Читать книгу Un sheriff de Alabama - Erina Alcalá - Страница 6
CAPÍTULO 3
Оглавление«Al menos no era el típico tonto ligón», pensó Rosa. Cuando hacía preguntas, las hacía en serio, como si de verdad le interesase.
Y no babeaba. Era un tipo seguro. La química entre ellos resultaba química sexual desde el momento en que intercambiaron en la cafetería la primera mirada.
Cuando ese hombre la miraba, le hacía el amor con los ojos. Sabía qué pensaba. Era una conexión que no había sentido con ningún hombre. Y era una pena, porque quizá ya no le viese nunca más.
La cogió por la cintura más fuerte y la pegó a su cuerpo y ella sintió su dureza en el vientre, y se excitó.
Sus brazos eran cálidos y la abrazaban con fuerza; sentía su calor traspasarle la piel. Era pura fibra y se sintió encajar en su cuerpo.
Ese hombre era distinto a los que había conocido, pijos y creídos, vestidos con traje de chaqueta impecable.
Sin embargo, este era silencioso y hablaba cuando debía, no gastaba palabras en balde, y ella no necesitaba palabras vacías.
Él le acariciaba la espalda y en un momento en que ella lo miró, acercó su boca a la suya y besó sus labios y ella lo dejó, y el beso en los labios pasó a ser un beso en la boca, donde su lengua trepaba por la suya en una danza primitiva.
Ese hombre besaba como un Dios y si no paraba, ella iba a perder la noción del tiempo, algo que no le había pasado nunca.
Siempre había controlado su sexualidad. En realidad, había estado con seis o siete hombres. Contactos sexuales y nada más.
Se dio cuenta de que prácticamente no sabía nada de amor y sexo o química, sino de necesidad rápida. Incluso en un par de ocasiones no había conseguido tener un orgasmo con esos hombres.
Cuando terminó el tercer beso que le dio y tocó su pelo y acarició su espalda…
—¿Me invitas a tu habitación?, o tomamos una distinta.
Ella lo miró sorprendida.
No hacía falta hacerse la remilgada. Ella quería también sexo con él, y este lo sabía, y también quería. Salieron de la mano, cruzaron la carretera en silencio y entraron en su habitación.
No hacían falta palabras, pero ella jamás había estado con un tipo como ese, tan alto y guapo… y un vaquero. No tuvo miedo en ningún momento.
El sueño de una neoyorquina como ella, aunque era española, era también de Nueva York. Un vaquero en su cama.
Al entrar en la habitación, ella se quitó la chaquetilla de piel y se quedó con el vestido de tirantes.
Él llevaba una cazadora de piel en la mano. La dejó en una silla al lado de una pequeña ventana de la habitación y ella dejó la suya allí también. Se le acercó en toda su imponente altura y la cogió de la cintura y sin hablar, la besó despacio.
Sabía que era una mujer distinta a todas cuantas había conocido y se había acostado. Era una mujer fina. Tampoco, él iba a ser distinto, pero debía actuar con delicadeza. Y eso hizo, la besó y le bajó los tirantes del vestido y vio su sujetador caro y sexy.
Le bajó la cremallera y le echó el vestido a los pies y se quedó en sujetador y tanga a conjunto. Y esas medias de seda… a media pierna, lo dejaron duro como una piedra. Le molestaban los vaqueros.
Él supuso que aquella ropa interior costaba lo que él ganaba en diez días como sheriff. Y pensó de dónde habría salido aquella mujer y qué hacía por allí, pero estaba demasiado excitado y duro como una piedra como para hacerse esas preguntas ahora.
Su cuerpo era pequeño y perfecto y esas medias a media pierna lo iban a matar. Era como una chica de revista. Su olor era caro y fresco y se metía en su cuerpo.
Mientras besaba sus pechos por encima del sujetador, se quitó la camisa y ella vio su espalda ancha y los músculos perfectos, su cintura y cadera estrechas. Se quitó los pantalones y los slips y se quedó libre y en toda su grandeza. Y se pegó a su cuerpo.
Era el hombre más sexy y guapo que había conocido y también el mejor dotado. Su miembro era grande y largo y deseaba tenerlo dentro de ella. Lo deseaba como nunca había deseado a ningún hombre.
Le quitó el sujetador y sus pechos quedaron llenos y los pezones grandes y duros se pegaron a su pecho. Luca sintió morirse.
Tenía una piel delicada y preciosa, chupó sus pezones y los mordisqueó. Metió su mano en el sexo de ella y lo encontró húmedo y caliente, y era por él. Y era para él.
No había palabras, solo se oían los gemidos de ella cuando Luca la tocaba y sabía cómo hacerlo. Eso lo supo ella bien porque explotó en un orgasmo loco y rápido, agarrándose a su cuello.
Él le quitó ese minúsculo tirante llamado tanga y la tumbó en la cama con las medias a media pierna que lo excitaban tanto y le parecían de lo más sexy, se puso un preservativo y entró en ella con una embestida rápida y ella gritó de deseo y él también.
Luca siempre controlaba en sus relaciones sexuales, pero cuando ella le cerró las piernas estrangulando su miembro, dejó de controlar y se volvió loco de deseo y excitación y quería que durara, que esa señorita del norte supiera lo que era un vaquero de Alabama. Como si quisiera enseñarle algo. Como si le tuviese rabia. Pero ella estaba disfrutando de su cuerpo y él dejó de pensar.
Era la primera vez que le ocurría y a ella también. Perdieron el control que tanto controlaban en sus relaciones y mientras él agonizaba de deseo en su cuerpo, ella llegaba a un pozo sin fondo y estallaron en mil emociones. La tenía sujeta por las caderas y ella por el trasero para tenerlo apretado a su sexo.
Cuando recobraron la respiración, él entró al baño y ella se quedó boca arriba, sin poder moverse. Preguntándose qué le había ocurrido.
Había sido un sexo perfecto. El mejor de su vida. A los veintinueve años. Nunca había sentido nada igual. Con nadie. ¡Qué pena que aquello acabara aquella noche!
Su orgasmo había sido perfecto y se había descontrolado como nunca. Se había vuelto loca con ese cuerpo del vaquero vestido de negro.
Luca pensaba que era la primera vez que se descontrolaba con una mujer. Esa mujer había sido un peligro para él y para su estado emocional. Nunca había sentido nada con ninguna mujer comparado con lo que había ocurrido con ella, y tenía que sentirlo con ella, una mujer que se acostaba con cualquiera en un motel de carretera.
Sabía que era un pensamiento machista y que él mismo lo había hecho, pero si alguna vez elegía una mujer para formar una familia, no iba a elegir a una como ella, sería una buena chica. De momento iba a disfrutar de su cumpleaños y de su cuerpo esa noche. Hasta bien entrada la noche.
Salió del baño y se tumbó en la cama.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó ella.
—Nada de nombres. Cuanto menos hablemos, mejor.
—Muy bien, señor mudo. Sin palabras. —Así estaban las cosas. Perfecto. Sexo del bueno y punto.
Bajó a su sexo y movió su miembro con su boca y Luca se quedó mudo de verdad. Movía los pliegues y se los estiraba y su boca era miel en su sexo de junco amurallado; él gemía y tiritaba como un niño y su cuerpo fue de ella el tiempo que esta quiso. Explotó sin remedio y sin poder controlarlo.
Ya era la segunda vez que no controlaba, pero era perfecto.
Le tocó el turno a él y chupó su sexo, que a él le supo a gloria, su olor lo embargaba y ella se aferraba a las sábanas, mientras Luca cogía sus caderas y las alzaba a su boca y chupaba y lamía su sexo desnudo…
Fue una noche de sexo descontrolada, inolvidable, caliente y sexy, pero ambos sabían que había sido más que sexo, que ninguno había sentido algo así antes, pero claro, eso lo sabía cada uno individualmente y por separado.
No hablaron. Solo tuvieron sexo. Hicieron el amor hasta las tres de la mañana, y no se cansaban ninguno de los dos, cuando ella lo tocaba, él se excitaba y cuando él la tocaba, ella era arena en sus manos.
Él, a cambio, se llevó una noche de sexo, la mejor de su vida y un cierto malestar por no haber controlado lo suficiente. Nunca le había pasado y estaba molesto consigo mismo. Afortunadamente, se había ido y no la volvería a ver jamás. Por fortuna o por desgracia, sabía que había sido distinta a las demás.
Lo escuchó vestirse sobre las tres y media y salir en silencio. Tan silencioso como entró, salió de su habitación, pero dejó en su cuerpo la huella de sus besos, de su sexo, de su boca y de su olor. Se quedó dormida y antes de hacerlo sintió su cuerpo más relajado que en toda su vida.
A la mañana siguiente, Rosa se levantó a las nueve de la mañana. Fue a desayunar a la cafetería donde estuvieron la noche anterior.
Tras tomar su desayuno, se lavó los dientes y terminó de recoger sus maletas y las volvió a meter en el maletero de su monovolumen; salió en busca de su destino.
Ya le quedaba un pueblo más y llegaría en poco tiempo a Grove Hill. Allí, buscaría un motel o si había alguna inmobiliaria y si había suerte, una casa donde quedarse.
Le quedaban tres kilómetros para llegar a Grove Hill cuando empezó a seguirla un coche patrulla.
—¿Qué demonios…?
La hizo parar en el arcén y se detuvo.
No había hecho nada, no se había pasado de velocidad.
Por el retrovisor, vio bajarse a un hombre alto, vestido con un pantalón verde y una camisa caqui de manga larga, unas botas y todas sus parafernalias; en la camisa, pistola en la cartuchera y un sombrero vaquero y unas gafas verde oscuras. Al acercarse vio una placa de sheriff y se asustó un poco.
Cuando el hombre se acercó a su coche ella abrió la ventanilla. Él se quitó las gafas y se reconocieron.
¿Era posible tanta casualidad? Era el vaquero de la noche anterior.
¿Con quién había hecho el amor? Dios mío, ¡con un sheriff de Alabama! Uno joven y guapo. Esperaba que eso no fuese nada malo.
—¡Buenos días, señorita!
Hizo como que no la conocía. ¡Eso era la monda! Bien, ella haría lo mismo. Si él tenía demencia senil, ella tendría Alzhéimer también.
—¡Buenos días, sheriff! Espero que haya pasado una buena noche —ironizó.
Se mordió el labio para no reír, y pensó que se había pasado. Él la miró detenidamente y siguió serio y callado. Vale, seguimos así. El sheriff manda.
—Documentación.
Ella sacó su documentación y él le ordenó que no se moviera. Fue a su coche de patrulla, como si ella fuera una delincuente.
«¡Será imbécil!».
Cuando le contestaron, volvió de regresó con su documentación.
—Ni una multa de tráfico —volvió a ironizar ella.
—¿Dónde va?
—A Grove Hill.
—¿Piensa vivir allí?
—Pienso vivir allí y espero que por muchos años. Si me canso, me iré.
—¿Y qué va a hacer allí?, digo, ¿en qué va a trabajar?
—En el Hospital General. Soy médica cirujana.
Él pareció sorprendido.
—¿En serio?
—Espero que no le suponga ningún inconveniente.
—Ninguno.
—Oiga, sheriff, ya que estamos, ¿hay alguna inmobiliaria en el pueblo donde pueda encontrar una casa o algún motel donde quedarme? —A la palabra motel le hizo hincapié.
—Hay casas que se alquilan.
—Que se alquilen o se vendan, me da igual. Necesito un lugar tranquilo donde vivir.
—Cuando entre al pueblo siga como a medio kilómetro. Hay una inmobiliaria a la derecha. Yo avisaré al dueño y le buscará algo.
—Gracias. Es usted muy amable.
—Puede seguir, doctora Vera.
—Encantada de conocerlo, sheriff…
—Luca.
—¡Encantada!, sheriff Luca.
—Sheriff Brown para usted.
—¡Ah, perfecto! Sheriff Brown. Ya nos veremos. Y gracias. —Cuando miró por el retrovisor, aún estaba observando su coche con las manos en las caderas y las piernas ligeramente abiertas.
Era sexy a morir.
Y la situación… muy irónica.