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II. Algunos antecedentes del problema de la voluntad

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Desde la época arcaica, el imaginario ateniense había considerado que las decisiones del hombre eran digitadas por su entorno divino, desde la áte de Agamenón en Ilíada, hasta los dioses firmando la paz en Euménides, de Esquilo. En este sentido, las interpretaciones clásicas de Ilíada y Odisea suelen ver allí un querer humano subsumido casi por completo a los designios de los dioses que controlan, sin parámetros inteligibles para el hombre, el orden de los acontecimientos. Podría decirse, conforme esta lectura tradicional, que el hombre homérico es prácticamente heterónomo.19 Por su parte, y más allá de dioses y hombres, el “destino” (moîra) representa un orden trascendente, orden que ni siquiera la divinidad puede alterar.20 Algo similar ocurre con los dioses hesiódicos quienes, no obstante el trabajo realizado por los hombres, acaban siendo “dadores” de felicidad o miseria.21 Ya en el siglo V a.C., esta herencia comenzó a cuestionarse tanto desde el ámbito de la literatura como desde el pensamiento argumentativo-filosófico. Dos fenómenos serían determinantes en tanto puntos de inflexión sobre los cuales se delinearía la filosofía griega posterior: la tragedia y la sofística. Con respecto a la tragedia, Esquilo suele presentar a un hombre aún sumido en la heteronomía, identificada o bien con la divinidad, o bien con la moîra.22 Por su parte, si bien en la obra de Sófocles se advierte cierto resquebrajamiento del imperio de los dioses, estos suelen ser quienes manejan los destinos humanos.23 Las innovaciones euripídeas –fundamentalmente vinculadas con el lugar del ser humano en sus dramas–conducen, debido a su proximidad con ella, a la sofística, el segundo y más directo antecedente de la filosofía socrático-platónica. Encontramos, asimismo, fragmentos de filósofos preplatónicos que afirman que “el carácter (êthos) es un daímon para el hombre” (Heráclito, DK B 119), o que “la felicidad no se halla ni en los ganados ni en el oro: el alma es la residencia del daímon” (Demócrito, DK B 171), a la par de versos de tragedias que apuntan en la misma dirección: “el intelecto (noûs) es un dios (theós) para cada uno de nosotros” (Eurípides, fr. 1018N). Lo que tradicionalmente se ubicaba en el exterior del ser humano comienza, poco a poco, a trasladarse a su “interior”.24

Los sofistas representan, sin dudas, uno de los principales referentes al momento de analizar diversos problemas de la filosofía socrático-platónica, dado que muchos de ellos han sido sus contendientes teóricos principales. En este sentido, el primer capítulo del presente libro está dedicado a lo que podría denominarse la “antropología gorgiana” tal como se la puede pensar a partir del Encomio de Helena (EH = DK B 11). La razón por la cual comienzo por Gorgias responde a que, como intentaré mostrar, si no directamente contra la suya, es contra una posición como la suya que las primeras propuestas socrático-platónicas a propósito del querer humano discuten. En este sentido, veremos que el homo gorgianus aún puede ser incluido dentro de una línea homérico-hesiódica, al ser pensado como un ser dependiente de agentes que le son externos, ya se trate del mundo (dioses, azar, destino) o de otro ser humano (que lo fuerza, lo persuade o lo enamora).

Con respecto al segundo momento histórico-conceptual que trataré, suele colocarse a la filosofía socrática como una de las primeras reflexiones cuyo objeto habría sido eminentemente el ser humano.25 Según veremos en el Protágoras, su propuesta permite ver con mayor claridad un primer esbozo de la voluntad humana, esbozo que descansa fundamentalmente en un ser humano desprendido de sus anclajes exteriores. El así llamado “Intelectualismo socrático” (IS) sentencia que el ser humano solo obra mal por ignorancia de una alternativa mejor y no debido al influjo de un agente externo que lo enceguece y lo conduce por caminos equivocados. Quien determina el buen obrar no es otro que el ser humano mismo, a través de su estado epistémico. Sofistas como Protágoras también afirmarían que todos los seres humanos obran conforme lo que consideran bueno para sí mismos, pero agregando que eso que consideran mejor es efectiva y realmente bueno, precisamente porque un ser humano así lo consideró. Como contrapartida a este relativismo sofístico, la innovación socrática consiste en afirmar que tales consideraciones son falibles, i.e. el ser humano puede estar equivocado y, así, creyendo que se procura un bien, en realidad ignora el daño que se está haciendo a sí mismo. La indagación socrática intenta definir aquellos valores de los que hay que valerse para vivir en la ciudad y, de ese modo, alcanzar la felicidad: la acción virtuosa supone, según Sócrates, el conocimiento. No obstante, si bien el homo socraticus se ha desembarazado de la heteronomía característica de su par gorgiano, la plena autonomía no es una posibilidad: en primer lugar, debido a que, al hacer descansar la decisión humana en resortes estrictamente epistémicos –esto es, al postular que quien conoce el bien intentará seguirlo indefectiblemente en sus actos–, Sócrates acota la autonomía del hombre a la dependencia de su propio saber. Esto problematiza la posibilidad misma de un poder de decisión absoluto, aun cuando el polo que determina el curso de acción se haya trasladado del mundo exterior al interior del hombre: Sócrates no concibe la posibilidad de que quien conozca el mejor curso de acción entre los posibles decida obrar en contra de ello. El encadenamiento al universo físico típico de la época arcaica ha cedido al encadenamiento al universo psíquico. En segundo lugar, instancias irracionales como las emociones (páthe) son adscriptas a la esfera de lo corporal y, así, quedan fuera del alma en tanto sede de la toma de decisiones. De este modo, sobreviven factores que, si bien no externos al modo de los dioses, tienen la capacidad de perturbar desde el cuerpo en tanto sede exterior al alma.

El camino iniciado por Sócrates es retomado y desarrollado por Platón en sus textos de madurez: retomado porque la doctrina socrática según la cual se obra mal por ignorancia del bien es adoptada por Platón; desarrollado porque se le añaden elementos ausentes en la propuesta socrática, tales como el rol de las emociones y apetitos irracionales en la decisión y ciertas indagaciones del alma humana de corte metafísico. En este sentido, si en el Protágoras el alma se cierra exclusivamente sobre aspectos racionales-intelectuales, de modo que todo viso de irracionalidad queda fuera de su esfera, en el Gorgias el proceso de interiorización se anima a incluir los apetitos irracionales como parte de la economía psíquica. Si bien el IS permanece vigente, el relato de los toneles en el Gorgias da cuenta de que la principal y más peligrosa causa de error práctico para el ser humano se halla ínsita en el alma. Sin embargo, este boceto de des-integración psíquica no cuestiona la máxima fundamental según la cual solo se obra mal por ignorancia de una alternativa mejor. Según veremos, las decisiones del agente siguen manando de su racionalidad.

La interiorización se consuma recién en República, por cuanto racionalidad-calculadora (logismós), irracionalidad-colérica-impulsiva (thymós) e irracionalidad-apetitiva (epithymía) conviven en el alma humana en igualdad condiciones, pues cualquiera de las tres partes puede gobernar al ser humano. Si bien Platón insiste en que la naturaleza indica que la razón debe gobernar, que la impulsividad debe oficiar de auxiliar y que los apetitos deben obedecer, la evidencia fáctica lleva a contemplar la posibilidad de luchas facciosas intra-psíquicas que pueden dar como resultado hombres gobernados por el impulso-colérico o por los apetitos. Esto abre las puertas a nuevos y más complejos conflictos en el alma que, a criterio de algunos, llegarían incluso hasta la aceptación de la incontinencia.26

Pero Platón no siempre fue socrático. En su último diálogo, Leyes, el esquema intelectualista que se sostiene desde el Protágoras hasta República es revisado conforme un cambio profundo de la antropología subyacente: el ser humano de Leyes sí puede obrar contra lo que su racionalidad considera lo mejor (en principio para él mismo), dado que su naturaleza es intrínsecamente débil. El querer del homo socraticus era eminentemente fuerte, pues, como ya he dicho, todas las decisiones estaban encadenadas a lo que tal querer determina conforme lo que el agente considera el mejor curso de acción (en principio, para sí mismo); el error no se explica por debilidad volitiva, sino por ignorancia intelectual. En Leyes, en cambio, la naturaleza humana ya no es fuerte, sino débil: aun sabiendo que determinado curso de acción no es el mejor, un ser humano puede realizarlo, vencido por sus emociones irracionales.

De este modo, en Leyes se cierra la parábola que, en el recorrido propuesto en el presente libro, comenzó en la absoluta exterioridad de los dioses en tanto primera causa del viaje de Helena a Troya en el Encomio de Helena gorgiano, hasta una interioridad compleja y conflictiva, cuya independencia del agente es tal que lo lleva, incluso, a obrar en contra de sí mismo.

Platón y la voluntad

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