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I. La voluntad

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Ha sido común entre los helenistas del siglo XX afirmar que la Grecia clásica no llegó a acuñar un concepto de “voluntad” capaz de satisfacer las condiciones filosóficas que recién la modernidad habría de establecer. Según Ross, “siempre se ha dicho que la psicología de Platón y Aristóteles no tiene un concepto nítido de voluntad”.1 Gauthier sentencia que “en la psicología de Aristóteles la voluntad no existe”.2 MacIntyre coincide en que “Aristóteles, como cualquier otro autor pre-cristiano, no tenía un concepto de voluntad; no hay espacio conceptual en su esquema para una noción tan extraña en la explicación del defecto y el error”.3 En general, quienes defienden posiciones como estas reconocen que los filósofos griegos dan explicaciones de la acción en función de las opiniones y deseos del agente, pero sin llegar a satisfacer los requisitos del concepto de “voluntad”. Poca duda cabe de que estas interpretaciones son correctas, porque ningún filósofo griego ha concebido el concepto de voluntad… tal como lo concibió la modernidad y, a partir de ella, los siglos posteriores. Para dar cuenta de este complejo problema es necesario, ante todo, recordar la clásica distinción entre “concepto” y el “término” que lo expresa.

a) El concepto

El anacronismo es algo mucho más sutil y complejo que preguntarse si Platón reflexionó sobre el Estado (concepto ausente como tal en la Grecia clásica) o si Aristóteles fue el primer biólogo fijista de la historia (hasta que el evolucionismo lamarckiano-darwiniano lo echara por tierra). Me refiero a que, si las tintas de la aversión al anacronismo se cargan en exceso, tampoco podríamos afirmar que para Aristóteles la luna delimitaba los ámbitos sublunar y supralunar, dado que con la palabra “luna” estaríamos refiriéndonos a un objeto diferente al que, con ese mismo término, se refería Aristóteles: nuestro satélite natural era, para su concepción geocéntrica del universo, un planeta puro y perfecto. Stricto sensu tampoco podríamos hablar del “geocentrismo” de Aristóteles o de la “psicología” de los filósofos griegos –a excepción, quizás, del De anima– y, sin embargo, ya en Platón encontramos diversos tratamientos más o menos sistemáticos de la psykhé. Es cierto que todo concepto filosófico, científico o artístico tiene una definición delimitada por su época, pero ello no implica (no debe implicar) que no se pueda reflexionar sobre dicho concepto desde nuestro presente, incluso cuando la palabra para referirse a él no haya existido como tal. Quizás el término “metafísica” sea el ejemplo más obvio de esto: ningún filósofo griego clásico denomina de ese modo su teoría y, sin embargo, nadie se atrevería a negar que Platón o Aristóteles han diseñado un andamiaje metafísico como causa y explicación de la realidad.

En lo que al presente libro respecta, entiendo que algo similar a lo que ocurre con “metafísica” ocurre con “voluntad”. Si nos atenemos a definiciones medievales, modernas, decimonónicas o contemporáneas, resultará sin dudas imposible hablar de “voluntad” en la Grecia clásica. Sin embargo, si deflacionamos la carga conceptual de la modernidad y despojamos el término de su referencia a un “sujeto” y a su vínculo con el problema del libre albedrío –tema ausente como tal en la Grecia clásica–, podremos recuperar su sentido primordial: la voluntad como facultad de decidir y de ordenar la propia conducta, de admitir y de rehuir, de querer y de repudiar, tanto si se trata de arbitrar entre creencias racionales contrapuestas, como de deseos o emociones irracionales contrapuestos frente a distintos cursos de acción.4 Una voluntad así entendida, en su sentido “primordial” de arbitrio –ni absoluto ni necesariamente racional– entre diversos cursos de acción, no parece tan ajena a la filosofía práctica griega, que sí ha teorizado sobre la decisión y la conducta, sobre admitir o rehuir, sobre querer o no querer, aun cuando no haya podido aislar una “intención” independiente de su motivación y de la materialización en un acto.

El problema más delicado que encuentro en negar la existencia de cualquier clase de concepto de “voluntad” son sus consecuencias. Si en el ser humano griego tal como lo pensaron la literatura, la historia y la filosofía no hubiese alguna clase de voluntad primordial como la que definí hace un momento; esto es: si ningún agente tuviese la facultad de decidir y ordenar su conducta –aunque más no sea en forma parcial, repito– conforme sus creencias, emociones y deseos, entonces se diluiría la potencia dramática de la tragedia y la ética no tendría ninguna razón de ser, por cuanto el ser humano no sería sino un autómata natural o un títere del destino y de los dioses, sin moralidad, ni responsabilidad, ni legalidad posibles. Pero nada de esto último es así: los personajes trágicos padecen las consecuencias de sus decisiones, los tribunales atenienses juzgan la responsabilidad de los ciudadanos en función de la voluntariedad de sus actos, y la filosofía se pregunta por las condiciones de la deliberación, el deseo, la emoción y la razón práctica. Por lo tanto, algo así como una “voluntad primordial” –se la llame como se la llame– reconducida a sus primeros elementos conceptuales sí formó parte de la cosmovisión griega. Caso contrario, la potencia de muchas de las manifestaciones artísticas y teóricas de esa cultura habrían sido lo que no fueron: huecas.

Es cierto, por otro lado, que, incluso cuando este modo de concebir al ser humano en su dimensión práctica se materializó en numerosas teorías filosóficas, en ningún caso se llegó a algo así como a una “metafísica” de la voluntad, en la que el puro concepto de “intención” fuera considerado condición trascendental o a priori de la moralidad o de la acción. En el caso griego, la voluntad se pensó en función de la agencia humana –el deseo, la emoción y la deliberación– pero siempre asociada con el acto.5 No obstante, esto no quita que, aunque no con una metafísica, los filósofos del siglo V a.C. en adelante sí hayan dado forma a una antropología y a una psicología de la voluntad capaces de reflexionar sobre los resortes conforme los cuales se decide y se rechaza. A su vez, a esta antropología y psicología se les añade, desde el siglo V, un abordaje político, dado que el ser humano que protagoniza los análisis de los filósofos atenienses del período clásico es siempre un ciudadano. Todo esbozo que las propuestas socrática, platónica y aristotélica aportan sobre este punto está supeditado a y enmarcado en el estudio del ser humano entendido como una criatura que habita en una pólis. No hay, en el pensamiento griego, ‘cosas que piensan’ o ‘cosas que desean’; ni siquiera hay stricto sensu seres humanos que piensan y desean. Hay atenienses que piensan. De allí que, como veremos a lo largo del libro, en los diversos análisis de la voluntad humana conviven elementos antropológicos, psicológicos y políticos, por cuanto el querer se halla inevitablemente atravesado por la humanidad, por el alma y por valores morales pensados en el marco de una ciudad, ya sea existente, ya sea ideal a fundar.6

b) Algunos términos

No existe en griego una palabra que contenga todos los rasgos del concepto de “voluntad”, término castellano que, por otra parte, deriva del latín. Sin embargo, sí existe un conjunto de términos que han expresado, cada uno de ellos de manera parcial, aquel sentido primordial de la voluntad del que he hablado.7

Ya Homero distingue tres instancias humanas que concurren en la decisión: pensamiento y planificación con phrénes y nóos (intelecto); emoción agresiva e impulsos con thymós (impulsividad, ánimo); emociones corporales con êtor y kardíe (corazón), y stêthos (pecho).8 El entrecuzamiento de factores humanos y no humanos (dioses, destino) en las decisiones de los personajes homéricos permite la coexistencia de elementos que, en otros contextos, difícilmente podrían combinarse: en la explicación de Agamenón conviven la intervención divina y la asunción de responsabilidad humana, con la consiguiente necesidad de compensar el error.9 También se encuentra en Homero uno de los términos que será central en la filosofía práctica platónica: el verbo boúlesthai (“querer”), claramente diferenciado de (e)thélo, que recién en el siglo V a.C. se volvería su sinónimo.10 Tal como ocurrirá a lo largo del período clásico, no existe en la épica término para expresar una voluntad abstracta en tanto pura intención del agente sin referencia al origen de dicha intención. Si la acción del verbo boúlomai expresa una voluntad surgida de la reflexión intelectual, el thymós expresa una voluntad surgida de la afectividad sentimental.

Otro término propio del campo semántico del querer es tólma/tólme, con el que se expresa la audacia propia de quien tiene la voluntad de sobreponerse a los impedimentos que le impiden avanzar en una situación riesgosa.11 No se trata de un impulso surgido de una emoción –como sería el caso de orgé o thymós–, sino de uno surgido de la conciencia del agente, por lo que el término siempre supone un juicio moral.12

En la tragedia del siglo V la distinción entre elementos racionales e irracionales permanece: el Penteo de Eurípides actúa “con un pensamiento (gnóme) criminal y una ira (orgé) fuera de la ley” (Bacantes, 997), mientras que en Medea entran en conflicto las deliberaciones racionales y su pasión (Medea, 1078-1080). Es en el marco de la tragedia donde el término “gnóme” adquiere el sentido que prevalecerá en la filosofía, en tanto decisión de actuar conforme una reflexión acerca de la realidad: “resolución”, “juicio”, “determinación reflexiva”, pero también “plan”, “intención” o… “voluntad”.13

En lo que respecta a la filosofía griega, las primeras tematizaciones del problema no partieron del agente humano, sino de su entorno cósmico: para Parménides, “lo mismo es pensar (noeîn)y ser” (B3), mientras que para Heráclito el pensamiento (phrónesis) recto no es el individual, sino aquel que se enrola en el lógos universal.14 Será recién en el siglo V cuando la filosofía investigue el problema moral y político en relación específica con el ser humano como eje. El sofista Antifonte (B44, col. 3) combina gran parte de esta terminología para postular leyes que indican lo que la inteligencia (noûs) no debe desear (epithymeîn), vinculando así elementos racionales y no racionales del comportamiento. Sin embargo, como ya adelanté, este ser humano que actúa nunca fue el único eje de la reflexión ética. Quizá ni siquiera fue el eje principal, habida cuenta de la permanente atención a factores exteriores a lo humano o, si interiores, ajenos al control humano.

Los verbos de querer ocupan, evidentemente, un lugar central en este ámbito, especialmente boúlomai y el sustantivo boúlesis, en tanto deseo mediado por cierta reflexión o deliberación.15 Ambos términos son, como veremos a lo largo del libro, centrales en las explicaciones platónicas de la acción. Ya fuera de contexto platónico –y, por eso mismo, del presente libro– aparece la prohaíresis (“decisión deliberada”) aristotélica, quizás uno de los términos que más condensa el concepto de voluntad primordial. Compuesto por la preposición pro (“antes”, “pre”) y la raíz del verbo hairéo (“tomar”, “agarrar”, “elegir”), la proaíresis es definida como un “deseo deliberado” (órexis bouleutiké, Ética nicomaquea 1139a23), es decir: como un deseo que “toma”, “agarra” o “elige” conforme una silueta delineada reflexivamente de antemano. Pero Aristóteles va más allá. Ese “deseo” (órexis) puede ser de tres clases: apetito de placeres corporales como sexo y comida (epithymía), deseo de gloria y victoria en el plano del reconocimiento público (thymós), o deseo de bienes racionales o tales que pueden ser asimilados por la racionalidad (boúlesis).16 Y es en la boúlesis donde encontramos, quizás, el punto conceptualmente más cercano a lo que habría de ser la “voluntad”, por cuanto Aristóteles logra aislar un anhelo o querer en el que conviven (i) la capacidad motora privativa del deseo y (ii) la capacidad intelectual para configurar el objetivo de tal deseo. Si no es posible traducir boúlesis sin más por “voluntad” es porque, aun con todo el poder de abstracción que el término expresa, Aristóteles no llega a aislar de manera completa el fenómeno de la pura intencionalidad independientemente de su origen: la boúlesis no deja de ser un anhelo, intención o voluntad cimentada en la razón.

Si bien de modo excesivamente resumido y esquemático, sirva lo dicho para concluir que, aunque no de modo claro y mucho menos terminológicamente uniforme, la cultura griega logró delinear un concepto más o menos primario de voluntad, vinculado con aquello que los agentes humanos quieren y rechazan en conformidad con sus objetivos, ya sean deliberados, ya sean deseados irracionalmente. De modo que, si bien no existe un único término que exprese tal concepto, sí existe un conjunto de términos que, cada uno con su aporte, nos hace sospechar que la cultura griega fue más o menos consciente de que el ser humano tiene, de maneras variadas, intenciones. Se trata de lo que, como veremos a continuación, algunos han denominado “esbozos” del concepto de voluntad.

c) Algunos antecedentes

Es justo decir que no todos los helenistas del último siglo han afirmado la inexistencia de cualquier clase de concepto de voluntad en la Grecia clásica. En un fundamental artículo de 1992, Irwin ha mostrado convincentemente cómo la recepción e interpretación de Tomás de Aquino de la ética aristotélica da lugar a pensar que en la boúlesis del estagirita se puede rastrear la voluntas del aquinate. Algo similar había afirmado Kenny en un libro de 1979.17

En lo que al presente libro respecta, un influyente artículo de Vernant (1982), titulado “Esbozos de la voluntad en la tragedia griega”, ha sido central. Allí afirma el helenista francés que los griegos no habrían llegado a acuñar un concepto de “voluntad” en el sentido de subjetividad individual, i.e. moderno. No obstante, el título mismo del trabajo de Vernant da cuenta de que sí habrían existido entre los griegos ciertos “esbozos” o tematizaciones de una voluntad que se fueron delineando con el correr de los diversos abordajes intelectuales y literarios. Discutiendo explícitamente con Vernant, Castoriadis (1994) retomó lo que parecía un debate ya cerrado en torno a estos “esbozos”. Apelando a Aristóteles como pensador que llevó al límite el análisis del actuar humano, Castoriadis insistió en que el hecho de que no haya una palabra que refleje sin más el concepto moderno de “voluntad” –argumento ex silentio sostenido v.g. por Snell– no implica que dicho concepto no formara parte de la cosmovisión griega clásica, incluso desde Homero, cosa que también habría de sostener el fundamental trabajo de Gill (1996). Si es recién Aristóteles quien habría de tematizar de un modo más o menos explícito esa “voluntad”, ello se debe, según Castoriadis, a que antes que él no estaba claro que dicho concepto tuviese algún problema o “enfermedad” dignos de ser analizados.18 Este aporte de Castoriadis ha resultado fundamental para mi trabajo, dado que encuentra en la admisión aristotélica de la incontinencia la razón necesaria y suficiente para llevar a cabo su estudio en torno a los distintos motores de la prâxis. Y resultó fundamental porque, a mi entender, la posición de Castoriadis puede trasladarse al propio Platón: si Aristóteles encontró el problema de la voluntad en la akrasía es, cuando menos en parte, porque Platón –y Sócrates antes que él– ya lo habían detectado como problema, aunque dándole una solución distinta. Que la respuesta socrático-platónica (fórmula unificadora que, como mostraré en el último capítulo, no puede sostenerse) haya sido distinta a la aristotélica no significa que el problema también lo haya sido. Parto de la base, pues, de que Platón también vio un problema teórico-práctico suficientemente complejo como para dedicarle gran parte de su obra. Tan complejo resultó el problema que, como se verá a lo largo de los sucesivos capítulos del libro, las respuestas platónicas fueron variando de una posición eminentemente socrática hacia una perfectamente asimilable con la que acabaría siendo la posición aristotélica.

En el presente libro seguiré la propuesta de Vernant de rastrear los “esbozos” de tematizaciones de la voluntad en diversos pensadores pre-aristotélicos, pero también la propuesta de Castoriadis, que me llevó a hacer de las diversas tematizaciones de la incontinencia el faro orientador del desarrallo de los sucesivos “esbozos”. La selección de las diversas obras que analizo en cada uno de los capítulos del libro obedece a dos criterios. Primero, la posibilidad cada vez mayor de concebir y explicar una acción incontinente, partiendo de su imposibilidad absoluta en diálogos tempranos, pasando por una imposibilidad atenuada en diálogos de madurez, hasta su admisión en la vejez. En segundo lugar, intentaré mostrar que esta progresiva admisión de la incontinencia coincide con una progresiva interiorización de los factores relevantes para la toma de decisiones: de una exterioridad absoluta heredada por Platón de Homero y algunos pensadores del siglo V, hasta la completa interiorización de las emociones.

Platón y la voluntad

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