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CAPÍTULO 2

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«Ya estaba», pensó Rosa. Había firmado los documentos y el abogado vendió las propiedades. Tal como le había indicado, también pagó a Hacienda, para que no tuviera que preocuparse de nada.

Le pasó su número de cuenta donde le hicieron una transferencia. Cuando Rosa salió del despacho, después de entradas y salidas, tenía en su haber: ciento veinte millones de euros que cambió a dólares.

Casi ciento cuarenta millones de dólares, más lo que tenía ahorrado, daban un total de ciento cuarenta millones doscientos cincuenta mil dólares. Una fortuna millonaria. A eso había que añadirle el dinero que llevaba encima para el viaje, que era la última nómina. Con ella sacó los pasajes, pagó el hotel y lo que se gastó allí.

Toda una locura. Tendría que invertir en algo, quizás en propiedades. Pero todo eso lo haría cuando llegara a Estados Unidos.

Tres días después, volaba a Nueva York.

Solo se llevó una maleta y una bolsa de fotografías de sus seres queridos, una cuenta abultada y una ansiedad latente por volver al hospital.

Esos días, en el pueblo le hicieron querer recobrar una paz que no había conseguido desde que terminó el instituto.

La Gran Manzana podía ser estresante. Su trabajo en el hospital mucho más y su vida emocional cero. Su vida sexual y romántica, menos que cero.

Suspiró mientras miraba por la ventanilla del avión.

Con el dinero que tenía, incluso podía dejar de trabajar, pero eso no era lo que quería.

Se había pasado años estudiando para trabajar y le gustaba ser doctora y también cirujana. Pero desde que había pasado esos días en el pueblo le rondaba una idea en la cabeza: dejar Nueva York.

Sí, no era necesario dejar de ser doctora, pero podía abandonar Nueva York, el bullicio y el estrés e irse a un lugar más tranquilo. No sabía dónde, ni cuándo, pero tal vez… lo antes posible.

Un hospital pequeño, puede que no de un pueblo, se conformaba con una pequeña ciudad… El lugar no era tan importante.

Ese cambio era algo que necesitaba en esos momentos.

Siendo cirujana y médica, dos ramas en las que era buena, no le faltaría trabajo.

Tenía veintinueve años y necesitaba un cambio en su vida. El haber pasado por el pueblo le había hecho pensar en su estilo de vida.

Al final era de pueblo, no de ciudad. Le gustaba la gente más que la soledad de un apartamento en un lugar de millones de personas que ni se saludaban. Por no pensar en que en ese ambiente no se sentía cómoda, le costaba hacer amigos con la gente de la urbe, siempre recelosa.

En cuanto a los hombres… No tenía suerte, aunque Rosa era una chica guapa de uno sesenta centímetros. Morena, con el pelo largo ondulado y ojos verdes claros como el agua de un lago transparente, que cuando te miraban siempre se veían risueños. Su nariz respingona estaba salpicada de pecas. Llevaba las uñas cortas y sin pintar, todo a causa de su profesión.

Tenía un buen cuerpo y los pechos generosos, sin llegar a ser demasiado exagerados. El gimnasio hacía su efecto.

Era una mujer feliz por naturaleza. Y no solo estaba por su alegría, sino también por sus andares seguros.

Atraía a los hombres, pero era quizás demasiado distante, independiente e irónica y cuando ligaban con ella, desconfiada. Se creía la mitad de la mitad de lo que los hombres le contaban. Y no se cortaba un pelo al hablar o decir lo que tuviese que decir.

No había tenido novios al uso. Nunca. Pero se había acostado por necesidad con algunos hombres. Cuando había salido sola algún fin de semana a tomar una copa a algún lugar de moda y le había gustado un hombre se acostaba con él, pero nada más.

No daba nunca su teléfono, quizás porque no le había interesado ninguno.

¿Que le gustaría encontrar a su media naranja?, claro, pero eso era dificilísimo. Y su reloj biológico iba a darle cualquier día un disgusto.

Pero ella sabía que era una chica familiar, que en un futuro no muy lejano querría hijos y un marido y ese último era el que tenía que encontrar. Un hombre con quien formar una familia.

Suspiró de nuevo.

Seguro que en la Gran Manzana no habría un hombre para ella.

A los dos días de llegar a Nueva York, se incorporó a su trabajo y pidió cita con el director del hospital. Este, no pudo recibirla en los tres días siguientes, ya que estaba muy ocupado, pero cuando por fin la recibió, Rosa ya sabía que su decisión era irrevocable.

El director la hizo pasar a su despacho.

—Deseo pedir el traslado. —Su jefe no supo muy bien que decir—. Quizás a un lugar pequeño y tranquilo.

—No puedo creer que quiera irse, doctora Vera. Es una de nuestras mejores cirujanas —dijo como si ella no lo supiera—. Me deja de piedra. No me lo esperaba de usted. Lleva casi cuatro años trabajando con nosotros y es una de las mejores.

Rosa le sonrió con amabilidad.

—No es algo que yo quiera, es que lo necesito. —Y ese era un hecho—. Necesito tranquilidad y paz. Irme a otro lugar más pequeño y tranquilo. No me importa ganar menos. Es una necesidad.

—¿Más pequeño? —preguntó extrañado.

—Así es. Un consultorio o un hospital mucho más pequeño donde vivir tranquila.

El director la miró como si se le hubiera ocurrido algo de repente.

—¿Qué le parece Alabama?

Ella lo miró algo sorprendida.

—¿Alabama?

El director asintió.

—Tengo un amigo en Alabama, estudiamos juntos. Hablé precisamente ayer con él y necesitan una doctora con conocimientos de cirugía menor. Aunque me explicó que, si es de cirugía mayor, mejor.

—Alabama… —Rosa se quedó pensativa—. Puede ser un buen cambio para mí.

—Si está interesada, la puedo recomendar.

—No estaría mal. —De pronto una sonrisa se dibujó en su rostro—. Me interesa.

—Pero le comunico que es una población de apenas mil habitantes. Es un pueblo pequeño, rodeado de ranchos, aunque llevan otras poblaciones de parte del Condado. Estaría desperdiciada con sus conocimientos y, sobre todo, ganaría menos de la mitad de lo que gana aquí.

—No me importa. Puede ser lo que busco.

Y realmente lo creía.

—Hablaré con él. Ayer me dijo que necesitaba un médico, pero claro, no sé si lo habrá encontrado. Espere un segundo.

Y así lo hizo. Esperó mientras el director hablaba con su amigo por teléfono. Y mientras lo hacía, su cabeza voló a Alabama. Quizás sería lo que estaba buscando.

—¿Y bien? —preguntó ansiosa.

—El puesto es suyo. No le van a pagar ni la mitad de lo que aquí cobra, pero si es lo que busca…

—No me importa. Es lo que deseo.

—Siendo así, tiene una semana para incorporarse. —Muy amablemente le anotó la dirección y el número de su amigo—. Le deseo mucha suerte con su nueva vida. Ya le mandaré por fax a mi compañero sus referencias y le indicaré que va para allá.

—Muchas gracias —dijo mirando el papel que le tendía—, de verdad.

HOSPITAL GENERAL GROVE HILL MEMORIAL


—El lugar es Grove Hill, Alabama. Aquí tiene todo anotado. Hoy es lunes, pase por caja para que pueda cobrar lo que se le adeude. Ya daré instrucciones de que se va y el lunes siguiente deberá estar incorporada en su nuevo destino. La esperan.

Ella asintió sin poder dejar de sonreír.

—Perfecto, muchas gracias. No sabe lo que se lo agradezco.

El hombre asintió.

—El director del hospital, se llama doctor Nick Landon. Va recomendada. Así que no me deje en mal lugar. Se puede ir a casa cuando termine hoy. Enhorabuena y suerte en su nuevo trabajo… Y en su nueva vida.

—Muchas gracias. Ha sido un placer haber trabajado aquí. Se lo agradeceré eternamente. Y no se preocupe, dejaré el listón alto.

—Ya sabe que puede volver cuando quiera. Si se arrepiente, regrese. Mientras yo sea director de este hospital, tendrá trabajo con nosotros. Ha trabajado muy bien estos años y la vamos a echar de menos.

Se despidió de sus compañeros que se quedaron de piedra cuando se enteraron de que se iba y pasó por caja y Recursos Humanos a rescindir su contrato.

Había concluido una etapa de su vida. Otra se abría.

Iba hacia otra aventura. Y experimentó una sensación agradable y extraña que la embargó al salir del hospital camino de su casa y supo que estaba haciendo lo correcto.

Era totalmente feliz y se dirigía a un lugar pequeño donde seguramente todo el mundo se conocía y era lo que en estos momentos de su vida estaba buscando.

Con veintinueve años, la vida le sonreía. Estaba sola en la vida, pero tenía el presentimiento de que iba a estar muy bien en un pequeño pueblo.

No tenía miedo a cambiar de vida, ya lo hizo una vez cuando vino a Manhattan y le pareció maravilloso vivir en la Universidad, sola, sin sus abuelos. Fue un cambio importante, como también ocurrió cuando sus padres murieron y tuvo que irse a vivir con ellos hasta que se marchó a la Universidad.

Su vida, había sido así, a golpes de momentos y cambios. Este iba a ser el tercero y esperaba no tener que encontrarse con ninguno más.

Vivir en Manhattan había sido maravilloso. Tenía libertad, un buen sueldo y un apartamento de dos dormitorios en una zona buena.

Había conseguido ser una buena cirujana y un buen sueldo que se veía aumentado por las guardias y extras. Por eso tenía una buena vida económicamente hablando. Podía comer en restaurantes y salir de noche y sobre todo la ropa, que era su debilidad. Sobre todo, la ropa interior.

Tenía una cantidad enorme de ropa interior en su vestidor, desde conjuntos, camisones y medias en invierno, de lo más sexy.

Sin embargo, tenía mucha ropa interior sexy y pocas oportunidades de enseñarlas.

La mayoría de las chicas que conocía del trabajo tenían pareja, así que ella salía sola, iba al gimnasio o se daba algún masaje en el cuello y la espalda, ante todo, tras tantas horas de quirófano.

Esa era su vida en Manhattan después de la Universidad. A pesar de tenerlo todo, estaba sola. Y no es que la soledad cuando llegaba a su apartamento fuese algo malo. Le gustaba, pero también quería relacionarse con otras personas fuera del trabajo y eso no lo tenía, lo echaba en falta, como le faltaba un hombre que le gustase.

Se había acostado con algunos. Una noche que salía conocía a algún hombre que le parecía interesante y se acostaba con él al final de la velada, pero eso no era una relación, sino una necesidad física como todo el mundo necesitaba.

Y así fue como conoció a unos seis o siete hombres en ese tiempo. Y con un par de ellos ni consiguió un orgasmo siquiera.

Casi un hombre al año, menuda lista tenía. Otras veces charlaba con algunos hombres, pero no se acostaba con ellos.

Esa era su vida de soltera cirujana.

Viajaba a Martos a ver a sus abuelos, pero habían muerto uno detrás de otro en años diferentes y ahí estaba. Más sola que en toda su vida. Por eso pensó que un pueblo pequeño era lo mejor que podía pasarle.

Si el director del hospital no le hubiese mencionado Alabama, a ella jamás se le había ocurrido. Había sido una casualidad y ella iba a aprovecharla. Un pequeño pueblo de Alabama, donde todo el mundo se conoce. Y si quería hombres, siempre podría irse a algún pueblo lejano donde nadie la conociera.

Dejaría su apartamento alquilado en Manhattan y se compraría una casita en el pueblo. Quizá pudiese comprar un par de mecedoras y ponerlas en un porche. Y sentarse a la luz de la luna y cerrar los ojos tranquilamente, sin tener miedo a la soledad.

Era joven y rica y vería en qué podía invertir en ese pequeño pueblo.

De momento ir a casa y prepararlo todo para irse. El lunes entraba en su nuevo trabajo y tenía que hacer un montón de cosas y dejar liquidados todos los pagos y seleccionar qué iba a llevarse. Le quedaba menos de una semana. Tenía que darse prisa.

Afortunadamente su apartamento era amueblado y no iba a llevarse nada que no fuese imprescindible, algunos objetos personales y la ropa.

Compraría todo nuevo para su nueva casa. Nada de apartamentos y pisos. Una casa con un porche y vallas blancas.

Se dirigió a casa y compró por el camino: un juego de maletas, dos grandes y una mediana para los enseres de aseo y maquillaje. Ya tenía otra maleta en casa.

Ingresó su cheque del hospital en el banco. Tomó su coche y lo vendió.

Le dieron el dinero en metálico. Lo vendió bien, ya que era un buen vehículo, pero tenía unos años. Le dieron por él cuatro mil dólares. Con ese dinero tendría para el viaje. Desde que era rica se tornaba más ahorrativa y sonreía para sí con ello.

Se compró un billete a Montgomery, la capital de Alabama. Y con cuatro maletas, y su bolso de mano, dos días después, dejó su apartamento vacío, y dejó la Gran Manzana tras permanecer allí durante once años.

No tuvo sensación de pérdida. Al contrario. Iba contenta y entusiasmada. Iba a la aventura. A otro Estado, a un lugar nuevo, pequeño, y esperaba que mejor.

Durante el vuelo, tuvo el presentimiento de que se dirigía a un lugar al que pertenecía y que no volvería más a vivir en la Gran Manzana. Era optimista. Y estaba contenta.

Al llegar al aeropuerto de Montgomery, la capital del Estado de Alabama tomó un taxi hasta un hotel de cuatro estrellas que estuviese en el centro. Se lo pidió al taxista y este se lo recomendó.

Cuando llegó al hotel eran las dos de la tarde. Dejó su equipaje y salió a comer por los alrededores y cuando terminó, tomó otro taxi hasta un concesionario y se compró un monovolumen de la marca Ford gris oscuro, nuevo y último modelo con todos los extras. Al contado.

Lo llevó al parking del hotel. Se tomó un café y un trozo de tarta en la cafetería del hotel y se fue a su habitación.

Se echó una buena siesta. Cuando se despertó, cenó fuera, se duchó y acostó pronto. Al día siguiente saldría temprano para su destino. Sin prisas. Tenía todo el tiempo del mundo para ir viendo el paisaje.

El viernes por la mañana, metió sus cuatro maletas y un bolso grande, en su nuevo coche y emprendió camino, hasta que llegó a Evergreen, una ciudad cerca de Grove Hill donde iba. Si no se había equivocado, le quedaba Monroeville y luego el que iba a ser su pueblo.

Le gustó Evergreen y pensó quedarse allí ese día a descansar. No tenía prisa. Vio un motel de carretera a la salida del pueblo y allí paró. Pidió una habitación.

Se echó una buena siesta y se despertó casi de noche. Frente al motel, cruzando la carretera, había un restaurante de comida rápida y al lado un bar de copas, que esperaba que fuese un local decente.

Se veían coches buenos, digamos que si era un lugar de moteros se saldría de allí, si veía un buen lugar se quedaría a tomar una copa o dos y si encontraba un hombre… hacía unos cuantos meses que no había estado con ninguno y le apetecía.

Allí iba a celebrar el giro que había dado su vida. Dinero y un trabajo que cualquiera podía llamarla loca por cambiar. De hecho, se lo llamaron cuando se despidió de sus compañeros en el hospital de Nueva York.

Se puso un vestido negro estrecho y pegado al cuerpo, por encima de la rodilla. Era de tirantes y una chaqueta estrecha de piel elegante que le marcaba la cintura, de color piel, unas botas altas, también de color piel y el bolso igual, se puso medias a media pierna que solía llevar en la Gran Manzana cuando salía a ligar. Y un conjunto de ropa interior muy sexy. Como toda la que tenía.

Y si podía, ligaría antes de empezar su trabajo. Se lo merecía, necesitaba un hombre esa noche, como siempre, sin condiciones ni compromisos, además estaba lejos relativamente del pueblo donde trabajaría. Bueno, no tan lejos…

Se maquilló y se perfumó, y se dejó su mata de pelo suelto.

Cuando entró en la cafetería, pidió una hamburguesa y una coca cola. Sabía que no era sano, pero por una noche… ya se pondría a dieta cuando llegara.

En la cafetería había un grupo de hombres jóvenes que armaban algo de jaleo, parecían estar de celebración, unas cuantas parejas, chicos jóvenes. Estaba llena la cafetería. Y tardaron en servirle.

En el grupo de chicos jóvenes, más o menos de su edad, sintió la mirada profunda y penetrante de uno de los chicos, ella lo miró también.

Era alto, muy alto, como uno ochenta y seis, con vaqueros y camisa negra, un sombrero negro también y botas del mismo color.

Su cabello era negro como el carbón, y los ojos azules como el mar y ese contraste entre su pelo y sus ojos la atraía como un imán. Luego estaba su cuerpo de escándalo con esa ropa negra. Esas anchas espaldas y estrechas caderas. Era muy atractivo y miraba como un psicólogo, analizándola.

Sintió todo el rato su mirada sobre ella.

Podía ser ese, si no fuera porque iba con amigos… Era el hombre más sexy que había conocido. Guapo para matar por él.

Se sentaron en una mesa y pidieron también hamburguesas como ella, y cerveza, no como ella.

Cuando terminó de cenar, pagó y salió a tomarse la copa al local de al lado. No tenía sentido quedarse allí en la cafetería mirando ese pedazo de hombre.

Era un buen sitio, así que se sentó en la barra y pidió un San Francisco. No solía beber alcohol, incluso la cerveza la prefería sin alcohol. Por su profesión estaba acostumbrada.

Echó un vistazo al local desde el espejo de la barra del bar. En ella, había unas parejas, algunos chicos jóvenes y otros más maduros, una pista de baile y mesas y sillones. Le gustó el local. La música que sonaba era country y no estaba muy alto el volumen.

A través del cristal de la barra, vio al grupo de chicos que había en la cafetería, entre ellos, el moreno de ojos azules, que la miró de nuevo al pasar a su lado a través del espejo de la barra del bar.

Se pidieron unas cervezas. Al cabo de un cuarto de hora, él le dijo algo a sus amigos y se dirigió hacia ella.

Vaya, parecía que iba a tener suerte esa noche con el moreno alto. De cerca era más guapo si cabía. Olía bien, era muy sexy y le encantó su voz, cuando este le dijo arrastrando las palabras:

—Hola, ¿estás sola?

—Sí. —Y se sentó a su lado.

—Te invito a una copa.

—Gracias. Acepto.

—¿Qué tomas?

—Un San Francisco

—¿Nada sin alcohol?

—Prohibido el alcohol. No bebo. No me gusta. Quizá una copa de champagne en Navidades o alguna ocasión importante.

—Eso es muy fino para este Estado. ¿Eres de por aquí?

—No, voy a un pueblo cerca por trabajo, pero voy a pasar la noche en el motel de enfrente.

—¿Novio, amigos?

—Nada, ni marido, ¿y tú? —le preguntó ella. Aquello parecía un interrogatorio o un chat. Y le hizo gracia. El chico no sonreía. Era serio.

—Tampoco, nada de compromisos. ¿Qué edad tienes?

—Veintinueve cumplí el mes pasado, ¿y tú?

—Cumplo treinta esta noche.

—Vaya, feliz cumpleaños, así que tus amigos y tú estáis de fiesta. ¿Y nosotros estamos chateando o me estás haciendo un interrogatorio en toda regla? —Fue la primera vez que lo vio sonreír.

—Se puede llamar así. Perdona, era por conocerte. No pareces de aquí. Eres una señorita fina y no estamos acostumbrados.

—¿Eres de aquí?

—Vivo cerca de aquí, pero a veces, venimos a este local. Es tranquilo y se está bien. ¿Bailamos?

—Bueno, no sé si sabré bailar eso —le dijo con una gran sonrisa—. En Nueva York no lo hago.

—¿Vienes de allí? —dijo él tomándole la mano. Ella bajó del taburete de la barra y se dirigieron a la pista de baile.

—Sí, de allí vengo. —La agarró por la cintura, pegándola a su cuerpo al ritmo de la música.

—Se nota.

—¿Cómo que se nota?

—Tu acento y tu forma de vestir, tu olor. Hueles muy bien.

—Vaya, qué observador. Gracias. —Ella perdió un poco el paso y casi estuvo a punto de pisarlo.

—Venga, te enseño —le dijo el moreno, que también olía muy bien y notaba su piel cálida sobre la suya, sus brazos y su pecho fuerte, pegado al suyo, y sintió el sexo duro contra su vientre y ella se excitó. Sin embargo, él estaba como si nada pasara.

—Bueno, si aceptas un pisotón…

—Acepto. Es mi cumple.

—Vale —le dijo Rosa sonriendo.

Un sheriff de Alabama

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