Читать книгу Cuentos africanos para dormir el miedo - Ernesto Rodríguez Abad - Страница 13

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Los niños se agruparon alrededor de la hoguera. Les gustaba oír la voz del viejo. Cuando el anciano Babak hablaba parecía que toda la selva se paraba a escuchar. Ningún animal mataba a otro, los árboles dejaban de crecer y hasta el inquieto conejo se quedaba agazapado, con las orejas puntiagudas recogiendo todas las palabras, los suspiros, los silencios.

El viejo habló:

Hace muchos siglos y milenios, cuando el mundo se estaba aún construyendo y nada era lo que parecía y ninguna cosa se mostraba como hoy la conocemos, sucedió una historia muy extraña en la antigua África. Era el continente más enigmático y el más desconocido. Sus tierras se diferenciaban de las de los otros continentes, en ellas moraban animales descomunales, indescriptibles y raros. Sus hombres hablaban lenguas de extraños sonidos. Sus dioses eran caprichosos e incomprensibles como el sonido de las palabras con las que hablaban.

Ocurrió en aquellos días que el continente y el cielo estaban completamente pegados. Así aquella gran capa azul, con estampados de algodones suaves y húmedos, protegía a la tierra de las inclemencias de la naturaleza. Todo era agradable y tierno en aquellos tiempos en los que no estaba ni siquiera inventado el tiempo. Nadie sabía cómo eran los minutos, ni las horas, ni habían descubierto la división de los días y de las semanas.

Si llovía mucho, los tiernos algodones de las nubes absorbían el agua que sobraba. Si el sol calentaba demasiado la tierra, la capa azul sudaba y cubría todo de una neblina agradable que hacía bajar la temperatura. Todo era perfecto. No había ni grandes calores ni fríos excesivos. La naturaleza se protegía a sí misma con esmero.

Las gentes, sencillas y felices, cantaban a sus ídolos estas tonadas cuando paseaban o cuando trabajaban en los quehaceres domésticos:

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos,

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

Si-ya-hamba, o-oh,

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

Sucedió una mañana que dos mujeres estaban en plena selva preparando la comida para dar de almorzar a las gentes del poblado. Mientras majaban el mijo en sus grandes morteros cantaban a los dioses y hablaban sin cesar. Cada vez que levantaban con fuerza el mazo del almirez para majar daban duros golpes al cielo. En cada rebote sobre el grano hacían grandes agujeros a la tierra.

El cielo se quejaba. La tierra protestaba. Ellas seguían cantando, cada vez más alto, sin escuchar:

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos,

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

Si-ya-hamba, o-oh,

Si-ya-hamb’e-ku-kha-nye-ni kwen-khos.

Cuando golpeaban al cielo le hacían una herida incurable y la tierra se resquebrajaba en cada toque. Las mujeres, hablando, parloteando y cantando, no oían los gritos de dolor de la tierra y los alaridos del cielo.

Así, para no sufrir, el firmamento y el suelo decidieron alejarse lo más posible. Se retiraron a los lugares en los que han permanecido hasta la actualidad.

Los golpes sobre la tierra formaron cráteres que arrojan de vez en cuando lavas encendidas, para recordar a las mujeres parlanchinas el daño que le hicieron. Por las noches podemos ver los huecos que los golpes causaron en el cielo, dejando pasar los rayos de luz que la capa negra de la noche oculta. Hoy llamamos estrellas a esos agujeros en el cielo.

El viejo Babak calló, las estrellas parecían más brillantes. Los niños y las niñas cantaron muy bajito y, sonriendo, caminaron hacia las cabañas de adobe y pajas. El conejo comenzó a hacer las picardías y travesuras de todas las noches.

Cuentos africanos para dormir el miedo

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