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La investigación habitada por devenires

Esther Díaz[3]

Él no se movía; pero daba saltos armoniosos igual, sin moverse. Hay muchas maneras de saltar.

Marosa di Giorgio, La flor de lis

Así pues dice Zaratustra: “No vayas a los hombres y quédate en el bosque. Es preferible incluso que vayas a los animales ¿Por qué no quieres ser tú –como yo– un oso entre los osos, un pájaro entre los pájaros?”.[4] Nietzsche no dice que vayamos “con” los animales sino “a” los animales. Es como iniciar un camino para buscarlos, querer algo de ellos o, expresándose con palabras de Deleuze, devenir ellos. Devenir animal y, en una nueva torsión de resistencia a los códigos valorativos, devenir niño.

Este flujo conceptual deleuzeano es tributario de Nietzsche y sus tres transformaciones del espíritu: camello, león, niño. Zaratustra manifiesta que hay muchas cosas pesadas que están a la espera del espíritu obediente y paciente en el que habite la veneración. Ese espíritu débil demanda cosas pesadas, muy pesadas y se arrodilla, igual que el camello, y quiere que se le cargue bien. Nietzsche se pregunta por qué esa sumisión, esa manera de humillarse, de dañarse, esa automutilación. Es un modo de darle brillo a los mentecatos, a los obedientes de imperativos hostiles a la vida. Quien se doblega se asimila al camello que porta sus fardos y se echa a correr, desgarbado, con su absurda carga. Culpa, desprecio de sí mismo, rechazo del deseo, desvalorización del cuerpo.

Luego, en lo más solitario del desierto se produce una segunda transformación. El espíritu se convierte en león. A diferencia del camello, el león quiere conquistar su libertad como se conquista una presa y ser señor en su propio desierto. Autonomía, emancipación y autosuficiencia son sus dianas. No obstante se pregunta Nietzsche si habrá algún objetivo que el león –a despecho de su soberbia– no haya logrado alcanzar. Efectivamente, este animal, si bien ya no soporta lastres como el camello, tampoco ha logrado la ligereza de quien no está atado a mandato alguno. El filósofo concluye entonces que el espíritu ha de pasar a otro estadio despojándose tanto de sumisiones como de fuegos fatuos. Es por ello que el león debe transformarse en niño. Inocencia y olvido. Porque en el niño “hay un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí”.[5]

Esta sugestiva innovación filosófica afectó la pasión de Gilles Deleuze e inspiró uno de sus más fecundos conceptos: “devenir animal”. Mejor dicho, inspiró “devenires”, no sólo animal o niño, también intenso, molecular, música, mujer, trozos de carne y otras minorías.[6] Al afirmar que siempre se deviene minoritario Deleuze concibe un proceso inverso al señalado por idealismos y racionalismos. El espíritu no se ensalza desde una supuesta superioridad de la racionalidad (a lo león) considerada el súmmum de la dignidad. Se libera más bien perdiéndose en lo colectivo y la multiplicidad, en la ausencia y el silencio. A ellos se entrega Zaratustra cuando el peso de la comunidad se le torna insoportable, cuando se retira del mundo, se vuelve sobre sí y confundido con la naturaleza –paradójicamente– deviene mundo. “El mundo gira de modo inaudible”, es decir, imperceptible.[7]

Deleuze se sumerge en esta idea nietzscheana y resurge enriquecido, incluso cuando hace filosofía de la ciencia, cuando “deviene epistemólogo”. Pues al establecer que la singularidad de la ciencia proviene de su construcción de funciones le otorga al pensamiento científico la capacidad de embarcarse en devenires. Si lo propio de la ciencia es establecer funciones, su especificidad no es la contundencia de objetos terminados y completos, sino la inmanencia de algo deviniendo de manera ineludible. Una función no se percibe, se piensa.

Pero ¿qué es una función? Una relación que implica movimiento, velocidades, cambios. Es lo contrario de una sustancia inmutable. La función es móvil, lo que emerge de una conexión. Es el accionar en una relación, lo inasible, el entre, lo que ocurre en el medio de los términos, el chispazo del encuentro. El destello que surge del choque de dos espadas.

La función es del orden de lo formal, como el concepto de autor en Michel Foucault, donde la función-autor se produce en la escisión entre los términos que relaciona. Esos términos desaparecen en la relación. El sostén empírico de los términos se esfuma o se pone entre paréntesis. Al mismo tiempo se deconstruye el carácter absoluto del sujeto (también el de la ciencia). El sujeto, como el autor, en tanto función, permanece en suspenso. Se trata de hilar fino para aprehender los puntos de inserción y los modos de funcionamiento, sin descuidar las dependencias con los términos que relacionan y sin los cuales las funciones no podrían acontecer.[8]

Para Deleuze la tarea científica se despliega entre funciones y consiste en “formalizar” la realidad creando functores. Ahora bien, que el objeto de estudio de Deleuze –en este caso la ciencia– establezca funciones no quiere decir que su filosofía opere de la misma manera. La ciencia y la filosofía avanzan por caminos opuestos. La filosofía tiene como consistencia la creación de conceptos, mientras la ciencia se consolida en la determinación de funciones. La epistemología “formalista” de Deleuze es equiparable a su lógica, tal como la entiende cuando se refiere a lógica del sentido o de la sensación.

Una de las perspectivas que se analiza desde la lógica del sentido es el peculiar desarrollo del relato en Alicia en el país de las maravillas, mientras que en la lógica de la sensibilidad se conceptualiza la lógica implícita en la pintura de Francis Bacon.[9] En ambas Deleuze –con implacable rigor– transgrede los imperativos de las lógicas heredadas de racionalismos, positivismos y empirismos lógicos.

La lógica deleuzeana subyace en los rizomas, las máquinas, los agenciamientos, los cuerpos con y sin órganos, las sensaciones, la vida.[10] No porque la vida esté tematizada en el aspecto funcional del análisis de la ciencia de este autor sino porque lo está en su ontología que, obviamente, interactúa con el resto de su pensamiento. La investigación científica, mediante la construcción de functores, instaura un plano de referencia para “amortiguar” el caos de lo real. Se puede decir que mientras la ciencia establece relaciones entre el gato y su sonrisa, la filosofía se ocupa de pensar la sonrisa sin gato. Y al bordear con este ejemplo el territorio estético nos chocamos con el tercer eje conceptual de la intersección entre planos que atraviesan el caos. Me refiero al arte.

Filosofía, ciencia y arte son, para Deleuze, las tres grandes formas que definen al pensamiento y sus diferentes maneras de enfrentarse al caos. La filosofía pretende salvar lo infinito dándole consistencia, trazando un plano de inmanencia sostenido por conceptos. Por su parte, la ciencia renuncia a lo infinito estableciendo coordenadas que definen estados de cosas, funciones y proposiciones constituyendo un plano de referencia sostenido por perceptos. A su vez el arte se propone crear un finito que actualice lo infinito, el caos. Traza un plano de composición portador de figuras estéticas, crea perceptos (si el artista compone un sólido plano que atraviese una porción de caos, se produce la percepción estética, muy diferente por cierto de la percepción de la cotidianidad).[11]

Estas tres formas de pensamiento son a la vez formas de subjetivación. Y así como las singularidades, en Deleuze, pueden devenir animales e imperceptibles, otro tanto ocurre con las formas filosóficas, científicas y estéticas. También ellas son continuamente afectadas por velocidades, cambios e interacción.

La subjetividad se sostiene en la vida y la vida es intercambio, contagio, derrames y absorciones. Es, asimismo, el sostén en el que la cultura acumula códigos. Desprenderse de ellos y perderse en lo colectivo es devenir. En el caso específico de la ciencia los términos de una función se “pierden” en los pliegues de ese choque de variables que la hacen posible.

Plegamientos animales e imperceptibles

Se impone una aclaración. En este escrito hay fragmentos extraídos de otras publicaciones de mi autoría relacionadas con devenires y animalidades. Trato de acoplar esos fragmentos con la temática abordada en cada ocasión. Veamos ahora algunas nociones de Donna Haraway, esa epistemóloga que ya no piensa en ciborgs.

Nos constituimos mediante relaciones con humanos, mascotas, gallinas, abejas, vegetales y hasta bacterias intestinales sin las cuales no sería posible vivir. El genoma humano está signado por material molecular de perros, cerdos, aves de corral y virus. En la convivencia entre especies se producen metamorfosis carnales, intercambios orgánicos, complicidades, sexo y amor. No existimos aislados, somos una mezcla de biología y cultura, establecemos letras de cambio con lo que tradicionalmente se pensó como otredad. [12]

La filosofía occidental omitió reflexionar sobre el estatus animal o lo hizo para denostarlo, si bien es verdad que algunas voces aisladas se hicieron oír en defensa de la animalidad: Pitágoras, Empédocles, Montaigne, Locke, Schopenhauer. Pero fueron gritos en el desierto. La filosofía se consolidó oponiéndose o ignorando al animal.

Descartes establece que los animales son seres sin sentimientos equiparables a máquinas reproductoras de movimientos. Kant alega que no se debe ultrajar a los animales porque sería indigno de un ser racional hacerlo, no porque los seres que no poseen raciocinio merecieran respeto en sí mismos. Hegel insiste con la desvalorización de los animales, los consideraba mera naturaleza. Sabido es que para este filósofo la naturaleza debe ser superada por la autoconciencia para arribar al espíritu. Hay que alejarse de lo natural, tan poco digno de estima. Y como correlato perfecto de ese periplo descalificador del animal, he ahí a Heidegger asegurando que la animalidad es una otredad irreconciliable con lo humano. Pero entre Hegel y Heidegger irrumpió Nietzsche, cuyo martillazo conceptual destrozó el prejuicio filosófico enfrentándonos con una nueva manera de pensar sobre nosotros mismos y sobre la relación inescindible entre animal y humano.[13]

De este modo se abrieron las puertas de la filosofía occidental posibilitando pensamientos nómadas, con toda la complejidad de este término, ya que nómada aquí no necesariamente significa movimiento físico. Significa capturar el movimiento de las partículas, la velocidad de sus trayectorias, la posibilidad de otorgarle una “unidad” de sentido incorporando intensidades de otras singularidades y compenetrándose mutuamente. Despojo de códigos, entrega a una investigación que albergue transformaciones, azar y ánimo de innovación no sólo temática, también inmanente y nómada.

En una oportunidad le preguntaron a Deleuze cómo podía defender un pensamiento nómada alguien que, como él, después que se jubiló casi no salía de su casa. Contestó aludiendo a su concepto de los bloques de espacio-tiempo atravesados por movimientos infinitos desde cuyos entrechoques surgen devenires reales independientemente del estado de las variables de una función, sin necesidad de migrar hacia otros territorios.[14] Se puede devenir mujer, niño, “pieza de carne”, intenso, animal, olas (sobrevoladas por surfistas), pajaritas brotando del origami, sin olvidar que también se deviene música.

Perspectiva musical

Deleuze y Guattari consideran que la música nunca es trágica, la música es alegría. Pero a veces escuchamos sonoridades que suscitan ganas de morir, no de felicidad sino de un morir feliz, evanescente, limpio, transparente. Y ello ocurre no porque se despierte en nosotros un instinto de muerte sino a causa de una dimensión específica del agenciamiento sonoro. Existe un momento en la máquina musical en el que los atravesamientos moleculares se transforman en línea de abolición. Desaparecemos. Mutamos hacia la música. Enfrentar ese acontecimiento produce paz y exasperación. La música contiene potencia de extinción, destitución, dislocación. Destruye la carga estéril del camello y la falta de sentido del desierto. Disuelve las sobrecodificaciones agobiantes conservando “un devenir que no hace más que afrontar su propio peligro, sin perjuicio de caer para renacer en un devenir-niño, devenir-mujer, devenir-animal en tanto que son el contenido mismo de la música y van hasta la muerte”.[15]

Sin poner el peso en la sensibilidad sino en el intelecto, algo similar ocurre en las funciones de la ciencia con relación al fluir perpetuo de la materia. El devenir no se produce en la imaginación, no es sueño ni fantasma, es real. No es imitación ni parecido. El devenir no produce otra cosa que a sí mismo sin perder su sí mismo. Es un movimiento involuntario de desterritorialización que anula los territorios edípicos, conyugales y profesionales pero que incluye el trastocamiento liberador de lo devenido. Es un proceso de deseo. Un principio de aproximación al otro, a los otros y a lo otro que no necesariamente incluye analogía o filiación. Por el contrario, suelen ser los heterogéneos los que se encuentran para hacer máquina mediante conexiones y robos de códigos. El principio de aproximación implica una zona de entorno o copresencia de una partícula.

Zona de entorno: se entra en esa área mediante relaciones que producen un deshacerse de sí mismo deviniendo otro sin perder la inmanencia, determinándose como viviente. Lo que se pierde más bien es la carga de preceptos que agobia a los camellos culposos. En el caso de la ciencia, que considera la realidad como conjunto de funciones, se produce también un pasaje a lo imperceptible, aunque el devenir presenta claroscuros. Cada singularidad es inseparable de lo nebuloso, de la bruma que depende de una región molecular, de un territorio corpuscular en el que se puede llegar a capturar códigos (algo diametralmente opuesto a ser un pasivo receptor de códigos).

El entorno es una noción topológica y cuántica, que indica la pertenencia a una misma molécula, independientemente de los sujetos considerados y de las formas determinadas.[16]

Cuando la ciencia consigue establecer funciones fecundas, atraviesa una transposición desde la aparente simplicidad de los datos hacia la evanescencia molecular de las funciones, que son estados del ser. Algo similar, pero diferenciado, ocurre con la filosofía y el arte. Es decir, se produce una fuerte interacción conceptual entre las tres regiones. En función de ello, desde esta lectura de Deleuze también en las ciencias naturales y formales acontecen devenires.

Perspectiva pictórica

El ser es devenir pero ¿se puede acaso capturar el devenir? El tiempo es vorágine, desconocimiento de linealidad, puro fluir, pensarlo “siendo” es pensar en contra de las filosofías de la sustancia, de la conciencia, de la presencia. Pero ¿es posible intuir y transmitir devenires, por ejemplo, desde el arte plástico?, ¿un pintor hiperrealista podría transmitir desde su obra el movimiento?, ¿dibujar la apertura de una flor (no ya una flor abierta), el envejecimiento de cierta piel (no cierta piel envejecida), la vibración solar que por un instante se posa en un membrillo (no un membrillo que brilla)?

Existen intentos. Pensemos en la película El sol del membrillo de Víctor Erice, un documental guionado. Vemos ahí al pintor español Antonio López que consagró sus días y sus noches para tratar de captar en su tela el devenir imperceptible de un árbol de membrillo. Crecía en el patio de su estudio. Cuando los frutos de ese árbol amarilleaban en su esplendor, el artista se propuso trasladar a un cuadro no solamente la percepción instantánea sino también el cambio que –día a día– iban experimentando las frutas, las hojas y los destellos del sol sobre la planta.

Cotidianamente capturaba mediante instrumentos y miradas las mutaciones del membrillo. Marcaba los cambios de manera doble: no sólo pintaba sobre la tela, también le daba pequeñas pinceladas a la plata. Registraba así el límite de lo que cada jornada había elaborado. Pero esas marcas eran desbordadas una y otra vez por el crecimiento del vegetal. También la intensidad de la luz del sol cambiaba durante el desarrollo de la obra. Pasó varias semanas persiguiendo el devenir a punta de pincel.

Una mañana los frutos comenzaron a caer por el peso de su madurez. El artista asumió el fracaso. La pintura representaba de manera realista un árbol de membrillo, pero no había captado sus cambios. Lucía imperturbable. Deleuze diría que no había alcanzado a establecer perceptos, pues la finalidad del arte consiste en arrancar perceptos de las percepciones del objeto y de lo que percibe un sujeto. Se trata de extraer el afecto de las afecciones como pasaje de un estado a otro –como devenir–, de extraer un bloque de sensaciones para un mero ser de sensación. Los perceptos no son percepciones y son independientes de un estado particular de quienes los experimentan. Antonio López abandonó ese cuadro cuando consideró fallido su método para tratar de captar el movimiento, en realidad, de captar la vida.

López recomenzó. En el segundo intento utilizó lápiz y papel, sin modelo. El árbol biológico estaba desdibujando su esplendor entre hojas y frutos marchitos. En este recomenzar en soledad, sin modelo, el grafito se desplazaba por la superficie blanca casi sin tocarla, rozándola apenas. La obra terminada resultó evanescente: el vislumbre de unos frutos casi imperceptibles, intermitentes, como si titilaran desde la composición artística.

La segunda obra sobre el membrillo muestra la misma planta, pero la cuasitransparencia de los trazos produce efectos vibratorios. La figura difuminada evoca líneas de fuga que la representación literal y colorida del cuadro anterior no lograba expresar. En el cuadro definitivo centellean devenires vegetales evanescentes. Inmanentes, no trascendentes. Semejantes a una vida despojada de códigos. Simplemente vida. Agon entre ella y la otredad. En esa configuración de fuerzas se producen choques, confusión y metamorfosis. Veamos este proceso en una ficción sobre la danza.

Perspectiva danzante

No hay vida asegurada, hay vidas en suspenso. Una vida excede los límites estratificados que delimitan objeto y sujetos. Se derrama y chorrea.[17] Se trata de voluntad de poder, como la que moviliza a la protagonista de la película El cisne negro de Darren Aronofsky, una bailarina que aspira a lograr la perfección estética.

En principio Nina se aferra a los estrictos códigos del ballet: casi no se alimenta y ensaya, ensaya, ensaya. Es tímida. Sin novio, sin amigos, sin fiestas, únicamente entrena hasta quebrarse las uñas. Es delgada, etérea y acuna una técnica impecable aunque desprovista de pasión. El coreógrafo le reclama inútilmente que se suelte, que sienta, que libere su bestialidad. Un día se abalanza sobre Nina y la besa con violencia. Ella reacciona mordiendo furiosa los labios del maestro y huyendo. Él queda deliciosamente sorprendido. Las otras bailarinas del elenco lo acechan para seducirlo, para entregarse a su voluntad e intentar así lograr un papel destacado en el ballet. Y esta pequeña, a pesar de su ilimitada ambición artística, no sólo se había permitido rechazarlo sino también devolverle la agresión.

El coreógrafo capta la animalidad que palpita en ese cuerpo y le otorga el rol protagónico en El lago de los cisnes. La desafía incluso a interpretar también al cisne negro. Pero junto con la felicidad llega la pena; celos profesionales, competencia, boicots. Como si todo esto fuera poco, en los ensayos la protagonista no logra el desenfreno del cisne negro, a pesar de que interpretaba maravillosamente al blanco. No obstante, el día del estreno, acosada por mil obstáculos, se abandona a las oscuras fuerzas que borbotean en su espíritu y “es bailada” por la negritud insondable del cisne. Su cuerpo comienza a transformarse. La piel blanca se motea con pequeños muñones negros, tan oscuros como los devenires de su espíritu. Poseída por los dioses del entusiasmo, su cuerpo se fue llenando de plumaje, sus brazos devienen alas y baila enloquecida con la sagacidad y la fuerza de la animalidad. La mujer desaparece entre los plegamientos animales y deviene cisne.

Perspectiva científica

Ahora bien, la ciencia, que se pretende exclusivamente racional, ¿también posibilita devenires? Lo no perceptible en los procesos de investigación, ¿es emancipador –como el devenir imperceptible deleuzeano– o está al servicio de la naturalización de la “verdad” científica? Pues el científico “invisibiliza” ejércitos de aspectos pasibles de ser estudiados y extrae variables del caos por desaceleración. Es decir, elimina la posibilidad de considerar las infinitas variables que podrían intervenir en una función. Pero esas variables aisladas del maremágnum de la realidad no son propiedades intrínsecas de las cosas, sino la resultante de una diagramación convencional, finita, manejable, mensurable que, no sin desechar multiplicidad de aspectos, elige unos en lugar de otros, estableciendo así un plano de referencia (“objeto de conocimiento” o “unidad de análisis”, según la epistemología tradicional). Un parapeto para refugiarse del caos controlado por un observador parcial (“sujeto de conocimiento”, según los manuales).

Cuando las variables escogidas por el investigador son despojadas de codificaciones cualitativas devienen categorías formales, sin gozar de una certidumbre apacible. Lejos de ello, la relación entre variables debe ser administrada por manos de seda y con la sensación de que en cualquier momento la ecuación puede empantanarse o hacer surgir una línea de fuga, una desterritorialización, una innovación o un fracaso. La ciencia, lejos de ser mero conocimiento, encierra variabilidades desaceleradas entre los barrotes de ciertos límites (coordenadas) y las relaciona con centros de equilibrio (regularidades). Produce una selección que sólo conserva un pequeño número de variables independientes cuyas relaciones, observadas en el presente, son la condición de posibilidad para predecir el futuro (ciencia moderna, caos determinista). O, por el contrario, hace intervenir tantas variables que el estado de las cosas pasa a ser únicamente estadístico (posciencia, caos probabilístico). En definitiva se ensaya trazar un plano de referencia para ordenar el caos. El derrotero es el orden, el apaciguamiento del caos, la formulación de leyes. No obstante, dicen Deleuze y Guattari, “en cualquier caso la ciencia no puede evitar una gran atracción por el caos al que combate”.[18]

Esta concepción funcional tematiza a las ciencias tradicionalmente denominadas naturales y formales. Sin embargo, si se realiza un paneo por la obra de Deleuze, se encuentra, por una parte, que en ciencias sociales existen focos problemáticos abordados desde la construcción de functores (aunque el autor no lo manifieste en estos términos). Las funciones son paradigmáticas en las disciplinas sociales, específicamente en aquellas con masa crítica experimental: sociología, antropología, geografía, economía, son alguna de ellas. Y por otra parte, se encuentra que en el formalismo de Deleuze subyace la concepción rizomática de su pensamiento (humanidades, psicoanálisis, investigación artística).

Pues si la desaceleración de las variables señala el delgado límite que separa el plano de referencia del caos, la ciencia (más allá de cualquier clasificación positivista) puede compararse al acercamiento a las llamas que vomita un volcán. En ese juego de los bordes, de la aparición y desaparición de las variables –cálculo diferencial o devenires rizomáticos– se achica la diferencia entre el caos y el orden. De este modo, la investigación se desliza hacia una variabilidad que invisibilidad lo empírico en favor de lo conceptual.

La innovación aportada por Deleuze desde un aspecto epistemológico-funcional es por demás relevante para los intereses de una epistemología ampliada. Pues el plano de consistencia de lo científico, interactuando con los planos de la filosofía y el arte, son modos de subjetivación, uno de los intereses cruciales en la propuesta de ampliar (o revertir) las problemáticas epistemológicas que, según nuestro criterio, no se reducen a una visión de la ciencia como mero conocimiento, ni a métodos hegemónicos, ni a criterios de validez. Se trata de algo bastante más complejo en lo que el concepto de modulación cumple un rol protagónico.

Multiplicidad metodológica en la investigación creativa

¿Qué es “modular”? Moldear una variable de manera continua. Nada que ver con una operación de moldeado. En el moldeado hay forma y contenido, hay adaptación estable. El contenido se adapta a la forma de manera definitiva. Por el contrario, modular es moldear deviniendo, siguiendo los ritmos, las velocidades de las materialidades y del pensamiento.[19]

Uno de los desafíos de las investigaciones que se pliegan a metodologías funcionales es similar a los desafíos del pintor hiperrealista que pretendía plasmar el devenir de su objeto estético. ¿Cómo “encerrar” en entidades definitivas (semánticas o empíricas) realidades cambiantes?, ¿cómo maniatar la multiplicidad en los estrechos límites de una tela?, ¿cómo aislar un sector de la velocidad molecular que nos rodea y habita para emitir leyes científicas que lo regulen?

Estas inquietudes exigen métodos modulables, flexibles, intercambiables, múltiples, de modo que la investigación le siga el ritmo a la realidad estudiada extrayéndola al mismo tiempo del caos. Algo similar a lo que ocurre en la práctica de planeo. El planeador modula su trayectoria en función de lo imprevisible del viento, adaptando y resistiendo modulaciones y variables. En este punto otra vez la investigación y el arte se interceptan. Ambas necesitan técnicas sistemáticas pero, en la misma medida, requieren ductilidad y creatividad.

Una técnica rigurosa y sólida es condición de posibilidad para ejecutar la creatividad. Pero si bien la técnica es necesaria, no resulta suficiente. Hay que lograr líneas de fuga, decodificación, aceptación del azar. Además de la técnica –que se obtiene de manera racional y pragmática–, hace falta libertad creativa, que se logra desde la sensibilidad y la entrega a las pulsiones del cuerpo. Los recursos académicos y metodológicos son indispensables para acceder a la destreza investigativa. Pero los resultados que realmente logran el estadio científico, humanístico o artístico son los que, habiendo incorporado el entrenamiento metódico brindado por la educación sistemática, consiguen transgredir los códigos impuestos.

Uno de los escollos que debe afrontar el investigador es el escrito académico. Este obstáculo es casi administrativo pero indispensable para desplegar la investigación a nivel institucional independientemente de la disciplina trabajada. Me refiero al aspecto práctico del armado de documentos que acrediten las indagaciones. Los investigadores para validarse como expertos deben seguir normativas vigentes en la presentación de escritos académicos; presentar monografías, tesinas y/o tesis, artículos, reseñas e informes de investigación. Esto representa una realidad que –al menos en esta oportunidad– no pondré en tela de juicio, pues si se juega en un campo determinado conviene manejarse con los códigos formales establecidos. Tampoco objetaré que la destreza para lograr ese objetivo sea impartida desde la metodología y/o la semiología tradicionales. Ahora bien, que esas disciplinas pretendan imponer un método a priori o único, no ya para escribir papers, sino para el proceso investigativo es por lo menos discutible. De modo que una de las premisas que atraviesa esta breve consideración es tripartita: a) rigor técnico en el manejo de los instrumentos (simbólicos o materiales); b) normatividad para los escritos académicos, y c) metodología y libertad en la investigación propiamente dicha o proceso creativo; no obviamente porque la investigación no requiera métodos sólidos para su realización, sino porque la creatividad no surge de fórmulas rígidas preestablecidas, ni de un método único, ni de recetas universales. La investigación innovadora –no la repetidora– necesita procedimientos que presenten resquicios por los que logre “fugarse” la libertad. Las inmersiones en la creación ametodológica (o metodológicamente flexible) dan cuenta de que, una vez lograda la obra, recién entonces se puede explicitar el método, porque subyace en los materiales, en la técnica y fundamentalmente en los laberintos oscuros de los que surge la creación.

Cuando se aborda un objeto de investigación, por simple que parezca, está embarazado de caos. En ese proceso ocurre como en la vida cotidiana cuando nos agobia el temor o la incertidumbre y nos refugiamos en ritornelos. Alguien avanza en la oscuridad por un lugar siniestro y, casi sin darse cuenta, comienza a tararear. La función del sonsonete es trazar un plano de inmanencia, una percepción ordenada, una delimitación de territorio que produzca tranquilidad ante la inmensidad indefinida de lo desconocido, lo acechante, el caos.

¿Cuáles serían los ritornelos de la investigación? El dar vueltas y vueltas a una misma cuestión, el detenerse en ciertas obsesiones, el replicar fórmulas automáticas que no nos conducen a nuevos senderos pero “tranquilizan” nuestra conciencia académica y la de quienes supervisan nuestros proyectos de investigación, son algunos de ellos.

Además, ¿cómo se manejarían los burócratas de la gestión investigativa si los investigadores no colocáramos en cada “casillero” de los formularios los términos que la fuerte formación imperialista y positivista del saber ha estandarizado contra viento y marea? O, ¿cómo conseguir que los colegas evaluadores acepten abordajes no convencionales? Es dilemático.

Ritornelo y desaceleración

Retomando la relación entre investigación y música, se puede decir con Deleuze que no todo ritornelo deviene música, pero toda música implica ritornelos.[20] Un investigador tiene necesidad de un primer tipo de ritornelo. Se trata del ritornelo territorial, de una multiplicidad de elementos heterogéneos que establecen alianzas, contagios, estados de cosas, estados de cuerpos, enunciados, variables de una función que incesantemente intercambia valores, fragmentos, sonoridades; esas alianzas brindan las unidades de análisis, son el grado cero de la investigación. Pero el investigador creador debe transformar el ritornelo territorial y producir otro de segundo tipo: un ritornelo-mundo, despojado de códigos preestablecidos y cuya meta final es un producto innovador. En él sigue fluyendo el ritornelo primitivo, si bien desterritorializado. En su lugar queda la obra que, si es lograda, alcanza una fuerza cósmica que se encontraba sin elaborar en el material originario, “el gran ritornelo de los pequeños ritornelos, la gran maniobra de las pequeñas maniobras”.[21] Expresándonos desde la epistemología deleuzeana, se produce un agenciamiento.

Un agenciamiento es una multiplicidad de heterogéneos que genera aleaciones, contagios, intercambio de códigos. No se imitan ni se copian entre ellos, hacen máquinas entre enunciados, cuerpos o fragmentos corporales. La subjetividades se diluyen formando agentes colectivos. Se producen como variables de una función. Hay intercambio de valores y deseos. Agenciamiento hombre-animal-artefacto (jinete, caballo, estribo) o mujer-bebé-alimento (pezón, boca, leche) o investigador-problema-infinito (variabilidad, bloques espacio-temporales, functores). En un agenciamiento los diferentes elementos que lo componen producen una máquina deseante; siempre y cuando no se fosilicen en el intento, siempre y cuando se modulen, se acoplen y desacoplen. Fluyan.

La música deviene intensa cuando el ritornelo conforma un plano de consistencia sonoro que restituye el caos, pues de lo que se trata es de trazar un plano sobre el caos. La ciencia, repitámoslo, establece un plano de coordenadas que definen estado de cosas y funciones (o proposiciones) referenciales avaladas por observadores presuntamente imparciales (Deleuze los denomina “parciales”). Por su parte, la filosofía traza un plano de inmanencia sobre el caos conduciendo lo infinito a los acontecimientos, mediante la invención de conceptos. Finalmente el arte se propone crear un finito –obra– que restituya el infinito mundo, “traza un plano de composición, que a su vez es portador de sensaciones compuestas, por efecto de figuras estéticas”.[22]

Las crisis que alteran un desarrollo investigativo o una creación estética a veces se convierten en obstáculos que nos impide concretarla. Existen investigaciones o composiciones que llegan a un punto muerto, a un callejón sin salida. Hay que volver a cero, como Antonio López y sus membrillos. También es posible que desde el caos se ilumine un principio de orden,[23] como el de la bailarina que deviene cisne sin dejar de aplicar su técnica inexorable (o quizá justamente por ello).

Devenir es entrar en esa zona oscura donde lo sublime no apela a ningún concepto preestablecido, a ningún método prefijado, a ninguna relación semiológica entre las palabras y las cosas, o los sonidos y la fuente que los inspiró, o los conceptos y el acontecimiento concebido allí donde se formula un problema.

Los grandes creadores –tanto en ciencias como en humanidades como en arte– son los que trabajaron a contrapelo de los métodos hegemónicos. Su quehacer es mucho más complejo que la aplicación de procedimientos instalados en la episteme. Siempre es más fácil repetir lo establecido que crear algo innovador y fecundo. Las estructuras disipativas de Ilya Prigogine, los conceptos ritornelo y rizoma de Deleuze y Guattari o la idea de deconstrucción de Jacques Derrida son algunas categorías de análisis para la investigación en general y la artística en particular.[24]

El investigador, en una primera etapa de su formación, se rige por la metodología vigente para contribuir a su propia solidez, para acceder a su condición de experto. Pero cuando siente en sus hombros cosquilleo de plumones, cuando las alas quieren crecer, el creador se sale de los métodos a través de ellos. Inventa categorías propias deconstruyendo las establecidas.[25] Busca grietas y fallas, introduce arte o artificios, crea en libertad. No imponiendo objetos sustanciales sino viboreando sobre las rispideces del cambio y, por sobre todas las cosas, no olvidando que en la investigación no solamente invertimos en aquello a lo que llamamos conceptos, functores o perceptos, sino también en vida.

Es asimismo del orden de la vida todo lo que se investiga o, dicho de otra manera, el investigador se enfrenta a fuerzas vitales que –mediante continuos movimientos moleculares– habilitan el sostenimiento de la cualidad explicativa de la ciencia, la cualidad pensante de la filosofía y la cualidad sensible del arte. La investigación, en el interior y en los bordes de su métier, está habitada por devenires que imponen como condición tender a lo imperceptible, de modo tal que los estados de cosas se transformen en functores, los acontecimientos en conceptos y la obra de arte en perceptos.

El investigador creativo se difumina como ente empírico detrás de unos resultados que ya no lo contienen, pero que lo necesitaron para lograrse y alcanzar la innovación. Finalmente el investigador mismo deviene función, su pensamiento se desliza por los límites de las determinaciones evitando que ciertas moléculas se disparen sin meta ni destino y sabiendo que se trata sólo de una tregua en el caos, de un inestable equilibrio.

Investigar así es como dar saltos sin saltar, como ser nómada desde una aparente inmovilidad. Esto es un secreto a voces entre los investigadores cuánticos, los físicos teóricos, los microbiólogos, los meteorólogos, los filósofos del movimiento y el cambio, los humanistas y científicos no sustancialistas y los artistas liberados de códigos domesticantes. Los nómadas, esos que dan saltos incluso sin moverse del lugar, pues existen muchas maneras de saltar.

Gilles Deleuze y la ciencia

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