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4. El demonio mudo

El Evangelio de san Lucas se estructura como una larga peregrinación de Jesús, que parte desde Galilea y muere en Jerusalén. En medio de las diversas enseñanzas, aparece como de pasada un milagro que es, al mismo tiempo, de curación y de exorcismo: Estaba echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada (Lc 11, 14). En Mateo se dice que este mudo era, además, sordo y ciego. Por eso comenta san Jerónimo lo siguiente:

[…] en un solo hombre hizo el Señor tres prodigios: darle la vista, darle la palabra, y librarlo del demonio. Y lo que hizo entonces exteriormente, lo hace todos los días en la conversión de los pecadores, que después de verse libres del demonio, reciben la luz de la fe y consagran su lengua, incapaz antes de hablar, a las alabanzas divinas. (Comentario a Mateo, 12, 22)

El pasaje continúa con una discusión del Maestro y los fariseos, que lo acusaban de actuar como enviado del demonio, a lo que el Señor les respondió que no podía haber división en ningún bando vencedor: Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa contra casa. Y aprovechó para concluir lanzando un desafío: El que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo, desparrama. Hay que elegir entre Dios o el demonio, no hay punto medio. Por eso estas palabras resuenan con frecuencia en Cuaresma, con el telón de fondo del salmo 94: Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor, no endurezcáis vuestro corazón.

Un medio muy importante para tomar partido por el Señor es la dirección espiritual. Se trata de una posibilidad que nos ofrece la Iglesia, con la que nos favorece la conversión frecuente. El papa Francisco la describe como “el acompañamiento personal de los procesos de crecimiento” (2013):

En una civilización paradójicamente herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro, cuantas veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús y su mirada personal. (n. 169)

La dirección espiritual —esa mirada conmovida que hace presente a Cristo— se remonta hasta el comienzo, cuando Él mismo charlaba con cada uno de sus apóstoles, como vemos con san Pedro después de la Resurrección, el día cuando le confirmó su encargo de apacentar las ovejas, a pesar de las traiciones del Jueves Santo. Agradezcamos al Señor esa posibilidad maravillosa de avanzar con seguridad en el camino de la identificación con Él:

¡Qué felicidad tener alguien con quien hablar como contigo mismo!, ¡a quien no temas confesar tus eventuales fallos!, ¡a quien puedas revelar sin rubor tus posibles progresos en la vida espiritual!, ¡a quien puedas confiar todos los secretos de tu corazón y comunicarle tus proyectos! (Elredo de Rievaulx, citado por Dubois, 1948, p. 53)

Cada vez que acudamos a la dirección espiritual, podremos pensar que el mismo Jesucristo nos aconseja, sirviéndose de la persona que nos escucha como el instrumento idóneo que la Iglesia nos dispensa. Por eso hemos de asistir con puntualidad, preparando en la oración lo que comentaremos, para que sea una charla breve, concisa, profunda, eficaz. Y una de las virtudes más importantes, junto con la docilidad para hacer propios los consejos y llevarlos a la práctica, es la sinceridad, virtud opuesta a la mudez de la que nos habla el pasaje del Evangelio que estamos considerando.

Por contraste, volvamos al endemoniado, imaginemos su incapacidad: no podía ver, ni oír, ni hablar. Sería muy difícil su relación con los demás, con mayor razón si padecía una posesión diabólica. En realidad, se trataba de un caso dramático. Por eso Jesús tuvo compasión de él y lo curó gustosamente, sin poner trabas o exigencias como hizo antes de otros milagros. San Josemaría se sirve de este personaje para comentar la importancia de la sinceridad. Al llamar a esta posesión la del “demonio mudo”, se refiere a un tipo de enfermedad que va más allá de la incapacidad de pronunciar palabra. La aplica, en la vida interior, al temor de abrir la boca, de no contar lo que sucede —especialmente los hechos negativos, los pecados o imperfecciones que hemos cometido—, por vergüenza, para no perder el supuesto buen concepto que deben de tener sobre nosotros las personas que nos ayudan. Por eso aconseja: “Id a la dirección espiritual con el alma abierta: no la cerréis, porque —repito— se mete el demonio mudo, que es difícil de sacar” (AD, n. 188).

Además, explica las características de la sinceridad para que la dirección espiritual logre su cometido, que es la identificación con el espíritu de Cristo:

Si el demonio mudo —del que nos habla el Evangelio— se mete en el alma, lo echa todo a perder. En cambio, si se le arroja inmediatamente, todo sale bien, se camina feliz, todo marcha. —Propósito firme: “sinceridad salvaje” en la dirección espiritual, con delicada educación..., y que esa sinceridad sea inmediata. (F, n. 127)

Sinceridad salvaje, inmediata, con delicada educación. Dios es la verdad, además de que lo sabe todo de nosotros. El diablo, en cambio, es el padre de la mentira y del engaño. Por esa razón, no tiene sentido ocultar la verdad de nuestro interior a quien representa al Señor en el proceso de santificación personal. Es como si uno fuera al médico y le escondiera los síntomas, o no se dejara revisar ni tomar exámenes; o, peor aún, si le dijera que está muy bien mientras el cáncer lo está carcomiendo.

Hay varios ámbitos en los que debemos vivir esta virtud. En primer lugar, con Dios mismo. Huir del anonimato, tratarlo de tú a Tú, con sencillez y naturalidad, en la oración y en el examen de conciencia. Pedir luces al Espíritu Santo para vernos como Él nos ve, que es la realidad última de nuestra existencia.

En segundo lugar, sinceridad con nosotros mismos: considerarnos con objetividad, tratar de conocernos como somos, de alcanzar la verdad sobre nuestra intimidad, sin esconderla en subterfugios ni en eufemismos. Se trata de una manifestación más de la virtud de la humildad. No podemos asustarnos de que seamos frágiles, de que podamos caer ¡y que de hecho caigamos! El conocimiento propio es fundamental para darnos a conocer como somos.

Y así llegamos al tercer punto: la sinceridad con el director espiritual, para facilitarle su labor de acompañamiento, de orientación y exigencia. Hemos de ser sinceros desde antes, cuando la tentación acecha, diciendo con franqueza: se me ocurre esto, tengo una mala temporada, encomiéndame más estos días... Y si tuviéramos la desgracia de “tocar el violón” —no tiene por qué suceder—, sinceridad inmediata (salvaje y educada) en la dirección espiritual y en la confesión sacramental.

La sinceridad lleva a darse a conocer con humildad y claridad, sin medias verdades, sin disimulos ni exageraciones, sin vaguedades, manifestando con sencillez las disposiciones interiores y la realidad de la propia vida, de modo que se pueda recibir toda la ayuda necesaria en la lucha por la santidad. Sinceridad en lo concreto; en el detalle, con delicadeza. Huyendo del embrollo y de lo complicado, llamando a las cosas por su nombre, sin querer enmascarar las flaquezas, derrotas y defectos con falsas razones y justificaciones. (Fernández-Carvajal, 2011, p. 195)

Abrir el alma, dejar entrar al Espíritu Santo en nuestro corazón —con todos sus dones y sus frutos—, es una táctica triunfadora. Un buen consejo por si llegara un momento en que costara especialmente la sinceridad es abrir una puerta con el director espiritual. Quizá decirle de pasada, o escribirle un mensaje: “tenemos que hablar”, “tengo que decirte algo”. Ya es una manera de dar un paso, comenzar a sincerarse. De esa forma, será más fácil encontrar el momento de hablar a solas. Si quizá tampoco sepamos cómo romper el hielo, se puede comenzar diciendo con toda sencillez: “me cuesta mucho decir lo que te voy a contar”. Y entonces, lanzarse a “soltar el sapo”.

Quizá no haga falta un plan tan estudiado, lo que sí es eficaz es un consejo antiguo, que utilizaba san Josemaría en su labor pastoral. Ponía el ejemplo de una persona que cargaba, durante un tramo de varios kilómetros, algunas piedritas en los bolsillos y una roca en el hombro. Al llegar al sitio de destino, lo lógico es que soltara el peñasco, y no las piedrecitas. Pues así tiene que ser la actitud nuestra en la dirección espiritual: comenzar por lo que más cuesta, por las faltas de mayor entidad, sin “dorar la píldora” con pequeños errores que nos pueden llevar a la mentira o al engaño:

Contad primero lo que desearíais que no se supiera. ¡Abajo el demonio mudo! De una cuestión pequeña, dándole vueltas, hacéis una bola grande, como con la nieve, y os encerráis dentro. ¿Por qué? ¡Abrid el alma! Yo os aseguro la felicidad, que es fidelidad al camino cristiano, si sois sinceros. Claridad, sencillez: son disposiciones absolutamente necesarias; hemos de abrir el alma, de par en par, de modo que entre el sol de Dios y la claridad del Amor. (AD, n. 189)

La aplicación del pasaje del demonio mudo a la sinceridad en la dirección espiritual va más allá de un simple simbolismo: “El que se calla tiene un secreto con Satanás, y es mala cosa tener a Satanás como amigo” (Carta, 24-3-1931, n. 38, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325). O, mirándolo en positivo: “Por eso demuestra tanto interés el diablo en cegar nuestras inteligencias con la soberbia, que enmudece: sabe que, apenas abrimos el alma, Dios se vuelca con sus dones” (Carta, 14-2-1974, n. 22, citada por Burkhart y López, 2013, p. 325).

La sinceridad es el comienzo de la solución. Como el hijo pródigo, experimentaremos la infinita misericordia del Padre, que no solo nos acoge de nuevo en su seno, sino que organiza una fiesta. El banquete del amor, del perdón, de la resurrección: este hijo estaba muerto y ha revivido.

Acudamos a la Virgen Santísima, que tenía un alma fina, delicada, pura, limpísima, porque siempre estaba en diálogo franco y amoroso con ese Dios que era su Padre, su Hijo y su Esposo. Pidámosle que nos ayude a vencer al demonio mudo por medio de la sinceridad salvaje, educada e inmediata con Dios, con nosotros mismos y con quienes dirigen nuestra alma.

Milagros

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