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CAPÍTULO 1

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Rosa Vera había nacido hacía veintinueve años en Martos, un pueblo de la provincia de Jaén, situado en Andalucía, en el sur de España.

Ahora había vuelto a su tierra que la vio nacer, y no precisamente para felices reencuentros.

Era hija y nieta única. Sus abuelos y sus padres habían sido ricos terratenientes de la zona. Poseedores de una de las más extensas tierras de olivos de la provincia de Jaén y, por consiguiente, de infinidad de fábricas de aceite de oliva, repartidas por los pueblos de dicha provincia y también de parte de la provincia de Córdoba.

Para desgracia de Rosa, a los catorce años se había quedado huérfana. Sus padres murieron una noche lluviosa de invierno, en un accidente de coche, cuando se desplazaban de un pueblo cercano hacia su casa, a solo cinco kilómetros de distancia: TorreDonjimeno.

Ese era uno de los muchos pueblos donde tenían una fábrica de aceite de oliva. Una de un total de más de cien fábricas. La fortuna de sus padres la habían generado por ellos mismos, y no eran menos ricos que los abuelos. Y estos, cuando murió su único hijo, el padre de Rosa, eran los únicos familiares de la pequeña, así que se hicieron cargo de ella.

Le dieron siempre lo mejor. Rosa estudió bachiller en Martos, un pueblo de casas blancas de veinte mil habitantes a unos doce kilómetros de la capital de la provincia, Jaén.

Cuando quiso ir a la Universidad a estudiar medicina, sus abuelos, al igual que lo hubiesen querido sus padres, la enviaron a estudiar a una universidad de EE. UU. En parte, porque daba prestigio y porque la carrera de medicina era lo que Rosa había querido estudiar desde siempre.

La admitieron en la Columbia University de Manhattan. Allí permaneció, desde los diecisiete años, edad en que terminó el instituto, hasta los veinticinco. De la universidad salió con un doctorado en cirugía y su título de medicina. Era buena, por lo que en poco tiempo empezó su trabajo en el Presbyterian Lower Manhattan Hospital. Allí permaneció especializándose durante cuatro años.

Llegó a ser, en esos años, una cirujana de reconocido prestigio, a pesar de su edad. Era, sin duda, de las mejores que tenía el hospital. Además, Rosa caía bien. Siempre estaba dispuesta a hacer horas extras y guardias.

En el transcurso de los años, solicitó la Green Card, que le otorgaría la nacionalidad americana. Y le fue concedida. Tenía doble nacionalidad y hablaba tres idiomas, francés, inglés y castellano, por supuesto.

Mientras vivió en EE. UU., había vuelto al pueblo, cada dos años, a ver a sus abuelos. Utilizaba sus vacaciones para ello. El trabajo en el hospital era tan estresante, que las utilizaba para ir a ver a sus abuelos, que ya eran mayores y la única familia que tenía en el mundo.

Se querían mucho, y no era para menos. La habían criado de pequeña y eran su única familia.

Rosa recordaría con cariño esas vacaciones. Ahora hacía un año que su abuela había fallecido. Evidentemente fue a su entierro y sintió una pena infinita por su abuelo, que se quedaba solo después de perder a su esposa por un ictus, del cual no consiguió sobreponerse del todo, y cuando sufrió el segundo, le fue imposible superarlo.

Ahora estaba de nuevo en el pueblo, porque el que había muerto era el abuelo.

Ya no le quedaba a nadie en esta vida.

Había pedido veinte días de vacaciones en el hospital, y utilizó tres con solo hacer la maleta, sacar los vuelos y llegar al pueblo. Un periplo amargo con el único objetivo de despedirse del que ya no estaba.

No se atrevió a ir a casa del abuelo para pasar la noche. Rosa se había quedado en el hotel del pueblo. Ya tendría tiempo de recoger las llaves cuando fuera de día. Miró por la ventana la noche estrellada que abrazaba al pueblo que la vio nacer. Parecía mentira que, aunque estuviera lejos, siempre llevaba un pedazo de esas calles en su corazón.


A la mañana siguiente a su llegada, se dirigió a la oficina del abogado justo después de desayunar. Él era el albacea de sus abuelos, como lo fue de sus padres.

El abogado, Juan Medina, era un hombre alto, de mediana edad, algo calvo por la coronilla, muy serio y educado. Era el hijo de los abogados que toda la vida tuvieron sus familiares y que mantenía el bufete de su antecesor.

Nada más verla entrar en su despacho la invitó a sentarse.

—Siéntese, señorita Vera. —Y ella se sentó.

—Como sabrá, mi padre y yo, por ende, somos los albaceas de sus padres y de sus abuelos. Como mi padre murió, no le queda más remedio que tratar conmigo de todos sus asuntos legales.

—Bien, muchas gracias, señor Medina, siento lo de su padre.

—Gracias. Y yo, lo de su abuelo.

Mientras ponía encima de la mesa una carpeta negra algo gruesa, con el nombre de Familiares Vera, ella observaba sus movimientos metódicos y tranquilos.

—Como sabrá, su abuelo fue enterrado ayer junto a su abuela. Era lo que solicitó, su última voluntad y su deseo. No se pudo esperar a que llegase. Nos hicimos cargo de todo.

—Lo sé. Y se lo agradezco. He venido lo antes posible, pero estoy lejos. Aunque pasaré más tarde por el cementerio. O estos días que permaneceré aquí.

—Bueno, si está lista, empiezo. Aquí tengo todas sus propiedades. Paso a enumerárselas: cincuenta fábricas de aceite (sus abuelos vendieron la otra mitad de las fábricas, antes de morir su abuela), diez mil fanegas de olivos, tres cortijos, más la propiedad de sus abuelos que es la casa del pueblo, más el dinero que tenían en el banco.

—¿Todo eso tenían mis familiares? Sabía que eran ricos, pero esto es una barbaridad.

—Sí, señorita. Eso hace un total aproximadamente de ciento cincuenta y tres millones de euros aproximadamente. Evaluándolo por encima, claro. —El abogado la miró con una sonrisa blanca por primera vez.

Rosa se quedó en blanco. Ella, de sus abuelos había recibido lo suficiente para estudiar, sin que le sobrara el dinero. No habían sido tacaños con ella mientras estudiaba, pero en modo alguno dadivosos.

Y luego al acabar la carrera y empezar a trabajar, no recibió un euro. Ganaba más de doce mil euros mensuales en el hospital y desde luego, no los necesitaba económicamente.

Ella había conseguido ahorrar con sus guardias y recibiendo un buen sueldo de cirujana en esos casi cuatro años, unos doscientos cincuenta mil dólares y algo más, porque vivía bien.

Tenía alquilado un apartamento pequeño, pero caro en Manhattan y le gustaba vivir bien, ropa cara, maquillaje y perfume.

Ir de vez en cuando a darse masajes, más bien por necesidad y cuando podía ir al gimnasio a desentumecer los músculos. Salir a tomar unas copas algunos fines de semana o comer en algún restaurante. El resto lo hacía en casa. Tampoco eran demasiados lujos si se lo podía permitir con su sueldo.

Lo que nunca pensó es que sus padres y sus abuelos tuvieran tal cantidad de propiedades. Ella, nunca preguntó y ellos nunca le dijeron nada.

El abogado, la sacó de sus pensamientos.

—¿Cómo? —dijo ella sin haberlo escuchado—, perdone, me había perdido.

—Le decía, señorita Vera, que su abuelo ya tenía compradores para todas sus propiedades. El señor Vera, sabía que usted no iba a volver aquí, que se quedaría en Estados Unidos. Y había conseguido hablar con algunos futuros compradores para sus propiedades. Y así usted recibir el dinero en metálico.

—Sí, allí tengo mi trabajo y mi vida. No voy a vivir aquí, ni a volver a España. Ya no tengo a nadie. Mi intención es vivir en Estados Unidos.

—Entonces, ¿qué piensa hacer?

—Creo que lo que tenía mi abuelo pensado. Vender todas las propiedades. ¿En cuánto tiempo cree que podría venderlos? Tengo apenas quince días para cerrar esos asuntos. ¿Lo podría conseguir en ese tiempo?

—No es mucho tiempo, pero lo podemos intentar, ya que tenemos a los compradores adjudicados a cada propiedad. Eso sí, puede llevarse los objetos personales de la casa, si quiere. Y quedarse en ella hasta que terminemos todo el asunto.

—Me llevaré las fotografías, el resto no. Y si es necesario, me quedaría a vivir en el hotel en que me alojé anoche durante ese tiempo. Si los compradores quieren entrar antes, claro.

—No será necesario. Esperarán.

Tras una breve pausa.

—Bien. Hoy mismo me pondré en contacto y resolvemos esto lo antes posible. Mi bufete trabajará incansable en este asunto para que pueda irse con sus propiedades vendidas. La llamaré para firmar todos los documentos. Mis ayudantes trabajarán estos días para usted, antes de que regrese. Le advierto, que hay que descontar lo de Hacienda y nuestra minuta.

—No se preocupe, lo entiendo. Es lo normal.

—Hacienda se lleva un buen pico.

—¿Cuánto? —preguntó ella, porque no sabía lo que en España se cobraba por la venta o compra de propiedades. No estaba al tanto, pero miraría en internet por la tarde. No por desconfianza. Sus abuelos y sus padres habían confiado en ese bufete toda la vida y ella confiaba también. Tenían un gran prestigio, no solo en Martos, sino en los alrededores.

—Un veinte por ciento.

—Habrá que pagarlo antes de irme. Quiero dejar pagado todo, para que no se me reclame nada una vez esté fuera del país. No quiero problemas con Hacienda, si ustedes pueden encargarse también de ello, se lo agradecería. Y en todo caso, les voy a dejar mi tarjeta y mi teléfono por si fuese necesario. Y yo, también los llamaré.

—Perfecto. Pues en eso quedamos. Le avisaremos para las firmas y necesitaremos un número de cuenta para el ingreso antes de que venga de nuevo. —Y ella, se lo dio—. Aquí tiene las llaves de la casa de sus abuelos.

—Estupendo. Espero su llamada. Gracias, señor Medina —dijo, levantándose y saludando al abogado que también se levantó y la acompañó a la puerta.

—A ustedes, por confiar en nosotros.

Se despidió del abogado y cuando salió a la calle, al centro de la ciudad, casi le da un ataque de ansiedad. Sabía que sus abuelos eran ricos, pero eso era una barbaridad.

Con esos pensamientos en la cabeza, lo primero que hizo fue ir a un bar y tomarse un par de cervezas y un par de tapas e irse al hotel donde se había quedado la noche anterior, pagar la cuenta y subir a casa de los abuelos, en la parte alta del pueblo.

La casa era maravillosa, una gran casona andaluza, estilo antiguo con un gran patio de flores. Ella recordaba haber estado allí cuando era niña jugando y de adolescente durante el instituto. Dormiría en su antigua habitación; donde se quedaba cuando iba a ver a sus abuelos desde Nueva York.

Se hizo un café y se tumbó en el sofá. Había dormido poco desde que el vuelo desde Nueva York la dejara en Madrid, y de ahí el Ave hasta Córdoba y otro tren a Jaén y tomó un taxi hasta Martos.

Ya estaba cansada y no iba a tomar el autobús. Tendría que hacer lo mismo a la vuelta.

Se quedó dormida hasta el día siguiente. Nunca había dormido tanto. Ni había tanto silencio en la casa.

Abrió su maleta y se duchó, se cambió de ropa y salió a desayunar. Se dio una vuelta por el pueblo y se compró un libro para esos días de espera, el periódico y una revista del corazón.

Era 25 de marzo y el tiempo aún era frío en ese tiempo, a pesar de estar ya en primavera.

Después de cinco días, se puso algo nerviosa al ver que el abogado no la había llamado, pero decidió esperar. Recorrió el pueblo de parte a parte, e incluso un día subió a la Peña, al cementerio, con flores para sus abuelos y sus padres. Al siguiente día de espera, fue a ver el Castillo de Jaén y pasó la mañana en la capital, donde comió y paseó. Volvió por la tarde después de tomar el café.

Al sexto día, la llamó el abogado. Debería pasar mañana por la tarde para firmar los documentos.

Ella estuvo de acuerdo.

¡Qué eficiencia!

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