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CAPÍTULO 4

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Rosa Vera siguió su camino. Iba muerta de risa, pues eso había sido un suceso surrealista. ¿Qué le pasaría a ese hombre?

Supuso que como era el sheriff no querría que nadie supiera que había tenido un affaire con ella que iba a vivir en el pueblo. Bueno,. aA ella tampoco le gustaría que nadie lo supiera. Era una doctora de prestigio. ¡Ay, señor!

Le encantaba Alabama y el guapo moreno de ojos azules de uniforme. Lo iba a pasar muy bien en ese pequeño pueblo. Porque en los pequeños pueblos todo el mundo se conoce y se iba a enterar de quién era Luca.

Por su parte, Luca no se lo podía creer.

Se había acostado con la doctora del pueblo. ¡Dios! Iba a tener que verla a menudo y le iba a costar olvidar que la había poseído y que la deseaba de nuevo, que media noche no había sido suficiente para él. Estaba metido en un buen lío con la pequeña pija morena de Nueva York.

Sin haberse recuperado de la impresión, Luca llamó al señor Smith, dueño de la inmobiliaria del pueblo.

—Hola, señor Smith. Soy Luca.

—Hola, sheriff, ¿qué puedo hacer por usted?

—Le va a aparecer dentro de unos momentos la doctora Vera. La he mandado para allá. Quiere una casa para alquilar. Y… llamo para recordarle que hay una casa en alquiler junto a la mía. Es una de las más nuevas. Y queremos que tenga una buena imagen del pueblo.

—Por supuesto —dijo el hombre—. Entendido, sheriff Brown.

Cuando Rosa llegó a las indicaciones de Luca, paró su monovolumen en la puerta y ya el señor Smith la estaba esperando.

Al salir se dio cuenta de que alguien había anunciado su llegada. El hombre ya sabía que era la doctora.

—Hola, ¿es usted la doctora Vera?

—Sí, y usted es...

—El señor Smith, agente inmobiliario. La estaba esperando. Me ha llamado el sheriff...

—¡Qué eficiente! Encantada, señor Smith.

Ambos se saludaron.

—Tengo una casa para usted preciosa y tranquila. Y está cerca del hospital. Bueno, aquí todo está cerca. —Se reía el señor Smith—. Sígame con el coche. Es nueva, se la enseñaré. Son las últimas que se han construido. El problema es que no está amueblada, ni tampoco tiene electrodomésticos, pero se pintó el mes pasado y está para entrar.

—No se preocupe.

—Bien, vamos allá…

Siguió unas cuantas calles al coche del señor Smith, y llegó a un paraje tranquilo dentro del pueblo. Había dos casas más apartadas, pero entre ellas había unos diez metros.

Eran iguales y no demasiado grandes. El señor Smith le indicó con la mano que parara y ella se detuvo detrás de su coche.

Salieron y el hombre le dijo que esas casas eran muy tranquilas, nuevas y preciosas, el barrio también, así como el pueblo en el que todos se conocían.

La casa era preciosa de verdad, parecía una casita mona, pintada en gris oscuro, con dos ventanales blancos a cada lado de la puerta, con contraventanas negras.

Una chimenea y una ventana en la parte de arriba con contraventanas también. Toda rodeada de césped y con setos alrededor de los ventanales. Y terminada en dos triángulos en la parte alta de puerta negra, y la ventana de arriba. Una entrada parecida a un porche a pie de calle para sentarse por las tardes, pero sin escalones.

Era una preciosidad por fuera. Eran dos casas iguales. Le daba igual cualquiera de ellas. Le encantó.

Le dijo que una ya estaba ocupada. Estaban recién fabricadas. Y se alquilaba por mil dólares al mes. Aún no sabía cuánto iba a cobrar en el hospital. No sería como en Nueva York, claro. No le pareció mal el precio y le preguntó si estaba en venta y le dijo que sí, por trescientos veinte mil dólares.

—Sí, me gusta, la compro —le dijo ella.

—¿En serio?, aún no la ha visto —preguntó el hombre sorprendido y contento por la comisión.

—Sí, en serio. Prefiero comprar a pagar un alquiler. Vamos a verla.

La casa tenía los suelos de madera oscura, con escaleras igualmente y pintadas de blanco. Preciosa y cuca. En Nueva York no se podría comprar esa casa por aquel precio.

La pena es que estaba vacía de muebles y electrodomésticos. La cocina era una monada, abierta a un salón con una chimenea. Un aseo en la parte de abajo y una sala no muy grande que ella usaría como despacho.

Arriba había tres dormitorios con dos baños y sus vestidores completos. Uno, el principal, daba a la calle y los otros al jardín. Los dormitorios eran coquetos y pequeños, no demasiado grandes, excepto el principal que sí lo era con dos vestidores y su baño con lavabo doble.

La entrada a la casa era preciosa, un caminito de unos cincuenta metros y un garaje para meter el coche al lado y pegado a la casa. Y rodeada de una valla blanca, como siempre soñó.

El jardín delantero era de césped y el trasero tenía un cuarto de lavado grande y estantes para los útiles de limpieza. Un espacio para patio y otro para jardín, de césped también y un seto alrededor de una valla alta y blanca.

—¡Me encanta!

—Es preciosa y nueva. Aquí va a estar muy bien.

—Me la quedo. Debo tener la dirección. La compro.

—¿En serio no la quiere alquilar antes?

—No, prefiero comprarla.

—Bueno, iremos a la inmobiliaria.

—¿Puedo dejar las maletas y llevarme solo el bolso?

—Por supuesto. Haremos toda la documentación y cuando estén las escrituras la llamo y las firma. Y paga el resto del dinero. Tiene que abonar un 80 % por adelantado o si prefiere financiarla…

—No, la compro al contado. Así que perfecto. Sin problemas. Vámonos a firmar, señor Smith. A propósito, ¿hay alguna tienda de muebles por aquí que me los lleven rápido?

—Por supuesto. La señora Mabel está frente a mi agencia, allí puede comprar lo que necesite y se lo llevarán esta tarde. Son muy eficientes.

—¡Qué bien! ¡Me encanta el pueblo!

—Le encantará. Es tranquilo y todo el mundo se conoce y se ayuda. Somos como una gran familia.

—Vamos, señor Smith. He comprado una casa —dijo toda contenta.

En el despacho de la inmobiliaria ella realizó todas las gestiones de la venta de la casa y pagó con su tarjeta el 100 % de la cantidad y los impuestos. Quería dejarlo todo pagado.

Les dieron sus llaves por duplicado y en menos de una semana la llamaría el señor Smith para darle la escritura.

La trató encantado de la vida. Para el señor Smith, la doctora Vera era una diosa. Lo cierto es que la doctora Vera era encantadora, educada y muy graciosa.

En su trabajo había casos bastantes complicados como para ser seria fuera del trabajo. Era alegre, divertida, irónica y muy graciosa. Siempre estaba riéndose. Su sonrisa era su seña de identidad.

Y al salir, se dirigió a la tienda de muebles de la señora Mabel. Era enorme, la verdad, y ella no se había fijado al entrar porque buscaba la inmobiliaria.

La recibió la señora en persona y ella se presentó como la nueva doctora que iba a trabajar en el hospital y que era cirujana.

Le encantaban las cosas de los pueblos y ella no iba a guardarse nada, salvo lo que quisiera. Sería amiga de todo el mundo. Tenía esa facilidad sin pretenderlo.

—¿Y qué desea de mi tienda, doctora Vera?

—Pues verá señora Mabel, acabo de comprar la casa de esta dirección, al señor Smith.

—¡Ah! Ya sé cuáles son esas casas. Son dos, preciosas. Se hicieron hace un año más o menos.

—Pues necesito muebles o esta noche dormiré en el suelo.

—Ah, pues eso no puede ser. La doctora no puede dormir en el suelo. —Sonrió—. ¿Qué desea en concreto?

—Todos los muebles y electrodomésticos para la casa. Se los compraré a usted. Y complementos que tenga para ella.

—¿En serio?

—Y tan en serio. No voy a irme a otro lado si usted tiene lo que necesito, le dejaré la tienda sin muebles, aunque me lleve los que tiene en la exposición.

—No será necesario, tenemos la fábrica a cinco kilómetros. Algunos del catálogo que le voy a mostrar no los tenemos, pero hay mucha variedad.

—Vale, pues empecemos por los dormitorios de arriba, tengo dos el principal, cama supergrande. Me encantan las camas grandes. Colchones, almohadas. Cómodas altas y con muchos cajones y cajoncitos arriba y mesitas de noche, silloncitos…

La señora Mabel le enseñó los catálogos y ella fue eligiendo. Lo cierto es que los muebles eran modernos, bonitos y tenían un buen precio. Amuebló otro de los dormitorios y algunos accesorios para los baños, y el otro dormitorio, no necesito amueblarlo de momento como dormitorio. Le voy a poner un gran sofá cama, una mesa, una televisión un equipo de música y algunos pufs en el suelo, una mecedora y una lámpara de lectura.

—¿Quiere también las cortinas y los edredones y sábanas?

—¿Tiene? —Se sorprendió ella.

—Claro, tenemos de todo.

—Perfecto. Pues cinco juegos de sábanas para cada cama. Y las cortinas. —Le enseñó un catálogo y las eligió a conjunto con los sillones de los dormitorios. Y las barras para las mismas. Y toallas para todos los baños y muebles para meter las toallas de los dos baños y dos secadores de baño, básculas, lámparas y cuadros…

—Ahora vamos a la parte de abajo.

—Los electrodomésticos sabemos las medidas por la otra casa.

—¡Ah, perfecto!

—¿De acero inoxidable?

—Los tenemos.

—Pues todos, hasta los pequeños. —Eligieron vajillas y cocina completa. Con hasta trapos de cocina. Todo de lo más caro y lo mejor.

Esa señora era una eminencia. Tenía de todo y era de lo más eficiente y amable. Eligió una mesa comedor para cuatro, unos taburetes para la cocina, dos sofás preciosos y un sillón una mesita de centro y en la entrada mesitas auxiliares, lámparas, cojines, cortinas, muebles para el patio, mesa, balancines, una barbacoa y los sillones, mantitas para el sofá que a ella le encantaban en invierno. Y para la entrada de la casa dos balancines y una pequeña mesa auxiliar. Equipamiento para la cocina, para todo. Un despacho completo. Toda una casa. Y todo lo que se necesitaba en un hogar. Hasta las lámparas y apliques.

No le faltaba nada.

Cuando hubo elegido todo eran las tres de la tarde. Y pidió perdón a la señora Mabel.

—Me da un poco de vergüenza decirle el precio de todo —le dijo la pobre señora.

—Mujer, es lo que he comprado. Es una casa entera y tiene buenos precios. No se preocupe.

Y pagó con tarjeta. Aunque la señora Mabel, le dijo que podía pagarlo a plazos, ella no quiso.

—Y muchas gracias.

—No se preocupe. Aunque terminemos a las dos de la mañana, tendremos todo allí a partir de una hora. Irán llegando a colocarle los muebles y electrodomésticos. Se lo dejaremos todo listo. Tengo tres personas muy eficientes y hoy es sábado y tenemos poco trabajo y si tengo que ir yo, acudiré también.

—Muchas gracias. Hasta luego, me voy a comer y estaré en casa para cuando vengan.

Lo cierto es, que a las doce de la noche su casa estaba amueblada. Se habían dado una paliza tremenda. Pero tenía casa nueva y muebles a estrenar, una chimenea eléctrica, televisión y un equipo de música en la habitación de arriba y al despacho no le faltaba nada, hasta un pc nuevo. Y todo colocado. Y de lo mejor, no en vano le costó una pasta. Solo le faltaba material de oficina que ya compraría en la librería que le recomendaron.

El domingo, encontró un supermercado abierto, así que podría hacer la compra. Desayunó e hizo una buena compra y en un bazar compró algunos objetos de decoración, cuadros y jarrones, plantas, etc. Y en la librería alguna revista, libros y una buena cantidad de materiales de oficina. Todo se lo llevaron a casa y cuando lo colocó, empezó a sacar las maletas y apilarlo en su vestidor y su baño nuevo. Hizo un par de coladas y planchó algunos vestidos.

Sacó sus zapatos de trabajo para llevarse unos dos pares al día siguiente y dejarlos en la taquilla, si había taquilla personal para cada uno en el hospital, como en Nueva York.

Cuando acabó todo, sí que tenía su casa lista. No había visto a nadie y fue a comer fuera. No le apetecía hacerse de comer, aunque tenía su nevera y despensa llena.

Quería darse una vuelta y echarse después una buena siesta, después de haberle dado un toque de limpieza a la casa. Había trabajado toda la mañana. Tenía su casa preciosa e impecable y toda la tarde para descansar. Se había comprado una tarta pequeña y se tomaría luego el café y la cena en casa.

Encontró una cafetería en el centro del pueblo, que parecía que era la mejor, porque había bastante gente, y pidió un plato combinado.

Mientras estaba comiendo en su mesa, entró el sheriff y ella se puso un tanto nerviosa al verlo. Él miró el local y saludó a todo el mundo y al verla, se dirigió hacia su mesa y se sentó.

—Siéntese, sheriff Brown. Está en su casa. —Y fue la primera vez que lo vio reír. Si ya era guapo serio, con esa sonrisa podía derretir un iceberg.

—Parece que ha estado muy ocupada, doctora Vera.

—Las noticias vuelan y aún no conozco nada más que a tres personas en este pueblo.

—¿En serio ha comprado la casa?

—Sí, ya es mía, me encanta mi casita, me faltan las escrituras. He pagado también los impuestos.

—La ha pagado al contado.

—Sí, los cirujanos ganamos muy bien en Nueva York.

—¿Y por qué se vino de allí?

—Quería paz y tranquilidad. Estaba estresada. Me gustan los pueblos y mi director conocía al gerente de este hospital y vine recomendada.

—Y ha comprado todos los muebles…

—Al contado también. Espero que no le suponga un problema mi economía. Me gusta comprar al contado. No me gusta tener deudas. ¿Y a usted?

—Tampoco.

—¿Y usted tiene casa?

—Tengo una alquilada.

—Perfecto.

—La que es igual a la suya. Soy su vecino.

—¡No me lo puedo creer! Me ha recomendado una casa al lado de la suya. Creía que no le gustaba hablarme.

—Hablo poco, lo necesario.

—¿No quiere comer? Le invito.

—¿Que usted me invita? —Se acercó la camarera y él pidió lo mismo que ella.

—Bueno, no es una aberración que una mujer invite a un hombre a comer, a su habitación, ya sabe…

Vino la camarera con el plato y se quedó la frase en el aire.

—Lo siento, sheriff, nos hemos conocido de una manera un tanto especial.

—¿Cómo de especial? —La miró a los ojos profundamente.

—Haciendo el amor primero y luego…

—Yo no hago el amor —le dijo bajando la voz y acercándose a ella por encima del plato.

—Entonces, ¿qué hace?

—Solo tengo sexo con las mujeres.

—¡Ahhhh! Bueno, pues haciendo sexo —ironizó ella—. Pero no se preocupe. No hemos hecho nada, olvidado. Acabamos de conocernos en este bar.

—¿Le gusta la ironía?

—Sí, mucho, soy irónica por naturaleza.

—Verá, doctora, tengo una reputación que mantener en este pueblo.

—Lo entiendo. Es usted un chico decente. Virgen ya no.

—Muy graciosa.

—Se lo dije. En serio, su secreto está a salvo conmigo, no en vano me ha indicado comprar una casa a su lado. ¿No será para controlarme?

—No, es que son las mejores casas para solteros que hay.

—¿Somos los dos únicos solteros del pueblo? —le dijo, mostrándole su sonrisa.

—No, pero el resto tienen casa.

—Vale.

—¿Cuándo empieza a trabajar?

—Mañana. Y ya estoy muerta. En cuanto me tome este plato y un postre de chocolate me iré a dormir hasta mañana.

—¿Se quedará para siempre? —Quiso saber Luca.

—Si me gusta, sí. Prefiero los pueblos pequeños y los cotilleos a una ciudad donde nadie se conoce ni se saluda. Y usted, ¿cuánto lleva aquí de sheriff?

—Tres años. Nací aquí.

—Entonces es conocido.

—Sí, y por eso quiero que todo siga igual que antes.

—¿Antes de qué?

—De que tuviéramos sexo.

—No hemos tenido nada, sheriff, acabo de conocerlo. Es la primera vez que lo veo, de hecho.

—Muy bien. Veo que nos entendemos.

—A la perfección —le dijo con doble intención y él la miró profundamente a los ojos.

Al final pidieron tarta y un café y ella iba a pagar cuando él se adelantó.

—Lo habría invitado, sheriff Brown —le dijo, mientras salían por la puerta.

—Nunca dejo que una mujer me pague nada.

—Lo tendré en cuenta. Bueno, hasta que nos veamos, y gracias por la invitación.

—Hasta pronto, doctora Vera.

Un sheriff de Alabama

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