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1. Las bodas de Caná

El apóstol san Juan, discípulo amado, es quien narra el primer milagro de Jesús: había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí (2, 1-11). Tradicionalmente se considera que el Señor, con su presencia en estas bodas, elevó a la categoría de sacramento la unión natural del hombre y la mujer, que Dios había instituido en las primeras páginas del Génesis. Así lo describe el Catecismo:

En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de bodas. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo. (n. 1613)

Más aún, el matrimonio será camino de santidad, vocación cristiana de primera categoría: “Todos los esposos, según el plan de Dios, están llamados a la santidad en el matrimonio” (san Juan Pablo II, 1981, n. 34). Por ese motivo, la liturgia relaciona este pasaje con las promesas de Isaías sobre el regocijo del marido con la esposa, que es una figura del matrimonio de Dios con su Iglesia (62, 1-5): Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios. Ya no te llamarán “Abandonada”, ni a tu tierra “Devastada”; a ti te llamarán “Mi delicia”, y a tu tierra “Desposada”.

El Señor compara el amor por su pueblo con el de los jóvenes esposos. Ya nadie se sentirá desamparado ni solo, porque Dios ama a su gente con amor tierno y eficaz: Como un joven se casa con su novia, así te desposa el que te construyó; la alegría que encuentra el marido con su esposa, la encontrará tu Dios contigo. El modelo del matrimonio cristiano es el cariño de Dios a los suyos, manifestado en el amor de Cristo a su Iglesia. Por eso este sacramento es camino de santidad, vocación específica en el itinerario cristiano de imitación del Maestro.

Volvamos a la escena del Evangelio con la que comenzamos, el matrimonio en Caná: Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda. Los apóstoles apenas lo estaban conociendo. Suponían que era un grande, pues Juan Bautista, maestro de algunos de ellos, les había dicho que era el Cordero de Dios. Desde entonces empezaron a ir detrás de Él, con las dudas lógicas de los comienzos.

La fiesta hervía en el alboroto del gozo y las conversaciones en voz alta entre tantos viejos conocidos y familiares llegados para el evento. Sin embargo, pocos se dieron cuenta de una crisis que se iba gestando lentamente, un dolor que padecían los más íntimos de la familia: el número de invitados había superado las expectativas, o estaban consumiendo más de lo previsto, por lo cual se cernía sobre los esposos y sus allegados la amenaza del oprobio, de pasar a la historia del pueblo como el matrimonio fallido, quizá premonitorio de una vida conyugal frustrada.

Nadie se dio cuenta, pues todos gozaban de los festejos, pero entre los invitados había una persona especial, más atenta a las necesidades del prójimo que a su propio bienestar: Y la madre de Jesús estaba allí.

Fijaos también en que es Juan quien cuenta la escena de Caná: es el único evangelista que ha recogido este rasgo de solicitud materna. San Juan nos quiere recordar que María ha estado presente en el comienzo de la vida pública del Señor. Esto nos demuestra que ha sabido profundizar en la importancia de esa presencia de la Señora. (ECP, n. 141)

La Virgen cayó en la cuenta del problema en el que se encontraban los anfitriones. Movida por el Espíritu Santo, se dirigió a Jesús: Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice: “No tienen vino”. Era una confianza maternal, un trato al que estaba acostumbrada. Solo que Ella sabía lo que estaba pidiendo. Era consciente de que estaba adelantando la hora del banquete de bodas del Cordero. San Juan Pablo II (2002b) hace una consideración muy sugerente de esta escena: cuando habla de María como ejemplo de contemplación, menciona su mirada “penetrante, capaz de leer en lo íntimo de Jesús, hasta percibir sus sentimientos escondidos y presentir sus decisiones, como en Caná” (n. 10).

Sin embargo, la respuesta de su Hijo suena dura en un primer momento: Jesús le dice: “Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora”. En realidad, no es una negativa, sino la exposición de un motivo sobrenatural: Jesús ha venido para cumplir la voluntad de su Padre, que todavía no se ha manifestado. Recordemos que san Juan divide su Evangelio en dos grandes partes: el libro de los signos, al cual pertenece el pasaje que estamos considerando, y el libro de la hora, que comienza con la última cena. Es decir, la hora de Jesús es el momento del sacrificio redentor. En el comienzo de su vida pública, todavía no ha llegado ese tiempo, y por eso la aparente negativa de Jesús.

La actitud de María ante la respuesta de su Hijo llama todavía más la atención: Su madre dice a los sirvientes: “Haced lo que él os diga”. Es impresionante imaginar lo que pasaría por el interior de la Virgen, su relación íntima con el Padre y con su Hijo, que la llevó a reaccionar de esa manera. San Juan Pablo II (2002b) comenta que “el primero de los ‘signos’ llevado a cabo por Jesús —la transformación del agua en vino en las bodas de Caná— nos muestra a María precisamente como maestra, mientras exhorta a los criados a ejecutar las disposiciones de Cristo” (n. 14). Maestra de fe, de trato confiado con su Hijo. Nos hacemos cargo de lo sucedido entre los dos, si miramos de nuevo a Jesús para ver cómo reacciona ante semejante “impertinencia” de María: Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una. Jesús les dice: “Llenad las tinajas de agua”.

Uno esperaría que el Señor insistiera en su negativa o que hiciera caer vino del Cielo. O que se llenaran de licor, como por ensalmo, las botellas vacías. Sin embargo, su actitud es diversa: pide que llenen de agua unas tinajas. Quizá nosotros responderíamos enojados: “¿quién quiere agua? —El problema es de vino. Podrías mandarnos a comprar al otro pueblo, pero no a dilapidar el tiempo con juegos de niños. ¡Llenar de agua unas tinajas cuando lo que falta es vino!”.

No sabemos si movidos por la persuasión maternal de María o por la potestad mesiánica de Jesús, aquellos hombres reaccionaron con obediencia pronta, generosa: Y las llenaron hasta arriba. Entonces les dice: “Sacad ahora y llevadlo al mayordomo”. Continúan las órdenes inusitadas y en apariencia erróneas: ¿qué va a pensar el maestresala cuando le presenten unas tinajas con agua? Casi podríamos decir que está en juego el puesto de los servidores.

Sin embargo, grande es la fe de aquellos hombres, que se lo llevaron. Jesús obedece al Padre, que habla a través de la petición de María, y los sirvientes obedecen a Jesús y le portan no unos pocos mililitros, sino unos quinientos litros de agua: El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llamó al esposo y le dijo: “Todo el mundo pone primero el vino bueno, y cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora”. Aquel esposo quedaría sorprendido ante el elogio inesperado y, sobre todo, recuperaría la tranquilidad, al ver la cantidad de vino de gran calidad, que en realidad era el anuncio de la llegada del Reino de Dios, el vino de las bodas definitivas de Dios con su pueblo.

San Juan concluye que Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria. Comenzó la vida pública del Mesías. Llegaron los tiempos mesiánicos. La conclusión tiene un añadido importante: Y sus discípulos creyeron en él. El pasaje de Caná es una escuela de fe: seguir a Cristo, obedecerle, confiar en Él, y acudir a la Omnipotencia suplicante de la Madre de Dios. Como observa san Alfonso María de Ligorio (1954):

El corazón de María, que no puede menos que compadecer a los desgraciados [...], la impulsó a encargarse por sí misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que nadie se lo pidiera [...]. Si esta buena Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué hubiera sido si le rogaran? (p. 48)

Por esa razón, san Juan Pablo II (2002b) quiso que este pasaje fuera uno de los nuevos misterios del Rosario: “Misterio de luz es el comienzo de los signos en Caná, cuando Cristo, transformando el agua en vino, abre el corazón de los discípulos a la fe gracias a la intervención de María, la primera creyente” (n. 21). Podemos dirigirnos al Señor para que también nos aumente la fe, contando con la intercesión de su Madre:

Quiero, Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra Madre —¡tu Madre!— a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos: ¡no tienen!... Si nuestra fe es débil, acudamos a María […]. Nuestra Madre intercede siempre ante su Hijo para que nos atienda y se nos muestre, de tal modo que podamos confesar: Tú eres el Hijo de Dios. —¡Dame, oh Jesús, esa fe, que de verdad deseo! Madre mía y Señora mía, María Santísima, ¡haz que yo crea! (SR, II misterio de luz)

Y sus discípulos creyeron en él. Además, descubrieron el carácter familiar de la Encarnación, de la Iglesia: Después bajó a Cafarnaún con su madre y sus hermanos y sus discípulos. Acudamos a la Virgen para que presente al Señor nuestras necesidades, nuestra falta de vino, de fe, de gracia, de santidad, y para que nos recuerde en cada momento de nuestra vida su mejor consejo maternal: Haced lo que Él os diga.

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