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El sexagenario

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Era claro que nadie podía competir con él, cuando se trataba de atraer la atención de una mujer. Y no es que fuera particularmente guapo, o seductor. Nunca lo había sido. Más bien era que tenía algo de hostil, de podredumbre, de don nadie. Y eso para no hablar de sus canas. De sus 63 años.

Pero a él le gustaba esa —¿cómo llamarla?— inconformidad. Porque le gustaban las mujeres. Y mucho. Alguna vez se había propuesto escribir un libro de sus amores. Para el caso, había comprado un cuaderno pautado. Simplemente había escrito la llave de sol. Y había pergeñado la palabra Osbelia. Su idea era escribir todo lo que aquel amor de su niñez/ juventud le evocaba. Entusiasmado por el proyecto, enriqueció la lista: Dulce María, Pita, Margarita, Eduviges, Esther, Carmen, Florina, Karen, Ivonne, Luz María, Nancy… Pero se cansó. No se separaba del cuaderno. Pero tampoco avanzaba. Lo ponía a un lado de su copa de whisky —porque era lo que tomaba, religiosamente: una cerveza y dos whiskys— y pasaba las hojas a modo de abanico. Como para refrescarse la cara, y que sobreviniera la energía. Inútilmente. El proyecto se había pulverizado en su cabeza.

Todos los días iba al tugurio. Y todos los días las chicas acudían hasta su mesa presurosas. Algunas querían tocarlo. Darle la mano. Otras se conformaban con mirarlo. Sexagenario, maestro de música —impartía sus clases de piano en su departamento de las calles de Presidentes, a un par de cuadras de la calzada de Tlalpan—, pianista frustrado —su debut y despedida fue en la Sala Ponce, de donde salió derrotado por haber olvidado la partitura; noche que marcó su entrada triunfal al alcoholismo—, compositor en ciernes que nunca supo solfear, cada vez le resultaba más cansado caminar. Subir los dos pisos que lo conducían hasta su departamento. Llegaba pues arrastrando los pies hasta la mesa que ocupaba habitualmente en aquel tugurio. Fiel a su costumbre, revisaba la cartera antes de cruzar el umbral. No podía darse el lujo de no llevar suficiente dinero y correr el riesgo de que lo corrieran. Sería una vergüenza. Mejor llevarse la fiesta en paz. Pidiendo y pagando, como decía en las paredes del tugurio. Que por cierto, ni nombre tenía.

Aquella vez, llevaba el ánimo entre el cielo y el infierno. Una alumna le había dicho —sin decírselo— que lo amaba. Lo había mirado con una insistencia que a él le había parecido obscena. O espiritual. Ya no distinguía una cosa de la otra. ¿Pero acaso el arte no era obsceno? Franz Liszt, su ídolo, ¿no era feliz poniendo su piano, o, mejor aún, su arte pianístico, al servicio de la condición femenina? Si él lo había hecho, el mayor pianista de todos tiempos, pues entonces significaba que no había nada de malo en ello. Que tan normal era que una alumna se enamorara del maestro, como que el maestro se enamorara de una alumna. Era justo lo que había acontecido. Ése era el cielo. El infierno vendría enseguida.

Porque odiaba la idea de iniciar otra relación. Hasta la palabra le molestaba. Relación, bah. Cada una de las mujeres de la lista significaba una relación. Lo cual equivalía a llevar en las espaldas un rémora maldita. Estaba curado de espantos. A cual más era más insoportable. Más imprevisible. Más destructiva. O bien más insólita. Más inaudita. Concluyó que a eso se debía su soltería. A que nunca se había topado con una mujer verdadera. Alguien que hubiera dado la vida por él. ¿Existía esa mujer?

Abrió su cuaderno pautado. Y decidió escribir a partir de esta joven. Su nombre era Scarlett. Todo podría quedar en un par de párrafos. No tendría más que describirla. ¿Un simple maestro de piano? Estaba por verse. Se puso la armadura en contra de la relación. Y escribió:

La tumba del alacrán

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