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Servicio de taxis

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Desde que le hacía la parada a un taxi, Gabriel comenzaba a relamerse los labios. Apenas se subía, miraba al taxista sin despegarle los ojos. Si era viejo o feo, en la siguiente esquina le ordenaba que se detuviera. Y furioso abandonaba el vehículo. Una vez tras otra podía repetir la prueba, hasta que se sentía satisfecho. A partir de ahí sobrevenía el Gabriel simpático y carismático.

Qué hábil era para entablar conversación. No había quien se le resistiera. Menos un taxista. Hablaba, preguntaba, inquiría. Que si había tenido una buena jornada de trabajo, que si el tráfico estaba resultando demasiado arduo, que si no se le había descompuesto el auto… Inmediatamente se presentaba. Decía su nombre y su profesión. El taxista respondía con una sonrisa forzada.

Por fin llegaba a su destino. La casa de él. Es decir, su departamento. Pues vivía en el tercer piso de un edificio elegante. A todas luces, de renta y mantenimiento elevados.

Entonces escurrían de sus labios aquellas palabras que sopesaba en el alma: ¿No gusta una copa? Permítame invitársela. Tengo lo que se le ocurra —¿lo puedo tutear?—: tequila, mezcal, vodka, whisky, brandy… La verdad lo que se te antoje. ¿Qué son cinco minutos?

De cada diez taxistas, uno accedía. Cuando decían bueno, una es ninguna, Gabriel se ruborizaba. ¡Un hombre en su casa! Caminaba de puntitas hasta la puerta de su departamento. Siempre delante del taxista, como para que su trasero pudiera ser admirado. Abría la puerta, y le hacía el gesto al taxista de que finalmente podía pasar.

De ahí en adelante todo era cortesía y sonrisa afectada. Le indicaba que se sentara en el sillón más cómodo de su sala de piel, y en el acto ponía música. Generalmente Enya o Celine Dion. ¿Y qué bebida se le antoja? O: ¿Y qué bebida se te antoja? El taxista se le quedaba mirando absorto. Asombrado de tanta atención. Pedía su trago. Y Gabriel lo atendía de inmediato.

—Espérame un segundo —suplicaba, y en efecto se desaparecía unos cuantos minutos. Salía transformado de su habitación. Vestido de bata y pantuflas. Sin más prenda. Corría hasta su pequeño bar, se servía su trago —generalmente un etiqueta negra—, y se sentaba enfrente del taxista. Con las piernas cruzadas.

Ahora más que nunca se esmeraba en su simpatía. Hablaba con gran desparpajo de cualquier tema. Pero por dentro se burlaba de su interlocutor. Sabía que lo estaba deslumbrando. Como una serpiente a su víctima. Y que realmente se necesitaba de muy poco para deslumbrar a un hombre ignorante. Aunque calculaba con exactitud geométrica hasta dónde era posible llegar. Para no provocar la ira de aquel hombre. Peligroso, sin lugar a dudas. O cuando menos así lo veía él. Porque todos los provenientes de las clases populares, para él eran poco menos que maleantes sueltos. Pero como fuera, aquellos cinco minutos de ensueño —que al final eran treinta, cuarenta— se pulverizaban. Y se quedaba solo. Una vez más. Como cada noche. A expensas de su soledad.

La verdadera experiencia vino cuando solicitó el servicio Uber. Sus amigos le habían hablado mucho de él. Que era lo más seguro del mundo. Que se pagaba con tarjeta. Que no importaba la hora que se le solicitara. Y que encima no era más caro que cualquier sitio. Por eso y porque quería vivir algo nuevo, se inscribió. Hasta nervioso se puso cuando solicitó un auto en su celular. Lo esperaría en el restaurante El Convento, en Coyoacán. A las seis en punto. Y en efecto, el mesero acudió a esa hora a decirle que su taxi había llegado. Pagó la cuenta con su tarjeta Platinum, y se dispuso a abordar el vehículo. Se asombró de la disposición del conductor. No solamente era joven, sino bien vestido, y bien parecido. Desde luego magníficamente educado. Nada que ver con los choferes de los taxis que estaba acostumbrado a solicitar. Así fueran de sitio. El empleado de Uber le ofreció una botella de agua, además de que le suplicó que le dijera qué música quería oír en el trayecto. Se sintió apabullado. Si el que conquistaba era él. Pero en fin. Le indicó el domicilio, y el auto llegó en un tiempo récord. Ni siquiera tuvo que guiarlo. Simple y llanamente, el conductor —de nombre Israel— se dejaba llevar de la mano por su GPS.

Por fin llegaron. Hizo su invitación. Pero Israel se negó a aceptarla. Alegó que lo tenía estrictamente prohibido. Que lo podían despedir. Pero ante la insistencia del pasajero, cedió. Una nada más y me voy.

Y subió. Cuando Gabriel salió del baño vestido de bata y pantuflas, Israel se había marchado. El hombre leyó en el espejo, con letras escritas en rojo escarlata: Váyase a chingar a su madre. Viejo puto y miserable. Ojalá se muera.

Gabriel se echó a llorar.

La tumba del alacrán

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