listo para eso.

Están sentados ambos en una banca de la plaza. Son veinte para las cuatro de la tarde de un domingo de invierno, y un sol blancuzco cae a plomo sobre ellos, pero no los acalora. Guillermo se frota las manos, como si quisiera librarse de algo. Clava los ojos en el suelo y repite:

–Me faltó tiempo, no estoy listo.

Bernardo está impaciente. Voltea hacia un lado, mira el reloj que está a lo alto del colegio, le da a Guillermo una suave palmada en el hombro y dice:

–Ándale. No hay de otra. Ya llegaste hasta aquí, ahora tienes que ir hasta el final. No puedes echarte para atrás. Ándale, que sea lo que Dios quiera. Tú sabías que esto iba a pasar.

Guillermo no dice nada. Bernardo insiste:

–Ándale, ahora es cuando. Ahora o nunca.

–¿Y si no voy? No pasa nada. Si no es hoy, puede ser la semana que entra. ¿Quién dice que tiene que ser hoy?

–Esas cosas nadie las dice. Pero tú lo sabes: tiene que ser hoy. Ni modo: ya llegaste hasta aquí, ahora tienes que ir hasta el final. No hay vuelta de hoja.

–¿Qué hora es?

–Cuarto para las cuatro.

Bernardo siente que empieza a irritarse. Insiste:

–Ándale, ya no le des vueltas.

Guillermo respira hondo, observa un minuto los árboles de la plaza. El aire está absolutamente inmóvil. Bernardo echa su brazo sobre los hombros de Guillermo, los dos se levantan. Bernardo dice:

–Tú tranquilo. Todo va a salir bien.

–Ve tú a saber. No estoy listo. Pero en fin, tú sabrás. Vamos.

–Yo estoy contigo. En el fondo, no estás solo. O sea: vas a tener que resolverlo solo, ¿me explico? Pero estoy contigo.

Y ambos salen caminando apresurados hacia el Cine Majestic. Ese domingo de marzo la película es Helena de Troya.

Bernardo paga los dos boletos. Pasando la puerta de vidrio, el zaguán se abre ante ellos, con su carpeta roja, como la sala de espera de los tiempos venideros. Bernardo compra una cajita de pastillas de hierbabuena. Le entrega la cajita de pastillas a Guillermo. Con tantos nervios, Bernardo se pone generoso. Guillermo siente que carga el mundo sobre los hombros. Caminan juntos, pasando en silencio cerca de pequeños grupos de muchachos y muchachas. Caminan con la calma de quienes van a enfrentar una noche sin fondo, un mar de temporales. Guillermo sabe que, allá afuera, el sol blancuzco sigue iluminando sin calentar, y sabe que no sopla la brisa. Guillermo siente que los ojos del mundo están clavados en él.

Y entonces, entre un océano de cuerpos sin rostro, Guillermo ve la nuca, el pelo castaño y rizado sujeto en una trenza, la blusa azul claro de Camila. Y un despeñadero se abre a sus pies. Se detiene a la orilla del precipicio y se agarra del brazo de Bernardo, que no ha visto el peligro y camina hacia el desastre.

–Mírala, ahí está.

–¿Ahí dónde?

–Ahí. De espaldas. Es la de azul claro.

–Ah.

–¿Y ahora qué hago?

–En primer lugar, mantén la calma. Tranquilo.

–Está bien. Tranquilo. Estoy tranquilo. ¿Y luego?

–Luego nada. Eso. Vamos. Llegamos, la saludamos, conversamos un poquito y listo. Entras con ella, ¿entiendes? ¡Con ella! No dejes que nadie se siente entre ustedes. Si puedes, escoge la butaca del pasillo, siéntate tú en la orilla, con ella junto, y que las demás chicas se las arreglen como puedan. ¿Entiendes?

–Sí, entiendo. Pero, ¿qué le digo?

–Yo qué sé. ¿Qué le dijiste ayer?

–No fue ayer, fue el viernes. Le pregunté si podía venir con ella a la función de las cuatro del domingo. O sea, esta, hoy, ahora.

–¿Así nomás, si podías venir con ella? ¿No le preguntaste si ella quería venir contigo?

–¿Y cuál es la diferencia? No entiendo, Bernardo. Creo que se lo dije bien, con todo el respeto, ¿entiendes?

–¿Y ella?

–¿Ella? Ah, me dijo que lo iba a pensar. Ayer, en el club, volví a preguntarle. Y entonces me dijo que sí.

–¿Ya ves? Todo está bien. Ahora nada más tenemos que acercarnos.

–Pero, ¿qué le digo?

–¡Yo qué sé! Dile así: “Hola”.

–Pero, ¿cuándo le pido que sea mi novia?

–A la salida. A la salida, ¿me oíste bien? ¡A la salida!

–¿Por qué?

–Porque es mejor.

Las chicas están reunidas en un pequeño grupo. Cuando Guillermo y Bernardo están a punto de llegar, Fernando se aparece frente a ellos, de la nada.

–¿Conque hoy, eh?

Los dos quedan desconcertados, y Bernardo pregunta:

–¿Hoy qué?

–Todo mundo quiere verlo. Mi hermana me contó. ¿Conque hoy, eh, Guillermo?

Guillermo sabe que tiene un segundo para decidirse: o sigue adelante o se rinde de una vez por todas. Siente un miedo extraño, único. Bernardo lo adivina, y decide:

–Sí, hoy. Vamos.

Guillermo siente que va a odiarlo para siempre. Quiere preguntarle a Fernando cómo se enteró su hermana, si la única persona a quien le contó lo que iba a pasar fue a Bernardo. No hay tiempo para preguntar nada: Fernando ya está lejos. Guillermo entonces le pregunta a los cielos si está bien peinado, si se puso la cantidad adecuada de brillantina, si alcanza a olerse el Lancaster que cuidadosamente se roció sobre el pecho y la nuca, si Bernardo lo arruinará todo, si Fernando sabrá ser discreto. Mastica presuroso una pastilla de hierbabuena.

Caminan hacia las chicas. Guillermo sabe que Camila sabe que él se está acercando. Guillermo se pregunta por qué ella no se da la vuelta de una vez por todas para esperarlo. Guillermo siente que las palmas de sus manos están húmedas. Guillermo se mira los zapatos blancos, ve sus propios pies afirmándose a cada paso. Sabe que camina hacia el cielo o hacia el infierno. Sabe que no hay atajos en ese camino. Cuando está casi al lado de Camila, ella se da la vuelta y sonríe. Guillermo siente que la mano de Bernardo le aprieta el brazo. Guillermo sabe que la primera etapa ha sido superada. Guillermo sabe que ahora empieza la peor parte. Guillermo despliega una sonrisa, mira profundamente los ojos de Camila y se arroja al vacío:

–Hola.

Mucho, pero mucho tiempo después –hacia las seis y media de la tarde de ese domingo perdido de un invierno permanente–, Guillermo llegó a la última parada del autobús. Bernardo estaba esperándolo.

–¿Y?

Guillermo hunde las manos en los bolsillos de su pantalón, patea una piedrita con el pie izquierdo, el pie metido en el zapato blanco, y dice:

–Es raro, ¿no?

Y los dos emprenden el camino rumbo sus casas.

Guillermo siente un calor vacío en el centro de su cuerpo. Bernardo está ansioso, pero sabe que tiene que dosificar las preguntas.

–¿Todo bien?

–Sí.

–¿Y?

Y Guillermo no dice nada.

¿Qué decir? Piensa que es inconcebible todo lo que puede suceder en tan poco tiempo. Menos de dos horas de la función de las cuatro de ese domingo, después la charla medio torpe, presurosa, sofocada, a la salida, y después buscar a Bernardo hasta concluir que se habría ido en el autobús de las seis y estaría esperándolo en la última parada. Toda una vida pasada en ese tiempo tan veloz. Otra vida amenazando empezar. Ganas de desaparecer de la faz de la tierra.

–Mañana hablamos. Te advertí que no estaba listo para esto. Ahora ve tú a saber…

Bernardo quiere preguntarle más, quiere acabar ya con esa plática. Quiere, necesita saber. Pero se calla. Ve a Guillermo diciéndole adiós con la mano y caminando hacia la puerta de su casa. Ve a Guillermo entrando en su casa. Y se queda pensando que la vida tiene sorpresas así. Guillermo y Camila. ¿Cuándo le llegará a él el momento de estar con alguien? Piensa también que Guillermo anda raro, tenso como la cuerda de un tendedero.

(¿Por qué tienen que ser así las cosas? Aquí estoy, en la inmensidad de este cuarto desordenado. No puedo ni subirle a la música, porque se quejan. Nadie respeta a nadie; uno tiene que respetar a todo mundo.

Fue tan fácil y tan difícil, y ahora ya no sé nada.

Vi que Bernardo y Fernando se alejaron, supe que de ahí en adelante todo estaba en mis manos, sentí un golpe de frío en el pecho, pero poco después creí que las cosas iban a salir bien. Ella también apretó el paso y dejó atrás a las demás chicas. Todo iba bien, ella ayudaba. Hasta pude escoger la fila. Le dije:

–Si te parece, nos sentamos en este extremo. ¿Estás de acuerdo?

Y agregué, con una voz sombría –había tenido que pensar un montón antes de decidir cuál sería el mejor momento para hablar por primera vez con una voz sombría:

–Yo nada más me siento en las butacas que dan al pasillo. Ya sabes: manías.

Ella se detuvo un instante, puso cara de no entender nada y luego preguntó:

–¿Este extremo está bien para ti?

–Perfecto. Sólo es una vieja manía.

Yo creo que todo mundo debe tener viejas manías. Es importante. No muchas: apenas las suficientes para darse cierto aire de misterio. En realidad me moría de miedo de que me preguntara el porqué de esa vieja manía que acababa de inventarme. Pero no me preguntó nada: fue piadosa. O no le dio importancia a aquello. O fue sabia. O todo al mismo tiempo.

Camila se había puesto un buen perfume. Suave. Inmediatamente sentí que había sido un acierto usar el frasco de Lancaster que mi padre había traído de Argentina. Lo trajo para él, claro. Pero los padres son padres.

Y entonces llegaron las demás chicas, que pasaron por donde estábamos y fueron sentándose junto a ella, una tras otra, hacia el centro de la hilera de butacas. Se me hizo rara la forma en que pasó María Alice frente a nosotros: yo encogí las rodillas, pero ella pasó despacito, así, como que distraída, y sentí cómo rozaban sus piernas mis rodillas encogidas. Aquello me desconcertó, me hizo sentir incómodo, una especie de pervertido irremediable. Al instante pensé que tendría que contárselo a Bernardo, Guto y Sergio Eston. Bernardo la traía en la mira. Decía que era un buen ejemplo de chica progre. Yo, en realidad, no entendía si eso era un elogio. Sergio Eston decía que la alemanita esa, la que había andado con el hermano de Guto, Petra, también era progre, y a todos nos parecía que Petra era una chica diferente, alguien nos había asegurado que el hermano de Guto se la había echado a la bolsa bien, bien fácil. A mí su nombre se me hacía muy feo. Pero ella me parecía realmente guapa. En fin: eso de las chicas progre no era fácil de entender ni de explicar.

Lo que sí importaba, lo que podíamos entender, era esto: María Alice era más alta que nosotros, y eso nos intimidaba a todos. Recuerdo que una vez Bernardo estaba bailando con ella en una fiesta en casa de Luis y ella dejó que se le acercara: dejó que se le acercara mucho. Él hacía como que no se daba cuenta, se arrimó un poco más, y entonces ella dijo: “Ahí párale. No voy a bailar así con un chico al que podría comerle el pelo”. Bernardo salió arrasado. Yo me tardé un poco en entender eso de comer el pelo, hasta que comprendí aquella maldad durísima: era su forma de decir que ella era mucho más grande, pero tanto, tan más alta, que cuando bailaba con él, Bernardo le quedaba muy abajo. Recordé eso y también recordé que Bernardo y yo medíamos exactamente lo mismo, o casi. Ella podría comerse mi pelo mientras bailara conmigo. ¿Entonces por qué me había rozado las rodillas? ¿Sería que no había visto, no había entendido que yo estaba con Camila? ¿Sería que no había visto, no había entendido lo que iba a pasar?

El verano pasado, María Alice había andado con un tipo de Río. Él era mucho más grande, tendría tal vez unos diecisiete años. ¿Sería progre María Alice? De pronto, sentado ahí junto a Camila y pensando en María Alice y en Bernardo y en aquel novio pasajero que se llamaba Alex, sentí la urgente necesidad de levantarme, de llamar a mis amigos y de ir a buscar al tal Alex para darle una paliza. Bernardo se merecía esa venganza, María Alice se merecía mis celos súbitos, yo me merecía la provocación de aquel roce de muslos sobre mis rodillas. Progre, claro, y mucho. María Alice. Pero yo no debía pensar en eso. No en ese momento. María Alice era María Alice, Camila era Camila. El mundo también está hecho de esas diferencias.

Las luces se apagaron enseguida. A la mitad del noticiario, yo sentía que había pasado siglos ahí. Cuando vino la parte de los deportes, eché de menos los comentarios que oía a lo lejos, cuatro o cinco filas atrás. Me imaginé a Fernando, Bernardo y Sergio Eston intercambiando opiniones acertadas sobre el futbol que salía en las noticias. En esos tiempos esperábamos que llegara el fin de semana para ver en los noticiarios de los cines los partidos de la semana anterior. Todo mundo conocía el resultado, pero nadie había visto el partido. En esos tiempos no había televisión, como hoy.

Entonces vinieron los cortos y los anuncios, y finalmente empezó la película: Helena de Troya. Yo me revolvía en la silla, no sabía qué hacer, hasta que decidí estarme quieto y aguantar la mala película.

Todo es cuestión de táctica, aseguraba siempre Sergio Eston. Él sabía usar palabras difíciles. Táctica. Yo no sabía muy bien qué era la táctica, pero entendía lo que quería decir: todo era cuestión de saber cuál era el momento correcto para hacer lo correcto. Cualquier equivocación sería un desastre total.

Había, y yo lo sabía, reglas básicas. Pasar el brazo por el respaldo de la butaca y tocar delicadamente el hombro de la muchacha era difícil, pero permisible. Nunca la primera vez, claro. Había que darle tiempo al tiempo, como decía mi abuelo cuando yo quería hacer algo que a él le parecía arriesgado. Darle tiempo al tiempo. Poner el brazo sobre los hombros de Camila ni siquiera se me había ocurrido. Sabía que era difícil. Una batalla. Tomarle la mano, ni pensarlo. Darle tiempo al tiempo.

–Para ellas, eso es el primer compromiso. El principio de todo. Es muy difícil. Es casi imposible –aseguraba Fernando.

Bernardo había ido más allá:

–Yo sé lo que es eso. Tomarla de la mano es realmente muy, muy difícil. Luego hay otra cosa terrible, que es el tema de los besos. Complicadísimo. Hay que calcularlo mucho todo. Por ejemplo: en el cine, le pones el brazo sobre los hombros. Y después, mucho después, intentas tomarla de la mano. Si se deja, ya la hiciste. Pero eso nunca pasa la primera vez. Ni la décima. Tiene que pasar mucho tiempo. Entonces, si quieres ir más lejos, si ella te sigue el juego, tienes la oportunidad única de saber si va en serio o no. ¿Sabes cómo? Acaríciale suavemente, y varias veces seguidas, la palma de la mano con un dedo. Las chicas se vuelven locas con eso. Pero sólo las chicas progre.

Entonces quise saber: ¿las que no se volvían locas era porque no eran progres, o porque no querían nada con uno? ¿Y qué quería decir con ir más lejos?

Bernardo no dijo nada. Fernando se metió en la conversación con una respuesta fulminante:

–Eso es algo que tú tienes que sentir en el momento. Nadie te lo va a explicar. Sólo tú lo sabrás. No podemos darte clases. Es misterio puro.

Quise tener una hermana mayor para preguntarle esas cosas. Y sólo tenía una hermana menor. Y además, mi hermana no tenía nada de progre. Entre otras cosas, porque sólo tenía ocho años.

Pero en ese momento, cuando empezaba Helena de Troya, lo que traté de hacer fue pensar en una táctica. Descubrir el momento correcto –para hacer qué, eso no lo sabía. Pero sabía que no podía equivocarme.

También sabía que Brigitte Bardot iba a aparecer en cualquier momento, vestida de guerrera griega. Pero, ¿con quién iba a comentar su estilo desparpajado y esos pechos que parecían siempre a punto de explotar, y con quién iba a hablar de cómo me la fajaría si me encontrara con ella… en una playa desierta, por ejemplo? Entendí que mi vida estaba cambiando. Que si esa historia con Camila tomaba forma, no volvería a ser el mismo. Era como perder las confidencias con los amigos, perder a Brigitte Bardot. Porque, a fin de cuentas, alguien que tuviera una novia de verdad no iba a andar por ahí diciendo cómo fajaría con Brigitte Bardot. Y claro que tampoco iba a andar diciendo cómo fajaría con su novia. De pensarlo, lo pensábamos; pero no lo diríamos ni de broma.

A esas alturas, la película ya estaba casi a la mitad y yo no había hecho nada. En realidad, ni siquiera había intentado nada.

Y entonces, con toda la calma del mundo, pasé mi brazo derecho por detrás de la butaca de Camila; me fui por el borde con cuidado, con mucho cuidado, para que ella supiera que había un brazo ahí, que se trataba de mi brazo, y que ese brazo estaba dispuesto a bajar despacio hasta apoyarse en su hombro, y que en la punta del brazo estaba, estaría, la mano que estrecharía suavemente ese hombro, y que esa mano intentaría algo que ni siquiera yo, el dueño de la mano osada, atrevida, imaginaba o imaginaría. Estaba empezando una operación que sin duda iba a ser muy delicada, trabajosa, arriesgadísima. Calculé que tenía más o menos media función de cine para intentarlo. Traté de concentrarme en la película mientras llevaba a cabo aquella operación sin retorno. El problema es que la película era demasiado mala. Alimenté la esperanza de que Brigitte Bardot apareciera vestida de guerrera griega, con un escote que me infundiera ánimos, que me sirviera de aliento e inspiración. Pero nada.

Hay un problema que no he mencionado, y que conviene mencionar ahora. Precisamente en ese momento, mientras estaba hundido hasta el alma en dudas sobre la táctica que debía utilizar, me di cuenta de que sentía una pasión infinita por Camila.

Era el tipo más enamorado del mundo. Y así, de golpe, todo eso empezó a parecerme un poco ridículo, una pérdida de tiempo. De pronto sentí, tuve la seguridad más absoluta de que debía levantarme, tomar a Camila por la mano con toda la delicadeza de la que fuera capaz e irnos de ahí, porque juntos desbravaríamos universos, conquistaríamos mundos. Empecé a pensar eso, empecé a sentir esa seguridad absoluta y decidí que tenía que hacerme de valor y concentrarme únicamente en dos puntos: aplicar la táctica de la mano y esperar a Brigitte Bardot con su escote inspirador. Lo demás sería consecuencia… o resultado. Yo sólo dependía de mí.

Mi brazo derecho estaba bien apoyado en el respaldo de la butaca del cine, la mano que había al final del brazo derecho bajó con una suavidad fría, calculada pero decidida, y se apoyó ligeramente sobre el hombro de Camila. La mano derecha sintió una ligera contracción. La cara del dueño de la mano derecha se volvió ligeramente a observar la cara de la dueña del hombro. La cara de la dueña del hombro estaba impasible, pero había un brillo extraño, único, veloz, en aquellos ojos. Entonces la mano que estaba al final del brazo derecho apretó con suave determinación, con una seguridad absoluta, el hombro de Camila, que dejó ver una sonrisa imperceptible y suspiró.

Yo tenía un pánico del tamaño del universo. Sabía que había ganado la batalla. Y decidí saltarme etapas y barreras. Abrí la mano, estiré los dedos y apreté con un poco más de firmeza el hombro de Camila, para darle a entender que pretendía atraerla suavemente, sólo en el grado justo, hacia mí. Y ella se dejó. Sí, se dejó.

La cabeza de Camila levemente apoyada sobre mi hombro derecho, mi mano abierta, mis dedos torpes e impregnados de una avidez que yo desconocía apretando con suavidad el hombro derecho de Camila. El mundo casi era mío, y yo no sabía qué hacer con él. Intenté otra operación mucho más arriesgada: extendí despacio el brazo izquierdo para buscar a tientas la mano izquierda –cualquier mano– de Camila. Encontré primero su brazo izquierdo. Lo toqué levemente, fui bajando y encontré su mano –cerrada como una ostra–. Puse con suave pavor mi mano izquierda sobre la mano izquierda de Camila, siempre cerrada, y arriesgué el gesto postrero, suicida: le estreché la mano muy suavemente. Ella apoyó todavía más la cabeza sobre mi hombro. Yo sentía un anillo de fuego oprimiéndome la frente, sentía un temblor descontrolado en las rodillas, sentía una orquesta en la cabeza. Estaba feliz y aterrado. Después de un rato, ella delicadamente retiró la mano encogida dentro de mi mano. Y la mano de Camila desapareció en la oscuridad.

Cuando terminó la película, tenía el brazo derecho dormido, la mano izquierda me ardía como una brasa, me galopaba el pecho, sentía la boca seca y estaba angustiado. Ella se separó de mí en un relámpago, se volvió con una sonrisa delicada, y yo me levanté. Metí las manos hasta el fondo de mis bolsillos, respiré con toda mi alma y me hundí en una duda ácida: ¿debía salir tomado de la mano de Camila? Ella se encargó de aclarar las cosas: sostuvo fuerte su bolsa con ambas manos, mientras murmuraba:

–¿Vamos?

Salimos caminando seguidos por el séquito de las otras chicas, pasamos junto a las sonrisas victoriosas de Sergio Eston, Fernando y Bernardo; yo extrañaba a Guto Pompéia, él podría explicármelo todo, él siempre tenía una explicación para los misterios de la vida y del mundo, y yo imaginaba cuántos pasos faltarían hasta la entrada del cine.

De pronto recordé con agobio que no le había preguntado si quería ser mi novia. Todavía tenía muchas batallas que librar. Había un largo y desolado camino hasta la acera a través de aquella multitud de cuerpos, en cada cuerpo sentía un par de ojos clavados sobre mí. En la confusión de la salida decidí enfrentar ese peligro mortal.

–Necesito hablar contigo. ¿Podemos caminar más rápido?

–¿Tiene que ser ahora?

Creí que era un buen momento para recurrir, por segunda vez, a mi voz sombría, cuidadosamente ensayada:

–Sí.

Ella bajó los ojos sin decir nada y se fue caminando, guiándome. La seguí. En la esquina, me dijo:

–Hasta aquí puedo llegar. Después voy a reunirme con las niñas. Tenemos que volver juntas a casa.

Ahí, parado en la esquina, yo tenía que mantener una calma que no existía, ante Camila, cara a cara, con el peso de su cabeza, de su pelo, todavía sobre mi hombro derecho, y el suave contorno de su hombro derecho todavía clavado en la palma de mi mano derecha, y en mi mano izquierda el vacío del dorso de su mano izquierda: era todo o nada.

–Es que quería preguntarte algo. Y tiene que ser hoy. Tiene que ser ahora.

Y ella seguía tranquila, mirándome a los ojos.

–¿Puedo?

–¿Cómo voy a saber? Tú eres el que quiere preguntármelo…

No estaba preparado para eso. No estaba preparado para nada.

–Entonces creo que sí puedo.

–Entonces sí puedes.

Y ella inmóvil, mirándome a los ojos. Aventuré:

–Creo que sí puedo.

–¿Y dónde está la pregunta?

– Es que no estoy preparado.

–Entonces, ¿por qué tiene que ser hoy?

–No sé. Pero tiene que ser hoy.

Y ella inmóvil, mirándome a los ojos. Disparé:

–¿Quieres ser mi novia?

–¿Eso era?

–Sí.

Ella sonrió con los ojos, respiró hondo, tardó toda una vida y finalmente dijo:

–Sí.

Y yo inmóvil, mirándola a los ojos. Y ella murmuró:

–Claro.

Y yo inmóvil, mirándola a los ojos.

Y ella siguió. Soltó de nuevo la sonrisa más hermosa del mundo y, sin decir nada, repitió con los ojos “sí”, me volvió la espalda y se fue caminando hacia el grupo de chicas que esperaban en la puerta del cine. Y yo sentí que me hundía poco a poco en el suelo de aquella esquina, y que el cielo de aquella esquina me envolvía como una sábana negra.

Tenía una novia. Y el mundo era mío.)

Las tres estaciones

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