Читать книгу La tumba del alacrán - Eusebio Ruvalcaba - Страница 9

El perro que me mordió selló su sentencia de muerte

Оглавление

Tendría yo siete años. Tal vez ocho. Y entre mis posesiones favoritas era dueño de un perro al que no adoraba pero sí quería mucho —esto lo sé porque con el paso del tiempo tuve más perros, a los que quise en forma enfermiza. Me gustaba jugar con él, y acaso molestarlo. Se llamaba Whisky. Mi padre le había puesto el nombre. Callejero cien por ciento. De hecho, así llegó a la casa. Vio el garaje abierto y decidió probar suerte y meterse, alguna vez que mi padre abrió la puerta para meter el coche. A mi padre le pareció muy gracioso el animal, y como él y mi madre adoraban los cánidos, de inmediato lo adoptaron.

Se quedó a vivir y adoptó la casa como suya. Que encima era muy grande. Se ubicaba en la calle de Miguel Ángel número 93, por el barrio de Mixcoac. Todo parecía hecho a la medida de Whisky. El Whisky retozaba en el pasto, corría de un extremo al otro, jugaba conmigo a Rin Tin Tin. Además de comer hasta hartarse.

Pero aquella vez le entró no el pingo sino el demonio. Se metió debajo de mi cama y mi madre me ordenó sacarlo. Muéstrale un pancito para que salga. Pero yo en lugar de hacer eso, también me metí bajo la cama y comencé a tirar de sus patas. Y de sus orejas. Cada vez me aproximaba más hasta que hubo un escaso par de centímetros entre su hocico y mi cara. Entonces gruñó y se abalanzó sobre mi nariz hasta casi arrancármela. Salí llorando de ahí. El susto que se puso mi madre fue tremendo. Había un doctor en la esquina —doctor Salcedo, en la esquina de Miguel Ángel y Rembrandt— y hasta allá me llevó cargando. Yo no paraba de llorar, y ella otro tanto. El doctor me curó la nariz, que casi me dolió tanto como la mordida, y mi madre y yo regresamos a la casa —el llanto me volvió en cuanto me sentí en sus brazos.

Mi madre me estaba arropando bajo las sábanas cuando entró mi padre. Estaba hecho una furia. Con toda seguridad mi hermana le había contado. Me dijo que le mostrara la herida. “Y eso que no lo viste sangrando”, sentenció mi madre en forma imprudente.

Mi padre salió de la recámara. Iba mascullando palabras. “Te vas a morir”, alcancé a escuchar. Entre el dolor, mi inconciencia y mi sentido común, sabía que se refería al Whisky. Brinqué de la cama. Mi madre intentó detenerme pero me zafé de su brazo. Salí de la recámara y busqué a mi padre. Allí estaba. Atisbando en la tarde-noche. Le gritaba al perro pero el animal no se acercaba. ¿Sabía el riesgo que estaba corriendo? Quizás estaba más asustado que yo mismo. Mi padre recorrió el patio por completo. Hasta que dio con él. Entonces lo cargó con una sola mano. Whisky aulló cuando se sintió en el aire. Le estaba doliendo la agresión. Yo lo alcancé y de rodillas y con el llanto incontrolable, le rogué a mi padre que no lo matara. Que la culpa había sido mía. Por toda respuesta, el jefe de la familia abrió la portezuela del auto y aventó al Whisky al interior. ¿Qué vas a hacer!, le grité yo. Llevármelo de aquí. Para siempre. O lo mato. Abrió el garage, sacó el coche y se fue. En mi imaginación le dije adiós a mi perro. Al que no volví a ver nunca más.

La tumba del alacrán

Подняться наверх